Feliz rutina
Publicado en Oct 30, 2017
Cantaba alto y claro con los ojos cerrados, bajo el chorro de agua caliente de la ducha. Se vestía con colores alegres y eléctricos, mezclados sin sentido los unos con los otros. Se perfumaba con olor a mar y vida, desde la cabeza hasta los pies. Se ponía una peluca varonil de cabello negro y perfectamente peinada hacía atrás. Maquillaba sus escasas cejas con los conocimientos que había adquirido. Y por fin se miraba por última vez al espejo. Brillaban sus ojos tanto como los colores de su vestuario. Era bello, fuerte, alegre y decidido. Caminaba a paso rápido por la calle, casi dando brincos ágiles y felices. Comía dos manzanas para desayunar, rojas y saludables. Le gustaba su sonido al morderlas. Entraba en el metro y estaba hasta el mediodía viajando en los vagones. Se bajaba, se subía a otro, se sentaba y observaba todo lo que ocurría a su alrededor, reflejado en el cristal de enfrente. Salía del metro y comía en el restaurante del hospital general. Bocadillo de jamón serrano con pan de semillas y después su acostumbrado pastel de chocolate, acompañado de un batido aún más dulce. Caminaba un rato por los pasillos del hospital mirando sutilmente a través de las puertas de las habitaciones. Volvía a casa en metro, feliz y cansado. Cenaba un plato de sopa caliente con mucha pasta. Se quitaba la peluca y la dejaba en un bonito mueble que tenía en el baño. Se desvestía y colgaba la ropa junto a la de colores vivos que ya tenía. Se acostaba desnudo y se dormía. A la mañana siguiente cantaba con los ojos cerrados, más alto y más claro bajo el chorro de agua caliente de la ducha. Su cuerpo sostenido por las manos de su hermano. Se vestía con colores alegres y eléctricos, mezclados sin sentido los unos con los otros. Se perfumaba con olor a mar y vida, desde la cabeza hasta los pies. Se ponía una peluca varonil de cabello negro y perfectamente peinada hacía atrás. Era un regalo de su querido hermano. Maquillaba sus escasas cejas con los conocimientos que hacía muy poco había adquirido. Y por fin se miraba por última vez al espejo. Brillaban sus ojos tanto como los colores de su vestuario. Era bello, fuerte, alegre y decidido. Caminaba a paso rápido por la calle junto a su hermano, casi dando brincos ágiles y felices, aunque se cansase. Comía dos manzanas rojas y saludables. Le gustaba su sonido al morderlas a pesar de que sus dientes se resintiesen. Entraba en el metro y estaba hasta el mediodía viajando en los vagones. Se bajaba, se subía a otro, se sentaba junto a su hermano y observaba todo lo que ocurría a su alrededor, reflejado en el cristal de enfrente. Le gustaban las vidas rutinarias de aquellas personas, plácidas e inalterables. Salía del metro y comía en el restaurante del hospital general. Bocadillo de lomo de pan de semillas y después su acostumbrado pastel de chocolate, acompañado de un batido aún más dulce. Caminaba un rato junto a su hermano por los pasillos del hospital mirando sutilmente a través de las puertas de las habitaciones. Detestaba aquellas vidas que habían dejado de ser rutinarias. Por la noche con su querido hermano volvía a casa en metro, feliz y cansado. Cenaba un plato de sopa caliente con mucha pasta. Se quitaba la peluca y la dejaba en un bonito mueble que tenía en el baño. Se desvestía ayudado por las manos de su hermano y colgaba la ropa junto a la de colores vivos que ya tenía. Se acostaba desnudo, protegido en la oscuridad por la presencia de su hermano y entonces se dormía. Otra mañana más seguía cantando con los ojos cerrados, aún más alto y claro bajo el chorro de agua caliente de la ducha. Sostenido por las manos de su hermano. Deseaba cantar, deseaba escuchar la vida. Se volvía a vestir con colores alegres y eléctricos, mezclados sin sentido los unos con los otros. Daba igual que no combinasen, él quería llevar los próximos días de su vida todos los colores del mundo. Se perfumaba con olor a mar y vida, desde la cabeza hasta los pies. Se le encogía el corazón al estar tan cerca del olor de la libertad. Se ponía una peluca varonil de cabello negro y perfectamente peinada hacía atrás, sobre su ralo e insalubre cabello. Era un regalo de su querido hermano y era su más preciado obsequio. Por fin se miraba por última vez al espejo. Brillaban sus ojos, como los días anteriores y como los próximos de su vida. Brillaban tanto como los colores de su vestuario. Parecía bello, fuerte, alegre y decidido. Caminaba a paso rápido por la calle junto a su hermano, casi dando brincos ágiles y felices, aunque se cansase, aunque sus muletas le frenasen. Comía dos manzanas rojas y saludables. Le gustaba su sonido al morderlas, a pesar de que sus dientes se resintiesen. A pesar de no disfrutarlas tanto como deseaba, las saboreaba. Eran vida y eran bellas. Entraba en el metro y estaba hasta entrado el mediodía viajando en los vagones. Se bajaba, se subía a otro. Todos le cedían un asiento. Se sentaba junto a su hermano y observaba lo que ocurría a su alrededor, reflejado en el cristal de enfrente. Amaba las vidas rutinarias de aquellas personas, plácidas e inalterables. De ese modo se sentía uno de ellos, hermoso, vivo y eterno. Salía del metro y comía en el restaurante del hospital general. Bocadillo de jamón serrano de pan de semillas y después pastel de chocolate, acompañado de un batido aún más dulce. Las semillas del pan le producían dolor en las encías y el chocolate lo tenía prohibido pero era vida y lo saboreaba con ansía. Caminaba un rato junto a su hermano por los pasillos del hospital mirando sutilmente a través de las puertas de las habitaciones. Detestaba aquellas vidas que habían dejado de ser rutinarias. Sin embargo le gustaba visitar el hogar de la enfermedad con los alegres colores que vestía, con su cabello espeso y negro, con sus cejas artificiales pero que le producían una plena sensación de bienestar cada vez que las tocaba. Le gustaba caminar con sus muletas, erguido y deteniéndose para brindar sus francas sonrisas a cada uno de los enfermos que guardaban las camas. Por la noche con su querido hermano, volvía a casa en metro, feliz y cansado, apreciando su saludable reflejo en el cristal. Cenaba un plato de sopa caliente con mucha pasta. El calor del liquido le provocaba dolor en la garganta, llena de llagas, pero él disfrutaba como un niño de su plato favorito. Se quitaba la peluca y la dejaba en un bonito mueble que tenía en el baño. Seguía siendo feliz. Se desvestía, ayudado por las manos de su hermano y colgaba la ropa junto a la de colores vivos que ya tenía. Se acostaba desnudo, protegido en la oscuridad por la presencia de su hermano y entonces se dormía. Le enternecía el roce de las sabanas contra su cuerpo joven y lentamente moribundo. Tenía un objetivo. Hacer a la muerte su más apreciada amiga y caminar hasta ella siendo bello, fuerte, alegre y decidido.
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Iramesoj le ogam
juan carlos reyes cruz
Y, finalmente, un reconocimiento indiscutido a la virtud de extrapolar los sentimientos ajenos para hacernos constar que existen y cómo otros son capaces de manejarlos.
Aunque parezca adulación de la distancia, Sara, créeme que verdaderamente me sorprenden tus capacidades literarias y permíteme advertirte que te seguiré en lo posible en tus intervenciones en este ´portal, pues pretendo con ello agradarme y aprender.
Afectos miles.