Bukowski en la lateral del Perifrico
Publicado en Nov 10, 2017
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Por Robertio Gutiérrez Alcalá
 
Salí a la calle furioso, mentando madres.
La vida era una mierda. Una enorme y apestosa mierda. Acababa de recibir un correo electrónico en el que se me informaba que mi libro de cuentos –el primero que escribía- había sido rechazado por la editorial equis, debido a que no se ajustaba a sus criterios editoriales y de mercado... Con todo, quien había redactado aquella estúpida cartita consideraba, a manera de marrullero consuelo, que el contenido de mi obra era valioso y que estaba seguro de que encontraría cabida en otro fondo editorial... ¡No lo podía creer! Con éste ya sumaba quince rechazos... ¡Dos más que Bajo el volcán! Bueno, al menos ya podía enorgullecerme de que, en este rubro –el de los rechazos-, mi libro había dejado atrás a la novela de Lowry... ¡Carajo! La Sagrada Literatura también era una mierda, un montón de mierda generada por escritorcitos pulcros, relamidos y mamones, y puesta bajo las narices atrofiadas de los lectores por editoriales previsibles y voraces. ¡Al demonio! No entraría en su juego. ¿Qué me importaba a mí esa puta literatura? Yo seguiría aporreando el teclado de mi computadora y buscando otros medios para dar a conocer mis cosas. Y si era necesario hacer una edición de autor, pues la haría cuando tuviera el dinero necesario. No sería el primero ni el último escritor que recurriera a esa opción para no hundirse en la desesperación.
Entré en mi auto, encendí el motor y arranqué.
Mis manos estrujaban el volante como si fuera el cuello del miserable dictaminador de mi libro. Alcé la vista y en el espejo retrovisor me topé con unos ojos encendidos por una cólera desbocada...
Di vuelta en una avenida que me llevaría al Periférico, desde donde podría dirigirme a la carretera que va a Cuernavaca. Quería pisar a fondo el acelerador... Yo sabía que, en la medida en que experimentara el vértigo de la velocidad, en la medida en que los demás autos fueran haciéndose a un lado para dejarme pasar a ciento veinte, ciento treinta, ciento cuarenta kilómetros por hora..., la fiera que había dentro de mí se iría apaciguando poco a poco y yo volvería a ser el mismo individuo de antes: tranquilo, racional, amigable, encantador... Ya otras veces, este recurso había surtido efecto ante circunstancias aun peores.
Sin embargo, aquél no era mi día, definitivamente.
Los autos de adelante se detuvieron y por un largo rato no avanzaron ni un centímetro. Yo quería bajarme y saltar encima del techo y el cofre de cada uno de ellos; quería gritar, aullar de impotencia; quería mandar todo a la fregada...
No sé cómo me contuve. Encendí la radio y busqué alguna estación en la que estuviera sonando alguna melodía medianamente decente que serenara mi alma. Nada. Puras idioteces: noticieros, anuncios, canciones de moda. La apagué y respiré hondo. Una lluvia menuda comenzó a caer sobre la inmunda ciudad.
Al cabo de cinco minutos, o más, el auto de adelante se puso en marcha. Aceleré detrás de él y al fin me incorporé a la lateral del Periférico.
El tráfico seguía siendo lento. Por el espejo lateral izquierdo observé que una motocicleta de reparto se aproximaba zigzagueando entre los reducidos espacios que dejaba aquel bloque compacto de autos. Era evidente que pretendía llegar lo antes posible a su destino. Y quizás su destino fuera el domicilio de algún sujeto con obesidad mórbida que la estaría esperando ansiosamente para engullir la pizza de pepperoni, salami o hawaiana tamaño extragrande que transportaría en un compartimento en forma de cubo instalado detrás del asiento del conductor.
Entonces decidí que le cerraría el paso...
La motocicleta enfiló por el espacio que había entre mi auto y el de al lado. Pisé el acelerador y giré un poco el volante a la izquierda, por lo que se vio obligada a frenar y esperar a que yo avanzara unos metros para tratar de rebasarme, pero ahora por la derecha.
Cuando intentó hacer esto último, di un volantazo en la misma dirección. La motocicleta frenó bruscamente. Reí.
Aquella motocicleta permaneció quieta un instante mientras yo proseguía mi camino. Luego arrancó, me alcanzó y se mantuvo rodando junto a mi ventanilla. De reojo alcancé a ver que quien la conducía se balanceaba tembloroso en su asiento. Pulsé el botón para que la ventanilla bajara:
-¿Qué te sucede, pendejo? –oí que farfullaba-. ¿Qué diablos te sucede?
-Hola, pequeño reptil -dije con mi mejor sonrisa dibujada en los labios-. ¿Puedo servirte en algo?
-¡Sí, ve con la puta que te parió y chíngala! ¡Chíngala hasta que pida piedad!
El individuo aquel se ganó mis respetos con aquella varonil contestación. Contraataqué:
-Bueno, ojalá no tengas prisa en llegar a ningún lado, porque aún estaremos por aquí unos minutos más, charlando.
-¡Mira, cabrón, detén tu auto y vamos a partirnos la madre! –dijo él.
-Lo siento, bichito, interrumpiríamos el tráfico más de lo que ya lo estamos haciendo. Mejor continuemos el juego –dije, y le aventé la lámina, como se dice.
Con la sorpresa, el motociclista estuvo a punto de perder el equilibrio y caer al suelo. Los autos de atrás, testigos presenciales de nuestro sketch, empezaron a hacer sonar las bocinas de sus cláxones como auténticos dementes, pues bloqueábamos la circulación, ya reestablecida en buena medida en aquel tramo de la lateral del Periférico.
Ayudado por los tres espejos con que contaba, vigilé detenidamente los movimientos que la motocicleta hacía a mis espaldas. Ésta arrancó nuevamente y se quiso colar por el lado derecho, pero otra vez di un volantazo y otra vez tuvo que frenar. Mi humor era inmejorable. Aquella situación tan jocosa había hecho que olvidara mi encabronamiento con el mundo editorial y la Sagrada Literatura.
-¡Eres un pinche loco de atar! –berreó el motociclista.
-¡Ja ja ja!
La lluvia y los claxonazos arreciaron.
Era suficiente.
Me desplacé al carril de la izquierda y le imprimí más velocidad al auto. La circulación fluyó, libre de cualquier obstáculo.
Accioné los limpiadores y, en armonía conmigo mismo y con el resto del universo, me dediqué a tararear una linda canción napolitana. De repente escuché un fuerte golpe que provenía del costado derecho. Al voltear vi que la motocicleta se alejaba como un bólido por el asfalto mojado y comprendí lo sucedido: con una patada limpia y certera, el motociclista había destrozado el espejo lateral de mi auto.
-¡Salud, camarada! –grité, lleno de admiración y gozo. Si hubiera podido, habría alcanzado a aquel tipo para estrecharle la mano e invitarle una cerveza o un tequila. No cabía duda de que, a diferencia de los editores que sólo publicaban Sagrada Literatura, él sí tenía agallas.
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Foto del autor Roberto Gutirrez Alcal
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Descripción

Palabras Clave: Bukowski Perifrico Bajo el volcn Lowry escritor libro cuentos literatura mierda pizza pepperoni

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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