Libros
Publicado en Nov 11, 2017
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
La historia que voy a contar comenzó el día en que me dejaron leer Rayuela en la prepa. Mi madre me dio dinero para comprar ese libro; sin embargo, cuando llegué a la librería y supe cuánto costaba, puse el grito en el cielo. ¡Tres mil quinientos pesos! Aunque quería, no podía adquirirlo. Sólo disponía de un billete de mil. Se lo devolví al dependiente y le di las gracias por su ayuda. Él lo reacomodó en el estante de donde lo había tomado un momento antes y se alejó por el pasillo. Yo, por mi lado, seguí manoseando otros libros que llamaban mi atención. Un minuto después, mi cerebro dio a luz una idea un tanto descabellada, pero sin duda posible. A esa hora de la tarde no había mucha gente en aquella librería. El pasillo donde yo me encontraba lucía solitario. Me agaché, volví a sacar el libro aquel y empecé a hojearlo despreocupadamente. Volteé a derecha e izquierda. Nadie. De repente lo cerré y con un movimiento rapidísimo lo metí entre el vientre, que contraje, y el cinturón del pantalón, y me ajusté la chamarra. Un escalofrío reptó por mi columna vertebral como un ciempiés. Ahí permanecí un rato más, dizque muy interesado en un libro de cocina griega que no sé cómo llegó a mis manos. A continuación caminé hasta la mesa de novedades, que estaba a unos pasos de la puerta que daba a la calle, y me dediqué a repasar algunos títulos con la vista. Cuando lo consideré oportuno, giré y con aparente indolencia crucé la puerta de la librería, dispuesto a emprender la huida si alguien intentaba detenerme. Por suerte, nadie me dijo nada. Con todos los músculos tensos avancé por la banqueta en dirección a la parada del camión. A lo lejos vi que por la avenida se acercaba no un camión pero sí un trolebús que pasaba cerca de mi casa. Corrí, le hice la parada y me subí en él. Una vez que estuve sentado en uno de los asientos de la parte trasera, junto a la ventanilla, apreté los puños y lancé un grito mudo para desfogarme. Un señor de sombrero y bigote me lanzó una mirada reprobatoria. No me importó. ¡Estaba a salvo! El éxito de mi primera experiencia como expropiador de libros me abrió la posibilidad de realizar un sueño largamente anhelado: formar mi propia biblioteca. Ahora bien, si pretendía continuar por la senda del triunfo, debía perfeccionar mi técnica de trabajo. Y a ello me entregué con pasión y constancia. Con el paso del tiempo -puedo asegurarlo-, el movimiento que ejecutaba para meter un libro entre el vientre contraído y el cinturón del pantalón se volvió tan rápido, sutil y elegante como el que ejecuta un prestidigitador para desaparecer un naipe frente a los ojos de un público estupefacto. En aquella época no existían, por fortuna, las cámaras de seguridad ni mucho menos los sensores antirrobos que hoy en día se utilizan no sólo en las librerías, sino prácticamente en cualquier establecimiento comercial. Los únicos obstáculos que un individuo como yo debía tener en cuenta a la hora de entrar en una librería eran unos espejos cóncavos distribuidos en distintos puntos estratégicos y los vigilantes, invariablemente de traje negro, que recorrían los pasillos con un único objetivo: descubrir con las manos en la masa a quien tuviera la intención de llevarse un libro sin pagarlo. Pronto extendí mi radio de acción hasta otra clase de establecimientos que, además de libros, vendían productos tan variados como discos, relojes, perfumes, televisores, juguetes, chocolates, medicinas...: los Sanborns. En las noches, cuando mi madre llegaba de la chamba, le pedía su auto para visitar alguno. Fue en esas tiendas donde conseguí casi toda la obra de Neruda, así como muchos libros de Hesse, Kafka, Borges, Arreola, Ibargüengoitia... Por supuesto, no faltaron las ocasiones en que, aun cuando ya iba “cargado” con un bonito ejemplar, tuve que abortar la misión, pues mi intuición me decía que alguien -quizás un vigilante, un dependiente o incluso un cliente chismoso- había visto cómo me lo guardaba en el vientre. Aquí debo hacer un alto en el camino y formular una aclaración: jamás lucré con los libros que sustraje, todos los conservo en mi biblioteca, y si bien algunas veces –contadísimas- accedí a trabajar sobre pedido, fue en nombre de la amistad. Al comprobar que el número de libros de mi incipiente biblioteca se incrementaba constantemente sin gastar un solo centavo, Agustín me pidió que le enseñara los rudimentos de mi arte. Lo hice. Mi amigo no tardó en asimilarlos y ponerlos en práctica con una habilidad más que notable. De esta manera, como estudiante de la carrera de Biología en la UNAM, en primer lugar, y como amante de la literatura, en segundo, también empezó a satisfacer gratuitamente sus necesidades librescas. Un sábado en la mañana, Agustín me habló por teléfono a mi casa y me propuso “ir de compras”. -Mis papás se fueron con unos amigos a Cuernavaca y me dejaron las llaves del coche –añadió. -Te espero afuera -dije. Emprendimos el camino... Hacia el anochecer, los libros que habíamos logrado sustraer de una decena de librerías y Sanborns desperdigados por toda la ciudad cubrían por completo la cajuela del coche de mi amigo. -Tengo hambre –dije. -Sí, yo también –dijo Agustín-. Mira, te propongo algo: vamos a la Casa de Libro y le paramos. -Está bien. Más que una librería propiamente dicha, La Casa del Libro -ubicaba en la avenida Universidad esquina con la avenida Coyoacán- era un supermercado de libros con infinidad de pasillos, estantes y aparadores donde se exhibían ejemplares de todas las materias habidas y por haber. El coche subió la rampa que conducía al estacionamiento al aire libre, se detuvo en uno de los cajones, y Agustín y yo bajamos de él. -Desde hace rato estoy buscando un tratado de botánica. Ojalá lo encuentre aquí –dijo Agustín mientras descendíamos por las escaleras. -Ojalá. Ya dentro del establecimiento, cada quien tomó un rumbo diferente. Yo me sentía débil por la falta de alimento y, por lo tanto, sin ánimos para asestar otro golpe. Vagué por los pasillos, únicamente revisando aquí y allá algunos títulos prometedores. Al cabo de diez o quince minutos resolví esperar a Agustín en el estacionamiento. Di media vuelta y busqué la salida. Cuando me hallaba a unos cuantos metros de las cajas de pago, vi a mi amigo venir de frente, escoltado por dos hombretones de traje negro, uno de los cuales cargaba bajo el brazo lo que, supuse, era el cuerpo del delito: un volumen no mucho más pequeño y grueso que el Directorio Telefónico. -Solicito apoyo económico... –musitó Agustín al pasar junto a mí. Yo no supe qué decirle; tan sólo atiné a girar un poco y ver cómo, seguido de cerca por aquellos sujetos, se alejaba lentamente hasta perderse detrás de una puerta que había al fondo de aquel inmenso local.
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