Estaba quieto, contemplando todo y nada al mismo tiempo. Leía viejas palabras, viejas pero reales. Palabras sin lectores y sin comentarios. Mil ojos que le observaban, le juzgaban y cuestionaban el por qué. Con un rostro de vergüenza, de esa que se intenta ocultar tras una enorme sonrisa. Con una lagrima metida en el ojo izquierdo y que al cabo de unos segundos se cambiaba al derecho. Con una palabra estancada en la garganta, que de salir dejaría mucho espacio para el resto de los días, no que lo quisiera, pero existía la posibilidad… siempre existe la posibilidad. ¿Sería eso lo mejor? Quizá fuera más importante renunciar, dejar de engañar los sentidos y aceptar que en la vida toda sonrisa se equilibra con una lágrima y cada suspiro con un silencio. Y lo curioso del silencio es que a veces puede cortar profundo, porque hay dolores que no derraman sangre, pero dejar escapar la esperanza. Hay dolores tan fríos como el hielo que despiertan, que asombran, y que de una vez por todas logran lo que es imposible para la debilidad del cariño.