El Tuerto
Publicado en Jan 12, 2018
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
El hedor se escapaba a través de la rendija inferior de la puerta. No había manera de que los vecinos no lo percibieran al subir o bajar las escaleras del edificio, incluso si se tapaban la nariz con el dorso del brazo o con un pañuelo. Surgía, inclemente, de la orina mezclada con kilos de excremento de los más de treinta gatos que vivían hacinados en ese departamento del segundo piso, bajo el cuidado de una anciana enjuta, medio sorda y ya sin olfato. La dueña de aquel gaterío estaba entregada a él en cuerpo y alma. Calzada con unas pantuflas sucias y cubierta con una desgarrada bata rosa, cada tercer día abría la puerta –gracias a lo cual el hedor se esparcía sin freno por el cubo de las escaleras-, bajaba a la calle y se dedicaba a buscar alimento para sus mininos. Cuando regresaba, cargando una bolsa de plástico repleta de cabezas de pollo, el Tuerto, un gato de pelo pardusco que había perdido un ojo en una tumultuosa pelea callejera, ya la esperaba frente a la puerta, relamiéndose los bigotes, mientras sus compañeros yacían sobre los sillones de la sala, o deambulaban por el pasillo y las habitaciones, o intentaban aparearse entre maullidos que semejaban los gritos angustiosos de unos niños aterrorizados. Apenas entraba, la anciana sacaba de la bolsa una cabeza de pollo y se la arrojaba al Tuerto, que la pescaba al vuelo y comenzaba a devorarla con avidez. Al oírla, los demás gatos dejaban lo que estuvieran haciendo y con pasos ágiles y silenciosos se acercaban a ella y la rodeaban, cada vez más desesperados por saciar su hambre. La anciana, entonces, echaba las restantes cabezas de pollo en un rincón de la estancia y se quedaba observando cómo aquéllos se abalanzaban sobre esos miserables despojos y los engullían. Los vecinos habían hecho todo lo posible para evitar que aquel hedor siguiera invadiendo, como un fantasma infernal, el edificio. Primero pretendieron razonar con la anciana, hacerle ver que la insalubridad en que malvivía no sólo la afectaba a ella, sino a todos, y que, por lo tanto, debía deshacerse de los gatos y consentir que un escuadrón de sanidad limpiara y desinfectara su departamento, pero ella se había negado rotundamente, aduciendo que nada ni nadie le impedía tener todos los animalitos que quisiera. También acudieron a las autoridades de la delegación para que tomaran cartas en el asunto, pero éstas les dijeron que, sin una demanda de por medio, no podían ejercer ninguna acción contra la anciana, y como una demanda implicaba mucho tiempo, dinero y esfuerzo, desecharon ese camino. Finalmente se pusieron en contacto con distintas organizaciones protectoras de animales para exponerles su caso y hallar una solución, pero todas les informaron lo mismo: que, sin la anuencia de la anciana, no tenían ninguna facultad legal para entrar en su departamento y llevarse a los gatos. Ante tales fracasos, los vecinos consideraron la opción más radical: envenenar a los mininos. Sin embargo, ¿qué ganarían? Si mataban a los cuatro -entre ellos el Tuerto- que se escabullían por la ventana del comedor que la anciana dejaba abierta de tarde en tarde para vagar con displicencia por los jardines o cazar algún roedor desprevenido, el hedor persistiría, inalterado... Tal era la realidad que se negaban a admitir. De cualquier modo, pusieron manos a la obra y, más por necedad y frustración que por otra causa, lograron envenenar a tres de aquellos gatos aventureros, los cuales un día, muy temprano, aparecieron muertos al pie de la puerta del departamento de su ama. Ninguno de ellos era el Tuerto. Esa vez, cuando vio los cuerpos inertes de sus amados gatos, la anciana prorrumpió en una andanada de juramentos y maldiciones; al cabo de unos minutos los metió en un costal, arrastró éste hacia el interior del departamento y azotó la puerta. Esa noche, un coro de maullidos dolientes y macabros impidió que los vecinos conciliaran el sueño. A la mañana siguiente, lo primero que hizo la anciana fue cerciorarse de que la ventana del comedor estuviera perfectamente cerrada (ya nunca más la abriría, se dijo); luego sacó del departamento el costal con los gatos muertos, lo depositó en uno de los tambos de la basura que había al fondo del estacionamiento y salió a la calle en busca de las cabezas de pollo. Pasó el tiempo y la situación no varió demasiado. El hedor gatuno que envolvía a todas horas las escaleras del edificio adquirió el carácter de una invisible presencia maléfica que crispaba los nervios de los vecinos. Pero, a pesar de todo, éstos asumieron que tendrían que convivir con él hasta que algo sucediera. Y, para no pocos, ese algo no significaba otra cosa que la eliminación de la anciana. Algunos pensaron en la posibilidad de un accidente inducido; otros, en una fuga de gas dentro de su departamento; otros más, en una incursión nocturna para clavarle un cuchillo en el corazón... Pero estos pensamientos no eran más que eso: pensamientos, ideas, ensoñaciones que les servían como válvulas de escape de su ira y su impotencia. A final de cuentas no hubo necesidad de que ninguno de los vecinos se manchara las manos de sangre. Hacia el anochecer de un día de invierno, la anciana terminó de merendar unas galletas rancias con una taza de café soluble y se encaminó a su cuarto para tenderse en su cama. El Tuerto y otros gatos la seguían de cerca por el pasillo y en un momento dado se le metieron entre las piernas y la hicieron perder el equilibrio. Al caer, la anciana se golpeó brutalmente la cabeza contra el suelo y perdió el conocimiento. Aunque lo recobró instantes después y consiguió arrastrarse hasta su habitación, falleció en la madrugada, víctima de un derrame cerebral. Unos cuantos gatos –no más de diez- se aproximaron con cautela al cadáver de la anciana, el cual había quedado tendido boca arriba a un costado de la cómoda, y al no advertir ningún movimiento en él, lo empezaron a olisquear y lamer, como tratando de insuflarle vida. El resto permaneció en la sala, la cocina y las otras habitaciones, ajeno a lo que acababa de ocurrir. Cuando los primeros rayos del sol irrumpieron en el departamento, todos los gatos ya sabían que algo no estaba bien. A la mayoría le dio por maullar con más fuerza de la habitual. Entretanto, el Tuerto se desperezó y fue a beber agua a la pileta del lavadero; a continuación, bajó de ella, abandonó la cocina y de un salto trepó al alféizar de la ventana del comedor, desde donde se puso a arañar el cristal, como corroborando que por ahí era imposible salir... Hacia el atardecer, el hambre ya había enloquecido a casi todos los mininos, que corrían de aquí para allá, lanzando zarpazos al aire o peleando entre ellos. Sólo el Tuerto se mantenía en calma. Se dirigió lentamente a la habitación de la anciana y se detuvo a unos centímetros de la cabeza de ésta. El hedor de la descomposición de aquel cadáver comenzaba a sumarse al de la orina mezclada con los kilos de excremento desparramados por todos lados. El Tuerto fijó la singular mirada en el rostro de la anciana... De pronto alargó una pata y lanzó un poderoso zarpazo sobre uno de sus ojos cerrados. Un fino hilillo de sangre brotó de la piel del párpado y se deslizó por una de las mejillas. El Tuerto repitió el ataque un par de veces, antes de alargar el hocico e hincar los colmillos en aquella zona. Al sentir el sabor de la sangre en la lengua, un loco frenesí se apoderó de él y mordisqueó con furia hasta que logró desgarrar la piel y vaciar el ojo de la anciana, que se tragó entero. Media docena de gatos cruzaron el umbral de la puerta de la habitación, atraídos por la curiosidad. Cuando vieron al Tuerto hurgando en el rostro de la anciana, aceleraron el paso en dirección a él. El Tuerto hizo el intento de alejarlos: encorvó el lomo y enseñó los colmillos amenazadores. Pero como cada vez más animales llegaban a la habitación, mejor se dio la vuelta y retomó la tarea que había emprendido. El festín se prolongó hasta bien entrada la noche.
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