Cenizas
Publicado en Feb 02, 2018
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
La verdad es que Emilio habría preferido que todo aquel asunto de la cremación de su padre hubiera llegado a su fin por los cauces normales: una misa de cenizas presentes en la iglesia de la colonia, la bendición de la urna por parte del párroco, la colocación de ésta en un nicho ubicado en una catacumba húmeda y fría, alguna oración fúnebre pronunciada por -¿quién más?- él mismo, la clausura del nicho con la lámina de acero donde estaría grabado el nombre del difunto... Pero no fue así porque la nublada mañana de enero en que, luego de una espera de tres largas y tediosas horas, recibió de manos de un empleado de la funeraria aquella urna de plástico barato con los restos carbonizados y pulverizados de su padre, Emilio recibió también en su celular una llamada de su jefe. -Sé que el dolor te embarga –escuchó a través del aparato-, pero debes ir hoy mismo a Toluca a ver al licenciado Rossini. Te espera a las dos en su oficina. Lerdo de Tejada 24, tercer piso, a un costado del Palacio de Gobierno. Cuando regreses, podrás tomarte unos días de descanso. Oye, por cierto, mi más sentido pésame... Así pues, Emilio debió cancelar los planes luctuosos que había trazado el día anterior, mientras saldaba la cuenta en el hospital. Caminó hasta su auto estacionado a media cuadra de la funeraria, abrió la cajuela y acomodó lo que quedaba de su padre a un lado de la llanta de refacción. Después cerró la cajuela con delicadeza, abrió la portezuela del conductor, se sentó frente al volante y comenzó a cubrir la distancia que lo separaba de Toluca, donde el licenciado Rossini lo estaría esperando a las dos. El tráfico a esa hora de la mañana era extrañamente fluido. Emilio tomó Miguel Ángel de Quevedo, cruzó Insurgentes, avanzó por la estrecha calle de Cracovia, dio vuelta a la derecha en Revolución y siguió hasta Barranca del Muerto. Allí dobló a la izquierda, aceleró a fondo y se incorporó al Periférico en dirección al norte de la ciudad. Emilio prendió la radio y apretó varias veces el botón del cambio de estaciones. Pronto encontró Opus 94. Mozart... Uno de los conciertos para piano y orquesta de Wolfgang brotaba como un chorro de luz diáfana y etérea de las bocinas situadas al frente y a los costados de la cabina del auto. Emilio no sabía exactamente cuál era. Pero, sin duda, se trataba de una obra de Mozart (¿quién más podría haber compuesto algo como eso?). Tarareó unos segundos la melodía de lo que había identificado con rapidez como el segundo movimiento -un Andante (¿o un Larghetto?)-, y volvió a pensar en su padre o, más bien, en los restos, en las cenizas de su padre que en ese momento podrían estarse moviendo bruscamente de un lado a otro de la fea urna donde yacían, si él no manejaba con más precaución y cuidado. Emilio disminuyó la velocidad, miró por el espejo retrovisor y cambió de carril. Más adelante tomó la lateral del Periférico, giró a la derecha, llegó a Constituyentes y se enfiló rumbo a la carretera a Toluca. Toluca. ¿Qué cosas realmente importantes habían ocurrido en esa ciudad en los últimos cincuenta, cien años? Emilio lo ignoraba. Sólo sabía que, cuando oía esa palabra: “Toluca”, a él se le venía a la cabeza otra: “chorizo” y, también, un hecho fatídico, tristísimo, que lo había marcado en su infancia: la goliza -cuatro a uno- que la selección italiana le propinó a la mexicana en La Bombonera durante los cuartos de final del Mundial de Futbol México 70. Al ver que Emilio, entonces de nueve años, estallaba en un llanto oscuro y doliente por la derrota del equipo nacional, su padre había intentado consolarlo, diciéndole que el gol de la Calaca González –aquél con el que los mexicanos se pusieron uno a cero en los primeros minutos del primer tiempo- sería recordado como el mejor del partido... -Ah, papá, papá..., tú siempre tan ocurrente, tan inverosímil, tan impredecible... Los enormes y ostentosos edificios de Santa Fe surgieron a lo lejos como la escenografía de un musical de Broadway. El Allegro mozartiano alcanzó un pico muy alto y, de pronto, se disparó más allá del ámbito terrestre, igual que un cohete espacial. Emilio alargó una mano e hizo girar la perilla del aire acondicionado. Una ráfaga de aire tibio lo golpeó en el rostro. -Espero que no te incomode el viaje, papá- dijo pausadamente, como si se dirigiera a alguien sentado en el asiento del copiloto-. Mi plan es resolver la cuestión de la firma del contrato con el licenciado Rossini en un par de horas, cuando mucho, comer algo por ahí y regresar a la ciudad. Aunque me temo que hoy ya no tendré tiempo de llevarte a la iglesia... Emilio se detuvo junto a la caseta de cobro, bajó la ventanilla, sacó de su cartera un billete de cien pesos y se lo entregó al cobrador, que le devolvió su cambio envuelto en el comprobante de pago. Emilio metió primera y pisó el pedal del acelerador. La ladera localizada a la izquierda de la carretera estaba cubierta por un apretado bosque de pinos. Del lado derecho se extendía una gran planicie seca y terregosa. El auto de Emilio subió una empinada cuesta y tomó la primera de varias cuervas cerradas. Emilio apagó el aire acondicionado y se abotonó el suéter. En la radio, el eco de la última nota del concierto vibró un instante y se transformó en un silencio dulce y nostálgico. -Un día me trajiste a La Marquesa para que montara por primera vez un caballo..., un caballo de carne y hueso, ¿recuerdas? Todavía no había pistas de cuatrimotos ni de motocicletas, como ahora. El lugar era un llano desierto, con un puñado de cabañitas de troncos alineadas a ambos lados de la carretera, donde la gente podía comer quesadillas de flor de calabaza, de huitlacoche o de queso con epazote, y tomar café de olla. Habrá sido un año después de la tragedia de La Bombonera... Te acercaste a un ranchero bizco, de edad indeterminada, que le estaba dando agua a un caballo viejo y flaco, e intercambiaste con él unas cuantas palabras. Luego me ayudaste a montar al animal. Yo estaba muy emocionado y feliz... Lo haría galopar a lo largo y ancho de aquel llano inmenso y, si nos topábamos con algún tronco atravesado en el camino, lo obligaría a saltarlo... Me acomodé en la montura, agarré con fuerza la rienda y me dispuse a encajarle a aquel caballo los talones en los costillares para que saliera galopando... Pero entonces me pusiste una mano en una rodilla y me dijiste con calma: “Milo, el señor lo va a jalar, no te preocupes. Disfruta el paseo.” No lo tomes como un reproche, papá, pero creo que han sido los treinta minutos más aburridos de mi existencia... Emilio llegó a Toluca hacia la una cuarenta y cinco de la tarde, se dirigió al centro y buscó la calle Lerdo de Tejada, a un costado del Palacio de Gobierno, como le había indicado su jefe. No se demoró en dar con ella. Estacionó el auto en esa misma calle (a diferencia de la ciudad de México, aquí todavía era posible hallar un lugar para estacionarse en plena zona céntrica), se despidió de su padre (“no tardo, papá”), abrió la portezuela y, con su portafolio en una mano, entró en un ámbito opaco, envuelto por una sutil neblina. Al cabo de dos horas y cuarto volvió, encendió el motor del auto y arrancó con la idea fija de encontrar rápidamente el camino de regreso a la carretera. Pero de repente se percató de que tenía hambre. Un hambre atroz, casi canibalesca. Se orilló, bajó del auto e ingresó en un supercito, donde compró un sándwich de jamón con queso, un chocolate y una botella de agua. Cuando estaba a punto de salir, le preguntó al dependiente si sabía cómo podía llegar a la carretera que iba a la ciudad de México. -Siga por esta avenida, derecho, derecho, y, cuando llegue a una gasolinera, doble a la izquierda, y luego, dos cuadras más adelante, a la derecha. Allí vuelva a preguntar porque ya no me acuerdo cómo seguir. -Gracias. Emilio salió del supercito, subió al auto y siguió por la avenida por donde venía transitando, derecho, derecho. En un alto que le tocó, bajó la ventanilla y, de coche a coche, le pidió ayuda a un taxista para escapar de aquel laberinto toluqueño. -Sígame. Cuando le haga una seña con la mano, doble a la izquierda y tome el paso a desnivel que tendrá enfrente. Derecho, derecho, hasta que vea el letrero “México”. -Muy bien. Una vez que estuvo en la carretera, Emilio se relajó. Sacó el sándwich de la bolsa de plástico, le quitó la envoltura de celofán y le dio una mordida. Luego destapó la botella de agua y se la llevó a la boca. El líquido se desbordó por la comisura de sus labios y le empapó el suéter. Emilio puso la botella en el asiento del copiloto, se sacudió las gotitas que habían quedado en su pecho y volvió a poner la vista al frente, en la línea discontinua de la carretera. -El licenciado Rossini es un individuo flaco, bruto y malencarado –dijo mientras encendía de nuevo la radio y buscaba otra estación-. Además, le apesta la boca -sintonizó Radio Universal y le subió al volumen-. Ya me había dado cuenta de esto la vez que me lo presentó mi jefe en México. Pero hoy, papá, estaba desatado... Aún no atravesaba por completo la puerta de su despacho y ya había percibido su tufo a rata muerta... ¿Dios mío, no se da cuenta o le vale gorro? Cuando hablaba, yo sentía que en cualquier momento podría vomitar encima del escritorio. La tortura duró más de dos horas, pero por fin accedió a firmar el contrato –de las bocinas salieron los primeros compases de “Cementerio de trenes”-... Tú, en cambio, aunque fumabas bastante y te echabas tus alcoholes con más frecuencia de la necesaria, nunca tuviste mal aliento. Eras muy cuidadoso en ese aspecto, lo cual se te agradece. No hay cosa más abominable que un tipo al que le apesta la boca y no hace nada para remediarlo... Lo que sí me trastornó, papá, y te lo voy a decir con claridad, fue tu época hippie, cuando te aparecías por mi escuela a la hora de la salida y yo te veía venir por el patio, con un listón alrededor de la cabeza, lentes oscuros, un racimo de collares de artesanía colgado del cuello, camisa floreada y pantalones acampanados color verde pasto. Eras todo un espectáculo... A mí me daba mucha vergüenza que mis compañeros de salón me vieran contigo; aborrecía tu estrafalario atuendo, tu pinta tan extravagante... En fin, ¿quién lo pensaría? Ahora mismo están tocando una de las canciones de tu grupo preferido, y verdaderamente es buenísima, incluso cuarenta años después. El resto del viaje de vuelta transcurrió entre canciones de Barry Ryan (“Eloise”), Gary Puckett y los Union Gap (“Muchachita”), los Beatles (“Hey, Jude”), Shocking Blue (“Venus”) y Procol Harum (“Una pálida sombra”). Ya había caído la noche cuando Emilio salió de la carretera, tomó el camino a Santa Fe, cruzó los Puentes de los Poetas y bajó por Las Águilas. Al llegar al cruce con Rómulo O’Farril, dobló a la derecha y, en menos de lo que canta un gallo, estuvo en el Periférico. Emilio experimentaba una tenue sensación de aislamiento, como si estuviera demasiado lejos, a años luz, del mundo al que pertenecía. Además, se sentía muy cansado. Lo único que deseaba era meterse en la cama y dormir, perderse en el sueño. Apagó la radio y se puso a rumiar algunos incidentes de su encuentro con el licenciado Rossini. Dio vuelta en u en Universidad, entró en la unidad habitacional donde rentaba un pequeño departamento de dos recámaras, baño y cocineta, y estacionó el auto en el cajón que le correspondía. Antes de bajar y cerrar la portezuela con llave, giró la cabeza sobre su hombro izquierdo y dijo: -Buenas noches, papá. Temprano, Emilio se comunicó por teléfono con su jefe para avisarle que las negociaciones con el licenciado Rossini habían sido un éxito y preguntarle si quería que le llevara el contrato firmado. -Sí, tráemelo y tómate una semana de vacaciones -le contestó aquél-. Supongo que has de estar abrumado por la muerte de tu padre. No es para menos. Trata de distraerte y preséntate a trabajar el próximo lunes. -Muy bien. Gracias, licenciado. Voy para allá. Le dejo el contrato con su secretaria –dijo Emilio. Terminó de desayunarse un café con leche y un pan con mermelada, se lavó los dientes con especial meticulosidad porque se le vino a la memoria –y al olfato- el miserable aliento del licenciado Rossini, y salió de su departamento. En las escaleras se encontró con dos vecinos –hombre y mujer, ya viejos- con los que nunca había cruzado palabra y, por un impulso que no alcanzó a explicarse, les dio los buenos días. Abordó su auto, dejó su portafolios encima del asiento trasero y encendió el motor. -Hola, papá. Vamos a la oficina. Luego, a ver qué pasa. Avanzó por Universidad, rodeó la glorieta de Miguel Ángel de Quevedo, tomó la avenida del mismo nombre y dio vuelta a la derecha en Insurgentes. Era un día frío, como todos los de enero en la ciudad. El cielo lucía despejado y azul. La gente caminaba bien abrigada por las banquetas. Los autos y camiones avanzaban con lentitud. Un poco antes del cruce con Río Mixcoac, el tráfico empeoró porque los semáforos estaban descompuestos. Emilio decidió no sobresaltarse, no gritar, no tocar el claxon. Total, ése y los siguientes días no tenía la obligación de llegar temprano a ninguna parte. Escrutó el horizonte a través del parabrisas. A lo lejos divisó el edificio que se levantaba en la esquina, justo a un lado del cine Manacar. Sonrió. Cuando era niño, cada vez que pasaban por ese cruce, su padre le decía, con un orgullo incomprensible, que la empresa donde trabajaba desde hacía años tenía un piso en aquel edificio. En esas ocasiones, su padre hablaba como si él fuera el dueño de aquella empresa y, por ende, de aquel piso. Esto le resultaba muy enojoso a Emilio, si bien no tanto como otras poses y actitudes paternas. Por lo demás, apenas su padre fue despedido de mala manera de aquella empresa y se vio en la calle, sin empleo, todo comentario sobre el piso aquel cesó. -Yo creía entonces que tú podías ir allí a descansar o jugar cartas, dominó o billar... Emilio tenía muy presente también la vez que su padre lo había llevado al cine Manacar, precisamente, a ver una película sobre la vida de Tchaikovsky. Entraron y se sentaron en unas butacas ubicadas más o menos a la mitad de la sala, junto al pasillo. Emilio acababa de cumplir doce años. Hacía poco que sus padres se habían divorciado. Su padre solía recogerlo los fines de semana en casa de la abuela, donde vivía con su madre, y llevarlo a jugar futbol o beisbol en un jardín de Ciudad Universitaria, o a rentar una bicicleta en el Parque de los Venados, pero casi nunca al cine. Ahora era un caso especial: se trataba de Tchaikovsky, Pyotr Ilych, y su padre no dejaría pasar la oportunidad de ver aquella cinta con él. Desde un principio se percibía una atmósfera lúgubre y triste. Tchaikovsky era un ser atormentado e hiperestésico que hallaba en la música su única razón para continuar vivo. Su padre, sentado a su lado, se removía en su butaca, cruzaba una pierna, la otra; se llevaba una mano a la boca y se mordía las uñas; o tosía y carraspeaba constantemente, como si se le dificultara respirar. Cuarenta minutos después del comienzo de aquella película, se puso de pie y le dijo a Emilio que lo siguiera. Ambos caminaron rumbo a la salida, cruzaron la puerta del cine y salieron al sol refulgente de una tarde de julio. Fue entonces cuando Emilio se dio cuenta de que su padre estaba temblando. -Sólo me dijiste que te sentías mal y que me llevarías a casa de mi abuela, y te quedaste callado. Verte así me afectó en verdad; sentí por ti algo muy parecido a la lástima, y eso no me gustó nada. Creo que hubiera preferido verte enojado, mentando madres, pero no así, tan desamparado, tan frágil. En fin, eso fue hace mucho, mucho tiempo. Ahora ya no importa, papá. Todo está bien. El auto de Emilio logró horadar el nudo metálico que tenía enfrente y proseguir su camino. Él prendió la radio, pero casi de inmediato la apagó porque no deseaba oír noticias ni ningún análisis de la realidad nacional e internacional. Al llegar a Xola dobló a la derecha, cruzó División del Norte y unas cuadras más adelante se metió en un estacionamiento público. -No tardo, Martín –dijo Emilio, y dejó abierta la portezuela para que el empleado subiera al auto y lo estacionara. -Muy bien, licenciado, aquí estamos. ¡Suerte! Más tarde, a pesar de que ya estaba libre de obligaciones laborales, Emilio no trazó ningún plan para llevar la urna con los restos de su padre a la iglesia que se localizaba cerca de la unidad habitacional donde vivía. Y no porque de pronto hubiera renunciado a cumplir esa acción ritual, sino simplemente porque consideró que podía posponerla unos cuantos días más, sin que ello significara falta de respeto o de amor hacia su progenitor ya muerto. Lo que sí hizo fue hablarle a Úrsula, una amiga con la que esporádicamente solía tener algún encontronazo erótico. -¿Dónde te habías metido, guapo? ¿Todo bien? -Sí, claro. Todo bien. ¿Y tú cómo has estado? -Extrañándote. -Pues aquí me tienes: soy todo tuyo. Tomaron una, dos, media docena de copas en un bar de Insurgentes. Hacia la medianoche salieron de allí mareados y felices. Caminaron hasta una calle mal iluminada y subieron al auto. Emilio dejó las llaves junto al freno de mano, le cogió una mano a Úrsula y comenzó a chuparle el dedo meñique como si fuera un caramelo. Cuando llegó al índice, Úrsula abrió las piernas... Unos minutos después, el auto de Emilio se balanceaba alegremente de un lado a otro, sin avanzar un solo metro, sobre el pavimento de aquella oscura y desierta calle. Durante los siguientes tres meses, Emilio continuó su vida sin sobresaltos. A veces tenía que ir a Toluca a tratar con el licenciado Rossini algún punto fino de la nueva alianza que se había establecido entre ellos. Entonces, previendo siempre lo peor, Emilio se preparaba para hacerle frente a tan desdichada experiencia: se untaba un poco de aceite de eucalipto en los dos orificios de la nariz, con lo cual mitigaba las náuseas que sentía al percibir el fétido aliento del licenciado Rossini. La mayoría de las veces, sin embargo, permanecía en su oficina de la ciudad, redactando informes financieros o cumpliendo otras tareas no menos apasionantes, y de tarde en tarde, de noche en noche, volvía a ver a Úrsula. Por lo que se refiere a las cenizas de su padre, primero cayó en la trampa de aquello que los clásicos llaman procrastinación, esto es, en la permanente postergación de lo que por semanas tuvo en mente: llevarlas al nicho de la iglesia; luego se convenció de que lo mejor era dejarlas donde estaban, pues como representantes oficiales de su padre le permitían abordar con éste, mientras manejaba, asuntos que o bien no le habían quedado claros, o bien le traían recuerdos gratos y levemente melancólicos. Había sido una semana ajetreada, llena de pequeños -pero no por ello menos molestos- problemas oficinescos. Emilio sentía la espalda adolorida y los nervios crispados. Por eso, cuando llegó la tarde del viernes, no dudó en llamarle a Úrsula y proponerle ir a dar la vuelta juntos, “por ahí”. -Vamos a divertirnos, papá. Es justo y necesario –dijo apenas entró en su auto luego de despedirse de Martín y desearle buena tarde-. ¡En marcha! Tomó Insurgentes rumbo al sur. Compraría una botella de champaña y -¿por qué no?- una latita de auténtico caviar, no de imitación, como el que ahora encuentra uno en todos los supermercados. Después pasaría por Úrsula y la llevaría a uno de los moteles que están a la salida de la vieja carretera a Cuernavaca. -Pero antes, papá, queridísimo papá, voy a pagar el teléfono, si no me lo cortan. ¿Me acompañas? Emilio dio vuelta a la derecha en Barranca del Muerto, cruzó Revolución y el Periférico, y en una callecita paralela a éste estacionó el auto. Se metió una mano en el bolsillo interior del saco para comprobar que allí estuviera el recibo telefónico, abrió la portezuela y bajó. -Te veo en un minuto, papá. Atravesó la calle y entró en el Sanborns al que acostumbraba ir los domingos en la tarde-noche, cuando ya no había nada que hacer sino esperar la llegada del lunes, hojeando revistas y libros de todo tipo. Emilio saldó el monto del recibo telefónico en la caja de la dulcería y se encaminó a la farmacia. Compraría un gel lubricante y, también, unos chicles y unas pastillas de menta, no fuera a padecer de súbito el síndrome del licenciado Rossini, pensó. Pagó el gel lubricante y los chicles, y salió de aquel establecimiento, sintiéndose bien, a gusto consigo mismo y con el resto del universo. Entonces, luego de desandar el camino que había recorrido unos minutos antes, comprobó -lívido, atónito, horrorizado- que el auto ya no estaba donde hubiera tenido que estar. Las cosas pasan porque tienen que pasar... En aquella calle no estaba prohibido estacionarse; de hecho, era allí, justamente, donde Emilio dejaba el auto cada vez que iba a ese Sanborns. Así, la posibilidad de que una grúa de tránsito se lo hubiera llevado a un corralón quedaba descartada y, en cambio, la otra descorazonadora, atroz, terrible posibilidad -es decir, que alguien se lo hubiera robado con todo y la fea urna que contenía las cenizas de su padre- se erigía dramáticamente como una verdad gigantesca e insoslayable..., tan gigantesca e insoslayable como la luna que en esos momentos surgía en el cielo detrás de una abigarrada nube violácea. De El corrector de estilo
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