POR QU ME GUSTA MOSTRAR LA HISTORIA DEL NEGRO COCHINO
Publicado en Feb 19, 2018
Me gusta leer el cuento del Negro Cochino porque con la repetición de sus lecturas cada vez que lo leo en voz alta, me recuerdan mis traumas y con ellos, aunque se oiga muy egocéntrico, me quiero más porque he comprendido que nosotros podemos cambiar nuestro destino. ¿Cuántas veces he leído y repetido este cuento en distintas partes del mundo? no lo sé. ¿Cuántas veces lo he subido a la red? Tampoco lo sé. Lo que sé con toda seguridad, es que me gusta recordar a mis abuelos que, como lo escribí en el relato de mil cuatrocientos cincuenta palabras, me heredaron una piel cobriza porque los árboles genealógicos de ellos estuvieron en algún lugar de África y de Europa. Cómo olvidar esos dos seres exóticos. Ella, la Negra Dorotea curando niños con magia blanca y él, el Papalote, contándoles cuentos de viajes a otras naciones, sin tener ninguna biblioteca en su casa que la construyó sobre un árbol de ciruelo. Ellos eran muy opuestos físicamente como yo soy de mi esposa alemana. Ella muy negra –hablo de mi abuela, no de mi esposa– como la noche y él blanco de las piernas y las nalgas, casi como mi esposa, porque siempre andaba con un par de pantalones que lavaba y no planchaba, amarrados con un mecate en su delgada cintura, mientras el resto del cuerpo estaba bien bronceado porque todo el día se la pasaba trabajando bajo los rayos del sol al lado de la Negra Dorotea. Cuando se separaron, él siguió, solo, sembrando su parcela, mientras ella, sola, iba casa por casa vendiendo pescado por todo el barrio para mantener a sus tres hijos. Uno de ellos mi padre que a pesar de recordarlo siempre enfermo, sin quejarse de sus males, le echó muchas ganas para sacarnos adelante. Mientras nosotros dormíamos, él se trasladaba de un hotel hacia la zona roja para tocar toda la noche su trompeta y mientras el dormía toda la mañana, mi mamá se la pasaba lavando y cocinando para nosotros que estábamos repartidos en dos turnos para ir a la escuela. Los de las mañanas, por supuesto no hacían ruido y los de las tarde o salían a jugar a la calle, o iban las casas de los vecinos, o se las pasaban haciendo la tarea muy calladitos para no despertar al que se levantaba al mediodía para desayunar y tomar energía en su pulmones que le ayudaban a tocar la trompeta de donde salían melodías de boleros, cumbia y salsa con los que se llenaba la calle porque estos ritmos salían a través de una reja la cual, solamente, dividía la sala de la casa con la banqueta. Toda la gente que pasaba, todavía, tenía la costumbre de saludar con buenos deseos al vecino y no pasar –como dice mi mamá– como un chango sin saludar al prójimo como lo hacen los jóvenes de hoy.
Pero, hay que decirlo que, aunque me encanta leer este cuento, él me trae malos recuerdos que me ponen triste, pues –como lo escribí en el relato- la Teoría de Darwin se hizo vigente en mí, que cuando nací, mi mamá se espantó tanto que se echó un grito estruendosos como el que le salió a mi esposa a todo pulmón cuando se despertó en una de esas primeras noches en que nos estábamos acostumbrando a dormir juntos y, solamente, vio el deslumbre de mis enormes dientes en la oscuridad cuando yo estaba con la boca abierta. Además, varias veces se me han salido las lágrimas y otras veces solamente se me ha quedado un nudo en la garganta porque me las trago cuando estoy leyendo el párrafo en donde mi primer amor me rechazó por ser el niño más feo del puerto. Por ese motivo me escondía entre las piedras de un lote abandonado al lado de la casa de mis padres cuando las amigas de mi hermanita iban a visitarla, a pesar de que se comentaba que las piedras eran de malagüero: sobre estas rocas redondas se había estrellado el cuerpo de un vecino cuyo peso no aguantó una de las ramas del árbol en que los niños se subían para cortarles sus sabrosos mangos criollos, inclusive yo que debido a ese bofetón dado a un rostro de niño que ha sentido también el público porque se me salen las lágrimas, mientras yo les leo este recuerdo y luego se me secan cuando sigo contando que me puse a estudiar bien duro, hasta que como arquitecto me fui a trabajar con los indígenas en Chiapas a quienes le ensené sus derechos constitucionales, motivo por el cual, al ser considerado un comunista por el gobierno de ese estado, perdí mi trabajo. Pero, en esos días de andar empacando mis pocas pertenencias, conocí al primer eslabón de la cadena que me iba a llevar a Alemania. Para sorpresa mía, yo le había gustado a una chica alemana parecida a Claudia Schiffer, que luego de un par de acostones, me dejó por pobre y por ignorante: ella me había preguntado por un escritor que yo no conocía, pero que me daría de comer con su nombre durante treinta años. Sin saberlo, la que no podía comprender que yo no conociera a uno de los más famoso escritores de Alemania, iniciaría un futuro mexicano-alemán cuando me presentó a una exilada chilena que en su casa de México recibió la visita de varias alemanas, entre ella, la que sería mi esposa que trabajó en un instituto que difunde la cultura alemana por varias partes del mundo, el cual lleva el nombre del escritor del que nunca había escuchado en mi vida de ignorante: Goethe cuyos libros empecé a leer hasta en su idioma, mientras acompañaba a mi mujer por todos lados: Argentina, India, Alemania, México, Perú, Albania y hasta nuestro regresó a Alemania en donde ahora, ser extranjero, es sinónimo de ser culpable de todos los males que pasan en ese país. En el relato de Negro Cochino, también he leído que en esa estadía por todos esos lugares conocí personalmente a escritores como Günter Grass y a Uwe Timm. Platiqué con Carlos Fuentes y Laura Esquivel. Me encontré criticando películas mexicanas con Vargas Llosa, pero también me escondía en alguna esquina con los meseros para platicar con ellos porque mostraban más consideración que las señoras de nariz alzada, quienes me dejaban hablando solo porque se querían acercar a un embajador para sacarse la foto con él en esos tiempos que todavía no existían las “selfies”. Pero, dentro de los sucesos de mis estancias en esos países, hay uno que me persigue, no solamente en Alemania cuando los controladores en los buses me piden tres veces el boleto para comprobar que no me lo han prestado, sino también en los aeropuertos porque en migración mi cara es el clásico perfil de que soy un narcotraficante o un centroamericano que quiere ir a Estados Unidos o a Europa para buscar una vida mejor y, ahora, en estos tiempos de atentados, soy considerado un terrorista y no un ¡Hola Negro Cochino! como termina el relato corto –en realidad mi currículo– luego de que un niño, no mayor de tres años, me saludó con esa frase cuando nos encontramos cara a cara en un malecón de Lima en donde encontré el título de mi historia que la muestro con orgullo a todo el mundo…
Página 1 / 1
|
Lucy Reyes
Me gusta tu historia, el camino recorrido, el gusto por releer la historia del negro cochino, las experiencias vividas son interesantes y la manera de relato es agradable.
Te felicito. Ojalá no tenga yo que seguir solicitando permisos para poder comentar.
Cordial saludo