A LA LUZ DE LAS LUCIRNAGAS
Publicado en Feb 23, 2018
A LA LUZ DE LAS LUCIÉRNAGAS. A todas las Hijas del Mundo, en especial a las mías, con la esperanza de que elijan BIEN… Luciérnaga celeste, humilde estrella de navegante guía: la Boquilla de la Bocina que a hurtadillas brilla violeta de luz, pobre centella del hogar del espacio; ínfima huella del paso del señor; gran maravilla que broche del vencejo en la gavilla de mies de soles, sólo ella los sella Era al girar del Universo quicio basado en nuestra tierra; fiel contraste del Hombre Dios y de su sacrificio Copérnico, Copérnico, robaste a la fe humana su más alto oficio y diste así con su esperanza al traste MIGUEL DE UNAMUNO “A LA LUZ DE LAS LUCIÉRNAGAS”. Creo que fue la primera vez que sentí la soledad, la noté junto al frío que se tiene al nacer, y no eres abrazada. Tengo recuerdos, supongo que fueron creados por la mente, pero los tengo. Una falda rodeando mi cuerpo manchado de sangre, unas luces parpadeando, casi festejando el alumbramiento entre animales, y un olor a hierba fresca, como el de un perfume sin especias, ni incienso que lo camuflase. Lloré porque quería que me mecieran entre los pechos de una mujer, y así rozar el calor humano, tan necesario en la debilidad de un bebé que nace. Pero no era correspondida, ni si quiera notaba la respiración de mi fallecida madre, a quien solo le dio tiempo a taparme. Mi queja fue larga, aunque se calmó por el canto del búho, quien empezó a dar su sabiduría a través de la melodía de la primera nana, creyendo estar acompañada por esas luces intermitentes, que las luciérnagas, en su cortejo, desprendían, provocando un instante agradable. Tenía hambre, pero no fuerzas para continuar con las lágrimas, así que cerré los ojos, la primera vez que me resigné, y esperé algo, sin saber qué, ni bueno ni malo, solo la esperanza que trae el amanecer, cuando no es la oscuridad lo que te rodea con sus temores. Salió el sol, conocí la sensación del calor después de un frío helador, un placer, uno sencillo, que se ama cuando careces de él, y lo recibes a través de los rayos, cuando estás casi congelada por el rocío, y por el viento que trajo la Bruja del Norte. Parecía que querían que viviese, y que luchase, también por primera vez, por lo que es mío, y no de nadie: por mi vida, y por la de mis futuros hijos, quienes vivirían a pesar de las espinas, que a veces se clavan hasta en el aire. Supongo que empezaba a ser yo, peleando por lo que para muchos pasa desapercibido, y para mí era una guerra continua por mantener pequeños placeres, que el resto del mundo disfruta, sin valorar ni uno de los que tienen. Cuando crecí me pregunté qué haría mi madre sola en el Bosque, porque me dio a luz allí, donde no había ni una sola mujer para ayudarla con sus dolores, donde los lobos hambrientos vivían, y tuve suerte de no ser atacada esa noche. El tiempo me contestaría, mientras disfruté de mi infancia, la que me daría seguridad para crear algo, y no quedarme en la nada, que conocí de esa forma tan temprana, y que me acompañaría hasta que descubriera a quien pertenecía, o cual era mi verdadera raza. Estaba dormida, cuando un niño, con pestañas como cuerdas, que arrancaba hierba, me despertó.¡Es María! gritó Omar, y me cogió en sus brazos, a la vez que lloraba la muerte de mi madre, de su amiga mayor, quien le enseñaba los juegos y costumbres cristianas, si no les miraban los demás amigotes. Me meció, compensando la falta en esas horas distantes, y ya no recuerdo mucho de mis primeros años, solo que el primer abrazo me lo dio un musulmán, sin asustarse de tocar mi cuerpo recio por frío, sintiéndome protegida porque no estuve sola cuando realicé mis restantes infantes labores. Esa escena nunca me la contaron, pero la veía y sentía cuando volvía al Pantano, incluso de noche, a ver el cortejo de la Luciérnagas, a hablar con mi madre, quien fue enterrada debajo del árbol, y a rezar a un Dios, sin tener muy claro a cual, porque mi educación se mezcló al ser criada bajo la cultura Musulmana, al tener sangre Cristiana, y al jugar con mis dos amigas, Ashna Y Behira: Judías; al fin y al cabo todos rezaban a un solo Dios, y no sabía cuál de ellos era el verdadero, cuál tenía la razón o cuál era el más bueno. Lo único que conocía, sin dudas ni escarceos, es que si alguien, en mis momentos de debilidad, me podía escuchar y ayudar, aceptaría su bondad sin importarme sus valores, que todos se asemejaban a una buena vida, sin maldad ni malas intenciones. Así era, un poco insegura y un poco especial, pero con un fondo espiritual, quizás por la soledad que me acompañó, a pesar de estar rodeada de personas buenas por todos los rincones. Omar me llevó a su casa, contando, en una narración corta pero de gran precisión, quien era yo: “La Hija de María”, quien murió en el árbol, desde entonces para mí Sagrado. Su madre Amina, ni escuchó, me cogió entre sus pechos, lo que buscaba desde que nací, y me aseó con mucho esmero. La creí madre, nunca pensé que fuera una desconocida, pues conoció a la verdadera, que a veces no es quien te cuida y alimenta. Sentí el agua caliente caer entre mis piernas, otra sensación normal, pero para mí se convirtió en otro placer terrenal, del que disfrutaría siempre que pudiera. Me alimentó con leche, no sé de qué animal, pero el hambre lo hizo un manjar. Estaba templada, me caía por la barbilla que limpiaba con amor, mientras la miraba, pensando que no me fallaría, pues me cuidaba. Su marido Said, hablaba con su padre Wasim de lo que debían hacer por temor a reprimendas, pues conocían a María, y sabían que si quiso esconder su alumbramiento, era porque la niña no debería ser descubierta. Fueron al Bosque, rápidamente la enterraron, sin rituales, salvando mi frágil vida y amada esperanza de felicidad. Mi ya hermano Omar, miraba alrededor por si algún enemigo se acercara, es lo que pasó al quererme: se los creó, sin haber hecho nada. Vio a lo lejos una caravana de coches de caballos, pero como no paraban, no le dio importancia, pensó que no les habían visto, y ni mucho menos creerían, que ahí descansaría una persona muy amada. Quitó la mirada para desearle buena suerte a mi madre en su eterno viaje, y cuando giró la cabeza, no volvió a ver a ningún coche, por arte de Magia habían desaparecido, aunque solo hubiese un camino por el que continuar, y estaba en esas visibles montañas. Entonces recordó lo que siempre mi madre decía: “Omar existe la Magia”, y él sonreía como aprendiz de hombre que no cree en las tonterías de las mujeres débiles, y llenas de memeces por no agarrarse a lo que está vivo en la Tierra, aferrándose a fantasías que creaban alguna esperanza. Pero sonrió y le habló por última vez a mi madre:” te saliste con la tuya, y me mostraste, antes de irte, una señal para que crea en tus palabras. Te quiero y te recordaré cuando vuelva a ver otro truco de Magia. Cuidaré de tu hija, quien seguro se parecerá a ti, y a tu alma. Adiós María. ¡Descansa!”. Y dormí tranquila, porque escuché a lo lejos sus palabras, me sentía segura en esa casa, por lo que todo sería crecer siendo buena para no ser echada, porque es lo que siempre pensé, un error, y todo cambia. Hay cosas que en la vida que no me las podría permitir, porque sería rechazada, pues no tenía ese amor incondicional de una verdadera familia, que siempre quiere, protege y ama. Desde muy temprano el abuelo de Omar nos enseñó la sabiduría del pueblo árabe, no íbamos a ninguna escuela, solo nos trasladaban los conocimientos nuestros mayores, por lo que salí ganando, era una cultura rica la que llegué a comprender, aunque no amar, porque se suele querer lo que llevas en la sangre. Mi familia adoptiva eran muy diferentes en su aspecto, algunos morenos, otros rubios, pero todos con unos ojos grandes marrones, con unas largas y espesas pestañas, que lo hacían de una raza diferente a la mía, la que abundaba. Wasin, era cariñoso conmigo, y me daba algún capricho como si fuera cualquier otra nieta, incluso dinero si es que quería comprar alguna chuchería en la Judería, en la tienda más bonita que había conocido, y donde estaban más ricas, más que las cercanas a la trastienda. Said era carpintero, vendía muebles hechos a mano, con hierros, cuerdas, maderas y lana, de mucho valor para quien las preciase. A mí me hizo una silla pequeñita, donde sentaba a mis muñecas y les daba de comer antes de mi merienda. Mi abuela Umara, era dulce y me cuidaba, más que mi madre, porque estaba siempre ocupada. Me daba trocitos de pan con alguna mermelada, poco a poco, para que no me atragantara mientras jugaba. Siempre esperaba a Omar en la puerta cuando llegaba para cenar, y se disponía a lavarse antes de rezar, a quien imitaba sin entender muy bien las reverencias hacia el aire, que el sonriéndome daba. Decía que hacía todas las oraciones por la noche, porque no quería robarle tiempo a Alá con sus aún torpes plegarias; su madre lo dejaba, sabía que a su edad no se tiene más en cuenta que el pelo de las muchachas, que con ellas hablaba. Yo hacía todo lo que ellos repetían cada día, pero sin que me obligasen, no nací Musulmana, y su Ley decía, aunque otros no la respetasen, que lo que nacía Musulmán, se quedaba Musulmán, y solo por una pacífica conversión a través del conocimiento, serían acogidos bajo la Ley de Alá, los que otra religión en principio abrazasen. Por eso respetaban mi sangre, y a pesar de todo me querían como una más, ya que también tenía hambre y alma, como cualquier ser humano que nace, y necesita un guía para que la oscuridad no le rodease. Me dejaban crecer tranquila, en plena libertad, para poder elegir bien cuando fuera adulta y conociera lo que el Mundo me mostrase. Es la diferencia que existes cuando realmente quieres a alguien de una forma sana, sin intención de hundir sus valores, ni obligarle a ver cuando para él solo existe la Nada. La conversión para ellos era a través de la enseñanza, no por guerras donde no se abraza a ninguno de los poderes que ganan, pues la sangre mancha cualquier alma, que quede viva después de las cruzadas. Para Wasin, no hay nada peor para un ser humano que decirle a quien se debe respetar, a quien vas a amar y defender, si no comprendes que hay detrás de cada verso escrito en las santas palabras. La vida por imposición atrae las guerras, el odio y la venganza, dando igual las fronteras, tanto como si es dentro de una casa, como fuera en las trincheras de las plazas. Dejaban que mi alma creciera libremente, porque mi piel no era como la de mi madre y abuela, delatando que fui encontrada, aunque nadie preguntaba, porque era demasiado blanca para haber nacido de sus tostadas entrañas. Wasin solo me explicaba cada uno de sus pasos en la vida, que por lo visto son de gran importancia, porque de un tropiezo te levantas, pero te puedes quedar cojo, y caminar muy mal el resto de la preciada vida tanto Cristiana, Judía como Musulmana. Yo cogía todas sus frases, incluso las apuntaba, y las leía de tarde en tarde para que no se me olvidaran. Imitaba físicamente a las mujeres, pero mi cerebro quería más que lavar, coser y cocinar, que también aprendía, y fue una de mis armas. Pero mi abuelo me enseñaba para la vida, que no podía ver, porque a veces parecía que estaba castigada en esas cuatro paredes, que a pesar de ser una bonita estancia, se quedaba pequeña para una niña que se convertía en mujer, y quería más que lo que se le mostraba. Quizás fue el primer problema que tuve, porque no era mi principal objetivo tener un hombre que me defendiera, sino salir a pelear por los placeres que la vida ofrecía, y de los que siempre tenía la sensación que alguien me los quitaría, si pudiera. Quería bañarme en el Pantano, quería escribir, dibujar, bailar, coser, conocer todo lo de las plantas que Wasin sabía para poder poner una tienda, y ser la que mandara. Quería mandar mucho, decía Amina, para ser mujer y de edad temprana, pero mi abuelo advertía que me las apañaría para no ganar ni perder, sino para ser admirada por las mujeres, que traería la envidia, y temida por los hombres, si es que en sabiduría les ganaba. Eso lo descubrí con trece años, cuando no me quería quedar todo el día en casa. Me sentía protegida, pero también encerrada, y aunque era adolescente, mi madre, cuando me peinaba mi pelo un poco rojo, me calmaba, advirtiéndome que todo lo que destaca trae peligros para llevar una vida tranquila, y para ser respetada. Aún no la comprendía, pero como no paraba de quejarme, me dejaron salir a jugar, siempre que volviera antes de que llegara la noche, antes de la cena amada, y más tarde añorada. Vivíamos dentro de la Muralla, totalmente adaptados a la cultura cristiana, quien sin saber muy bien porque: nos respetaban; tal vez porque no creábamos problemas, hacíamos sus muebles a buen precio, y mi abuelo, a veces, también los sanaba con unas de sus plantas. Las mañanas las pasaba al lado de Wasim, apuntando todo lo que me parecía de interés, yendo a coger hierbas, ya casi lo sabía todo, ni preguntaba; él se enfadaba, y con el cejo fruñido decía:“ no tenía que haberte enseñado a escribir, quizás dentro de poco me des una patada”; yo le besaba, y le aclaraba que sabía cocinar, pero también quería sanar si es que alguna desdicha entrase en casa. Y fue entonces cuando me advirtió con sus palabras: “ el saber da poder, pero muchas veces por eso se mata”. Era una niña, y me asusté, él me levantó en volandas, y rió a carcajadas. “Me alegro que seas mujer, porque así el temor te frenará antes de llegar a donde no debes, por esa curiosidad que a veces está descontrolada.” Se me olvidaba, me llamo Sarah, porque se parecía a Salma, y porque todo el mundo lo sabría pronunciar, a pesar de un idioma diferente y de una diferente raza. Esa es la explicación que me dio Wasin, cuando se la pedí y me toco con dulzura la cara, diciendo:” tienes el nombre que te corresponde por tu piel, sangre y por el futuro que te deseo, como el de una Princesa de Cuentos de Hadas”. Lo comprendí cuando busqué su significado, porque todos los nombres lo tienen, y más si es escogido por algún erudito con canas. Me gustaba, me hacía ser importante, aunque hubiese semanas que comiéramos pan duro, y repitiéramos la cena más de tres días consecutivos. Pero era como la Princesa de la casa, la mujer más joven, llena de vida y de un futuro, que aunque incierto, era un cúmulo de posibilidades por realizar, o de intentarlo con ganas. Era mi cumpleaños, trece, creo que ahí empezó mi superstición porque algo malo pasó, aunque quizás fuese una primera llamada, mi madre murió con catorce y me quedaba poco para llegar a ese comienzo que todas llaman, porque con el tiempo descubrí que el número trece para el ocultismo era símbolo de la muerte, pero llevando aparejado un nuevo resurgir de nuevas razas. Ese día me levanté, recé a escondidas a ese Dios sin nombre, con el que todos hablan, me acicalé, porque iba a ver a mi Madre. Mi abuelo me la mostró a edad temprana, sin decirme su verdadero nombre, ni que tenía sangre Gitana, se inventó una bonita historia, que no la cuento porque no quiero más mentiras en mi intensa y apasionada vida mundana. Me senté junto al árbol, a quien le habían crecido dos ramas, hablándole a mi Madre, de todo lo que había aprendido, y que tenía muchas inseguridades porque había muchas mujeres que se casaban a esa edad temprana, y todavía no había descubierto el amor, que era normal porque no conocía nada más que a Omar, quien era mi hermano, no ninguna esperanza. Muchas mujeres se casaban a mi edad para salir de la casa, donde casi parecían esclavas, pero yo vivía en libertad espiritual, mi libertad más preciada, aunque se me hiciera pequeña la estancia. Abracé al árbol, quien con el viento y con sus ramas me rozó la cara, de la que a veces, por la emoción, salían lágrimas porque aunque era feliz, no conocía la verdadera realidad que mi vida escondía, y no sabía si quizás hubiese sido aún más preciada. No me preocupaba la hora, ellos sabían dónde estaba, y como cada año, ese día era de mi madre, del cortejo de las luciérnagas, recordando el instante cuando nací, despidiendo a quien realmente siempre te ama. Anocheció, me fui hacia el Pantano, y empezaron las luces a brillar como jamás antes, sin ruidos, ni olores, solo esa Nada que da la creación del Mundo por una explosión, y las luciérnagas me mostraban la perfecta imagen de cómo fue creado el Firmamento, que alguien me enseñaría, otra intuición sana. Creí ver una figura de un muchacho, pero fue solo una sombra que rápidamente pasaba, no hice caso, y seguí disfrutando de la primera belleza que la Tierra me mostró, sin casi poder apreciarla. Me tocaron el hombro, y Omar dijo: ¡Vamos, es demasiado tarde!. Le conté la imagen que había visto, a lo que contestó que sería él, que no me deja sola, y menos en el Bosque. Levanté los hombros, lo besé, era mi hermano, quien me cuidaba, aunque a veces me hubiera dado algún azote, porque decía que era demasiado traviesa, y necesitaba disciplina para llegar a ser la mujer sumisa que todo hombre protege y ama. Yo no contestaba, y pensaba:” está tan cerca de mí y no me conoce, ni hace por descubrir mi verdadera alma. Mi amor no será mi dueño, será mi compañero, me dejará vivir y escoger hasta los rincones donde duermo”. Pero no le daba explicaciones, él era criado como hombre musulmán, tenía sus razones, y le quería tanto que nada de lo que me hacía, aunque estuviese mal, me dolía porque lo amaba, y por eso se disculpan muchas equivocaciones. Nos fuimos a la casa, incluso cogidos de la mano, entonces le dije “ pareces mi novio”, la quitó, y me miró con la maldad humana. Sonreí, le di otro beso, retándole a una carrera hasta el pueblo. Contestó, “corre, que este año te has retrasado demasiado, hasta han cerrado la Puerta de la Judería, veremos si no hay enfados ”. Lo miré preocupada, corrí con ganas, sin importarme romper la falda, si se enganchaba en los árboles. Me la pisé, tropecé, Omar se rió hasta que vio sangre en mis frágiles rodillas, y me levantó. ¡Te llevaré en brazos! exclamó, contesté que no hacía falta, aunque dejé de reír porque me dolía, pero no me preocupé porque Wasim seguro que lo remediaría rápidamente, sin tener que dar muchas explicaciones. Llegamos pronto, Wasim vio la pierna, y como pensé, me la curó sin preguntar nada. Sabía que era mi Día, había que respetarlo, como todo lo que hacía en la vida, porque quien da, recibe, si es que te rodeas de gente sana, las otras no se rigen por normas, ni costumbres, son delincuentes, no acatan nada. Y es lo que hacían: respetar al prójimo y ellos eran aún más respetados, por lo que Wasin era casi abuelo de todos, yo su niña que crecía, y quien no era muy atacada por ese Mundo de fieras, a las que no hay que provocarlas, porque enseguida temen una tonta verguenza. Ese día comí poco, solo un dulce de almendras que disfruté porque el hambre apretaba, como el primer día en la Tierra, que repetía para que no se me olvidara. Fui a dormir con mi abuela, con quien siempre lo hacía cuando algo pasaba, y mientras cerraba los ojos, descansé sintiéndome querida por la que no eran manos extrañas, aunque me sintiera diferente, cada día más, quizás porque casi todo lo adivinaba; un poder que me dio ese Dios desconocido, a quien tanto debo, lo primero no sentirme sola cuando nadie me acompaña. Dormí tranquila, sin saber qué era lo que realmente pasaba, pero al notar una respiración tan cerca de mí, a pesar de ser mujer y anciana, me daba seguridad en esta vida, donde tantas veces nadie te abraza. Era el día de “La Mesta”, mi abuelo prometió llevarme, y aunque era un lugar más bien de hombres, también había mujeres donde él compraba la lana para las sillas buenas y caras, las otras se llenaban con paja. Muchas veces lo visitaban hasta los Nobles, por lo que Umara, mi abuela, me hizo un bonito traje, con un cordón dorado, porque, según ella, nunca se sabía quién podía estar y a quién podía gustar. ¡Vaya tontería! Gritaba Said, ¡todavía es joven para desposarla!. Mi abuela me miró y me susurró al oído:” tú y las tuyas salid siempre prevenidas de casa”, subí los hombros sonriendo, pero más adelante en una de mis vidas, supe a que se refería, sin tenerme que haber pasado nada. Paseamos cogidos de la mano, mi abuelo decía que era mayor para dar saltos, prefería que me vieran a su lado, que iba acompañada, por lo visto tenía un pelo bonito, y eso era una virtud muy deseada. Entonces de esa nada que siempre me acompañaba, surgió un tumulto de personas, todas gritaban, me asusté escondiéndome como una niña entre sus faldas, él me sacó advirtiéndome “ Así es el Mundo, lleno de personas donde todas valen, según quien mire: mucho o nada. Por lo que camina tranquila sin importarte lo que veas, aunque no sea de tu agrado, ni comprendas muy bien qué es lo que pasa, y mucho mejor si no levantas la mirada, para evitar lo que la maldad del hombre hace por unas monedas o por una joya mal pagada”. Estaba excitada, no pude hacer caso a las palabras, miraba todo con asombro, porque no solo había animales en esa plaza, se aprovechaba el tumulto para vender, si era posible, hasta a la hermana. Wasim me cogía la mano fuerte para que no me perdiera, creo que era la primera vez que parecía que viajaba. Llegamos a uno de los puestos de las lanas, donde se iba regateando hasta llevarte el mejor precio por un saco de esa tan preciada alhaja, porque así mi padre la describía, pues encarecía sus sillones y butacas. Levantó el saco, mucho no pesaba, y me advirtió que me cogiera fuerte a su cinturón, que no me soltara. Seguía emocionada, era como mi presentación en sociedad, mi primera aparición pública, lo malo, que estaba casi descalza. Agaché la cabeza para ver si mis viejos zapatos se veían, y alguien, quien no era mi abuelo, me levantó la cara. No dijo nada, me miró, guiñó un ojo, y descubrí que algo teníamos en común: el color del pelo. Sonreí e hice una reverencia, porque Noble parecía por sus fuertes pisadas. Mi abuelo no miró, aunque vi su palidez en el rostro al soltarme de su cinturón, mientras me daba empujones para que dejase de hacer relaciones, y menos con personas extrañas. Me marché contenta, estaba casi siempre encerrada, y esa salida fue como una pequeña aventura en una vida, un poco sosa, a pesar de ser tan preciada, porque sabía valorar lo que me daban. El camino a casa se hizo rápido, no paraba de mirar atrás para ver al tumulto que tanto me gustaba, y lo dejé de percibir en un par de segundos, me quedé con ganas. Advirtieron que no lo podría visitar más, esa salida fue improvisada, y eran más importantes los labores de la casa. Me lo dijo Said, una vez que vio a mi abuelo y hablaron a escondidas. Intuía que algo pasaba, pero estaba tan contenta por haber conocido así la plaza, que no me fijaba en los detalles de sus palabras, que algo decían, y debería haber sabido por mi intuición, que nunca me fallaba. Ese día hablaron poco, pero sí había mucha miradas entre ellos, y sabía que debía respetar los silencios, que a veces son tan preciados como una buena conversación. Me enseñaron a valorar el tiempo y llenarlo incluso con la nada, porque el silencio lleva al pensamiento y a descubrir cosas, que con la rutina y la cháchara jamás hubiesen sido encontradas. Así hice mis labores de la casa, con la cabeza baja, como si hubiera hecho algo mal, y aún no hubiese encontrado qué era lo que lo caracterizaba. Umara también me había enseñado a coser, pero nunca había confeccionado nada. Y ese día, creo que para alegrarme un poco, me dijo” Vamos a hacerte un cojín con esa lana que hemos comprado tan barata”. Me ilusioné, sería también una forma de ganarme la vida, y ella me decía” ya sabrá tu marido como debes ganarla”. Yo asentía, porque a veces se me olvidaba donde crecía, que dejaría de pertenecer a esa casa, pero es que me daba tanta pena que desapareciera la niña con la que todos hablan, para pasar a una vida donde poco se descubre tras los pasos de quien te manda. Del baúl del zaguán sacamos unas telas, que ella muy primorosa guardaba. “¡Elije una!”, me dijo con su voz dulce y honrada. Escogí una de fondo marrón y con colores, pensé que me pegaría con todo lo que pusiese en el cuarto, pues todavía no tenía uno propio, ni para andar descalza, ni para guardar mis muñecas, ya un poco estropeadas.” Ve a lavarte las manos”, me ordenó. Fui a una de las habitaciones que más me gustaba en la casa, de la que podía presumir, porque casi ninguna cristiana tenía una para el aseo, y mucho menos un pequeño aljibe lleno de agua. No hay nada como sacar todo lo bueno de quienes te hablan, saber admirar y copiar de lo que careces, sea cualquiera tu raza, porque seguro que algo de los de mi sangre, pues ya sabía que era cristiana, tendría para ofrecerles a ellos, y ellos con otras darían las gracias. Dar y agradecer es una Ley mundana, donde no cabía ni el odio ni la venganza, porque todos llenarían un vacío, que ningún poder da, por muy grande que sean las Tierras que lo acompañan. Y mientras pensaba eso, mi Umara me miraba y decía: “cariño date prisa, se hará de noche si es que no lo hacemos con ganas”. La veía tan buena, siempre acompañándome y enseñándome cosas de la casa, que a veces me parecía imposible que existiera lo que ella siempre me advertía “ La Maldad Humana”, donde se hace el mal excusando sus perversos sentimientos por banalidades, donde cualquiera sin casa se asentaba. Pero bueno, no era mi problema, el mío, en ese momento era hacerme un buen cojín donde poder descansar cuando la Luna me avisara del final de la jornada, como muchos hacían sin importarle donde fuera la marcha. Así que me puse manos a la obra, y me cerní a coser, como me habían enseñado, todas las puntadas. Acabé pronto, y me vi con el poder suficiente para hacer un pequeño bordado con mi nombre, sencillo, sin apellidos ni nada, porque aún no sabía quién era, así que decidí hacerlo bonito, para recordar siempre mi única inicial, que como era una especie de dibujo, seguro que un bonito paisaje pintaría si el tiempo no me fallaba, y me daba el suficiente para hacerlo con esas ganas, que tanto me recordaba Umara. Cuando lo terminé se lo enseñé a todos, se pusieron contentos por haber aprendido con mucho esmero un oficio, pues ebanista no era lo adecuado para mis delicadas manos. A Said le gustó, dijo que hiciera más, los pondría en la tienda por si se vendían; me ilusioné, no hay nada como sentirse útil, y más para las bocas que te alimentan; tenía los conocimientos de la vida, y me empezaban a entrar prisas por agradecer todo, aunque quizás no era muy consciente de ese “ Todo”, que no todos respetaban. Al día siguiente Umara sacó las telas, me volvió a dejar escoger para mi nuevo oficio, dándome consejos, como que no hiciera más de dos iguales, que al menos variasen en la forma. Así que empecé a dibujar cuales serían mis cuatro primeros, porque empezaría con parejas de tamaños medianos, y luego haría algunos grandes individuales. ¡Que ilusión tenía!, y me habían advertido que no me ayudarían, que sería mi deber en vez de estar esperando a Omar, para repetir cosas que a mí no me correspondían. Me coloqué de nuevo en el zaguán, donde podría quitar de vez en cuando la mirada de las telas, y ver a mi Umara en la cocina. Estaría cerca del baúl, de las telas, y de todo lo que por el momento más me importaba. Me sentaba en el suelo, era muy joven para preocuparme por las malas posturas, ni por si me manchara. Hice mis primeros pares, preciosos y valiosos porque las telas eran de Damasco, aunque no me lo hubieran dicho, siempre presumían si hablaban con alguna muchacha. Los terminaba, y con la última puntada apoyaba mi cabeza para saber si se podía descansar bien sobre esa especia de almohada. A la noche, los puse a la vista de todos, para saber la reacción cuando los tocaran. Omar llegó de la calle, y no les dio importancia, ¡chicos que solo piensan en sus gamberradas!. Pero Wasim, cogió uno con delicadeza, como si fuera mi primer bebe, y yo no hubiera sabido qué hacer con él. Me miró y solo hizo un gesto de aprobación, suficiente para saber que le gustaba, que una de mis primeras creaciones había sido admirada. ¡Qué contenta estaba!, había descubierto que para algo servía, que podía ser más valorada, dejar de ser niña y pasar a ser un ama de lo que dominara. Wasim dijo “este fruto es mucho más femenino que coger hierbas”, a lo que asentí porque, la verdad, me gustaba más, lo veía más creativo, más en mi línea, con resultados visibles rápidamente, sin tener que guardarlos en un bote por si alguien los necesitara. Ese día me fui a la cama contenta, se me olvidó rezar, y mira que lo hacía medio obligada; realmente era para sentirme más acompañada cuando no dormía con Umara, y nadie me daba un beso, donde se expresaba el amor que tanto hace falta, pues al menos yo: lo necesitaba. Intentaría que no volviera a pasar, pero estaba tan cansada, y a la vez tan feliz de llenar mi vida con cosas que palpaba, sin tener que imaginar posibles que se escapaba de mi entendimiento, pero es la vida que me tocó vivir, hasta que luchase por cambiarla. Al día siguiente se vendieron los dos pares, y mi padre me dio un poco de dinero, no todo podía ser para mí, había que ayudar en casa. Pensé en mis primeras chuches pagadas, fui corriendo a la Judería a la tienda de Abraham. Esta vez me atendieron ellas, Behira y Ashna, quienes eran hermanas, y casi solo se distinguían por los colores de sus vestimentas, también de telas caras. La Tienda estaba decorada con mucho gusto, por lo que cuando entrabas, te quedabas admirando cada mostrador, observando todos los botes, con muchos colores y los olores, como el del chocolate mezclado con un poco de frutas, que no distinguía muy bien, pero veía una vitrina con ellas encima, como advirtiendo de que estaban hechas. Me pusieron unas cuantas golosinas de mis preferidas, un poco más porque nos conocíamos desde pequeñas, aunque nunca hubiéramos jugado, tampoco las dejaban solas en la calle, hasta ese año que las vieron más responsables. Salieron del mostrador medio a escondidas, y susurrando me dijeron que los fines de semana iban al Bosque, que incluso se bañaban en el Pantano cercano, que no tenía nombre; las miraba sonriendo, fingiendo el desconocimiento, para que no fuese revelado mi mayor secreto. Me pidieron que las acompañase, que a veces coincidía con otros jóvenes, que todos se divertían a escondidas, aunque era un secreto a voces. Casi me excité por primera vez, o eso pensé con el tiempo, porque me podría divertir, sin tener que buscar algo sola para matar el aburrimiento. Me dijeron que me esperarían en la puerta de la Judería el Domingo, porque el Sábado era su Día, y contesté:” como no sé aún cuál es el mío, me viene bien cualquiera”. Sería a eso de las doce, advirtiéndome que si quería dijese que comía con ellas. Casi se me olvidan mis chucherías, pero rápidamente volví por unas de mis debilidades: el azúcar, que habría que dejar, si es que no quería perder mi buena figura, pero aún no me preocupaba, era guapa y joven. Regresé a casa, me puse a ayudar a Umara en la cocina, sin decir nada. Ella parecía un poco extrañada, yo hacía como si no me diera cuenta, y lo hacía con esa mencionada gana. Hablamos de los cojines, y que mi padre pensaba que debía coser algunos más, que había gustado mucho a quien nos visitaba. Respondí:” bueno mañana empiezo”, y me miró diciendo:” No dejes nada para mañana, nunca se sabe qué futuro nos depara”. Así que me fui directamente al Baúl, aún habían muchas telas donde elegir, esta vez escogí las menos dibujadas, pensé que si las hacía serias: adquirirían más valor, una tontería, aunque quizás no me equivocaba, el colorido para la cultura musulmana era muy preciado, pero no para la cristiana, y quienes venían a la trastienda eran ellos, no había muchos otros como mis padres cerca de esa Muralla. Cosí otra vez hasta el anochecer, esta vez hice dos grandes almohadones con mucha lana en medio. Mi padre los colocó, y le di la explicación del cambio en mi labor. Le pareció muy bien, pero también me dijo con voz dulce: “ya mismo debes elegir quien será tu pueblo, porque en esta vida hay que pertenecer a uno, aunque no lo visites. Pero es importante saber dónde puedes volver, si es que no eres acogida en otros, aunque sean buenos”. Casi me pongo en postura fetal, al darme miedo saber mi situación o confundirme en la elección, pero respiré y dejé los almohadones sobre las butacas, los miré de lejos y cogiendo la mano a mi padre contesté: “por ahora ellos son mi Pueblo”. Said sonrió, me tocó el pelo, y me dejó a solas en la tienda, para que mirase mi obra desde lejos. Esa noche volví a dormir cansada, creo que se iban a ir desapareciendo los dulces sueños de niña, donde no caben preocupaciones, ni entierros. Dormí mucho, no recuerdo las horas, pero me tuvieron que despertar, y mi primer pensamiento fue que debía coser, porque al día siguiente llegaría el merecido descanso. No me gustaba mentir, pero era la única salida, si quería hacer algo, no me dejarían o iría Omar, quien se comportaría como un sacerdote, mirándome y corrigiendo cualquier acto impuro para su honra como hermano. Él no lo sabía, pero había escuchado que le estaban preparando su boda, para que no se casase mayor, y no les pasase como a sus padres, quienes solo tuvieron un hijo natural, porque la enfermedad de Amina entró joven, a la que sobrevivió, pero la dejó estéril, y no por no hacer el amor, a quien escuchaba casi todas las noches gimiendo. Tuve suerte sin saberlo, y por eso quizás me acogieron, porque les faltaba enseñar la cultura femenina con esmero. El Sábado pasó rápidamente, repitiendo sus rituales y cosiendo, dije que ese se lo iba a llevar al Conde, para que me conociese; como decía Umara:”¿ nunca se sabe qué es lo que puede pasar?”. No me tomaban muy en serio, creo que siempre me verían como la niña sola, que necesitaba protección, y débil porque era mujer sin padre que la defendiese de este Mundo, que a veces parecía un Infierno. Pero crecía, era lista, más que mi madre y padre, quizás no tanto como Wasim, pero todo era cuestión de tiempo, porque aunque era insegura, tenía momentos en los que sí creía en mis capacidades, en las que alguien me dio, al tener que luchar desde el comienzo. Llegó el día, me sentí delincuente, sin haber robado nada, pero quería tener amigas, quería bailar, que era de las cosas que más me gustaba, así que nada más levantarme dije mi primer pecado, y creo que no me creyeron, pero me dejaron hacer siempre que no viniera de noche. Fui rápidamente a la Puerta, cogidas de las manos corrimos como si alguien nos persiguiera, como si hubiéramos hecho algo malo. Era una sensación extraña, no me sentía bien, pero por otra parte me daba un momento de libertad que jamás había descubierto, ni con la más bondadosa acción realizada. Encontramos el lugar rápidamente, Ashna, la más lanzada, se deshizo de su ropa y se metió en el Pantano, diciendo:” ¡venga!, que tiene que dar tiempo a que nos sequemos”. Se recogió su pelo largo, también bonito, enseñándonos la forma en la que debíamos hacerlo, mientras Behira, más tímida y reservada, repitió la escena, dándome prisa por si alguien llegaba. Dejamos la ropa en unos húmedos matorrales, por su cercanía al Pantano, nos metimos en el agua, recordé perfectamente la sensación de mi primer baño, aunque el agua no estuviese templada; entonces prometí, no se a quien, que regresaría cada Domingo, que sería mi día Santo, porque creí que me habían mostrado El Paraíso, tantas veces nombrado. Me enseñaron a nadar, quizás no eran más sabias, pero creo que sabían defenderse en la vida mejor que yo, porque sus padres se la mostraban tal y como era: dura, cruel, a veces incluso amarga, pero con pequeños placeres que compensaban todas las lágrimas. Era mi primera travesura, y no me sentía mala. Aprendí rápido, casi di mis primeras brazadas, a lo que ellas aplaudían luciendo sus senos firmes y pequeños, en comparación a los míos, que tanto destacaban. Me ruboricé pensando que quizás se reirían, y me dieron otra lección, advirtiéndome que no los tapara, que a los hombres les gustaban. Fue la primera vez que me sentí mujer, pensé que suerte si un hombre que quisiese los tocara y besara. Quité los pensamientos rápidamente, no sé por qué no me parecía bien, aunque por otra parte escuchaba bromas de ello, y todas sanas. Salimos del agua, y empezaron a contarme cotilleos de la Aldea, yo me asombraba, porque me daba cuenta que vivía encerrada, no sabía quién era la Puta, ni quien la que Santa, pensaba que el Mundo giraba en torno a mi casa, y me daba cuenta que me estaba perdiendo muchas maldades, pero también placeres por cada cosa mala. Me contaron que cerca de allí había un Pueblo de Gitanos, donde nadie se atrevía a visitar porque había Brujas que te maldecían, si es que algo malo de ellos quería sacar. Se dedicaban a la chatarra, entre otras cosas, y que a ellas les gustaría mucho que le leyeran las cartas, que le dijeran cuando se iban a casar, si iban a tener muchos hijos, si vivirían cerca, cosas que le harían pasar un buen rato, aunque no fueran ciertas. Tuve mucha curiosidad, porque no sabía qué era un Pueblo Gitano, ellas, mis amigas, se rieron, me abrazaron y susurrando dijeron:” Vamos a venir todos los Domingos, y si coincidimos con algún muchacho, le diremos que nos lo enseñe, ellos si se atreven a visitarlo”. Me entró la impaciencia, había aprendido a nadar, y también quería más; pero me giré hacia el árbol, y lo vi moverse sin viento, como diciéndome algo, entendiendo que debía aceptar solo lo que quisiesen mostrarme. Cogimos flores, comimos frutos, nos reímos cuando me contaban sus gamberradas como hermanas, y visitamos hasta una cueva con antorchas, que hicieron con leña y encendieron con piedras; es que sabían hacerlo todo, sin haber salido mucho de casa. Con el tiempo me di cuenta que eran muy diferentes a mí, que casi nada se les olvidaba, con no todo se conformaban, tenían claros sus objetivos en la vida, y no eran odiadas, a pesar de destacar hasta en la belleza, que tantos problemas adelanta. Aún dentro, el canto de la lechuza nos avisó que el día se marchaba. Las ropas estaban secas, a pesar de la cercanía al agua, las mías un poco húmedas, porque quizás había traído demasiada lana, no me pasaría el siguiente día, era lista, aprendía con esa mencionada gana. Nos dirigimos al pueblo cansadas, el campo es lo que tiene, da mucho pero te resta energía si es que de verdad quieres disfrutar de más cosas cuando llegas a casa. Me despedí en la Puerta, dando las gracias. Ambas me dieron un beso, y dijeron adiós sonriendo, eran muchachas felices, no había nada detrás de sus palabras. Llegué a casa bien, la Luna asomaba, pero no brillaba. Mi madre movió la cabeza con desaprobación, me asusté pensando que quizás había sido pillada. Pero no, me lavé y comí su comida con especias, haciéndola más rica, cuando la recordé en la distancia. La semana pasó más rápido de lo que pensaba, mucho más cuando se tiene objetivos al final de cada una. Pero una mañana vino Behira, llamó a la puerta con sus finos modales, que la hacían una señorita muy delicada. Advirtió que quería hablar conmigo, yo estaba donde sería mi sitio de trabajo, ya ni me dedicaba a la casa. Se sentó cerca de mí, y puso una de las telas en su falda. Venía a advertirme que este Domingo no fuera a la Puerta, que no estarían porque tenían visita, y debían quedarse en casa. Me puse triste al pensar que no daría ninguna brazada, porque sola no me atrevía aún en el agua. Pero rápidamente me explicó que iríamos el Viernes, que incluso seguro que más de una persona nos acompañaría, porque están más libres que los fines de semana, donde había más obligaciones sagradas. Me excité otra vez, es lo que tiene hacer cosas malas, le dije que seriamos amigas para siempre, por no haberme dejado abandonada; es lo que das cuando no tienes sentimientos seguros en la vida, y ves respeto por quien te habla. Cerré la puerta, advertí a mi madre que me había hecho muy amiga de Ashna y Behira, que al menos una vez a la semana estaría con ellas, que incluso a comer me invitaban. “Una boca menos que alimentar”, dije como para que vieran el lado positivo de mi ausencia, a lo que me miró moviendo otra vez la cabeza, con desaprobación, pero permitiendo que saliera, pues era demasiado buena, no hacía nada malo, solo obedecer y bailar cuando pasaba entre las puertas. Me desperté, de la emoción no pude comer nada, había muchos frutos donde iba como para perder el tiempo en sentarme con toda la martingala, así que ayudé un poco, y antes de que dijeran nada, me despedí advirtiendo que la Luna avisaría de mi llegada. Fui corriendo a la Puerta, allí estaban, y me relajé pensando, parecen buenas conmigo, espero que no salga lo que dice mi abuela, eso de la Maldad Humana, donde no se respeta ni religión, ni sexo, ni ninguna condición sana. Esta vez fuimos despacio al Bosque, donde primero cogimos la comida en un trapo, y la dejamos cerca del Pantano, porque comeríamos desnudas algunos manjares. Repetimos el ritual, los vestidos, esta vez todos finos, se dejaron en un matorral un poco más apartado, para que no salpicara el agua, nos recogimos el pelo como decía Ashna, aunque se mojaba de todas formas, pero según decía ella, de una forma menos clara. Y nadamos, yo también, parecía que había aprendido como por arte de magia, con unas pequeñas clases, que como con casi todo me bastaba para ser experta, incluso más que la que enseñaba. Nos salimos del agua cuando estábamos arrugadas, y no escondí nada, empecé como a sentirme más mujer y estaba orgullosa de lo que mostraba. Comimos muchos frutos, algunos dulces, otros amargos, pero todos sabían bien para el hambre que existía después del ejercicio en el agua. Esta vez les conté a que me dedicaba, y me pidieron que le hiciera un cojín a cada una, pagarían con mis chucherías. Acepté el trueque, porque las quería como de mi familia, que es lo que pasa cuando te dan calor, y sabes agradecer los buenos sentimientos. Dormimos desnudas un rato, hasta que escuchamos como unos muchachos a lo lejos se reían porque se iban a meter en el agua con ropa y zapatos. Rápidamente nos vestimos, nos soltamos el pelo para que no supieran que hacíamos allí, manteniendo la intimidad, porque si no tendríamos que hacer como ellos: bañarnos en el Pantano vestidas, y no era la misma buena sensación, ni siquiera se le aproximaba. Nos vio uno, y nos llamó . Nosotras nos hicimos las sorprendidas, sin planear nada. No fuimos, no estaba bien visto que nos vieran jugar allí con hombrecitos. El Jefe, porque siempre hay uno, se aproximó. Nunca le pregunté su nombre, ni él el mío, me llamaba la Pelirroja; ahora creo que fue mi primer coqueteo, así que asentía a todo lo que mandaba. Se quedó con nosotras, mientras los otros chapoteaban, y fue cuando me acordé de las frases anteriores a ese día, de lo referente al Pueblo Gitano. Me atreví a hablar, antes solo lo habían hecho los tres, y aproveché uno de esos mencionados silencios para preguntar por él. Se miraron, me dijo que para qué lo quería conocer, y respondí que para saber mi futuro, porque decían que ellos lo veían en una de las manos. Se sonrió:” la curiosidad mata”, suspiré contestando: “ Es que por lo visto aquí se mata por nada”. Me devolvió una mirada cómplice, y preguntó si las demás también querían ir, ellas asintieron, pero la verdad con un poco de miedo. El Jefe avisó que iría solo, no se fiaba de la discreción de los otros, que lo mismo la liaban, y nos metían en un apuro. Rápidamente me cogió la mano para levantarme diciendo:”vamos a por ese futuro indescifrable, que ni la más astuta de las Brujas adivinaría en unas manos tan estrechas y manchadas”. Lo miré con rabia, se metía conmigo, pero me gustaba, creo que le podemos llamar mi primer amor, el que me besó en el agua, cuando una vez fui sola, y me siguió para hacerme el amor cuando me descuidara. Anduvimos muy despacio, parecíamos cansados sin ni siquiera haber trabajado esa mañana, pero me enteré que era el hijo de un Mercader, y por eso no permanecía nunca quieto. Estaba acostumbrado a viajar con su padre, quien ganaba bastante dinero, supongo que entonces comprendí sus buenos zapatos, porque es donde se nota si comes mucho o te quedas con ganas. De repente llegamos al final de un pequeño precipicio, miré abajo y vi El Pueblo, en realidad se trataba de caravanas de coches, alguna choza, pero más bien parecía que vivían como preparados para salir de viaje. “¿Queréis que nos aproximemos?, a veces vengo con mi padre porque son buenos comerciantes, no tan usureros como tu padre”, le dijo a Ashna, quien le dio un empujón como reprimenda. Contesté afirmativamente, mi curiosidad estaba despierta, mis nuevas hermanas no sabían si era peligroso, y él sonrió diciendo:” solo es peligroso si atacas a uno de ellos”. Todas empezamos a bajar, diciendo: ” me leeré la mano primero”. Y en un instante estábamos frente a ellos, nos vio uno que estaba cortando hierros, sudando y creo que demasiado cansado como para regañar a cuatro muchachos. El Jefe se acercó, preguntó por una mujer, el hombre señaló un coche de caballos, entonces nuestro nuevo amigo advirtió que él no vendría más, que para pagarle, la próxima vez que le viéramos, le llevaríamos las chuches más caras de la tienda. Las dos asintieron. Nos volvió a mostrar el coche, diciendo:” ahí podéis leeros las manos”, él esperaría porque era un caballero, no nos dejaría solas en el regreso. Ashna y Behira se quedaron como escondidas, detrás de mí, como si las pudiera defender de una inesperada riña gitana, y sonreí diciendo por dentro: “¿donde están las dos amigas espabiladas que tengo?”. Llamé a la puerta, la abrí, había un aire de misterio, quizás por la oscuridad o por el incienso. Iba vestida de forma diferente, no llevaba vestido, sino una falda con una blusa, y un pañuelo en el pelo. Me dijo que me sentara, que las otras esperasen fuera un momento. Estaba asombrada porque me trataba con familiaridad tocándome el pelo, y arrancando algunos de ellos. En ese coche había un poco de todo, una bola de cristal, una mesa con unas cartas, muchos amuletos, y un espejo. Me acercó una silla advirtiendo:” hoy te leeré solo las manos, tus amigas están demasiado ansiosas como para perder mucho el tiempo”. No sentí inseguridad, ni si quiera dudas de sus palabras, ni miedo. Me senté cuando me llamó por mi nombre, no me extrañé porque pensé que era parte del juego. Me preguntó cual mano quería que leyera: la derecha ( lo que traje al nacer como destino) o la izquierda (lo que la vida me dará según las experiencias). Contesté, con voz baja, que me daba igual. Me miró diciendo: “ todo es importante, nada te debe dar igual, porque siempre hay buitres acechando el encuentro. Pero como has vivido poco, te voy a leer la Derecha”. Me cogió la manos y me señaló la línea del “corazón”, esta llegaba hasta el dedo medio, me aclaró que iba a ser muy egoísta en el amor, y que en esta vida es un dar y un recibir, pero que me comprendía, porque la carencia de él desde que se nace, hace que lo quieras todo de una persona. Dejó claro que cuando llegara el indicado, debería entregarme, porque algo de soledad veía, y no sabía si era pasado o futuro, así que cogiera su consejo. Pasó a la línea más corta, según ella “ la de la cabeza”, que estaba separada de las otra y hacia una pequeña curva, entonces sonrió diciendo:” bueno ya lo sabes, tendrás mucho entusiasmo por la vida, la que llenarás de cosas creativas, pero veo que ya has empezado a desarrollarlo, ¿es verdad?”. Asentí sonriendo, me estaba asustando, más bien asombrando. Pasó a la “línea de la vida”, ahí se puso seria y me advirtió:” Veo una vida larga, te llega casi al reverso de la mano, pero esta interrumpida dos veces. No significa posibilidad de muerte, sino de dos cambios radicales en tu forma de vida, uno es al principio, el otro está cerca. Me daría pena, porque no quisiera que desaparecieras otra vez”. Quité la mano, y dijo que quería verla, aún quedaba “la de la suerte”:” Esta línea trae premio”. Estaba unida a la de la vida, y se cruzaba con la del corazón, me explicó el significado: sería la propia artífice de mis éxitos, por lo tanto los habría, y que no le debería a nadie nada por ellos, aunque al cruzarse con la del corazón tendría que rendir cuentas a otras personas, porque la envidia será causa de los celos, tendría que pelear con ellos. Me miró y acabó diciendo: “ Ya está por el momento”. Agache la cabeza en señal de agradecimiento. Pensé que quizás debería pagar, pero cuando fui a buscar mi bolsa del dinero, ella paró mis manos y me advirtió diciendo “leértelas no ha tenido precio”. Me dio un beso en la mejilla, y siguió con otras palabras que del corazón creo que salieron “vuelve cuando quieras o cuando no sepas que hacer con los problemas que te cuento. Aquí estamos, y veras como no te sentirás sola, si es que las cartas te leo “. Salí de la caravana un poco aturdida porque tenía mucho incienso encendido, creo que me dio un poco de sueño. Ella asomó la cabeza, les dijo a mis amigas que pasaran juntas, como eran hermanas, nada era un secreto. A pesar de ser dos, tardaron menos, y salieron muy contestas porque, como pensaban: se casarían, tendrían hijos y vivirían cerca para contar todos sus cotilleos; eso les importaba, y las entiendo, es difícil separarse de alguien que de verdad te quiere, donde no hay envidias, ni esos mencionados celos. Dediqué la semana a confeccionar los dos pequeños cojines para mis amigas, rectangulares, donde cabía solo el apoyo de la parte superior de la cabeza, pero como todos los que hacía: eran cómodos y bellos, aunque imperfectos. Llegó el Domingo, mi Umara me ayudo a envolverlos, quería causar buena impresión, porque una aventura tenía en cada encuentro, algo que me dio un poco de vida, sin saberlo. Se los di, casi lloran de la emoción porque no era muy común regalarse entre ellos. Nos sentamos en la hierba, hacía un poco de frío, no querían bañarse, y se apoyaron en ellos mientras yo realizaba mi ritual del baño, que me hacía sentirme protegida, como en el vientre de una madre, donde todavía no hay daños ni esos dichosos miedos. Llegó el Jefe, no me vio. Jugó con ellas, les quitó los cojines pegándoles en la cabeza. Ashna le chilló, advirtiendo que era mi regalo. Entonces los observó, y pidió que les prestaran uno para enseñárselo a su padre. Las dos dijeron que no, pero también le avisaron que había más en la tienda. Los devolvió, y exclamó diciendo: “ esa chica me asombra, y no tiene novio, pues seré el primero”. Behira se ruborizó y Ashna se rió, diciendo” no eres pájaro de altos vuelos”. El Jefe la miró, y casi chillando dijo: ““ya veremos”. Lo oí todo desde el agua, detrás del matorral, mi escondite para mi cuerpo desnudo, que los pezones tenía erizados, no sé si por el frío o por ese joven tan apuesto. Salí del agua contenta, porque hacía poco que me enfrentaba al Mundo, y cada vez me daba más alegrías, y esperanzas para tener un buen futuro. Nos sentamos juntas, charlamos sobre él, querían saber si me gustaba, pero pensé en un consejo de mi Umara: “ calla, cuanto más mejor, del amor y del dinero”. Así que me hice como si no hubiese escuchado nada, y vi un toque de astucia femenina en sus palabras, porque ninguna desveló su secreto: quienes decían que él quería ser mi novio, lo querían primero. Me alegre de mi falsa inocencia interpretada, y seguimos charlando de los cotilleos de la Aldea, pues era la única forma de enterarme quienes eran los malos, y quienes los buenos. Mencionaron a los Nobles, para mí un misterio, pues no se decía nada en mi casa de ellos. Me advirtieron que a veces iban por las tiendas del Feudo, y que compraban cosas para la Condesa y para su Hija, si eran bonitas y tenían buen precio. De repente me entró la astucia del zorro, porque todos los animales tienen una cualidad que imitar, y dibujé en mi cabeza cojines con su escudo, con un trébol de cuatro hojas, que me daría suerte, si es que los vendiera a buen precio. Nos dirigimos despacio hacia la Aldea. Ellas contentas con sus cojines parecidos, y yo por todo lo que dijeron, pues se pintaba en mi cabeza como un sueño; aún tenía muchos y no perversos. Además por primera vez en la vida, sentí la atracción de un hombre hacia mí, sin saber si sería un buen augurio, o quizás tendría que pagar por ello: al perder a mis amigas, familia, o a todos ellos. Cerré los ojos quedándome con lo bueno, advirtiendo a mi Dios, que lucharía por encontrar siempre lo positivo de todo lo que me pasase, y que desterraría lo malo, si es que me dejasen, porque si algo aprendía al nacer, es que nada es eterno. Llegué a mi casa más tarde de lo normal, estaba como en el limbo, y al dar los besos de despedida en la puerta de la Judería, fui paseando, tocando incluso los hierros de las puertas, más que tocándolos, acariciándolos como si Música saliese de ellos, y tampoco me confundía porque detrás habían familias, y digo yo que alguna canción cantarían entre ellos. También sabía que detrás de cada puerta había una historia, que no tenía porque reflejarse en las caras de las personas que habitan, pues sus paredes muchos secretos guardan, y también algunas desdichas. Mi madre estaba en la puerta, enfadada y asustada, no sabía porque no volvía. Pedí disculpa, advirtiendo que estaba muy emocionada por los cotilleos, pues debía seguir con la mentira, que no debía ser liberada, porque acabarían mis momentos de placer en el agua. Les conté todo sobre la posible venta de mis cojines, tanto al Mercader como al Noble. Ellos me miraron con cara de ingenuos y diciendo: “Vamos Sarah, cena algo y a la cama”. Me enfadé por dentro, porque me estaba dando cuenta que jamás me tomarían en serio, y comprendí porque muchas muchachas se casaban, supongo para ser dueñas al menos de sus sueños. Dormí relajada, como sabiendo que sería posible ese mencionado reto, dormí al lado de Omar, aún no tenía lugar propio para guardar mis cosas, así que pensé que me daría prisa en llevar a cabo ese mencionado anhelo. Me levanté y fui a la trastienda para comprobar si se había vendido algún cojín en mi ausencia, pero no, estaban los que dejé. Me senté al lado del baúl, y saqué una tela bonita para el próximo con el Escudo del Noble bordado, porque primero había que camelar al dueño, pero mi abuela me regañó, pues hasta que no se vendieran los ya hechos, no podía coser otro. Le suplique, casi lloro, utilizando el arma femenina sin que nadie me la hubiera enseñando, y ella me dio permiso para confeccionar uno, pues tenía buenos sentimientos. No podría hacer el de la madre e hija, pero sería suficiente si le gustase al Conde. Dibujé en un trozo de papel el Escudo, que en casi todas partes aparecía, en el reverso haría el trébol, y me senté al lado de Umara, mientras miraba mi labor del día. No me preguntó, solo me observaba las mencionadas ganas con la que lo hacía, y sin decir palabra, me animaba y de vez en cuando me ayudaba cuando algo salía mal, aunque fuera una simple puntada. Rápidamente empecé a bordarlo, se sobresaltó porque se estaba dando cuenta del plan, y con voz rotunda aclaró que no le gustaba. La miré y pedí su aprobación, repitiendo porque lo dibujaba, y es sabido que es al que manda al que hay que agradar, porque a los otros, aunque es un bien, quizás no te puedan arropar, cuando suenen mal las campanas. Respiró profundamente, advirtiendo que sería ella quien lo llevaría a la tienda, y quien lo colocara, porque si lo hacía yo, mi padre quizás lo guardara, ya que enemigos hay hasta debajo de una noble almohada. Con una sonrisa aprobé su decisión, y le besé las manos como señal de agradecimiento. Ella movía la cabeza como Umara, entonces supe de donde lo aprendió, como casi todo en la vida, de la madre. Seguí con la confección hasta tarde, no lo terminé, y ella lo escondió en su humilde colchón, porque hasta el final no debía ser descubierto. Era nuestro pequeño secreto, que nos ayudaría a estar aún más juntas, porque fue la única que me ayudo a conseguir por primera vez un sueño, y con su tela de Damasco, que jamás podría reemplazar, ni pagar, por mucho dinero que consiguiese al venderlo. Me desperté de madrugada, antes del alba, y bajo la luz de la mañana acabé con mi pequeña ilusión, sabía que debía hacerlo. Como muchas cosas en la vida, me di cuenta que intuía hasta lo que guardaba una mujer en su pañuelo. Cuando se levantó Umara, estaba terminado, me besó mientras admiraba la obra que había hecho. Antes de comer algo, como mi padre estaba en la tienda desde temprano, cogió el almohadón y mi mano, allí nos dirigimos con paso firme, como preparadas para la lucha, sin saber quién sería el mejor caballero. Mi abuela, con dulces palabras, dijo porque lo había hecho, mi padre, con cara desagradable, lo arrinconó, y no quiso saber nada más de aquello. Me atreví a opinar, porque estaba segura de mis visiones, cosas que otras tardarían en verlo. Propuse ponerlo en la mecedora, que era demasiado buena, y no se vendía, pero con una llamada de atención, quizás cogerían el lote completo. Advirtiendo que no lo cambiase, que hoy era el día en el que vendría a verlo. Mi abuela y mi padre se miraron extrañados, casi dudando de si tenía algún contacto con ellos. Me sonreí, como con casi todo lo que leo en las miradas, y dije que era solo otro sueño, para quitar importancia, para que no se asustaran de lo que no veían, que era culpa de mis sentidos, que estaban muy despiertos. Pasó la mañana sin advertir ningún ruido en la plaza, ni cerca, ni lejos, pero sentí un viento helador, como del Norte, como el que avisa si hay premio. Fue cuando entró el Conde a nuestra tienda, con su pelo rojo como el mío, con su hijo y su plebeyo. Mi padre no lo podría creer, se quedó quieto, sin dar las queridas buenas tardes, y menos algún ofrecimiento. Ellos estaban acostumbrados, también sonrieron, porque eran personas, no objetos. Les gustaba el establecimiento, en incluso le encargaron cuatro sillas, algo refinadas pero fuertes. Y de repente, cuando aparecí por la puerta, mientras mi padre me presentaba, cogí el almohadón que había pasado desapercibido por sus colores tan oscuros, y se lo di al hijo, advirtiendo que era un presente. El padre me miró, parecía que vio algo en mí no descubierto cuando me saludó en la Mesta, pero rápidamente empezaron a comentar lo del escudo y el trébol, me fui haciendo una reverencia, sabía que volverían, que solo era el comienzo. El Conde asintió despidiéndose, y se puso a hablar con mi padre del diseño de las sillas. Yo saltaba de alegría, quería ver a Umara y decirle que ya lo tenía, que tenía que ir haciendo otros, porque vendrían por más, que estaba segura de ello. Me frenó, como todas las abuelas a sus nietos, advirtiéndome que aún había algunos por vender, que eran bonitos, y que no podríamos desperdiciar telas, porque todo tiene un final, y que el baúl no era eterno. No era mi plan, quería hacer uno para la Condesa y para su Hija, de diferentes tamaños y del mismo color, pero debía obedecer, como cuando aún no eres dueña ni de tu asiento. Fui directamente a contárselo a mi madre, quien no creía en mí, ni en mis visiones, ni en mis proyectos, siempre pensaba que era cuestión del azar, y que a pesar de lo malo, siempre lo tenía a mi lado. Omar estaba con mi padre, llegó tras de mí, no hacía falta contarle nada, y menos si no había tenido precio, pues era un poco avaro, aunque bueno. Me senté frente a la puerta, no teníamos ventanas como otras casas, la nuestra dejaba la intimidad dentro, pero la puerta estaba casi siempre abierta para quien quisiera entrar y comer con las manos pasteles hechos en el fuego. Esperé largo rato, supongo que estarían dibujando el diseño, y cuando se me había pasado la excitación, se alejaron caminando cerca de la puerta, el joven achuchando con su cuerpo el almohadón, mirándome, y dando unas gracias, que cogería con ganas, porque ya tenía dueño. No pensé nada, no hice ningún plan, solo agarré el cuaderno, y empecé a hacer bordados para los siguientes, si es que consiguiese que los otros ser vendieran a cualquier usurero, y dejasen hueco para mis anhelos. Al cabo de pocas horas, vino el padre del Jefe, el Mercader, y se los llevó para probar suerte con ellos; si no los vendía, los dejaría para la casa, porque mi amigo quería trato conmigo, y no referente a ningún comercio. Lo dijo bromeando, mi padre no devolvió la risa, creo que pensaba que siempre me quedaría con ellos, pero se confundía, porque sin saberlo, quería volar hacia el lugar donde no me sintiera tan protegida y a la vez fuera uno de ellos, pues aunque sentía un amor incondicional, mi diferencia era clara, hasta en los pensamientos. Abracé a mi padre cuando acabó el trato, se los vendió caros, me volvió a dar algo de dinero. Esta vez lo guarde en una caja de latón para adquirir retales de mi sustento, había que empezar a dejar a Umara con sus recuerdos, pensé en comprar telas menos valiosas que encarecería con mis bordados, y cuanto más lo pesaba, más contenta me ponía porque no es como empiezan las cosas sino como acaban, pero algo significaría que empezasen con un buen comienzo. Saque la siguiente tela del baúl, sin ni siquiera preguntar cuál era la recomendada para la Condesa. Cogí la que me pareció más femenina, había que destacar sus cualidades, no esconderlas bajo algún amuleto. Así que hice los dos más bonitos por ahora: Un almohadón y un cojín pequeño como compañero, ambos llevaban por delante un ramo de margaritas, y por detrás el escudo con el trébol, que sin quererlo pasó a ser mi señal, creo que me dio suerte porque me hizo tener hasta un lugar donde guardar mis cosas, y ese era otro buen comienzo. Dejé esos dos guardados, serían otro regalo, pues mi intuición no sabía cuándo podría darlos, y menos a ellos. Así que seguí con tres juegos sencillos de cojines, porque el Mercader dijo que, si salía bien la venta, vendría por más para llenar su carro, y que esos no ocupaban hueco. Llegó el Viernes y descansé, tenía el cansancio metido en los huesos, pero supe adivinar que era del estrés de pensar que volverían, y quizás no estuviese al lado para envolverlos. Seguí con mis rituales, sin casi acordarme de la lectura de manos, estaba demasiado ocupada para lo que por el momento carecía de importancia, y más cuando todo lo que tenía era bueno. Ashna y Behira me hacían ver la semana con un final feliz, eran tan buenas conmigo que no sabía cómo recompensarlas, ellas sonreían, y decían que se pasaban el día juntas, querían más amigas hasta que llegase su marido, su único objetivo, y era muy tierno, siempre que saliera bien, porque no todos son correctos. Entonces le pregunté por qué no íbamos a ver pelear a los Caballeros, estaba cerca el lugar, puede que hubiese alguno apuesto que se fijase en sus figuras, eran casi perfectas para un hombre que supiera leer cuando llevas casi velo. No sé porque se me ocurrió, pero era tanto su empeño, y las veía igual de encerradas que yo, lo tendrían difícil para salir del agujero, a no ser que fuese con mentiras que siempre llevan las patas cortas, y más si vives en un sitio pequeño. Después de la visita del Conde, empecé a creer en mis visiones, en mis adivinanzas, en la intuición femenina que no tenía precio, ni para subastarla, aunque existieran muchos posibles dueños. Me levanté, y les obligué que se informasen en su Tienda cuándo serían los próximos Torneos, quería ir con ellas, y debía planear mi corta huída, si es que quería participar en ese cortejo. Ellas estaban calladas, pero pensativas, y les grité;” ¿no decís nada?”. Se miraron, y subieron los hombros asintiendo. “No os lo pido, os lo ordeno, y si queréis maridos jóvenes, tenéis que daros prisa, porque mi abuela dice que el tiempo pasa sin avisar lo que deja atrás, incluso los miedos”. Nos metimos en el agua, ni fría ni templada, limpia para limpiar nuestros aún bellos cuerpos, porque según ellas decían con la edad todo son anhelos , más aún ellos; y más teniendo los que tenían ellas, ya lo dije, eran casi perfectos. Nos dirigimos a la Aldea cogidas de las manos, contentas y casi sin escondernos; pensábamos que lo sabían, pero se hacían los tontos para evitar regañinas, pues era un sano juego. No sé el tiempo que transcurrió hasta que poder llevar a cabo el nuevo plan, pero en menos de tres semanas me avisaron de la fecha de los Torneos, y de que había que ir pronto si querías coger buen hueco. No mentimos, dijimos la verdad, por supuesto Omar y uno de sus amigos nos acompañarían para causar buena impresión, para que no nos vieran como mujeres sueltas por tiendas con techos cubiertos. Llegamos de las primeras, había como un Trono para el Conde y su séquito. ¿Sabéis que había en el sillón?, mi almohadón, casi lo cojo como creyéndolo mío, cuando tenía otro dueño. Poco a poco llegó el tumulto de personas, no comprendía como ver pelear a hombres era una distracción, aunque fueran con armas de mentira, que también hacían daño, si es que les dabas con genio. No lo había visto nunca, pero Wasin siempre lo repetía, diciendo que los Cristianos eran salvajes hasta en los Juegos. Ahí llevaba razón, pero no tanto si adivinabas el final, pues desde el principio se veía quien era el buen jinete, que daría con su lanza en la armadura del principiante Caballero; eso eran: posibles nobles, si es que algunos se ganaban el puesto, siempre que la Condesa pusiese una bonita banda en su lanza como consuelo de haber echado a la tierra a otro compañero, porque había mucha tierra y alguna tienda de telas con ese techo cubierto, donde vendían cosas y alimentos. Estaba a las afueras de la nueva Aldea, cercana a la nuestra, haciendo que el viaje en coche de caballos no fuera tan duro como para quejarnos, ni desesperarnos por no ver pronto el Torneo ¡Empezaron!, Ashna y Behiran solo miraban a posibles casaderos, mientras se tocaban su largo pelo. Yo miraba al Palco, quería contemplar mi creación, que habría que mejorar, porque era de los primeros. Aplaudía cuando había algún choque de armas, todos lo hacían, y era otra Ley mundana hacer lo que otros hacían cuando ibas de visita a otros templos. El Conde me volvió a ver a lo lejos, y muy gentilmente me saludó sonriendo, pero siguió metido en la pelea. De repente alguien me empujó, era el Jefe, quien dijo:” algún día vendrás a verme”, y me enfadé advirtiendo:” si, quizás sentada desde las alturas de algún Palco”. Se rió, me cogió la mano, por primera vez, advirtiéndome con la mirada que ya mismo vendría el beso. Hubo la victoria de un Caballero, y la Condesa puso la cinta en la lanza, en señal de su trofeo. El Jefe desapareció, lo busqué, no me importaban los otros retos, por lo menos esos. Entonces vi marcharse a mis amigas hacia una tienda que estaba cerrada, no pensé nada, eran espabiladas, sabrían defenderse, si es que las manos no les gustaban. Miré al otro lado, y Omar me hizo una señal para que fuese con ellos, así lo hice, incluso me hacían más espacio para que viera mejor la siguiente pelea de hombres con precio. Nos divertimos, bebimos algún ponche dulce, comimos carne casi cruda, bailamos cogidos de las manos haciendo un círculo, una danza típica de allí que era fácil seguir, sin tener conocimientos. Vi a mis dos hermanas, también cogidas de la mano de dos hombres, altos y corpulentos. Anochecía, debíamos volver al coche de caballos, como lo dijimos al bajarnos, al caminar por separado. Y allí estábamos todos, como siempre: obedeciendo. Omar condujo un poco asustado porque no se veía bien, aunque había Luna llena, y el camino era conocido, además de no lejano, pero siempre en la noche asoman los lobos hambrientos. Llegamos sin problemas, las acompañamos a su casa, y salió la madre para agradecérnoslo. Omar también despidió ahí a su amigo, entonces me eche en su hombro, pues es lo que tiene las diversiones: agotan el cuerpo. No cené, ni casi di las buenas noches, solo me tumbé en el zaguán, ahí dormiría con techo y sin esos malditos temores, porque ya tenía edad para echarlos sin consuelos, las pesadillas las dominaba, ya nada me daba miedo, según Umara porque no veía la maldad humana, que siempre se vende al mejor precio; es lo que me decía:” el interés existe hasta en las familias, así que crea el tuyo primero, para saber dónde debes apoyarte, y cuidar los hombros de quienes llevarán tu consuelo”. Ellos me eligieron a mí, siempre me tendrían por los cuidados y besos, pero ahora sería yo quien debía elegir el hombre en el que me quería apoyar, y debía de ser quien más hiciera por merecerlo. Porque la base de todo en la vida es tener unos buenos cimientos, tanto en las casas como en los sentimientos, si la base de todo no es solida, nada de lo que se construya después, nada será fuerte, ni honesto, trayendo incluso desgracias, si es que aparecen los problemas, por lo general, empiezan por grietas en el techo. Al día siguiente me levanté tranquila, como satisfecha de un buen trabajo: había conseguido que mis amigas se relacionasen con hombres con posibles que las sacasen de su agujero. No sabía si era lo correcto, pero si era lo que ellas querían, al menos había que intentarlo, apartando lo que para otros fuese más acertado u honesto. Lo extraño, que no me asombraba de mis adivinanzas, las veía como parte de mí, como si me las hubiera dado el Bosque al nacer, como si fuese parte de mi raza medio humana, medio leyenda de miedo. Al cabo de dos días era Sábado, por lo que me relajaba pensando que el Domingo llegaría mi baño. Tocaron la puerta, y ahí estaban las dos, calladas pero contentas. Pidieron permiso para pasar, también para hablar conmigo, les cogí las manos y les llevé a mi humilde morada: al zaguán, que era de paso, pero era lo que tenía más mío en esa casa. Se disculparon, mañana no podrían venir conmigo al Pantano, esos dos hombres eran sus pretendientes, vendrían a verlas para pasear y conocerlas mejor. Supuse que habrían intimado en la Tienda, y me alegraba que hubiera dado su fruto el pasional encuentro. Me dio un poco de pena, pero también pensé que había que respetar la felicidad de las personas, sabía nadar lo suficiente para atreverme a ir sola, además el árbol estaba cerca. Así lo hice, cogí algún dulce con almendras de la casa, y fui ese Domingo a visitar a mi madre, la tenía un poco descuidada. Me acerqué al Pantano, me metí en esa agua para mi sagrada, porque creo que limpiaba hasta mis posibles y pequeños pecados, que no eran lo más amargo que me pasaba. Vi una figura a lo lejos, me asusté, pero miré al árbol de mi madre, y desaparecieron los temores, porque si crees en algo sin titubeos, te hace fuerte ante los monstruos que te acompañan, aunque sea de lejos. Por si acaso me vestí, y me escondí bajo la sombra del roble, que para mí vencía hasta al más violento; entonces supe adivinar que era el Jefe, pues sabía cuál era mi secreto. Salí haciéndome la valiente y frente a mí, surgió como de esa nada, un muchacho elegante, rubio, y apuesto, pero con algún misterio porque no hablaba ni para decirme porque me espiaba, además desde hacía tiempo. Me sonrió, me dio una margarita, me rozó la mano, y se marchó por el camino que había tras el árbol. Durante un segundo dude si me espiaba, o solo daba un paseo, encontrándose conmigo y mis secretos. Lo extraño es que cuando descubrí que no era el Jefe, no me dio miedo, más bien sentí atracción por un desconocido, que parecía afable, y con un agradable aroma en el pelo y en el vello. Me senté cerca del tronco, descansé y por un momento, volví a sentir esa soledad que a veces me acompañaba, aunque estuviera rodeada de gamberros. No la odiaba, había aprendido a disfrutarla, a llenarla de buenos momentos, a conocer más de mí, y quise que al menos un momento en el día tendría que tener esa sensación, aunque tuviera hijos e incluso algún dueño, quien tendrían que respetar ese momento que me dio al nacer mi madre, para que la recordase y supiera ordenar mis sueños, pues nunca hay que abandonarlos, si acaso transformarlos en otros aún más bellos. Ese día volví temprano a casa, no quería que la Luna me diese algún susto. Cuando llegué me dijeron que había venido el Conde a preguntar por las sillas, me sorprendí porque creía adivinarlo todo, descubría casi todos los acontecimientos con un solo gesto. Quería saber si había preguntado por mí, lo negaron, dude porque siempre pensé que querrían saludarme en los próximos encuentros. Lo dejé pasar, sin pensar porque me iban a mentir, si son quienes me quieren, a pesar de mis defectos. Miré los cojines que tenía guardados para ver si se los habían dado, creo que ahí empecé a dudar del prójimo, una pena pero es lo que trae la madurez. Entonces le pregunté a mi padre, si sabía cuando vendrían a por las sillas, contestó que las llevaría cuando estuvieran terminadas, pues eran muy correctos, y le habían pagado con antelación, incluso un poco más por el transporte y los aperreos. Fue cuando vi mi objetivo, iría con él con los cojines como regalo, y si fuera posible dárselos en persona, para que viesen otra vez mi pelo, igual que el del Conde, aunque quizás no se hubiesen dado cuenta, porque mi acento era tan diferente, que no les cabía la posibilidad de que estuviera cerca de ellos. Así ocurrió, me monté en el coche de caballos, me senté al lado de mi padre sin habérselo preguntado, sonrió y me dejó hacer, no tanto Wasim, quien miraba de lejos negando con la cabeza, como advirtiendo. Se acercó, y con una voz calmada pero rotunda dijo: “ no te olvides de quienes somos nosotros y quienes son ellos”. No lo comprendí, no hice caso, era joven para tanto secreto, solo quería salir de las cuatro paredes, porque parecía que no me pasaría lo que a Ashna y Behira, que si me hubiese gustado, pero también tenía otros objetivos que parecían más cercanos. Me despedí contenta, parecía que se acercaba el deseado encuentro, realmente no sabía lo que quería, pero era lo suficientemente lista como para saber quien me podría ayudar, si es que tuviera un buen dueño. Llegamos enseguida, no estaba lejos aunque si en cuesta, pero pesaba poco y eran fuertes los que llevaban esa especie de trineo. Nos recibió un vasallo, enseguida pedí ver a la Condesa Isolda, aclarando que quería darle un regalo, y a su hija Catalina. Me extendió la mano como diciendo que se los diera, me enfurecí quitándosela de un golpe, mi padre se ruborizó, pidió disculpas cogiendo los cojines, dándome un golpe en la cabeza, entregándoselos, advirtiendo que estaban hechos por mí con mucho esmero. Los cogió sin mucho aprecio, pero cuando recogieron las sillas, sus manos estaban libres, y le facilitaron poder llevarlos dentro. Mi padre casi me sube en volandas al carro, enfadado, con fuerza, haciéndome daño en el brazo. Agaché la cabeza, no me dirigió la palabra, es más en una semana y media. Estaba avergonzada, no conté nada, supongo que él sí, porque todos estaban un poco serios, no sé porque lo hice, sabía que no me podía permitir cosas en la vida, pues no tenía eso que te da el nacer con los tuyos y tus verdaderos abuelos, prometí comiendo que no volvería hacerlo, que me perdonasen, que tuve un pronto de mal genio. Seguían sin decir nada, me asombraba de tanto enfado y rencor, cuando no había pasado nada; así que me dedique a mis labores y a ayudar, aunque parecía que no querían mis atenciones, si iba a comportarme de forma diferente a ellos: correctos. Fue cuando tuve claro que tenía que salir de allí, tenía que buscarme un marido o un oficio donde no tuviera dueño, pero que ya habían hecho mucho por mí, que no podía pedirles más, porque eran demasiados bueno. Sentí algo esa noche, porque Umara no me pedía, desde hacía tiempo, que la acompañara al lecho, que era cuando más tranquila estaba, pero creo que eso se acabó, y lo sabía, por lo que dormía en el suelo. Esa noche no descansé, había tenido malas noches, pero nunca tantas horas seguidas. Me levanté temprano, arreglé lo que pude de la casa, e incluso hice el desayuno. Todos parecían afables, y yo más contenta por ese momento. Me puse en la puerta, a pesar del frío, estaba esperando algo, sin saberlo. Entonces apareció el Conde con una mujer, supongo que también un siervo por su vestido y acento. Hablaron con mi padre, debía de suponer que por las sillas y el cojín, para dar las gracias, pero no se molestarían en eso, intuía que era por mí, sin saber muy bien el por qué, ni si quiera lo recuerdo. Mi padre, cuando salió a despedirlos, me miró con pena, me asusté, no comprendía, debería estar contento. Fue cuando me cogió la mano con mucha dulzura, después de tanto tiempo, cuando presentí un final, y no sabía muy bien el motivo, o si tenía precio, porque mi Umara también me enseño que en esta vida todo tenía uno, todo y todos tenían un precio. Entramos, y me dijo que había llegado el momento. Seguía sin comprender nada, sin adivinar a qué se refería con ese llanto sin lágrimas que jamás había visto, ni en los peores momentos. Nos reunió a todos, y contó el encuentro: querían que fuese la ayudante de la costurera del Castillo, pues era mayor y no veía bien para hacer los vestidos a Catalina, la hija menor de ellos, quien pronto se haría una señorita, y necesitaba ir bien vestida para tener luego un buen Reino. Pues es lo que querían todos, casarla con el Príncipe, si es que no lo hacía antes, pues tenía un poco más de mi edad, y los de sangre real se desposaban primero. Me preguntaron si querría, que ellos me dejarían porque había llegado el momento de que tuviese mi vida, y que eligiese antes de que ellos lo hicieran por mí, buscándome un marido, aunque no quisiera, si era uno de ellos. Significaba irme de la casa con mis pocas cosas, vivir en un Castillo, pero al servicio de desconocidos. Entonces me dio miedo, me entró la duda, los temores y mucho más que eso. Pero dije que sí; esos días me había dado cuenta que tenía que dejarles con sus vidas, y partir donde el futuro me llevase, porque había crecido, sabía un oficio, y no sé si algún día llegaría a ser madre, pero no quería un compromiso pactado, aun creía en los sueños. Aprendí que la vida a veces te lleva por un camino, aunque no lo escojas, ni formase parte de tus anhelos; e intuí que en esta ocasión me estaba mostrando un sendero donde caminar segura, dejando atrás incluso los temores, aunque fuese solo por el momento. Transcurrió poco más de una semana hasta coger el carro que me llevó a mi nuevo hogar, aunque no muy lejos. Sabía que una vez que saliera, ya no sería una de ellos, así que tendría que tener cuidado con mis arrebatos, no tenía protección, ni siquiera la de mi abuelo, y menos aún: el respeto. Es lo que pasa, basta que te quiera una persona determinada, para ser respetada por todos, y basta que uno te odie, para llegar a las cloacas, por lo que sería aún más buena, obedeciendo a quien manda, porque en la vida juegas un papel, y yo no mandaba ni en mi casa. Umara me había dado un pequeño baúl para meter mis cosas, algunas nuevas hechas por ellas con cariño, me dio pena cuando mi madre me abrazó y me dio un beso, era distante pero quien me alimentó, cuando no había leche en ningún pecho. Umara se mantenía en la distancia, y con lágrimas en los ojos, me beso desde lejos, advirtiendo que esa era mi casa, aún sabiendo que salía para no volver, pero agradecí sus palabras porque me sentí querida, que es tan importante para no tocar el infierno. Y justo cuando la solté con dolor en el pecho, se acercó y sus últimas palabras fueron:” En esta única vida es más importante mantener la esperanza de encontrar algo hermoso sin dañar el alma, que vivir en el dolor por resignación o miedo”. No comprendí muy bien lo que quiso decir, pero se quedaron grabadas en el cerebro, eso que sirve para que el corazón no se anule con sentimientos. Me subí al carro, en medio de mi padre y mi abuelo, quienes no dijeron palabras, no por enfado, sino por temor a que las lágrimas salieran sin consuelo. Estaba triste, tanto tiempo buscando una salida a esas cuatro paredes, y me dio ese mencionado miedo hacia un futuro desconocido, donde volvía a estar sola, sin familia ni dueño. Llegamos, Wasim no se bajó del carro, me dijo adiós con la mano, dándome una caja con muchos sacos de hierbas, que por supuesto sabría utilizar, y solo dijo: “No estamos lejos”, entonces le abracé y lloré, incluso arrepintiéndome de la decisión, pero había que ir hacia delante, hacia ese futuro que tanto trae, y más si cambias de lecho. Me separó, me tocó el pelo recogiéndolo a un lado, y me dio un empujón hacia donde estaba mi padre con el pequeño baúl, frio como un témpano. Salieron a buscarme el mismo vasallo que cogió los cojines, y una mujer de la edad de Umara, pensé que sería la costurera, por sus buenos remiendos. Mi padre me dio un abrazo, y con cara de preocupación casi chilló: “ cuida ese genio”. Asentí porque nunca querría volver a sentir el rechazo que tuve con ellos: un error, porque las equivocaciones son para corregirlas, no para atraer nuevos tropiezos. Eso lo aprendí con el tiempo, ahora solo tenía juventud y fuerza para realizar un montón de ellos. El hombre cogió el baúl, y la mujer me dio la mano, no miré atrás aunque si escuche el carro alejarse tras mi espalda y mis recuerdos, cerrando los ojos, suspirando y agachando la cabeza con nuevos temores inciertos. Me enseñaron una habitación con dos camas, una mesa con telas y útiles para coser, no era ni grande ni pequeña, pero era mía aunque la compartía, y no me importaba, era demasiado pronto para cerrar la puerta, y encontrarme con esa odiada soledad que da ser propietaria de todo, hasta de esos dichosos miedos. No me confundí, era la antigua costurera, quien me enseñaría mejor el diseño, pues en eso carecía de experiencia, solo confeccionaba cosas de ajuar, no trajes para futuras Princesas. Era amable, no tenía hijos, pero sí tuvo marido, quien también sirvió al Conde, y había muerto hacía poco, por lo que compartiría su aposento. Le di otro abrazo de la emoción, y rio, creo que me relajó saber que tendría alguien mayor a quien contarles mis desconsuelos. Me dijo que pusiese el baúl al lado de mi cama, me señaló cual, y que me diera prisa, pues la Condesa quería darme las instrucciones de la casa. Llegamos a una habitación, estaba con su hija y un siervo, Catalina tocando el órgano y la madre escuchando. Me presentaron, La Condesa sonrió y sacó de su espalada el cojín, a la vez me señaló el asiento donde se sentaba su hija frente al instrumento, sobre el otro gran acierto. Fue un agradable recibimiento, me miró también con dulzura, creo que supuso los miedos que tendría al dejar ese pasado lleno de tanto amor, o al menos eso creía , y así lo quería dejar, para no tener aún más temores en los desconsuelos. Me dijo que me dedicaría a confeccionar todo lo necesario para la casa, no solo los vestidos, y aunque el servicio doméstico estaba cubierto, si fuese necesario en cualquier celebración, también participaría, como en cualquier urgencia. Asentí haciendo una reverencia, me acordé de lo que me dijo una vez Wasim :” recuerda quien eres tú y quienes son ellos”. Así que empecé a obedecer, pues en principio me daría techo y comida, especificando que, cuando supiera bien mis deberes, me darían un dinero semanal, igual al resto de los que allí servían, ni más ni menos. Me puse contenta, cuantas cosas en un solo momento, la verdad me volví a sentir segura bajo ese nuevo techo, y aunque a veces la apariencia engaña, también es una buena carta de presentación, que nadie dude de ello. Me dijeron la posición del sol en la que debía bajar a la cocina para comer, lo haría dos veces al día sobre las nueve y las cinco, ya me las apañaría para tener algo en la habitación, siempre que fuesen productos comprados, y no hurtados, como hacían mucho de ellos. Acepté el trato, y más las consecuencias de no hacerlo. Sería obediente, aprendí que las leyes están para cumplirlas, y alejarte de ellas trae más desgracias que privilegios. Volví a la habitación para charlar con Yelena cosas de la costura, y ver cómo me las iba a arreglar porque no todo lo sabía. Hablamos mucho rato, me preguntó cosas de mí, de mi familia, y me di cuenta que los conocía. Cuando me tumbé para hablar de las luciérnagas y de mis baños, se acercó, me tocó el pelo, como la Gitana del Bosque, y dándome un beso me pidió que la acompañara a la cocina. Estaba contenta, era mucha la emoción, no me dio tiempo a echar de menos, lo haría con la noche, que es cuando asoman esos monstruos, siempre despiertos. Me presentó a los demás siervos, todos me hicieron una reverencia, a la que no supe que contestar, porque esos modales no eran mi cualidad, ni mis aciertos, por lo que Yelena me dio mi primera lección:”¡ hazlo tu primero!, si es que te presentan y todos miran tu aspecto”. Así que lo hice, un poco tarde, pero con la actitud que se debe tener cuando estas aprendiendo. Me senté a la mesa junto a ellos, comimos las sobras de los del salón, por lo visto eso era lo que se haría todos los días, y pens锡 menos mal que está bueno!”. La cocinera y dos sirvientas, junto al que nos dirigía, vivían allí, pero los demás tenían su propio techo, donde iban a dormir, pues no estaba lejos de aquello. Nos despedimos sin tomar postre, esa vez no había nada, recordé los de mi abuela con almendras y canela, unos buenos recuerdos. Me enseño el Castillo, me daba un poco de respeto, no me gustaban tantas paredes donde no se veía claramente si había algo detrás de cada rincón que dejaba atrás, pues había mucha oscuridad, creo que decidí no dármelas de valiente, y permanecer en mis aposentos la mayoría del tiempo. Se lo comenté, me dijo que “perfecto”, más que nada por si los guardias no te conocen, y te clavan algo antes de preguntar “ ¿quien anda?”. Le cogí la mano fuerte, como buscando una protección que a veces los ancianos dan sin saberlo. Nos fuimos a la habitación, me dijo que descansase, que mañana vería al Conde, hoy estaba reunido con el séquito. Se puso a ordenar las telas y los útiles, quizás no los había dejado con buen aspecto, para comenzar dando clases a una pupila con muchas ganas de aprender todo, y más eso. Cogí la caja de las hierbas que Wasim me había dado, seguro que me servirían, si es que alguno enfermaba, y si los curaba, quizás me hiciera imprescindible para ellos. Yelena miró extrañada desde la distancia, le expliqué a lo lejos para qué servía cada una, las conocía bien, aunque no me faltarían dudas, porque no todo se nace sabiendo, pero estaba segura que las aplicaría con acierto. Me quedé dormida, no sé cuándo, pero si vi como me quitó la caja y me tapo con una manta un poco vieja, pero que aún abrigaba. Y así pasé mi primera noche, descansé bien, quizás por el cansancio, pero no tuve pesadillas, ni me levanté la primera, como hacía en el hogar que conocí en otras Tierras; así que tuve una buena intuición, y aunque cabía la posibilidad de que fallase, era otro buen comienzo. Mi primer día no aprendí nada, más bien me lo pasé enseñando a Catalina a bordar con punto de cruz, por lo visto tenía edad y no sabía. Y justo cuando sonreía a solas pensando en la torpeza, volviendo la cara para que nadie me viera, apareció el Conde, y yo, como había aprendido el día anterior, hice una reverencia. Me dijo que me levantara, si estaba contenta. Con un gesto lo dije todo, él me tocó la cabeza. Parecía que les gustaba hacerlo, porque no había quien se acercase, y al menos no lo intentase. Me gustaba, me sentía apreciada, y era agradable cuando sabes que no son las mismas manos de siempre las que te alimentan. Me retiré un poco de donde estaban todos, pensé que quizás quería decir algo, que no debería escuchar, y volví el cuerpo para evitar malas tentaciones, recordando a Wasim y a sus frases casi siempre certeras. No me hacían mucho caso, pasó un largo rato, así que me di cuenta como el Sol se marchaba, y debía bajar para comer algo, antes de irme a la cama. Cuando estaba abajo, vino corriendo Yelena, regañándome porque no podía ausentarme sin pedir permiso, y mirándome con enfado dijo:” aunque no te hagan caso, te esperas sin interrumpir, luego pides lo que quieras. Ellos verán si acceden o no, porque recuerda quien manda, y quien es la dueña”. Me ruboricé, prometí que no volvería a pasar, que fue motivo de mi falta de experiencia. Quería subir para pedir perdón, pero me lo prohibió, mañana sería otro día, y no debía mencionar nada, porque con sus palabras las órdenes estaban hechas. Agaché la cabeza, mal empezaba, pero sin haberme dado cuenta. La cocinera, tocándome también la cabeza, me dijo que no me preocupara, que cosas peores hizo al comenzar a servir en esa gran taberna, porque para ella era lo mismo, pues no mandaba ni en las maderas. Sus palabras me relajaron, me hizo volver a sentir la seguridad que se necesita para estar tranquila donde duermes, y fui a buscar a Yelena para darle un beso, y dormí tranquila al lado de ella. No la encontré, y sin que me dijera nada, me puse a limpiar la ventana de nuestro cuarto, para que cosiera mejor, pues era la principal costurera. Ella entró enfadada, pero al verme tan arrepentida, intentando subsanar la falta, sonrió, se acercó y dijo que lo dejara, que eso era cosa de las viejas. Durante un tiempo solo me dediqué a coser con Catalina, a tomar lecciones de confección, y a enseñar a cocinar los dulces que tanto me gustaban: los de canela con almendras. Cuando llegó el Domingo pensé que no podría hacer nada en particular, pero me confundí; Yelena me dijo que podría tenerlo libre para ir a la Aldea, y ver a mis padres, porque no había invitados, ni nada que me reclamase, sería un día para disfrutar, advirtiendo que no lo tomara como costumbre. No sabía qué hacer, eso pasa en las sorpresas, y recordé mi árbol, debía ver a mi madre la primera. Me dio un trozo de pan para el camino, por si el hambre apretaba, advirtiéndome q el puente levadizo a una hora se subía, y para nadie se abrían las puertas, menos para una especie de sirvienta. “No te preocupes” le contesté, apretándole la mano mientras me miraba. Y así fue, caminé largo rato, más de lo que pensaba, pero llegué al Pantano cuando el sol apretaba, evitando ese frío, que a veces cala. Hice el ritual del pelo que mi amiga me enseñó, a la que echaba de menos, y más en esos momentos, luego me sumergí largo rato esperando no sé qué anhelo, y cuando subí, casi ahogándome, la sombra, ya conocida, me miraba de lejos. Me entro miedo, y aunque estaba mi árbol mágico, me dio ese temor a la soledad no querida, que a veces se rellena sin permiso por un pasajero. Hice como si no me hubiera dado cuenta, aunque lo veía mirar de lejos, no me atrevía a salir del agua, no quería que viera mi pecho. Cuando se alejó, decidí ir a ver a Wasim. Me vestí deprisa, y frente a mí, una voz ronca dijo: “ Me gustaría tocar mucho esos pechos”, miré asustada, y ahí estaba el Jefe sonriendo, lo abracé pensando que era sombra que tanto me asustaba, él no me daba miedo. Me agarró las caderas, por supuesto tocándome el pelo, besándome en el cuello, y yo diciendo que no dejase de hacerlo. No sé cómo pasó, pero estuvimos mucho tiempo tocándonos, tanto que nos excitamos sin saber muy bien qué significaba eso. Nos tumbamos en la hierba, nos amamos como expertos, e hicimos el amor con caricias y besos. Él sin parar de apretar fuerte mi pecho, sin dejar de penetrarme, aún sabiendo que era la primera vez, pero a veces se confundía por mi deseo, por el placer que sentía, sin tener ni dudas, ni dolor y ni mucho menos miedo, pues nunca había hablado de eso con nadie, y no comprendía muy bien la situación, solo que mi corazón latía a un ritmo muy lento, como si fuese a dejar de hacerlo, porque el clímax llegó sin avisar, sin reconocerlo. Casi duermo del placer sentido en esos momentos, pero no me dejó, me abrazó tan fuerte que no me dejaba respirar, y menos alejarme de su miembro. Pasó un largo rato, dormimos sin hablar de lo sucedido, sin preguntas, ni titubeos. Entonces vimos algo tras los arbustos, se levantó desnudo, pero parecía que llevaba una armadura por su valentía al descubrir un intruso en nuestro improvisado aposento. Me incorporé y me vestí, pero sin dejar de preguntarle si él fue quien me miraba mientras me bañaba en el Pantano. Lo negó con preocupación, dándome órdenes de que jamás volviera sola al Bosque. Pensé que tenía razón, que no se debe jugar con la suerte, y menos subestimar la maldad de las personas, recordando cuando Umara me lo decía en sus charlas. Le abracé, era un moreno apuesto. Le dije que iba a ver a mi familia, que si quería acompañarme. Contestó que siempre lo haría, porque era mi dueño. Reí, le cogí la mano, anduvimos en silencio. Nos despedimos al llegar a la puerta, y me advirtió que haría por vernos, aunque no podía concretar el día para otro encuentro. Llamé a la puerta, como si fuese una desconocida, quería que no descubrieran quien era la que interrumpía a la hora de la comida. Y me abrió ella, mi abuela, sonriendo pero no sorprendida. Me recibió como a una forastera, con la frase típica en los encuentros: “Salam aleikum”, y advirtiendo que había tardado mucho en volver. No comprendí muy bien sus palabras, pero aclaré que era una visita por mi día libre. Entonces se sentaron a la mesa, me pusieron una silla, y ya no hubo ni un gesto que me recordase mi bonito hogar. Miré a Omar buscando su apoyo, me quitó la mirada, como castigándome por algo que aún no entendía, ni quería hacerlo. Rezamos cada uno a ese Dios que protege y ama, luego Wasim dio permiso para que empezásemos a comer. Acabé sin ninguna frase hablada, ayudé en la cocina, Umara derramó alguna lágrima, mientras Wasim nada más que hacía hablar con mi padre de la tienda y de sus posibles nuevos clientes, si pusieran un puesto en la plaza cuando hubiera mercado, porque quizás a alguien se le escapase el lugar estable en la Aldea. No sabía con quién conversar, parecía que querían que me marchase, y que no les dirigiera la palabra; y eso hice, sin decir adiós, sin dar ni un beso, salí de la casa anocheciendo, porque pasó el tiempo rápidamente, pero no quería irme con remordimientos, pues sabía que significaba eso. Caminé llorando, sin comprender lo sucedido, y con ese dichoso miedo. Llegué tarde, pero aún estaban las puertas abiertas, no sé si esperándome, o simplemente no había llegado la hora del encierro. Fui directamente a la cama, a llorar, aunque no estuviera sola, pero era lo que tenía no tener una casa propia. Yelena al verme desconsolada no dijo nada, dejó que llorase, que me desahogara, y cuando pasó ese tiempo, tan necesario para la marcha de cosas malas, me tapó con otra manta, consolándome con estas palabras: “ Te quieren y están dolidos porque, a pesar de criarte con amor y delicadeza, has elegido no ser uno de ellos. Dieron sin buscar nada, pero los corazones no tienen leyes que desaten a la amargura que es acariciada; y eso pasa cuando esperas algo de quien quieres y no obtienes nada, porque la libertad de elección trae a veces la añoranza. Llora, pero no creas que estás sola, solo debes apreciar a quienes te aman, rodéate de quien bien te quiere, te respeta, cuida y protege, sin importarle que elegirás mañana. Pero no olvides que es más importante que te quieran, a ser tú la que amas, o al menos, eso trae muchas más ventajas”. Me dio un beso, me acarició la cara, no el pelo, y me pareció extraño porque era quien ganaba. Dormí tranquila, relajada, como si mi madre me hubiera dicho esas palabras. A la mañana siguiente no pensé mucho, obedecí, pues no eran malos los que mandaban, y fui rápidamente a la cocina, me relajaba hacer pasteles para los de la casa, quienes ya eran mi familia, no tenía otra a quien mimar, ni dar los abrazos que tanto me gustaban. Catalina era una joven dulce, buena, aún no conocía esa maldad humana, por lo que estaba segura a su lado, divirtiéndome con sus sueños de niña mimada. Yo creí serlo durante mucho tiempo, ahora no sé si fue un pasado cubierto por otras cosas, pero ni lo añoro, ni quiero. Esa tarde fuimos a su dormitorio, tenía un armario, como las de todos los reinos, lleno de vestidos que le quedaban pequeños, porque le habían crecido los pechos. Me ordenó que le hiciera algunos parecidos, porque se sentía guapa cuando se los ponía, aunque cambiase la tela y los adornos que cubrían sus senos. Le contesté que sería un placer, y aunque no dominaba el diseño, me las apañaría, si quería formar parte de aquello. Es lo que trae la necesidad: la fuerza y el saber lo que no tienes ni en el cerebro. Así que fui a ver a Yelena, estaba descansando, cada vez lo hacía más, y no entendía por qué, no comprendía las siestas de los abuelos, pero sabía que cuanto más edad, más tiempo dedicaban a ello. La dejé dormir o descansar, porque a veces abría los ojos, como intentando controlar lo que para otros pasaba desapercibido. Miraba la ventana, la Luna y las Estrellas, mientras, con el rabillo del ojo, observaba que hacía con las telas. Anocheció, me iba a la cama cuando se incorporó para hablarme, quería saber qué era lo que estaba haciendo. Era un diseño sencillo para una muñeca, que me había traído como modelo. Me advirtió que mañana empezarían las lecciones, que era más sencillo de lo que pensaba, si aprendía un par de trucos de las buenas costureras. Le comenté lo que quería la hija de la Condesa, y sonriendo contestó que no tenía mucho pecho, que algunos no les serviría por la altura, pero a los más recientes solo había que sacarles un poco de los lados, que les dejó tela cuando los confeccionó el año pasado. También especificó que no debía decirle el truco, pues ellos podían derrochar su tiempo, pero no nosotras con las horas muertas, así que lo cogeríamos, y cuando tuviéramos las nuevas medidas, después de un buen lavado y secado, se quedaría nuevo, sin notar las puntadas, pues era un poco maniática con la ropa, repitiendo la que le gustaba, y no eran los de fiestas los que más trabajo daban. Habría que cambiar la de diario, hacerle alguno nuevo para ceremonias y banquetes, pero no renovar el vestuario entero. Es lo que pasa cuando eres buena en lo que haces, y vieja en la vida: ahorras trabajo y tiempo. Le di un beso de buenas noches, porque me hacía ver que todo tiene un final, por muy bueno que algo sea, y me daba sentimientos verla indefensa hacia lo que llegaba, porque su cara lo reflejaba en las canas que ella todas las mañanas peinaba, recordando que por muy mal que vayan las cosas, siempre puede ser peor, por lo que incluso había que luchar por conservarlas. Al amanecer me dirigí directamente a los aposentos de Catalina, para coger los vestidos que debía remendar, y llevar a un armario viejo los que no le servían. Me iba a dar prisa en obedecer sus órdenes, quería que me vieran imprescindible para mis nuevas labores, me di cuenta que no tenía donde ir, que caminaba sola sin esa protección de la que a veces me reía, supongo que porque la tenía, y no era consciente de su importancia. Llamé a la puerta de Catalina, aún descansaba, me pidió que le trajera el desayuno a la cama, dudé si hacerlo antes o después de los vestidos, me decidí que haría caso a sus palabras, antes que a mis deseos. Y así lo hice, llevé manjares para comenzase el día de una forma positiva, llena de vida y energía, para agradar a quien servía. A veces dudaba si había acertado con la elección, sino hubiese sido mejor quedarme con ellos, pero pensaba en los últimos días después del tropiezo, y siempre concluía que era mejor una despedida a tiempo, con buenos recuerdos, que machacar con daños a destiempo. Le comenté que iba a hacer con su ropa, le pareció bien, le advertí que debía cogerle las nuevas medidas, se levantó rápidamente, es lo que tiene ser coqueta, por si el Príncipe apareciera. Con mi cinturón medí los centímetros de su fino cuerpo, tenía memoria para no desperdiciar los minutos con apuntar tres cifras que cambiarían con las pruebas, porque todo necesita su tiempo. Ella volvió a la cama, y me fui a mi pequeña estancia para empezar a cumplir con el empleo, pero desde la puerta me llamó advirtiendo que primero quería que le ordenase el armario para saber el espacio que quedaba para los nuevos trapos bellos. Y eso hice, en varios viajes lo vacié, dejando solo los que les servía o quería que repitiese con una nueva talla, duró poco el entretenimiento. Cogí los dos más sencillos de los que quedaban, para asegurarme que tenían tela que sacar, o para hacerlos de nuevo. Fue entonces cuando descubrí que mi mundo me gustaba, me gustaba estar entre algodones, aunque fuera de una manera imaginaria, y no con los mismos valores. Se los lleve a Yelena, me enseño a hacerlo. Eran sencillos esos remiendos, por lo que rápidamente descubrí que sería aún más fácil cumplir con mi papel en el Castillo, donde tenía mis aposentos. Ese día lo pasé cosiendo, quería impresionar al séquito, y aunque contenta, una parte de mí estaba triste porque Yelena no se levantaba de la cama, sabiendo que significaba eso. Cuando le enseñé el primer trabajo, me miró con tristeza, se incorporó, hizo que me acercara y en quince minutos sabía cómo hacer un diseño, dijo que me lo explicaba de esa forma tan rápida, porque no sabía si habría un mañana para una anciana cansada, y esta vez, fui yo quien le tocó el pelo. Ya no se levantó de la cama, aunque seguía hablándome y dando consejos cuando le llevaba la comida, que a veces le daba, si no tenía fuerzas para tomarla. Empecé a proporcionarle una de mis hierbas, para calmar sus dolores, que agradecía con una mirada cómplice. Y así pasó el tiempo, cosiendo acompañada, pero sola en ese esfuerzo, pronto empecé con la madurez, no me dio tiempo a disfrutar de ser discípula, ni a coger bien los trucos del herrero, pero no sé porque era fuerte, sabía que tenía que salir adelante, que esa era mi vida por el momento, aunque empecé a añorar al Jefe, sus caricias y besos, a sentirme querida, no por una familia, sino por un compañero. Suspiré porque no sabía cuándo sería el próximo encuentro, y miré la ventana, como Yelena, para ver si me decía algo el Firmamento. Una mañana llegué a la conclusión de que a pesar de mis dudas, de mi futuro incierto, de mi posible torpeza, de mi ingenuidad por no comprenderlo, me sentía más acompañada porque no rezaba buscando consuelo. Se lo comenté a mi nueva Tata, quien sonrió desde el lecho diciendo:” cariño no confundas, es el cansancio el que ahuyenta los miedos. No olvides, por muy bien que se te de un trabajo, y por muy acompañada que te sientas en él, que lo que importa en esta vida es compartir bien el lecho, con quien te de apoyo y sosiego”. Sonreí elevando el hombro, pensé en el Jefe, quien me daba tanto de eso, pero me daba pavor seguir recordándolo porque hacía que no nos veíamos y quizás compartiera pasiones, sin recordar ni mi pecho. Así que recogí el nuevo vestido que había hecho, el primero, lo elevé para que mi profesora lo viera desde lejos. Afirmó con la cabeza, y con una sonrisa me confirmó que era buena en eso. No tuve ni que preguntar por las medidas, fui adaptándoselo al cuerpo, como hacían las buenas en ello. Había que lavarlo antes de dárselo para la fiesta que todos esperaban, la del cumpleaños del Conde, pues muchos invitados llegarían, y había que lucirse, tanto ella como yo, con mi gran remiendo, porque algo de orgullo tenía, aunque no fuera la más querida, ni la más antigua de las sirvientas del Reino. Llegó el mencionado día, donde ayudaría en el banquete, pues era muchos los que se esperaban alrededor de la mesa, para disfrutar de la carne que se había cazado hacia solo unas horas, para que estuviese tierna. A mi señora, Catalina, le encantó el vestido. Era de tonos azules, bordado con pedrería en el pecho, que lo insinuaba porque era pequeño. Y vi como se sentía guapa al vérselo puesto, vi como lucía su bonita sonrisa de nobleza aún llena sin retorcimientos. Yo también utilicé el mejor vestido, pues no tenía otra ocasión para ponérmelo, viendo una oportunidad para que todos preguntasen de que estaba hecho, a lo que contestaría de seda de Damasco, pero solo porque aún no conocía los problemas que trae la envidia, cuando no es posible alcanzar las cosas para ellos. Y así fue, me encargaría de la bebida, de que a nadie le faltase el buen vino que en Castillo había sido hecho. Sin pensar mucho me encontré dando viajes a la cocina con jarras de barro llenas de un elixir que quizás provocase enfados, pero también risas, como todo en la vida de cualquier hombre bueno. A Catalina se la veía feliz, la habían sentado junto a un joven apuesto, pero no era el Príncipe, supongo que aún no tenía edad para tener una buena conversación, pero si para que contemplaran su belleza. Me especificaron que el Príncipe estaba frente a ella, al lado del Conde y de un Caballero. Y ahí estaba él, el joven que me encontré en el Bosque, quien me dio una flor, y se marchó sin decir su nombre. Dudé si se trataba de la sombra que siempre me acechaba en el Bosque, pero rápidamente me quité esa idea de la cabeza, no perdería el tiempo con esas tonterías de adolescente, porque aún no pensaba en los acosadores. Me acerqué para servirle vino, me reconoció, pero no me dijo nada, solo sonrió agradeciendo con un brindis mi llegada. La Condesa, Isolda, estaba cerca de su hija, en el lado contrario del joven con quien ella hablaba, miró con desgana mi falda. Me advirtió rápidamente que me marchara, y cuando me iba, muy sutilmente me preguntó por qué me había puesto tan guapa. Me ruboricé, sentí su maldad en la mirada, sabía que no podía provocarla, pues era quien me daba techo y comida, me entró miedo de pensar que tendría que dormir en la calle, porque no había a quien acudir si algo fallaba. Seguí sirviendo el vino bajo su atenta mirada, no atreví a levantar la mía, ni a susurrar nada. El Príncipe fue frío y correcto, aunque intuí, con la intuición femenina que siempre me acompañaba, que le había gustado mi falda y lo que debajo llevaba. Se fueron muchos invitados, desde la distancia me dijo la Condesa que me podía retirar, que ya no hacía tanta falta. Me fui llorando a mi aposento, deseando contárselo a Yelena, para ver que me aconsejaba. Pero cuando entré estaba dormida, sabía que no debía despertarla. Así que me tumbé vestida en la cama, a llorar por miedo al desprecio, que todos lo tienen, aunque no digan nada Lloré hasta quedarme dormida, Yelena, si me escuchó: permaneció callada, y al día siguiente me miró con tristeza diciendo:“ Sécate las lágrimas, y actúa como si no hubiera pasado nada, como si no fueras consciente de tu belleza, que a cualquier hombre atrae con ganas”. La miré con la duda de cómo sabía mi tonta pena, que quizás traería problemas, si es que no me frenaba. Contestó, sin mencionarlo en voz alta, porque era perro viejo, y no se le escapaba nada. Supo que no debería ir más guapa que la Condesa, pero también era joven, y debía lucir esas ropas tan caras, así que me dejó que me confundiera, pero que no las provocara, que el poder trae consigo la posibilidad de hacer muchas cosas malas. Me tranquilicé, aprendí la lección, aunque la pena y el miedo no se quitaba, suspiré esperando que se me olvidara para poder estar tranquila, sin presiones en mis labores de la casa. Ese día no me llamaron, supongo que también querían guardar distancia, y como había avanzado mucho en la costura, decidí hacer algunos aceites con la mezcla de mis plantas, porque también sabía, sabía mucho, como decía Umara, mucho y a edad temprana. Pero es lo que tiene estar sola en la vida, tienes que sacar de donde no hay nada, aprender a defenderte, a ser útil, y que no vean fácilmente una excusa para apartarte, si es que algo no les agrada , o como decía mi abuela, por esos celos que lleva aparejada la Maldad Humana. Aprendí que cuando tienes algo de valor, te lo quieren quitar, y si no lo pueden tener, querrán que tampoco lo tengas, o por lo menos no verlo de forma tan cercana. Así que empecé a tener cuidado con esa Maldad que descubrí de forma tonta, pero que me abrió los ojos ante la posibilidad de saber que corría peligro mi estancia, y que no tenía nada: ni marido, ni familia, ni casa. Aprendí que esa Maldad existe hasta en los más bonitos lugares, que había muchos grados para disculparla, que por supuesto no eran ciertos, pero suficientes para quienes quieran provocar un daño por una envidia no sana, así que hice un pequeño ritual para evitar más cosas de ese tipo, y puse una escoba hacia arriba detrás de mi puerta, sin saber muy bien que significaba, pero una vez escuché que ahuyentaba la envidia mala. Miré otra vez por la ventana, el cielo estaba claro y azul, decidí aprender de la lección tomada, vi el horizonte en mis ojos, descubrí que no había un final claro, como en la vida que me toco vivir, y que a pesar de sus problemas: me gustaba. Los días transcurrieron realizando la rutina a la que estaba acostumbrada, y cuando una tarde estaba cosiendo un vestido para la Condesa Isolda, porque pronto haría una visita a un Castillo cercano, sin mencionar el motivo, ni yo preguntar exactamente cuándo, llamaron a la puerta de mi cuarto, la abrí y era un soldado. No me extrañó, pensé que el Conde o su mujer me requerían, pero aclaró alegremente, que el Jefe, en mi cumpleaños, me esperaría A LUZ DE LAS LUCIERNAGAS para hacerme el amor, pues era un hombre enamorado. Así de claro fue el mensaje, por lo que sonreí ruborizada, no conocía a ese muchacho. Me devolvió la sonrisa, aclarando que eran amigo desde antaño. Me tumbé en la cama, quedaban pocos días para mi cumpleaños, no lo pasaría sola, aunque debía ingeniármelas para pasar la noche fuera, con quien solo me hacía caso, además creía que lo amaba, pues su compañía era la que quería, no otra, ni siquiera de las que fueron amigas, ni la de mi hermano. No le dije nada a Yelena, cada vez pasaba más tiempo dormida, no quería molestarla más que lo estrictamente necesario, vaya que la matasen, pues es lo que pasa cuando eres vieja y un lecho ocupas, sin que nadie le hiciera caso. Volvió a ser mi cumpleaños, y nadie me felicitó, pero cuando abrí la ventana para que el sol me diera en la cara, una paloma entró. Primero hice por ahuyentarla, hasta que Yelena me advirtió que mirase en su pata por si traía algún mensaje, y así fue. Abrí el trozo de papel donde decía mi amor que no podía ir, su padre había muerto y debía ocuparse de todo, que lo sentía, que recompensaría la ausencia, y que no fuera de noche sola, ni a tientas, al Bosque, por los peligros que a esa hora acechan. Lloré por la emoción, pasaría el día sola, sin un mimo, ni una canción. No iba a decir nada, desde la fiesta lo único que quería era pasar desapercibida, obedecer, poder comer y dormir segura, así que mi silencio era como el de una monja de clausura, por temores diferentes, pero con la misma penitencia. Realicé mis labores como todos los días, pero esta vez, no sé si inconscientemente o a sabiendas, acabé temprano. Aún no había anochecido y faltaba poco para el cortejo, mi corazón decía que al menos debía ver a mi madre, como todos los años, que era quien únicamente me daría calor, y lo echaba de menos. Di de comer a Yelena, quien se giró hacia el lado izquierdo, el del corazón, creí que para no desmayarse, aunque cuando me miró: sus ojos estaban negros, pero no tenía tiempo para el miedo, así que bajé la bandeja, tomé algo, y sin decir nada, sin mirar atrás, cogí el camino al Bosque, regresaría por la mañana, nadie notaría nada, ni me sentiría atacada, porque tenía la protección del árbol. Cogí como abrigo una especie de manta, y despedí al Castillo sin ningún gesto. Durante un momento me sentí un poco culpable, porque desobedecí al Jefe, pero era mi día, mi momento, el que siempre compartía con ella, quien era la única que ayudaba en el desconsuelo. Además llegaría con tiempo para ver el cortejo que me daría luz para esconderme entre la maleza cercana, para evitar a los bandidos, si andaban sueltos. Nunca me había pasado nada, porque pensaba que mi madre me protegía desde la primera noche que vi las luces del cortejo bajo sus faldas. Llegué muy pronto, como si me hubieran acortado los pasos para encontrarme dentro del Bosque antes de que la Luna llena apareciese, y me senté al lado del árbol, medio escondida, pero respirando esa paz que da aquello que realmente quieres. Llegó la oscuridad, y con ellas las luces que me recordaban como nací, como estuve rodeada de tanta Magia, y sonreí pensando que no tenía mala vida, que tenía techo, comida, y que había descubierto el amor, también en ese sitio que tanto me ofrecía, y sin cobrar por ello. Podía exigir más, pero no era mi forma de ser, ni mis pensamientos, solo esperaba que nada se estropease, y que pudiese poner esos buenos mencionados cimientos. Cerré los ojos, sentí la sombra, la sentí aunque no podía verla, y desee por dentro que fuera el Jefe, que se hubiera escapado por un momento. Giré la cabeza, y vi a lo lejos un fuego: me dio miedo; pero era joven y curiosa, no sentí al coco que avisa de que no salgas de tu lecho. Según me acercaba, reconocí unos cánticos, dudé si seguir, pues suponía que había personas, y sabía que no debía interrumpir ningún juego de mayores, porque eran adultas las voces que escuchaba, pero la duda no venció, y seguí a ese oscuro horizonte. Me acerqué lo suficiente para saber qué era lo que pasaba, pero no podía adivinar quienes eran, a no ser que apartara unos cuantos arbustos. Y eso hice, entonces vi ese nefasto juego: había un grupo de mujeres vestidas con túnicas negras, un altar con velas, no llegaba a descubrir qué más, no estaba lo suficientemente cerca. Vi como un hombre de aspecto entre macho cabrío y ser humano lo presidía. Vi como bebía de una copa algo más untuoso que el vino, pero de su mismo color. Vi como las mujeres cantaban de forma enigmática, pues no conocía el lenguaje, aunque algo comprendía: “ bebo la sangre de mis hermanas, y que su poder se mezcle con el mío a estas horas tan cercanas al alba”. Vi cómo se mecían como si estuvieran drogadas. Vi aullar al lobo. Vi a los gatos pasear como en su casa. Vi coger a una oveja y atarla al altar, y entonces vi como quien lo presidía, la abría en canal, y comía sus tripas con las manos. Y ya no vi nada más, sentí como me desmayé sin saber muy bien si era por el miedo o el asco al verlo, pero reconocí la cara de Yelena entre todas ellas, pues se volvió como sintiendo mi presencia, sonriendo, con los ojos sin pupilas, negros como la noche que nos rodeaba, y diciendo con la mano que me acercara. Entonces caí, dándome un golpe en la cabeza, no perdiendo el reconocimiento del todo, pero sí me dejó sin fuerzas. Alguien me cogió en brazos, sin poder preguntarle a donde me llevaba, pues me sentí segura después de tanto horror descubierto. Dormí en un buen lecho, mejor que ninguno de los que había conocido en mi corta vida, me di cuenta cuando por un segundo abrí los ojos antes de quedarme abatida, mientras la sombra me limpiaba la frente con un paño con agua caliente. Me desperté aún de noche, me incorporé y ahí estaba él, el Príncipe sonriéndo. Me dijo que había dormido tres horas, que no era lo suficiente. Hice el ademán de levantarme para marchar al Castillo, pero me advirtió que estaba en él, que era su aposento cuando venía de visita, y que lo esperaban esa misma noche. Me advirtió que no se dieron cuenta de mi presencia, que me había metido a escondidas para evitar lo de la fiesta, que era hombre, pero sintió el pavor de los celos femeninos. No sabía qué decir, tampoco quería marcharme, aunque me di cuenta que mi ropa estaba mal colocada y rasgada. No pensé mal, creí que fue por el camino en coche. Me preguntó qué pasó en el Bosque para que me desmayase; me había observado desde lejos, porque era cazador y le gustaba hacerlo en esa oscuridad del hombre, y que casualmente me descubrió pensando que era un animalillo huyendo en la noche. Me extrañé, porque lo que parecía una Ceremonia, no estaba oculta, más bien provocaba demasiado ruido, creí que se escucharía hasta en el Castillo. Le pregunté si no los vio, negó con la cabeza, creí mejor no desvelar nada, por si me metía en problemas, y no era lo mejor para llevar una vida sin tormentas. Me ayudó a incorporarme de la cama, y me aclaró que solo las personas que poseían magia veían cosas extrañas. Me toqué la nuca, confusa, no sabía que pensar, pero estaba aún aturdida, así que decidí llevar las cosas con tranquilidad. Nos dirigimos a la ventana, me enseñó el Firmamento, como siempre pensé que lo harían. Y mirando hacia el cielo dijo: “ Observa algo hermoso, porque tu cara me dice que algún monstruo viste escondido entre esa maleza”. Entonces antes de que amaneciese me estuvo enseñando algunas Constelaciones: La Osa Mayor, Cassiopea, y La Osa Menor”, que descubrí al lado de dos Lunas Llenas, él no quiso explicar porque ese número par, aunque sé que también las vio, y antes de que yo lo hiciera. Siguió preguntándome por mi nombre y el significado, le contesté que Sarah era lo mismo que “Princesa”, sonrió cogiéndome la mano, sin quitar la mirada de las estrellas y aclarando :” Me llamo Arturo, significa que soy el protector de la Osa Mayor”, me la señaló aclarando que era la que tenía forma de carro, y que si trazábamos una línea recta entre las dos estrellas más brillantes de la Osa, y la prologábamos: descubriríamos La Estrella Polar, que es la prolongación del eje de la Tierra, y con rotundidad dijo:” por tanto protejo desde el cielo la Tierra” . Ponía atención, me gustaba todo aquello que existía, y no sabía muy bien qué era. Siempre supe que todo lo que se aprende, da poder en la vida, que a veces está vacía de lo que da la Naturaleza en el Bosque o en la Selva. No comprendí el significado de todo lo que me habían enseñado, ni de lo que llevaba aparejado su nombre, pero el tiempo me daría la experiencia para adivinar quién mandaría en esas dos Lunas Llenas. Salía el Sol, todo se iba, incluso nuestros cuerpos de la ventana, aunque no me soltara la mano, así que cuando hice por quitarla, lo miré sin atreverme a pedirlo, pero rogándole que dejara de apretarme con ganas. Me dio un beso en la frente, casi paternal, a pesar de tener prácticamente la misma edad, y me fui a la puerta, quería ir a mi aposento, acicalarme antes de comenzar con la faena de la mañana, y por supuesto ver a Yelena, para saber si algo me aclaraba. Anduve a hurtadillas, mirando por las esquinas del Casillo, y así lograr llegar sin que me preguntaran “¿ quién anda?”. Entré a la habitación con un poco de miedo, al no saber qué era lo que me encontraría después de esa noche tan rara. Cerré la puerta con delicadeza, aunque casi se cae la escoba, que atrás seguía por si la envidia llegara, y miré la cama de Yelena, quien estaba allí como siempre, tumbada hacia el lado izquierdo, para que la sangre llegara mejor al corazón, aunque tenía muy mal aspecto. Mientras la contemplaba sentada cerca de su cama, levantó de una forma inesperada la almohada, y me dio un libro: “ El Martillo de las Brujas” diciendo sus últimas palabras:” Léelo, y sabrás de qué debes tener cuidado, si es que descubren cuál es tu verdadera alma”. Cerró los ojos, que esta vez estaban totalmente blancos, y de su boca salió un humo negro, que heló la cama. Me senté a su lado, sintiendo una soledad anunciada, porque al Jefe no lo tenía cerca, no sabía si volvería la paloma avisándome de su llegada. Yelena siempre me dio un poco de respeto, a pesar de darme cariño, no me daba una plena confianza, porque andaba con misterios que eran demasiado grandes para un pronta llegada. A pesar de todo, casi la amaba, porque muchas veces amas al peligro, si es que te da calor cuando existe esa dichosa nada. Miré la mesa de costura, miré por la ventana, y sonreí suspirando, que no bostezando, porque ella me dijo que era cuando entraban los demonios en el alma. Asentí sola, porque presentía que ahora era cuando empezaba mi gran batalla, intentando ordenar mis palabras. Tenía que evitar los conflictos, no tenía a nadie que contradijera las otras palabras, aunque fuesen falsas, debía luchar por esa cama, aunque no tuviera quien la acompañara, debía hacer bien mi trabajo, porque no tenía a donde ir, y ni un hombre que me llevara a una casa más pequeña, pero con más calor, que es lo que realmente busca la mujer cuando no le quedan fuerzas ni para doblar las propias sábanas. Y no vi un futuro, ni un presente, solo un pasado, que a pesar de sus desgracias, me daban fuerzas y esperanzas. Le di un beso a Yelena, la abracé como me hubiera gustado hacérselo a mi madre, cuando dejó nuestra casa, que no sabía cuál era, y me entró una curiosidad no temprana. Me levanté de su cama con tristeza y con rabia, me había dejado demasiado pronto, como siempre, sin saber bien como debía pelear con las telas y con las amas. Volví a suspirar, y escondí el libro, a quien no le di mucha importancia, porque la Magia todavía a mí se me escapaba, tenía demasiadas preocupaciones como para pensar en cosas, que eran más bien adivinanzas. Lo metí entre las telas, sabía que les pasaba a las que así eran llamadas, y había decidido evitar cualquier problema, si podía lograrlo, con esa mencionada gana. Salí de la habitación con la misma pena que entré al sentir esa soledad tan odiada, llamé a un guardia, quien me dijo que fuera a mis labores, que él llamaría, para que la amortajasen, a las más ancianas, porque aún era joven para esa tarea tan odiada, pero a la vez tan humana. Fui despacio a ver a Catalina, para saber qué era lo que quería que hiciera antes de empezar las tareas de la casa, que esa semana me tocaban, por no estar todas las sirvientas en la casa. La joven condesa fue amable, me abrazó y me dijo que no me preocupase. Lo dijeron sonriendo, sabían que me afectaría dormir sola en la cama, porque era joven, y no tendría Tata a quien contarle mis tontas penas, ni mis amores, ni mis deseos despiertos en el Bosque por mi amor hasta entonces. Me pidieron que fuera con los demás sirvientes, que hoy sería el entierro de Yelena, y que debía acompañarla. No me hacía gracia, ya me había despedido en la intimidad, no me apetecían más lágrimas, pero fue la época que me tocó vivir, donde la muerte era muy común, y si llegaba en la vejez, debía agradecer y valorar la suerte dada. Entonces deseé que no fuera muy escandaloso el encuentro con las demás, quienes no ejercerían de plañideras sin ganas. Y así fue, todo pasó rápidamente, como si fuese algo que había que hacer, y no había deseo, desapareció casi por arte de magia, bajo la tierra cercana al Castillo, sin oraciones, sin familiares, solo nosotros, los sirvientes, que no lloramos, solo miramos con pena al verla rodeada de una sábana, sin caja. Antes del anochecer estaba en el Castillo, me habían quitado del cuarto su cama. Supongo que serviría para otros, porque cuando unos se van, otros llegan, sin darle importancia. Coloqué las telas, vi el libro; lo ojee, me pareció muy pesado, pero lo leería en las noches cuando la Luna me diese la luz junto a las velas, que con gran primor guardaba, por si me hacían falta para coser algo con urgencia. Lo guardé debajo del colchón como hacía la Condesa con las alhajas. Me tumbé en la cama, habían sido muchas emociones que no llegaba a comprender, por lo que decidí irme temprano a la cama, sin comer, ni rezar, no había ganas… Esa noche dormí mucho, muy tranquila, no sé cómo pude después de lo sucedido, de lo del Bosque, de lo del Príncipe, de lo de Yelena. Pero creo que estaba agotada de tantos acontecimientos, y de no poder preguntar las dudas a nadie, ni a mi ama. Fue entonces cuando desobedecí, no por rebeldía, sino porque fue la primera vez en mi vida que no quería levantarme de la cama, no quería luchar por todo tan temprano, porque sabía que ahora empezaba realmente la batalla, y aunque es ley de vida pelear por lo tuyo, siempre que no salga nadie con heridas malas, no tenía fuerzas ni para hacer la cama, ni para coger la aguja, ni para escuchar tonterías de personas buenas pero que no saben qué es la penumbra, y menos cuando están tan acompañada. Quería dormir hasta que mi Jefe me despertara con un beso de amor, y me llevase donde no tuviera que luchar tanto, o al menos no sola, que era más duro que el dolor de las heridas de la guerra, que tanta señales dejan, sin que las veas. Giré mi cuerpo para darle la espalda a la ventana, a la luz, esa que todos aclaman cuando falta, pero quería dormir un poco más, quería descansar y no pensar en los problemas que se acercaban, porque sabía que el Príncipe estaba en el Castillo, y que le gustaba. Cerré los ojos unos cuantos minutos, tuve un breve sueño: me adentraba en el bosque con una capa roja, y frente a mí aparecía un animal medio real, medio fantástico, con una especie de Ciervo, con unas patas más cortas, con cara redonda, en vez de alargada, y con unos cuernos abundantes. Sabía que estaba relacionado con la Diosa Diana, con la Luz , la Prosperidad y que además era el Príncipe del Bosque, ya que una corona llevaba, pero el verdadero significado del sueño no lo sabía, y al igual que los nombres, todos tienen uno, aunque no tengamos la sabiduría de conocerlos. Desde entonces soñé mucho, más que cualquier niño hambriento, así que cogí una libreta, que convertí en Diario, para apuntarlos y también para escribir mis sentimientos, no para que alguien los leyera, sino para no quedármelos dentro. Llamaron a la puerta, no contesté, no dije nada, pero insistieron pasando dentro como si hubiesen recibido mi autorización, y entonces me tiré de la cama. Era un soldado, la Condesa me reclamaba. Me adecenté un poco, amansando el pelo, que es quien más delata que no has sido bañada, y me dirigí al salón donde siempre estaban, donde se entretenían, y donde era su mejor lacaya. Hice una reverencia, seguía cansada y casi no me levanto al doblar las rodillas, porque a veces me fallaban. Me advirtieron que esa tarde tomarían un baño, porque iba a una cena privada con mi admirador secreto, y querían oler a flores blancas. Debía preparar el de todos, llamarían a alguien para que les enjabonaran la espalda, advirtiéndome que no era tarea mía, pues la juventud primaba, y yo era casi una veterana, por todo lo que sabía hacer en la casa. Recordé mis tardes en el Pantano, que lejos quedaba, me pregunté por mis amigas, por su futuro y recordé a la Gitana. Me dirigí al Bosque a por flores que inundaran el agua, y mientras lo hacía intentaba recordar cómo llegar a quien me dio calor siendo una desconocida, aunque no iba tan descalza como a ellos les gustaba. Llené el cesto de flores, de hojas y de hierbas aromáticas. Puse a calentar el agua, llevé los cubos a los lugares donde se bañaban. Tres para la Condesa, tres para Catalina, tres para el Conde, y cinco para el Príncipe. Cerré los ojos pensando que no sería capaz de hacerme ver como lo bañaban, esperaba que mi señora me reclamase, porque sin mi casi no sabía hacer nada. Puse el agua en el barreño, para luego traer el mismo número para enjuagar el jabón hecho a mano, que no me dejaban ver, por si los robaba. No intuían que sabía hacerlo, que casi todo lo sabía y desde edad temprana, así que sonreía cuando lo escondían en las despensas en la parte alta. Me tomé la libertad al echar las flores y las plantas, de verter unas pocas gotas de uno de mis aceites en el agua del Príncipe, no era brujería, era ciencia lo que quizás lo calmara, porque no quería pensar que al verse limpio me llamara, y no para hablar de las Estrellas, ni de los trajes de las damas. Comprobé que nadie me observaba, y vi marcharse a las otras doncellas hacia el cuarto de la Condesa, y de su hija amada. Solo me quedaba el Conde y el Príncipe, no quería echarles el agua. Vi cómo se acercaban don sirvientes con cubos al aposento del Conde, solo me quedaba uno, pensé que no sería tan tonto como para empezar una guerra con las amas de la casa. Vi más cubos con jovencitas espabiladas cogiendo el asa, sonreí, pensando que era vulgar, y la diversión mandaría debajo de ese camisón con el que seguro se baña. Las sonreí, e incluso les di una palmada en la espalda, girándome mientras reían porque estaban emocionadas. Vi como entraban en el cuarto, y me dio esa curiosidad que no todos deben reclamarla. No había nadie en los pasillos, estaba relajada con las distracciones de la mañana, casi se me había olvidado todo, hasta el libro que debía leer, si es que quería evitar algo, que todavía se me escapaba. Me acerqué a la puerta, miré por la cerradura, como hacían todas cuando se creían que nadie las veía. Me convertí en una de ellas, cuando a veces pensaba que no me parecía en nada, supongo que la curiosidad va innata a la mujer un poco holgazana. Y lo descubrí. Rubio hasta en el pecho, varonil, más en su miembro, brazos fuertes como el corazón que latía cuando se acercó a besar mi frente, axilas pobladas pero con direcciones opuestas peinadas, piernas de caballeros, y manos grandes como sus dientes. Más que un Príncipe, parecía un hombre de Leyendas viviente, además de poseer un lunar con forma de calabaza en el bajo vientre. Cerré los ojos cuando con un cazo mojaron su pelo, que sacudió como sabiendo que lo miraba, porque dirigió su pupila donde yo estaba, haciéndolo más apuesto cuando el agua salpicaba. Me incorporé, no quería ver más, recordé la frase de mi abuelo: recuerda quienes somos nosotros y quienes son ellos. Y decidí pensar siempre en el Jefe, que no me entretuviera con sus coqueteos de hombre apuesto, aunque me había excitado tanto o más que cuando hice el amor en el Bosque, sin mucho conocimiento. Marché por el pasillo cabizbaja, sin hablar, como enfadada, porque lo había deseado, como todas las muchachas, pero no podía aspirar a ser su compañera en la cama, bueno quizás sí, pero no era un buen plan si quería conservar la estancia, así que, aunque por un momento supe que ya era mujer, que podía compartir el lecho con quien quisiera pues tenía buenos pechos, no debía estropear mi situación en el Castillo, porque las diversiones, a veces, se pagan caras, y más si no mandas en nada. No me bañé, carecía de ese privilegio, si es que no iba al Pantano a escondidas, y a improvisar un pequeño lecho. Pero cogí un trapo húmedo, sabía que era lo único que tenía para refrescar la nuca, si es que el sudor bajaba, y me froté la espalda como pude, también mis miembros; creo que me imaginé muchas cosas mientras lo hacía, porque suspiré cuando bajé a mi bosque espeso. Llegó la noche, también la cena, no la serviría, eso quedó en el olvido, no me exhibirían, ni en el postre. Me convertí en una fugitiva, mirando a través de las cortinas del salón, esas que arreglé porque tenía cortes. Llegó con su espada, con barba remilgada, y con una buena ropa que adornaba su ancho torso de hombre. Estaba pecando, lo sabía, no era bueno tantos deseos en una misma noche. Me dirigió la mirada, como sabiendo que se escondía tras el terciopelo rojo, al que sin querer abrazaba, delatándome por los pies y por el pelo, que se veía cuando me movía entre los retales, porque habían más telas para camuflar mi excitada alma. Sirvieron la comida con el mejor vino, se sentó al lado de Catalina y del hermano, quien casi no estaba en el Castillo, porque luchaba por otros altares en las mencionadas Guerras Santas. Cuando observé la imagen, descubrí quien era el mejor hombre: el Conde, no se metía en disputas, ni en idioteces, pero todos le obedecían sin reprocha nada, aunque fuese una tontería para las amas. Eso era difícil de conseguir: el respeto sin miedo, la admiración sin envidias, la riqueza sin la avaricia, y la bondad sin olvidar tener la maldad necesaria para lidiar con la cloaca. Sabía que eso no lo alcanzaría, pero podría darme por contenta si conseguía vivir una vida plena sin muchas desgracias, aunque no tuviera a quien abrazar todas las mañanas. Comieron entre risas y duendes, así llamaba a algunos sirvientes, porque a pesar de aspecto diferente, eran lo más especial que había en el Castillo, si no podías visitar el Bosque, para ver fantasía en sueños de vergeles. Llegó el postre, con mucha fruta, y licores, asomé más la cabeza, quería ver los vestidos, dándome cuenta que ganaba el color VIOLETA, seguramente un guiño al escudo de armas del Príncipe, a quien le gustaba que con ese le vistieran. Entonces lo descubrí mirándome con maldad de Príncipe sin propios sirvientes, y le dio un beso a Catalina, igual que a mí, en la frente. No me entró celos, sabía que no la quería, pero si miedo al verlo capaz de dañar a una joven aún sin pretendientes, y me fui, sin saber muy bien porque, enfurecida, mientras lo dejaba riendo a carcajadas con mis siete enanitos sonrientes. Cerré la puerta de un golpe fuerte, me tumbé en la cama vestida mientras mordía una manzana, a llorar, quizás por no saber muy bien cual era mi papel en este inicial frente. Volvió a salir el sol, porque siempre sale, hasta después de los más oscuros sueños vivientes. Me levanté con la misma ropa con la que me acosté, y sin lavarme la cara, fui a ver a la Gitana. Creía recordar el camino, no me daba susto, había luz, y fueron agradables conmigo sin quizás merecerlo, ni tenerme aún aprecio, por lo que me vi con fuerzas para saber mi futuro en la otra mano, que daba un poco de respeto, porque si adivinaba todo, quizás no fuese nada bueno, pero quería conocerlo, quería luchar por si alguna vez pudiera vencer a todos mis miedos. Llegué hasta el Pantano, rocé el agua con la mano, besé y abracé al árbol de mi gran anhelo, entonces fue cuando descubrí el sendero por el que me llevó mi gran Jefe, a quien tanto echaba de menos. Caminé segura, sabía que iba solo por mis secretos, no temía ser raptada, ni por los abuelos. Llegué, fui directamente al carro donde estaba mi desconocida amiga, quería saber, esta vez, si sería querida por alguien que me sacara del agujero, que se estaba construyendo. Es lo que pasa cuando dejas de sentirte querida, cuando necesitas amor, y lo empiezas a buscar en un buen compañero, porque los demás cariños no satisfacen la sed del deseo. Creo que llegó mi madurez, después de mis amigas, a quien también echaba de menos, pero lo importante es que había llegado y que tenía edad para poner remedio. Por eso quería conocer los problemas que tendría para luchar contra ellos, y conseguir lo que todo el mundo desea: ser querida en el lecho, donde no habría mentiras, donde el amor reinase con los abrazos de la noches de desconsuelo, y decir “ te quiero” a alguien que no huyese, por lo que llevaba atado a mi alma y a mi cuerpo. Llamé a la puerta, la abrí y ahí estaba ella, asintiendo con la cabeza. “¡Bienvenida!”, dijo entre dientes, me senté con prisas, porque tenía que volver a hacer los remaches y remiendos pendientes. Le extendí la mano izquierda, lo que acumulas en la vida, y le dije con voz insistente:” quiero que me digas si tendré buen marido e hijos”, ella me cogió la mano, e hizo un gesto que me ruborizó: beso la palma. Y empezó preguntándome si estaba bien, si necesitaba algo. Levanté los hombros, estaba confundida. Preguntó: “¿ enamorada?”, negué rotundamente. Me acarició la mano para calmarme, lo consiguió con solo tres suaves golpes. Le pedí que se diera prisa, que no disponía de mucho tiempo. Me señaló la línea del corazón: “posees muchas líneas perpendiculares a ella, significa que tendrás traumas emocionales, pero como empieza debajo de tu dedo índice, aclara que existirá una vida amorosa muy positiva”. Suspiré, pero advirtió que no se veía cuando, pues al estar un poco ondulada, habría muchas relaciones, quizás con personas, no con amantes. Eso no me agradó, no me apetecía compartir mi intimidad con muchos hombres, y es lo que pasa cuando no consigues el amor de uno, ni su roce. Me dio un pequeño abrazo, y susurrando dijo que, por si acaso, me iba a hacer un pequeño conjuro para evitar mayores daños, como males de ojos o sortilegios raros. Me volvió a coger la mano, y mientras la persignaba sin parar, repitió como cinco veces unas palabras :” Santa Ana parió a María, nuestra Señora Isabel y Juan Bautista, así como estas personas son santas y verdaderas, permite que quite el mal, y espanto el que en este cuerpo se encuentra”. Cerró la mano, la apretó, me pidió que dijera que deseaba para la persona que enturbiase mi alma. Contesté que olvidarla, la volvió a abrir, la acarició, y me pidió que me persignara con ella. Lo hice cuando salí por la puerta, sin decirle adiós, no me gustaron sus palabras, ni su tono erótico al decirlas, ni su magia, y menos aún que no me dijera que me iba a casar, que iba a ser mi propia sirvienta. Me tocó el pelo, lo que pudo con mi acelero, y gritó: “vuelve cuando tengas tiempo, y te leeré las cartas, que siempre llevan algún premio”. Me giré para regañarla por no dar en mi acierto, pero me miró de forma dulce, como diciendo que no me enfadara, que todos tenemos, para las lágrimas, algún consuelo; y viaje hasta el Castillo, casi volando porque llegaba tarde para el almuerzo. Me adentré en el sendero, pero no era el que conocía, creo que no acerté en el regreso. Caminé muy aturdida, sin saber a dónde me llevaba ese camino señalado por los abetos, y entonces, ¿sabéis que surgió de la nada?, quizás de mi sueño: ese Príncipe Ciervo, con cara casi humana, por su redondez, con sus ojos tan despiertos, y se puso delante de mí, para llevarme a no sé qué lugar, pero que aceptaba sin reproches, pues quizás fuese el verdadero. De vez en cuando se giraba, para ver si mis pasos seguían el mismo camino, le sonreía casi obedeciendo. Se cruzó un zorro, un león, un hombre de hojalata, un espantapájaros, y también algún conejo, pero no les prestaba atención, porque estaba asombrada por esa especie de ciervo. No levanté la cabeza, porque quería saber cuáles eran sus movimientos, y como por arte de magia, surgió la puerta trasera del Castillo, que estaba cerrada, y pude abrirla con solo un empujón sin esfuerzo. Me volví para dar las gracias, y ya no estaba el camino, ni el sendero, apareció el Bosque, seguro que con sus Hadas, pero solo veía esos abetos. Me sacudí el vestido, me remangué las mangas para comenzar algo en la cocina que siempre gustaba, mis dulces, mis pestiños, pero una de las otras sirvientas me llamó corriendo. La Condesa quería verme, quería que le hiciera un nuevo vestido a Catalina, y rápidamente, para la despedida del Príncipe, dentro de pocos días, pues habría una comida para lucir nuevos remiendos, porque ya la había dado un beso. Cerré los ojos, y suspiré, sabía que pasaría cuando se marchara, porque no veía que pronto fuera a desposarse. Bajé al salón donde siempre estaban, donde pasaban las horas muertas, supongo que también ahí sería donde apaciguarían la rabia, que no tardaría porque lo veía juguetón, y con esa maldad humana de la que Umara me hablaba. Le volví a coger las medidas, era muy joven, seguía creciendo, aunque quisieran casarla, es lo que pasa cuando el otro vale mucho y la otra aún no se sabe qué es lo que será, si guapa o sabia, no se sabe aún sus cualidades, solo los sentimientos que se tienen cuando naces. Catalina, era buena, demasiado para los nobles que la frecuentaban, por lo que deseaba que tuviera buena boda, pero que no fuera con el Príncipe, pensaba que le daría mala vida, porque su miembro, desde el primer momento, siempre jugaba con las faldas. Con la mía no lo tenía claro, porque esa noche mágica me desperté hasta despeinada en su lecho, pero aún tenía la inocencia de la juventud, y no pensaba en el deseo de los hombres sin religión, ni bandera, en su sexo. Me fui a mi aposento, busqué una tela bonita, quería que se sintiera guapa, para que lo utilizase la próxima vez, cuando realmente mereciese la pena vivir mucha parte de la vida embarazada. De repente me acordé, este mes no me había venido el periodo, pero era muy irregular, por lo que no me preocupé mucho, aunque la duda me entró al recordar mi encuentro en el Bosque con el Jefe, mi hombre moreno y fuerte, pero él puso cuidado, no habría preocupación por esos menesteres. Lo intenté recordar para que no me olvidara que quizás alguien me quisiese, que quizás alguien haría por verme, por tocarme, abrazarme y olerme. Y se volvió a mezclar la imagen del Príncipe en su baño con sirvientes, y rápidamente me puse a coger las agujas, porque me estaba delatando el subconsciente. Busqué entre los modelos de Yelena, busqué que fuera para una joven que quisiera ir bien vestida, y así lo hice, encontré uno donde el pecho se lucía sin llegar a ser vulgar, pero dejaba claro que había abandonado la infancia. Quería bordar las mangas, y el final de la falda, pensé en las margaritas que me habían traído suerte. Y en un momento de relajación recordé al ciervo, como me había traído y porque parecía medio duende. Me entró la confusión, los miedos y la inseguridad de salir del Castillo, aunque me hubiera sentido protegida por nuevos seres, porque tenían forma de animal, pero no eran como los que cazaba ningún jinete. Decidí seguir cosiendo, al menos necesitaría cinco días para tenerlo listo, si es que me dejaban tranquila con otros deberes. Cosí medio a oscuras, con hambre y con frío entre los dientes, pero me estaba saliendo precioso, casi para lucirlo en una boda, si es que se dejaba arreglar por quienes supiesen. Ella era demasiado joven para saber que debía ponerse, porque las equivocaciones de la juventud aparecen hasta en la ropa con jirones y en los pendientes, donde nada compagina, pero crees que llamarán la atención para quien quieres. Una equivocación porque debes pasar desapercibida y en la intimidad demostrar tus valores, no todo el mundo debe conocer lo que tienes y posees, tanto lo material como las cualidades, solo traerá problemas cuando otros crean que nunca alcanzaran lo que ven relucir, aunque no sean sirvientes, ni lacayos, ni pobres, ni penitentes. Exactamente al quinto día acabé el vestido, solo quedaba rematar los adornos, era la despedida del Príncipe, y empecé a pensar qué debía ponerme, había aprendido a no llamar la atención, pero era mujer, quería lucir lo que tenía, y que nadie tocaba porque no había ocasión, ni muchos pretendientes. Volví a pensar en le Jefe, quizás algún día pasearía a su lado pudiendo presumir, una cualidad que se me robó al ser medio esclava de mi cama y de mis pocos enseres, porque nadie los protegía, era la única dueña, quien no olvidaría la astucia para conservarla entre los que envidiosos de siempre. Estaba claro que, en esta vida, me tocó pelear hasta por lo que era mío, pues también lo querían, por la avaricia de quienes los quieren. Le coloqué el vestido sin habérselo probado, confiaba en mis cualidades de costurera, y más cuando había buena percha. Estaba perfecto, se miró al espejo y me dio un beso. No había nada como un trabajo bien hecho, donde el ego crece y viene bien para luchar contra los otros seres. Dio vueltas, como niña aún que era. La Condesa la regañó, y el Conde sonrió, era la gran diferencia: la prisa por hacerla mujer, contra la nostalgia de que dejase de ser su pequeña. Me felicitaron, y me dieron permiso para marcharme, se encargaría ella de arreglarla; me tomé la libertad de pedir que no le hiciera nada, que le dejase su bonito pelo negro suelto, y que le pusiera una flor para lucirlo más bello. Me miró con desaprobación, pero mi intuición no me fallaba, sabía que me haría caso, que había ganado mi destreza a su experiencia, que siempre decían que era un grado. Me fui al cuarto, me tumbé en la cama, un ritual que haría mucho cuando las fuerzas me fallaran. Miré el hermoso Firmamento por la ventana, pensé en las cosas que me dijo Arturo, en todo lo que ello representaba, y que quizás al ser el protector, nos defendería en las grandes batallas; lo veía tan seguro, no tan fuerte como el Jefe, pero si con más arrogancia, pues era noble, y llevaba la seguridad que todos tienen al nacer con sangre azul y con una superior raza, o eso me enseñaron, aunque yo veía como sangraban cuando se les hacía daño, y el color era tan rojo, como el de una fresa o una zarza. Me acordé del Libro, pues me lo dio la misma noche que descubrí algunos secretos del cielo, lo saqué de su guarida y lo abrí por la primera hoja, parecía muy denso en su lectura, y no tenía tantas ganas de estropear la noche tan relajada. En sus pesadas frases se leía todos los secretos de las Brujas, y porque serían castigadas, si es que no ocultaban bien sus poderes. Siempre pensé que eran leyendas para asustar a los habitantes de una Aldea, para que no saliesen al Bosque, donde hay incluso más secretos que los que el Firmamento esconde. Decía que las Brujas visitaban los Aquelarres ( ahí fue cuando descubrí qué era lo que vi esa especial noche), y cuando no podían ir físicamente, para no levantar sospechas, se tumbaban del lado izquierdo, dejaban la boca abierta ( por donde entran y salen los demonios). Y mediante un humo negro helador, viajaban al lugar para formar parte de su ritual más preciado, donde cogían aún más fuerza, y donde se les daba las órdenes si es que algún peligro acechase o algo quisieran.¡ Que de tonterías ponía el libro!, pensé en voz alta, pero no me gustaban aunque no creyera en ellas, porque no solían traer nada bueno, aunque alguna fuera un poco curandera, o tuvieran el carácter de Yelena. Me giré sin querer hacia el mismo lado que dijo el Libro, pero es que era mi lado para dormir, mirando hacia las Estrellas. Cerré los ojos, y como si alguna duda me entrara, dormí con la boca abierta, aunque lo que pensaba que algún resfriado pillaba, con la tontería descubierta. Creo que estaba dormida, pero mi sueño me decía que estaba en el Pantano, bañándome desnuda, relajada, sin miedo a ninguna desgracia. Salí para secarme, pues las manos tenía arrugadas, me dirigí al árbol, quien creó vida mientras las luces de las luciérnagas se convertían en pequeñas Hadas con alas que volaban rodeándome, como lo hicieron al nacer, sin que las identificara. Seguía sin estar asustada, ni cuando vi un rostro femenino en la corteza de mi árbol sagrado. Era mi Madre, quien con voz dulce dijo: “Haz caso de tu intuición, no de la de otros con ganas de dañar porque sin querer hieres con tus Dones. Cree en la Magia del Bosque, y en los que demuestren que te quieren. Cree en ti, en tus capacidades, en lo que la vida te ha enseñado con simples lecciones. Lee libros que te muestren lo bello y lo malo de la vida. Ama y agradece ser amada; y no muestres tus cualidades, porque al ser diferentes, tus errores son tomados como pecados para los enemigos, que todo el mundo tiene. Camina recta, erguida, que sepan quién eres, y que nada te detiene. Demuestra, que a pesar de las desdichas, el futuro puede ser cambiado si trabajas por tener otra suerte, para conseguir momentos de felicidad, porque nada es eterno, salvo la muerte. Enseña esto a tus hijos, que serán quienes realmente siempre quieren…” Todas las Hadas comenzaron a cantar, no estaba asustada, era feliz, sin ese dolor que da la soledad ante los problemas presentes, cuando sabes que los tienes y evitas, para no sufrir, hasta por memeces. Me desperté de un sobresalto, e intuitivamente me toqué le vientre. Creí sentir algo, esperando estar confundida, sabía que no le gustaría al Jefe, porque estaba empezando a vivir, y le trucaría sus planes de futuro. Por otra parte lo veía maduro, responsable, y pensaba que siempre me quiso. Pero negué con la cabeza, aún no querría empezar con más obligaciones. Y volví a tocarme el vientre, esta vez con ternura, y con deseos de querer sin sirvientes. Me estaba precipitando, quizás estaba equivocada. Recordé el sueño, la dulzura de sus palabras, el amor que sentí en ellas, y pude descubrir como todo había comenzado de nuevo, por lo menos, para mí y mis pequeños seres. Hice caso al sueño, dejé atrás las conjeturas y me centré en sus palabras. Debía hacer caso a mi intuición, a la que toda mujer tiene, pero no obedece porque teme más a otros seres. Decidí ser obediente, pero dejando claro que tenía cabeza, y la posibilidad de que me poseyeran, era solo una idea que se podía nebulizar si quisiera. Volví a tener un poco más de libertad, al pensar que podría elegir mi futuro, que no todo se cierne a cuatro paredes, ya salí de unas, y si la suerte me acompañaba: podría ser yo la única propietaria de mis quehaceres. Se abrió la posibilidad de que si no me gustaba, siempre debía buscar una salida a una mala situación, y más cuando roban continuamente las sonrisas de las damas. Mi madre, como todas las madres, me dio fuerza, me dio un empujón para volver a ser la dueña de mi vida, porque se me estaba volviendo a olvidar por los temores, que solo ocurre si no eres inteligente. Concluí que existen los enemigos, pero también los amigos para arropar cuando nadie te cobija, y te ves rodeada de redes. Mi árbol, me abrió los ojos, y aunque debía desempeñar bien mi trabajo, no debía temer represalias, si es que me volvían a encerrar por la mencionada maldad humana, que existe con muchas versiones, pero que todo el Mundo saca, si realmente quisiese. Me dio la fuerza que me estaba faltando por miedo a ser rechazada y no tener cama, recordé que siempre tendría mi árbol y una buena manta, es decir, aquello donde me sintiera segura, querida y respetada. Había amanecido y había cogido fuerzas, podría limpiar el Castillo entero si me diera la gana. Fui al comedor, donde me dijeron que el Príncipe se iba, y que estaba un poco enfadado porque no pudo pelear bien con una doncella en la cama, pensaba que era porque le habíamos puesto algo en el vino. Me ruboricé, y recordé el aceite que le eche en el baño, no pensé que fuera tan fuerte, solo quería que lo calmase, por si era la sirvienta con la que acabaría la noche. Me entró la inseguridad que se tiene cuando eres noble de alma, y cometes una travesura de niña mala. Pero a la vez me dio cierto poder el conocimiento de las plantas, pues no todos la tenían, y eso, me haría ser más valorada. Sabía que aún debía callar, pero si necesitase un segundo plan, sacaría mi arma para ganar otra batalla. Me tocó eso, pelear hasta para poder dormir descalza. Todos salimos a despedirlo, e hicimos una reverencia al verlo. Estaba enfadado, llevaba su segunda espada, su traje de guerra, y en su brazo un águila estaba apoyada. No sé muy bien el motivo por el que la llevaba, quizás solo para impresionar, ya que aparecía en su escudo de armas, porque si él era fuerte, más aún con un elegante animal como compañero de batallas. Subió a su caballo, era guerrero y cazador, además de joven, no necesitaba la comodidad de las damas de las corte. Agachó la cabeza para decir una adiós lleno de ese honor que tienen todos, sin saber quién se los dio, ni cuál fue el coste, pero de ello presumían, y todos lo aceptábamos sin contestaciones. Me dirigió una mirada, y no muy romántica, más bien amenazadora, creo que sospechó algo, creo que pensaba que era la que había estropeado su noche. Apareció de nuevo la inseguridad, porque esa guerra estaba perdida, no utilizaríamos las mismas lanzas. Suspiré y me vino la imagen del árbol, la de un zorro, y la de la astucia para vencer a cualquiera, que aunque tuviera más fuerza, careciera de mi ingenio de guerrera. No sabía si era con exactitud el caso, pues tenía un cúmulo de cualidades tanto físicas como intelectuales, pero no iba a achicarme, a darlo todo por vencido, y más cuando solo me dirigió una mirada, no me había tirado un guante. Además sabía que le gustaba, sabía que tarde o temprano haría por tocar mi gran pecho, que le atraía mi pelo, y que, en conclusión, sentía deseos. Hice caso a lo que me dijeron, creí en mi intuición femenina, sabía ya de eso. Volví a suspirar, y pensé para dentro: “ no busques más motivos para comenzar una guerra, con quien no sabes cómo sería pagar una pérdida”. Y así fue, me decidí a ser una más en mis aposentos, aunque sabía que me atraía, también sabía que no debía jugar a determinados juegos. Esa noche recé por no volver a verlo, a quitarme su imagen del baño de la cabeza, y a centrarme en el Jefe, que era quien me daba consuelo. Empecé a darle valor a todo lo aprendido, a disfrutar de las cosas de mujeres, que aunque son corrientes, son un arte de la relajación, si sabes sacarle provecho como deberes. Fui a la cocina, pedí permiso para poder cocinar, aunque fuera para los sirvientes. La cocinera también era mayor, y me dio el delantal rápidamente. Coloqué todos los ingredientes cerca, para que no dudase de cuál era el siguiente. Busqué el puerro, la cebolla, el ajo, manzanas, los piñones, las pasas, sal y el aceite, mezclándolos poco a poco, porque el pollo era lo principal, entre tanto ingrediente. Y lo hice a fuego lento, olvidando las prisas que dicen que son de los que no disfrutan de los placeres. Desprendía un olor que a la cocinera le gustó, pero no se sentía amenazada, sabía cuál era su papel entre tanto sirviente. Hicimos un trato, como sabía la receta, diría que era de ella, que como había comprado las nuevas especias, se le había ocurrido añadirlas al pollo de siempre. Acepté, no quería más tareas, solo quería saber si también podría defenderme, si es que necesitase otra herramienta para hacer nuevos deberes. Todos se chuparon los dedos, dijeron que era un buen premio después de todo el día de faenas y quehaceres. También comí, más que antes, y pensé:¿ será algún antojo? , me puse nerviosa, pero a la vez contenta, porque sería el más hermoso regalo para abandonar la soledad de siempre. Reímos en la mesa como hacía tiempo, incluso cantamos, estaba feliz, si siempre fuera todo igual, y no me dieran trabajos que no pudiera cumplir: estaría todo perfecto. Llegó la noche rápidamente, todos estábamos muy relajados, le di un beso a la cocinera, quien respondió con un abrazo, diciéndome que les diera los que quisiera, que ella también fue joven, y sabía que se necesita mimos en pechos grandes y sabios, como los de las ancianas de campo. Me despedí de todos desde la puerta, mi nuevo hogar, hoy había hecho que realmente me sintiera una de ellos, que no echara de menos, aunque muchas noches recordaba otros tiempos. La madurez y la independencia es lo que tiene, haces lo que medianamente quieres, pero estas sola ante muchos deberes. Me acosté hacia el lado izquierdo, y no sabía si debía abrir la boca, o como decía mi abuelo, mantenerla cerrada para que no entraran moscas, y según el libros : demonios sin dientes. Sonreí porque, por el momento, pensaba que solo eran sueños, algunos despierta y otros dormida, pero nada real como para centrarme en ellos. Lo único que echaba de menos: las palabras de mi árbol, aunque fueran mera ilusión y no hubiera ninguna Hada, pero simplemente el sentir el calor hacía que no derramase esa noche una lágrima, que es lo que pasa cuando ves que las cosas se tuercen, y hay que sacar fuerzas para enderezarlas, para creer en una y en lo que se sabe por naturaleza o por lecciones dadas. Y volví a rezar, creo que por soledad, y cuando cerré la boca, miré a la Luna, que era una sola, no dos como me mostró Arturo, que más que Príncipe parecía un ser hiriente. Dejé la boca abierta, por si se repetía el sueño, y me daba alguna pista más para los posibles acontecimientos. No vi ningún humo, y quizás por ser verano, no tenía frío, por lo que dormí desnuda, un placer más para poder disfrutarlo, por el momento: sola. Pero era joven y, en ocasiones, ardiente en deseos, pocas pero alguna vez había ese sentimiento, porque ya conocía el placer, y no se olvida ni el comienzo. Me sentía casi en volandas, relajada, amansada, liberada, y entré en el sueño: paseaba con el Jefe por el Bosque, cuando me encontré sola frente a un lobo desafiante, quien al mirarle a los ojos, salió huyendo. Seguimos un camino algo lioso, parecía más bien el de un laberinto, que nos llevó ante una casa de madera, grande pero discreta, con una valla pequeña, y con el final del camino en su puerta. La abrí, era toda de roble y telas, se entraba directamente al comedor, con muebles hechos de una sola pieza, con la mesa puesta de forma muy coqueta, y con porcelana fina. Fui hacía la parte de atrás, puse una de las tazas, en la mesa, supongo que se había caído por algún tropiezo, aunque no estaba rota. Abrí otra puerta, y había un gran lago, con sirenas, con Ninfas y Hadas como las de mis luciérnagas. Entonces una se acercó volando al oído, y dijo: “¡ Corre antes de que haya mayores reprimendas!”. Me desperté contenta, había sido un sueño bonito, y acompañada por quien debiera, a pesar de que la última frase no la comprendía, o no quería, porque tenía techo, y no sabía dónde sería la siguiente litera. Fue la primera vez que dude del Jefe, hacía mucho que no sabía de él, y como hombre tenía la necesidad de verme, a no ser que le estuvieran haciendo por ahí favores. Cambió la expresión de la cara, y me entró, junto la duda, la rabia, intenté convencerme de que me quería, que no era un juego de adolescentes, pero en mi interior sabía que algo pasaba, porque no había ni una nota, ni unas palabras para recordar al ausente. Toqué mi vientre, y pensé en la bondad humana, si es que existía en las nuevas paredes, y volví a decidir ser aún más esclava, servir para todo lo que hiciera falta, para que hubiera un hueco en esta morada, Se me olvidaron las palabras de mi madre, ella no me acompañaba, y yo estaba sola para luchar contra muchas batallas, y si me tenía que hacer la tonta para ahorrarme fuerzas innecesarias, lo haría porque no es el más listo el que está todo el día peleando, sino el que se ahorra guerras innecesarias. Haría caso a mi madre, pero tenía que adaptar sus palabras a mis circunstancias, porque no es todo blanco o negro, hay más colores en El Firmamento. Pasaron los días sin muchos acontecimientos, mientras crecía mi vientre. Sabía que era joven e irregular, pero había una posibilidad de saber si estaba esperando un hijo, o quizás estaba mala, porque no tenía nauseas, ni me mareaba. Un día cualquiera, sin esperar fechas importantes, ni la suerte ni la mala, decidí hacerme la prueba, pero sin matar ninguna rana. Puse la primera orina de la mañana en un recipiente, y dejé que se enfriara, eché dos gotas de aceite separadas, para ver si al cabo del tiempo se juntaban. Mientras hice el boceto de un camisón para la Condesa, sería mi regalo de cumpleaños, porque sabía que se aproximaba, y las medidas las saque de uno antiguo que me dio, y guarde como ajuar, por si me casaba, aún tenía ilusiones de ser dueña de mi propia casa. Transcurrió el tiempo, fui a ver las gotas de aceite y no se unieron, dando a entender que no estaba embarazada. No convencida, porque sabía que en mi vientre algo pasaba, cogí la orina, después de no haber ido a los establos durando tres horas, y la coloqué en un recipiente pequeño, creo que alguien me vio, pero no me dio tiempo a reconocerlo. Me lo llevé al cuarto, y puse una de mis agujas más nuevas; si aparecía oxidada a la mañana siguiente, sería que estaría esperando un retoño en mi vientre, pero había que esperar. No dormí, por lo que me puse a leer el libro, y me estaba dando un poco de respeto, porque contaba cosas horribles de las Brujas, sin que apareciese ninguna buena Hada. Daban miedo los castigos, sus juegos y su oscuro mundo, pero quería descubrir qué es lo que les pasaría, porque aunque me habían identificado como una de ellas, no me veía ningún parecido con lo que contaban en esas páginas tan extrañas. Curiosamente en un papel que había escrito ponía el nombre de una curandera, supongo que sería para protegerla, no para acusarla porque practicaba ritos para perder a tus hijos, si lo deseabas, con artemisa, aní e hinojo. Nunca haría eso, porque yo era una hija no deseada, y a pesar de eso, como tantas veces cuento, aunque no tuviera ni madre ni abuelos, tenía la vida, que era un privilegio. Salió el Sol, y me dio en la cara, creo que tenía ese juego con él, porque pensaba que si tenía vida, también llevaba sentimientos en su especial alma. Fui a ver mi gran aguja, la que no me pincharía para entrar en un profundo sueño, porque no estaba oxidada, por lo que no habría ninguna infección, si estuviera en mi cuerpo. No estaba ni contenta ni triste, solo que aún tenía un acertijo, pues algo pasaba en mi cuerpo, y si no era eso, no sabía que planta utilizar si apareciesen dolores, que no era el caso, y era mi mayor consuelo. Llamaron a la puerta muy fuerte, y con voz rotunda, sin respetar mi edad, que no era muy avanzada, dijo:” Wasim ha muerto”. No supe que hacer, ni que decir, me senté en la cama, y con ese mismo sol, cerré los ojos, dándome la oscuridad que trae el desconcierto. Me puse en postura fetal, ya olvidada, pero que se merecía el acontecimiento, y dejé pasar las horas, hasta que me dio hambre, cada vez en menos tiempo. Fui a ver a la Condesa, quería permiso para salir de mi especie de convento, a lo que aceptó sin problemas, porque entendía el dolor cuando un familiar moría, porque para mí era eso, quien me dio calor y sabiduría, no se podía pedir más de un abuelo. Entré en el Hogar que reconocí por sus olores, colores y festejos. Omar me abrió sin muestras de mucho dolor, ni aspavientos. Era su cultura: no ser exagerados en los sentimientos, por lo menos al descubierto. Todos los demás estaban al lado del cuerpo, llegué para el amortajamiento, y aunque no me dio tiempo a participar en el baño, si pude ver como lo envolvían en una tela blanca, por lo menos de dos metros. Lo llevamos al salón en una caja, allí recibió unas oraciones y honras, por su valor en esa especie de pueblo. Estaban todos, hasta el Herrero, con quien tenía largas conversaciones, porque no todos podían seguir al abuelo. Nadie me dijo nada, ni un hola, ni cómo estás, supongo que el dolor no dejaba pensar, y tampoco era el momento, porque aunque era mayor, fue por el corazón, y no dio tiempo ni a un adiós, ni siquiera a un hasta luego. Anduve detrás de todos, sola, se suponía que ya no era una de ellos, y fue cuando vi al Jefe, cuando lo descubrí andando junto a una joven, y la verdad me entraron celos, pero tampoco era el momento de escenas, ni de la rabia, cuando no tienes un hombro, ni en los peores momentos. Pusieron el cuerpo en la Tierra, donde todos los cristianos iban después de morir, si es que habían tenido buen sustento, pero acostado del lado derecho, y con la cara mirando hacia la Meca, porque él tampoco era uno de ellos. Dijeron las mismas oraciones que en el salón, mientras yo repetía los míos de las noches oscuras y sin amuleto. Entonces se acercó el Jefe, para darme un pañuelo. Me dio una explicación diciendo que , desde la muerte de su padre, tenía que hacerse cargo de todo, y que esa joven era su prima, quien había venido una temporada para recuperarse de unas fiebres. No sabía si creerle, pero nunca me había mentido, solo había tenido gestos bonitos. También me prometió ir a verme, a estar cerca de mí cuando supiera que todo andaba bien con sus nuevos deberes. Le cogí la mano a escondidas, no había que mostrar nada, pero le estaba mendigando una caricia que me hacía falta, y nadie me la daba. Me apretó la mano, y volvió al lado de esa muchacha, de la misma edad y guapa. No lo niego, sentí miedo al rechazo, incluso pensé que me lo merecía porque había tenido un coqueteo,¡ pero es que todo en mí debía ser castigado, no podía relajarme y cometer los errores de la juventud, que dicen todos que son un poco salvajes!. Cuando terminó todo, cada uno fue por un camino diferente, no fueron a casa, porque yo así la llamaba. Los miré como pidiendo dejar dormir una vez más en el zaguán, pero me había ido de ellos, y no había un intermedio, sino un adiós donde no reinaba el remordimiento. No fui al Castillo, me adentré en el Bosque, y cerré los ojos reclamando uno de esos últimos sueños, porque además de ser bonitos, me evadían de la realdad, donde a veces reinaba muchos deseos, donde en ocasiones no me gustaba estar, y menos en soledad. Así que caminé erguida, como me dijo mi madre, a escondidas, y cerré los ojos reclamando a seres infernales, porque es así como los llamaba el libro, aunque tuvieran alas, y llevasen a sus espaldas altares. No pasó nada, y llegué a oscuras al Pantano, lleno cada vez de más matorrales. Me senté bajo el árbol, y dormí durante un rato de una forma agradable. Ya casi despierta, alguien me abrazó, dude de su mano, y de si era el Príncipe arrogante. Mientras me decía a mí misma que si pensaba en él, no serían pensamientos sanos. Me incorporé, y vi que era el Jefe, quien me vio entrar en el Bosque, y sabía dónde encontrarme. No dije nada, solo cogí su mano, y la puse sujetando mi pecho izquierdo, donde estaba mi corazón, sin realmente saberlo. Me apartó el pelo de la nuca, y me dio un apasionado beso. Me giró, me levantó la falda, e hice el amor con necesidad, más que con deseo. Tuve caricias, tuve amor con consuelo, y llegué al Climax sin saber otra vez muy bien qué era eso, pero me relajó tanto, que no tenía necesidad de pedir nada, solo de apoyar mi cara en su pecho, y sin darme tiempo a sentir la felicidad cuando se siente una querida, sin ataduras ni remordimientos. Me dijo que se tenía que ir, que no debían notar la ausencia en su casa, que aún estaba de luto, y que no comían, sin que después de las bendiciones, él no diera la autorización para mojar en la salsa, que cada vez era menos espesa y de menos abundancia. Me levanté rápidamente, porque pensaba que algo escondía, que actuaba de una forma rara, el negó con la cabeza, y aclaró, sin yo decir nada, que dejase de pensar cosas extrañas, que me quería desde que me vio, y que nadie ni nada lo apartaría de mi vida, aunque ahora no tuviera mucho valor, pues en su calzado se notaba. Ya no brillaban tanto, ni tenían una suela buena, ni cordones para atarlo, pero la elegancia no la había perdido, y estaba segura que pronto sería yo la que llevara una buenas babuchas, que dejaría de ir casi descalza. Me giré para no ver como se iba, y decidí dormí otra vez, me había dejado relajada, aún quedaba mucho para que levantasen el puente y para que cerrasen la puerta del Castillo, aunque siempre estaría la de atrás, si es que mi animalillos me la mostraban. No sé el tiempo que pasó hasta que volví a sentir como me subían la falda, sin abrir los ojos sabía que no era él, porque la delicadeza no aparecía en los arañazos que me dejaba. Los abrí cuando quise notar algo entre mi falda, y vi a dos hombres, uno sujetándome las manos y otro tapándome la cara mientras su miembro mandaba. No dejé de pelear, como en el resto de mi vida, no dejé de gritar, por si los lobos me escuchaban, y así fue, aparecieron dos sin que ellos se percataran. Pero me desmayé al sentirlo dentro de mi alma, sin permiso y con mucha arrogancia. Me desperté cuando se cayó encima de mí, porque una daga con esmeraldas lo atravesaba. Entonces la Gitana amiga lo quitó de encima, sin decir palabra, solo cogiéndome de la mano, y con gestos pidiéndome que me levantara, advirtiendo que el otro se había marchado al ver a los lobos como amenazaban. Arrancó el arma de su cuerpo, y le rajó el cuello porque una pequeña culebra tenía en su adentro. Salió viva y ella la quemó sin utilizar ninguna piedra para animar el fuego, solo diciendo tres palabras mientras la miraba: “Ardeo, Arsi, Arsum”. No comprendía qué era lo que pasaba, pero desde hacía tiempo no paraban de pasarme cosas extrañas, por lo que fui obediente, como me habían enseñado, y dejé que otra vez me mandaran. “ Es discípulo del Mago, y no del bueno sino del malo. Con esa culebra dentro hace atrocidades sin remordimientos, a quien sea y a quien pueda, si es que no le paran con amuletos”. Me dio una bolsa con hierbas y especies, aclarando: “¡ese es el tuyo, ahuyentaran a los hombres con malos pensamientos, si lo llevas entre tus pechos” Me lo colgué del cuello, no debía dudar ni de sus cuentos, ni de sus adivinanzas, ni del amuleto, ni de nada que diera con sus manos, las que me habían salvado del odiado encuentro. Me dijo que fuera con ella, que me enseñarían donde estaban mis restantes hermanas. No me gustó su secreto, porque sabía que no eran eso, y que me estaba liando para su suerte, no para un futuro de ensueño. Me llevó a una nueva cueva, donde estaban encendiendo el fuego, y como parecía costumbre, encendido con la mirada, no con las piedras, como era lo normal desde siempre. Me sentaron al lado de la más anciana, mientras cantaban semidesnudas, y casi levitaban alrededor de la improvisada hoguera. No sabía qué hacer, y menos cuando empezaron a chillar cantando, de una forma estridente, y las contestaban, más fuerte aún, desde fuera de la cueva, supongo que otras Brujas, porque eso era lo que eran, lo sabía por los dibujos del libro, y por ese color negro que las protegía de las tinieblas. Dejaron de moverse, y se sentaron en ese círculo que algo decía, y no sabía leer entre dientes. La anciana me preguntó si tenía algún problema, y yo no sabía decirle cual, porque aún estaba asustada del intento de violación. Ella me tocó el pelo, hacía tiempo que no lo hacían, era la forma más bonita en la que sentía el calor humano. Entonces cogió algunas hierbas que tenía en su mano y las echó al fuego, por lo que casi veo de nuevo las estrellas, porque algo salió ardiendo. Sin darme cuenta me bajó el vestido, y se vio mi hombro, era un símbolo de seducción pero no era eso lo que buscaba, quería descubrir el lunar que tenía. Me miró y dijo : “ esa es tu señal de fortaleza, siempre ganarás las batallas, aunque estés lejos, aunque seas una vieja cascarrabias”. Me tapé el hombro, y seguidamente. Me tocó el que tenía encima del labio, exclamando “ este es el símbolo de tu vanidad”, después tocó el de la nariz, y advirtió “ aunque crean que este el nuestro símbolo, éste solo explica tu sensibilidad artística; el que te marca como una de nosotros: es el que tienes escondido en el lado derecho de tu bosque particular”. Ahí me asusté, porque nadie lo había descubierto, ni el Jefe, solo quien me bañó de niña, y eso estaba lejos. Me levanté, y ella me sentó diciendo que aún no había acabado, que era solo el comienzo de nuestros encuentros. Aparecieron lobos en la puerta, advirtiéndome que no les tenía que tener miedo, que ya eran mis siervos, si sabía darles órdenes, mirándoles a los ojos sin titubeos. Todas empezaron a mecerse cantando suavemente una especie de nana, dejando atrás los chillidos tan desagradables que conocí como una especie de lenguaje. Entonces me dijo un hechizo, o eso me advirtió con remilgos:” Coge una vela de color naranja, mucho mejor si la haces tú, ponla con un ramo de flores en la entrada de tu morada, y deja que la vela se consuma, atraerá una vida llena de luz, que aún no te falta, quizás más adelante la necesites, por aún no estar acompañada”. Me levanté totalmente asustada, guardando en mi memoria las palabras escuchadas por si me hiciesen falta, pero queriéndome ir de allí, despacio, sin mirar esos pechos que no tapaban. Salí de la cueva, como me dijo, quitando a los lobos de la entrada con una sola palabra, sin vacilar, aunque me entraran ganas, y cuando dejé de sentirlas, corrí despavorida hacia el Castillo, mi actual casa, con la esperanza de encontrarme la puerta abierta, y de abrazar a mi almohada, la única que me protegía de los peligros que me rodeaban. Llegué pronto, e hice lo que dije, me tumbé en la cama, y abracé a mi consuelo de lágrimas. No estaba triste, estaba asustada, no sabía cómo me había metido en ese lío, pero estaba claro que me querían introducir en el Mundo Oscuro. Pero por otra parte, no las veía malas, sí diferentes, y la verdad que poco humanas, porque valoraban más otras cosas que la riqueza y la lujuria, que las acompañaban. Recordé mi tranquila infancia, la que me daba fuerza, porque conocí la felicidad sin darme cuenta de que todos no la tienen, aunque a mí algo me faltara. Y a pesar de lo vivido en las horas pasadas, llegué a la conclusión que la vida avanza, y hay que dejar atrás las malas vivencias, para descansar tranquila, y seguir con lo que la vida nos depara. Así que rápidamente me deshice de lo pasado en el subconsciente, y al ver mi caja de hierbas, decidí dar un repaso, pues quería saber si algo se me olvidaba por la falta de práctica, y a la vez entretenerme para dejar los cuentos, y no precisamente de Hadas. Estaban muy bien colocadas, como todo lo que hacía Wasim, era casi perfecto, no hacía falta tocarlas. Tenían una tela anudada guardándolas, y por el olor las reconocía, y quería saber para qué servían tantas ramas, si las recordaba. Cogí la primera, la olí, comencé un ritual, y la identifiqué: ´”Verbasco”, para las afecciones respiratorias. La Segunda “Árnica”, para el dolor y como cataplasma. La tercera “Manzanilla”, trastornos digestivos, infección ocular, acné, aclara el cabello, cura heridas superficiales. La cuarta “ Verbena”: purgante, ahí sonreí, ¡ qué mala!. La quinta “ Aloe Vera” antiinflamatoria, para quemaduras como cataplasma, y como infusión depurativa. La sexta “ El Romero” para la anemia, parar el flujo menstrual, impotencia e incluso mejora la memoria. Miré por encima las restantes, y dije: “ No he olvidado nada”. En una esquina estaban los aceites que había elaborado con algunas plantas, y el primero que levanté fue el “ Aceite de Ricino”, que provocaba el parto…Me quedé mirándolo, examinándolo, como si planease algo, sin saber muy bien el qué, pero que podía ser el comienzo de algo. Lo olí para confirmar si estaba bien, y lo cerré, sujetándolo en mi mano, mirando hacia la Luna y quizás improvisando. Esa especie de meditación duró hasta que el gato, que entró por la ventana, se colocó en mi falda. Sonreí, lo acaricié e incluso lo aplasté entre mi pecho, como si fuese un bebé hambriento. Se dejó, creo que le hacían falta unas caricias, como a mí, pues la calle es muy dura, y más si andas sola por las barricadas. Sonó la puerta, era mi ama. Había venido expresamente para ver cómo me encontraba. Era casi de noche, aunque la Luna hacía tiempo que estaba levantada. Se sentó en la cama, y el gato salió por donde entró, por donde nadie es capaz, por las alturas tomadas. Me tocó el pelo, lo agradecía como se hace cuando te dan amor por asistir a un entierro. Estuvimos un tiempo calladas, no era mi hermana, era Catalina, la hija de la Condesa, a quien debía obedecer, si es que me mandara que me callara. Miró por la ventana, y con voz dulce, como recordando algo, me preguntó: ¿conoces las fases de la Luna?, negué con la cabeza, y ella contestó que se lo enseñó Arturo en su última visita, según ella porque la adoraba. Sonreí, y dejé que hablara. Esta la Luna Creciente, Menguante, Nueva, y la Negra .¿ Sabrías identificar ésta?, preguntó. Y dije que creía que era la Creciente, ella asintió, y me advirtió que era cuando más se incrementa la Magia, aunque no supiera donde estaba. Recordé el libro, creí ver que había un capítulo sobre eso, y decidí que cuando se marchase lo leería para descubrir que ponía de las restantes. Contesté que cuanto sabía Arturo de todo, y ella dijo:” es tan apuesto que no le hace falta saber que hay más allá delante de su espada, pero sí que sabe mucho de la Magia, pues es el séptimo hijo varón después de muchas hermanas, por lo que según la tradición, además de futuro Rey, será Brujo, si es que la Luna lo acompaña”. Se rio echándose hacia atrás, “tonterías de las viejas de la Aldea, pero creo que a él le da miedo pensar que dentro de su cuerpo hay Magia, y de la mala”. Fue lo último que dijo antes de cerrar la puerta y mirarme con maldad, la que ya sabemos que hay entre las mujeres cuando quieres espantarlas. Me quedé pensativa, y concluí que lo único que era cierto es que iba a ser Rey, y que era apuesto, lo otro parecía un cuento, y por supuesto: no tenía nadie que me lo confirmara. Cuando se marchó, me di cuenta que no me había preguntado cómo estaba, pero supuse que se lo imaginaba, y entonces pensé que decidiría hacer mi vida como si no hubiera ocurrido nada, tenía que continuar ahí, hasta que el Jefe me desposara, y no sabía cuánto quedaba. Me iba a disponer a dormir, pero me entró la duda de lo de la Luna, y cogí el Libro de debajo del colchón, donde estaba a salvo de las malas. Busqué el capítulo, donde había un dibujo de su significado en cada una de las fases, y pude adivinar qué era lo que pasaba. Efectivamente La Creciente era donde la Magia se incrementaba y se desarrollaba. La Menguante donde todo disminuye o termina. La Nueva donde todo comienza. La Negra ( tres días y medio antes de la Nueva), cuando no es visible, por lo que es el momento de descanso y reflexión de los seres mágicos, era su momento de meditación, no para los hechizos ni otras peripecias. Cerré el libro, que de cosas ponía, todas interesantes, pero también traicioneras, porque te hacía creer en lo que no veías, pero si se siente, si es que eres sensible ante tanta quimera. Coloqué el libro en su sitio, ya casi se me había olvidado el motivo por el que salí ese día del Castillo, porque no me había ni lavado. Pero así es la vida, cuando alguien se va por anciano, se acepta, se deja paso al otro día, porque él dejó en La Tierra lo que pudo, para no morir entre los que lo amamos. Dormí tranquila, a pesar del Cementerio, de la Cueva y de la Luna, porque si algo es de una: es la Conciencia para dormir relajada, sin hacer caso de nada que pueda estropear la almohada donde se descansa. Y justo cuando iba a entrar en el sueño profundo, con voz alta dije:” el libro no dice nada de las Dos Lunas que vi junto a Arturo, ni me lo explicó el ama”. Y dormí después de la reflexión, de las voces de las Brujas, y con la esperanza de encontrarme alguna Hada, mientras en la cama yacía, como cualquier Princesa Embrujada. No había amanecido, cuando se escucharon gritos de los soldados, estaban apresando a un joven que había saltado, sin saber cómo, la muralla y estaba en el tejado. Me asomé por la ventana, nunca pensé que fuera algún conocido, más bien algún enemigo que por los tributos injustos dados, quería vengarse por no tener cada noche ni un bocado que llevarse al estómago, mientras nosotros comíamos carne con gran desparpajo. Ahí fue cuando me volvió a entrar el miedo de ser echada, de no tener techo ,entonces decidí volver a ser una criada sumisa, disimulando cualidades para llevar una vida tranquila, y poder seguir tomando esa carne magra. Ya solo se escuchaba el hierro de los soldados al andar, además de que habían necesitados varias armas para cazarle, porque es lo que se hace al hombre que no caza, o eres cazador o presa de los que mandan. Se lo llevaron a las mazmorras, eso creí escuchar antes de volver a acostarme, aunque no pude dormir, pero si me relajé pensando en lo tranquila que se está, cuando no tienes en la cabeza a ningún amante; pero es lo que necesita la vida para ser disfrutada: Pasión y Ganas, y yo las echaba en cada tela bordada. Sonreí porque quería convencerme de que no necesitaba ser querida, ni amada, pero es una Ley en la vida recibir el calor humano para no llorar solo por las desgracias encontradas, y a su vez poder festejar con quien amas todas las alegrías dadas. Así que simplemente me dediqué a jugar descalza, a colocar las telas, a bailar con la almohada, porque de algunas canciones me acordaba, y aunque me hubiesen querido violar, una daga fue mi espada. Y a pesar de todo estaba contenta por estar en el Castillo, por tener una rutina a la que agarrarme, y no ser presa de ninguna fiera, que en la soledad de la calle, por nada se siente provocada. No era la hora, pero quizás podría desayudar mientras no fuese reclamada, porque el día anterior no probé bocado, y mi estómago una miga de pan reclamaba. Allí me volví a estrujar con los pechos de la cocinera, que me daba el amor de una ausente madre, y aunque había crecido, eso siempre lo echaría en falta. Me puso el desayuno sin tener que pedirle nada, y mientras tomaba un poco de leche con pan mojado, me contaron, sin saber ellos nada, que el hijo del antiguo Mercader de la Aldea fue cogido prisionero porque quiso entrar en los aposentos, sin tener todos claro el motivo de tal atrevimiento. Abrí los ojos, más bien iban a salirse de la cara, y no pude tomar ni una miga más, ni una cucharada, cuando me levanté sin dar explicaciones, e hice como para dirigirme a las rejas que a mi amado apresaban. Mientras andaba con esa dirección, me crucé con unos cuantos soldados, por lo que reaccioné y pensé que la forma mejor para sacarlo era llevarle pan y agua, como a cualquier esclavo, y esconder, como era normal, un cuchillo para que se quitase las cadenas que lo ataban, y saliese triunfante por la ventana. Me volví a la cocina, todos me preguntaron qué era lo que me pasaba, no contesté, solo cogí lo que mi mente quería, y marché por el mismo camino, que estaba vez si tenía un destino claro. Saludé a todos los soldados, como era temprano, di los buenos días agachando la cabeza para no ruborizarme por ser otra prisionera sin rejas, ya que no obedecía a los que lo ataron. Llegué hasta las puertas de las mazmorras, y dije que quería dar comida al capturado, no hubo impedimento, porque realmente no había hecho nada, solo una travesura madura, porque a él le habían salido canas, después de hacerse cargo de su casa. Cuando me vio, se levantó sin decir mi nombre, disimulando, pues era el hombre más inteligente que había conocido con mi edad, y supe que tendría una reacción acertada. Le di su herramienta tapada, y dibujé un corazón con mi sonrisa, la que el rozó mientras nadie lo miraba. No dijimos nada, pero sabía que había venido por mí, lo que no entendía era por qué a esas horas donde ni siquiera el alba llamaba. Me despedí rozándole la mano, ni un gesto más que me delatara, y cerré la puerta tras el soldado, porque quería que estuviera tranquilo para salir de allí, sin muchas trampas. Hablé un poco con el guardian, le pregunté si iba a los Torneos, y si conocía a algún Caballero, por lo que comencé una conversación para él cercana, y durante unos minutos no lo dejé tranquilo, por si mi amigo tenía que hacer ruidos en la escapada. Me fui a mi aposentos despacio, como esperando el aviso de algo, y no fue así, no pasó nada en largo rato, después fui reclamada por el Conde para que hablara en nombre del Mercader, porque sabía que lo conocía. Llegué pronto a la habitación donde pasaba mayores ratos, donde extendía los mapas de las posibles cruzadas, donde se reunía con los demás nobles, donde comía, si hacía falta. Y cuando fui presentada, allí estaba el Jefe con la cabeza baja. Un soldado me puso a su lado, y rápidamente me preguntaron si sabía qué era lo que había pasado. Se hizo un breve resumen de lo sucedido con el bandido, nada de las Brujas, ni de la cueva. Lo que confirmé, y señalé las heridas al ser sujetada. El Conde lo miró con ternura, y le dijo que podía abrazarme, así lo hizo, como si realmente me hubiera pasado algo. Entonces mi Señor me explicó que se había enterado y que quería verme, por eso entró de noche en el Castillo, no podía esperar a que el sol reluciese. Le cogí la mano, y me dio un beso, regañándome por quedarme sola en el Bosque tanto rato. Nos dejó marchar hacia las cabellerizas, donde tendríamos algo de intimidad, ya que a mi alcoba no estaba permitido llevarle. Nos tumbamos en la paja, e hicimos el amor como antaño, con sosiego, con ternura, con el éxtasis que él siempre me daba, porque era lo más cercano a la felicidad que conocía, al sentirme querida por sus caricias tan apretadas. Él se tumbó boca arriba, con las manos detrás de la cabeza, fuerte y viril, como sabiendo que había hecho una buena faena. Le dije que no viniera al Castillo sin llamar a la puerta, que me traería problemas. Me miró tocándome la trenza, y aclaró que ya mismo me iría con él, porque su casa, aunque de gente estaba llena, habría cabida para la mujer del hombre que traería el pan como ofrenda. Le miré incrédula, el asintió diciendo que iría antes de que terminase el verano, que nos casaría un cura cristiano, que estaba hablado. También pidió que tuviera el vestido preparado, porque sería de forma improvisada, para evitar escándalos, vaya que su familia se opusiera por querer casarle con la prima que no se iba, y aunque la quería, no era de la forma que le había sido impuesta. Pensaba que el Conde, después de como se había portado, seguro que me dejaría ir sin reprimendas, que luego sería su mujer, tendríamos hijos, y seguiríamos haciendo el amor con el primer día cerca del árbol. Cuando menciono los hijos, toqué el vientre que salía casi de la tela que me rodeaba la entrepierna, pero me convencía que sería otra cosa, aunque en mi la duda existiera, porque desde siempre se había dicho que cada uno conoce su cuerpo, y lo que de él se alimenta. Cerré los ojos, esperaba que todo se solucionase después de la boda, no quería trucarle sus planes, que eran correctos, solo que los hijos vendrían en el invierno, antes de lo supuesto. Se levantó casi volando, y dijo que debía marchar, que no podía hacer más el holgazán, mañana tendría su primer viaje, tenía todas mercancías puestas en el carro. Me pidió más cojines, pero para su trasero, para no tener un asiento duro porque el viaje era incierto, y tenía que volver cuando estuviese vacío, incluso dormir sobre él, si es que tenía que marchar a más tierras lejanas. Le dije que lo haría esta noche, que sería mi regalo de boda, que podría ponérselo si quería entre las piernas. Me dio un empujón y me pellizco mi pecho, diciendo que solo sería eso lo que querría en su cuerpo. Nos dimos un beso, y me fui hacia el Castillo, suponía que había sido demasiado grande mi descanso. Fui a ver a la Condesa, quien me miró con desaprobación, diciendo que una mujer no va sola al Bosque. Afirmé diciendo que no volvería a pasar, que había escarmentado. Me pidió que hiciera unas nuevas cortinas para la cama de Catalina, a juego con otra nueva colcha que también debía confeccionar. La que tenía era muy infantil, no apropiada si el Príncipe quería visitarla. Sonreí por dentro, porque él no visitaba ningún aposento, iban al suyo para luego echarlas, y seguir durmiendo. No parecía engreído a pesar de ser apuesto, pero era noble, y como la mayoría, se creía con una serie de derechos, que no se acercaban a los de mi Jefe, quien para mí era moreno, galante y honesto. Me enseñaron unas telas dobles, mientras pensaba como iba a coser eso tan grueso, pero me las apañaría, aunque tuviera que sacar de las reliquias de Yelena, que seguro que alguna aguja tenía para tan preciado ajuar incorrecto, por lo menos en el motivo de su diseño. Elegí otra vez la de flores con margaritas en el centro, pensaba que eran juveniles, la otra la veía como para su abuela, y la quería, a pesar de sus maldades de mujer celosa. No podía llevar la tela, así que me dijeron que me fuera para el cuarto, que me las llevarían, que no había una fecha exacta para tenerla terminada, pero que hasta que no lo hiciera, no estarían tranquilas, por si la visita llegaba. Tenía hambre y cogí un trozo de pan, que siempre guardaba con la caja de hierbas, le daba aún más aroma. No era suficiente, pero no era la hora de la comida, así que debía de esperar mientras cosía. Me senté en un taburete, cómodo, como los que Catalina utilizaba para tocar el órgano, estiré la espalda y vi subir el sol, dándome otra vez en la cara. Recordé la sensación de la primera vez que sentí su calor en el comienzo de mi existencia, lo tenía grabado en una parte de mi memoria, para no olvidar que, gracias a él, puede seguir viviendo con ese amor que tenía hacía todo lo bueno de la vida. Cogí los útiles de Yelena, y efectivamente había una aguja gruesa, tendría que tener cuidado de que no se partiera, no podría seguir, así que nada de prisas, y mucho mimo en esta pantomima. Dejé atrás las telas que me habían traído, porque pesaban, y de un retal me puse a confeccionar el cojín para mi príncipe particular, el que me apagaba cuando estaba en llamas, cuando había peligro de caer deprimida por pensar que a nadie le importaba. Decidí hacerle uno sencillo, con un cordón por los bordes, pero que no tuviera nada que le molestase al sentarse. Sería grande, nada de miserias para mi futuro marido. Lo terminé rápidamente, casi sin darme cuenta, y buscando la lana para meterlo dentro, me acordé de la Mesta, de la primera vez que vi al Conde, de cómo había cambiado hasta mi vestimenta, mejor pero aún sin lucirse, porque no tenía con quien pasear los días de fiesta. Bajé la mirada y la cabeza, me entró un poco de melancolía, y de rabia por no haber logrado tener mi propia casa, no lo pensé cuando me marché, no creía en la maldad humana que Umara me contaba, no conocía los peligros de la noche, de la soledad y de la envidia dispuesta a matar a quien la interrumpiera. Pasé de no conocer la Maldad, a tenerla como familia más cercana, quien mató a mi ambición, permaneciendo solo la de un colchón que compartir con alguien que me quisiera; y volví a recordar las palabras del Jefe, de que todo se acercaba, que comprendería lo que me pasaba, si es que las dudas, a pesar de tener la menstruación, fueran ciertas. Sabía que me quería, y que se parecerían a él, porque sus genes eran más fuertes que los míos. Suspiré, miré el cojín acabado, me senté encima para comprobar si estaría cómodo, y así fue, una buena creación para mi amado. Seguía con hambre, me atreví a bajar a la cocina, aún no estaban separadas las sobras como para comer algo del día, pero seguro que habría algo para llevarme al cuarto, la cocinera me mimaba como antes de ser muchacha. Bajé bailando, disimulando mi nostalgia, y le pregunté al oído, a mi madre suplementada, si podría coger algo de la despensa, porque aún quedaba para sentarme a la mesa. Me miró mal, pero fue conmigo y me dio, como a los niños, leche con galletas, algo que saciaba todo el hambre y el antojo de dulce que tenía, y mientras las devoraba, me observaba extrañada de mi prisa al comerlas. Terminé, me limpie la cara y dije que dentro de tres horas aproximadamente me sentaría a su lado, y que nada de quitarme el plato, que el hambre seguía, aunque hubiera sido disimulado. Subí al cuarto, estaba cansada, demasiado, quizás por haber hecho el amor sin haber desayunado, respiré profundamente, y me tumbé en la cama, no había prisa para esas cortinas y colcha, las haría despacio, porque me había dado cuenta que al príncipe le gustaban bien hechas, y Catalina aún estaba delgada, ni tenía formas, ni tetas, ni caderas, ni carnes donde el clavar su otra pierna. Seguro que le gustaría, o eso pensaba, pero cuando fuera mujer, no una muchacha aún no desarrollada. Me tumbé del lado izquierdo, solo porque dicen que se evita los mareos, no era por ningún sortilegio. Y recordé lo que viví en la cueva, que más que miedo me daba rabia, porque querían que fuera una de ellas, y no tenía ganas de tantas batallas, quería dormir tranquila y coser, si es que en mi casa hiciera falta, pero nada de salir de noche cuando la Luna se levanta. Cerré los ojos, durante mucho tiempo dormí tranquila, como hacía tiempo. Entonces en el sueño apareció la imagen del Príncipe y yo viendo el Firmamento, de las dos Lunas, de mi traje medio rasgado; en solo un par de segundos, surgieron muchas imágenes y ninguna me gustaban, por lo que me levanté casi vomitando. Lo hice, y solo quise pensar que me había sentado mal comer con tanta ansia, aunque en el fondo sabía que el día se aproximaba, que si esa era la fecha, quedaba poco para alumbrar, que sería mi mayor felicidad, pero temía por su color de pelo, de que el Jefe no fuera su dueño, que se descubriese, y que con ello se acabase un futuro de ensueño. Suspiré mientras me recogía el pelo para que no se manchase, quería pensar que el Príncipe no iba a ser tan traicionero, que todo iría bien, pero esperaría a que estuviéramos juntos para descubrir mi secreto, porque no era seguro, y porque no tenía que destruir su sueño. Las semanas transcurrieron con simples acciones: cosiendo, vomitando, y rezando, porque hacía meses que no lo hacía, y no por tener un mayor consuelo, sino porque no me daba tiempo, pero desde la primera señal de mi estado, lo hacía como cuando era niña, todas las noches para llorar a alguien a quien no tenía que esconder el motivo de mi rabia. Me había hecho una mujer fuerte, pero no era de mi agrado, a veces echaba de menos ser protegida, aunque no fuera por un buen compañero para cubrir los restantes deseos, echaba de menos no ser yo el sustento, echaba de menos dormir abrazada, echaba de menos compartir las migajas; pero como consuelo podría disponer de mi dinero, sin que nadie me lo quitara, sin tener que pedir permiso para gastarlo, aunque fuera en tonterías malas, pero era mío, y hacía con él lo que me diera la gana, incluso si pudiera, comprarme una casa. Había visto mujeres viviendo solas, aunque no fueran muy guapas, no sería la única, pues una parte de mí decía que cabía la posibilidad de ser rechazada. A veces me entraba la duda, quizás hubiera sido mejor casarme con algún amigo musulmán, pero hubiese tenido que rechazar lo único que tenía como mío, lo que nadie me podía quitar, lo que me acogía sin ser expulsada: mi particular forma de llevar la religión, no a escondidas, ni obligada, y si tenía que rechazar mi único refugio en mi soledad, ¿qué me quedaría ?, quizás unas nuevas creencias, buenas para muchos, pero no era mi fiel compañera del alma. Así que miré a ese cielo que compartimos todos, y volé con la imaginación, convenciéndome que la elección fue la acertada para seguir viviendo con el único amor que no me rechazaría, a pesar de mis equivocaciones en esta tierra, un poco irreal, pero me hacía sentir bien, incluso con las tristezas encontradas. Así que seguí cosiendo, seguí haciendo lo que para otros no era posible hacer, y me sentía orgullosa, porque era bueno ser buena en algo con lo que lograr el sustento. Una mañana, cuando vi una vela encendida en una ventana, me acordé de la Gitana, recordando su blanca brujería, y pensé que para evitar problemas, podría realizar un hechizo, y no demorar que Catalina fuera casadera. Pues creía que si se casaba con el Príncipe y tenía descendencia, podría vivir más tranquila, incluso con mis hijos en el Castillo, si es que el Jefe no quisiera que con él me fuera. Así que cogí el libro, busqué algún sortilegio, e hice, dejando por un momento atrás las telas; lo mejor para vivir sin acoso, ni envidias, por las que se pensaban que podrían ser sus dueñas, un nombre común para todo el mundo que cree poseer hasta lo que vuela. Lo encontré: había que esperar a un Viernes por la noche que empezase una Luna Nueva, encender una vela blanca y colocarla en un soporte de cristal. Visualizar que la llama es una brillante llama del amor, que arde dentro del corazón de la persona que quieres que ame, y el soporte es el torso. Mientras se visualiza como arde la llama, debía creer que la pasión de esa persona crecía, en este caso, por Catalina. Debía pensar positivamente, y atraer la pasión hacia el calor de la llama, mientras se repite este conjuro: “ Que esta llama de la pasión arda dentro de tu corazón ( Arturo, Príncipe). De Catalina no te podrás separar, ni aunque estés en el mar, y el agua rodee vuestro fuego apasionado”. Se debía dejar que la vela se consuma sola, y repetir el hechizo durante las tres noches siguientes. Cerré el libro. ¡Lo haría!, no debía esperar nada, estaba empezando a creer en la Magia, más después de ver como quemó la culebra una Bruja con su mirada y unas palabras. Rocíe el cuarto con un poco de sal que me quedaba, por lo visto purificaba al alcoba, le hacía falta. Por el momento, eso sería suficiente para no dejar nada en manos del azar, que a veces nada más que traía desgracias. Me senté en la cama, no pensé en nada, solo en las noches que debería esperar para empezar mi primer acto de brujería, sin querer darle mucha importancia, porque no quería estar sola, pero tampoco quería ser perseguida por otras almas. Era mi alcoba, nadie entraba sin llamar a la puerta, y no iba a tener tan mala suerte de que la Condesa pensase que algo pasaba por ver una luz en la ventana, además si eso pasase, diría que es por el alma de mi madre, quien a veces la sentía lejos, quizás por no ir a visitarla. Dormí un largo rato, no pasó nada: mi rutina más preciada, mientras esperaba el nacimiento de la Luna como el agua de las montañas. Una mañana, que los Condes salieron a hacer una visita, me decidí ir al Pantano, y si me atrevía, me daría un baño, para apagar el fuego que a veces sentía. Y cuando debía escoger el camino para llevarme a él, me desvié y fui hacia el Pueblo Gitano, quería que me echaran las cartas, quizás me podrían aclarar algo, es lo que pasa cuando estás sola, te aferras a lo que te da alguna esperanza, aunque no sea la adecuada. El camino era verde, como el de un cuento de Hadas, había arbustos con su flor Celinda, Rosas, Violetas, Margaritas y por supuesto abetos acompañados de robles. Caminé segura, a pesar de haber vivido allí una pesadilla, pero sin saber porque estaba tranquila, como si los animales me protegiesen en cada aventura. Recordé al Ciervo, al Zorro y al Lobo, quien ya no me imponía, sabía amansarlo mirándole a los ojos. Llegué cansada, pero contenta, porque el carro, que me recordó al que me mostró en el cielo Arturo, estaba en el mismo sitio donde lo había dejado. Había cogido flores para mi adivina particular, y por supuesto, frutos en mi delantal. Llamé a la puerta y se abrió mostrándome como dormía bajo el embrujo del incienso. Me sonrió, ella siempre me estaba esperando. Preguntó si había visto bandidos, o alguien de poca confianza. Entonces negué con la cabeza, le puse mis ofrendas en la mesa, y cogí la baraja de cartas para mezclarla, adivinaba vagamente lo que había que hacer, aunque no fuera muy espabilada, porque se suponía que debía saber hasta echarlas. Las cogió, me dijo que cortara, me miró a los ojos con tristeza, pero con ese amor que existe cuando no eres rechazada. Hizo una cruz con ellas y me leyó las cartas: en medio puso al Rey de Oros explicando que en el centro de mi vida existirá o existe una persona noble de corazón, que no tenía que tener sangre azul, pero que brillaba por su trabajo, aunque no era muy guerrero, ni rápido para ganar batallas, tendría que pelear sola, tendría que ganar mis propias guerras. A la derecha puso el Seis de Oros, que me advertía de una pérdida material, de algo de valor para mí, pensé en mis hierbas y abrí los ojos al recordar el libro debajo del colchón, porque me traería problemas poseer lo que no se debe, pues estaba prohibida la Magia. Seguidamente apareció el Rey de Espada, que según ella se debía a una mujer con una inteligencia con maldad, no sana, y por tanto quizás fuera la que propiciaría el robo, porque estaba muy cerca de mí. Se fue al lado derecho, y colocó al Caballo de Bastos quien me auguraba un cambio de domicilio positivo, pero quizás debido a la maldad de la Bruja que me rodeaba, en ese nuevo lugar puso el Dos de Copas, avisando del nacimiento dos personas muy amadas, que trabajarían juntas, para que brillara mi alma. Me miró a los ojos diciendo con la mirada, sin mencionar palabra:” hay muchas estrellas en la tierra que te harán relucir”. Colocó la siguiente carta: el Ocho de Copas, que no hablaba de un cambio de domicilio, sino que tanto el nacimiento de esas dos personas, como el de un nuevo hogar, traería un cambio hacia algo nuevo. Sacó la siguiente: el As de Espadas, pero eso significaba que para que naciera algo nuevo había que destruir lo antiguo, todo lo que me rodeaba, y por supuesto la siguiente fue el As de Oros, la Metamorfosis, ahí no dijo nada. Sacó la última carta El Siete de Bastos, sonrío y dijo esta carta me daría el Valor y la perseverancia ante la adversidad…dejó la baraja junto a su bola, que era lo único que me faltaba por utilizar, porque no me decía si iba a ser amada. La miré con tristeza, diciendo que no me había gustado nada. Ella me dijo simplemente: ”dicen que habrá un cambio radical en tu vida, un nuevo resurgir, que esas dos personas trabajarán para que brilles hasta en el alba, que lucharás sola, pero que tendrás el valor para hacerlo, y ganarás la batalla. Que en el centro de tu vida habrá siempre la figura de un hombre, quien no luchará por ti, quizás, pero que te amará y será tu pilar en las noches donde sientas la mencionada maldad humana, la que nos rodea, y por la que debemos pelear, para que gane, no el más malo, sino el que sepa jugar mejor sus cartas”. Me levanté, seguía sin gustarme sus palabras, me avisó de cosas, pero nada de lo que esperaba, por lo que me iría a mi cama esa noche, aún con más nostalgia. Cerré la puerta, dejé atrás el incienso, y sus vestidos, pero cuando me marchaba me llamó y dijo: “toma, mi princesa descalza”. Me dio unos zapatos con un poco de tacón de color rojo, parecían haber sido de una importante dama, y mientras me los ponía, exclamó con dulces palabras :” camina segura con ellos, son hechos para ti, para que sepas que eres una Mujer fuerte y con garras, para pisar a quien se ponga delante queriendo evitar que sigas tu camino, sin necesidad de utilizar ninguna otra arma. Píntate los labios con las zarzamoras, y enseña tus tributos para que sepan quién es la más guapa, que sin serlo, debes sentirte así, para que los demás no te pisen la espalada, porque quien se agacha una vez, difícilmente se levanta”. Me calzó los zapatos, como si fuera su reina, y no una costurera descalza, me dio una rosa casi naranja, me peinó el pelo, por su puesto, y me dio un golpecito en el trasero para que volviera a la que, por el momento, era mi casa. El camino fue corto, muy tranquilo, como dejándome un suspiro para acomodar mi corazón a nuevas sensaciones, solo una canción de un Juglar cuando pasé por su lado me sobresaltó, hablaba de Brujas y de lobos adiestrados, parecía que contaba mi encuentro en la cueva, pero no hice mucho caso, aunque percibí que habían pocas personas en las calles, pues no había nadie a quien decir que ese tonto se callase. Llegué temprano para poner la mesa, y fue cuando encontré una gran sorpresa. Me contó mi nueva Tata que estaban buscando Brujas, que habían encontrado en el Bosque su Altar con animales muertos. Daban por hecho que estaban cerca, pues aún había fuego en su especie de lecho. Creen que están en la Aldea, que son vecinas y que por el día esconden su escoba detrás de la puerta ( me acordé como puse la mía), y que si la encontraban, acabaría con ellas en la Hoguera. Entonces me dio una serie de detalles de lo que pasaba a quien practicase brujería satánica. Fue la primera vez que escuché hablar del Tribunal de la Inquisición, de quien tenía constancia, y que vendría una vez fueran capturadas. Me cogió la mano, me miró con preocupación, preguntándome si no tendría malas compañías cuando iba a solas al Bosque, porque a veces me había visto en sueños, dando vueltas sin parpadear por aquellos rincones. Negué con la cabeza, me achuché contra su pecho, quien me daba buenos amores, y dije casi susurrando, que temía hasta a la oscuridad que había en el Castillo cada noche. Me abrazó diciendo, que temiese a los que tienen poder, porque muchos son malos, y pueden dañar sin preguntar, a quién quieran sin amo. Me senté a la mesa bostezando, como siempre se hace cuando escondes algo, sin tener muy claro el qué, pero sabía que si las Brujas me querían a su lado: era por algo. Mientras cenamos me dieron una sorpresa más, me dijo que el Príncipe había venido para hablar algo con el Conde de una posible Guerra, que les había llevado comida y bebida a la sala de los mapas, porque de allí no se moverían. Después de esa advertencia comí rápido, ayude a recoger la mesa, como siempre, y luego me fui al cuarto. Eché la cadena, nunca lo hacía, no querían, supongo que para quitarme intimidad, pero tenía que deshacerme del libro, quería olvidar ese ocultismo, que me traería problemas. Lo saqué de su escondite, y lo puse entre mis piernas, como si lo fuese a dar a luz, en vez de quitarle la vida a conciencia. Pensé en el fuego, lo quemaría antes de que fuese descubierto, así que cogí dos piedras de las que sujetaban las telas, lo puse en el cubo donde me lavaba, y me dispuse a encender el fuego, como lo hizo mi amiga cuando aún era un aprendiz de la vida, y no sabía nada de sus peleas. Se hizo la llama, e intenté que se prendiera, pero no había forma, las rechazaba, era inmune ante tanto calor, quizás porque nació de ahí, no de ningún papiro. Entonces pensé en el agua, que siempre ahoga el fuego, y no dejará constancia de las palabras. Cogí la que tenía siempre en el otro cubo, por si me daba sed o quería refrescarme por las mañanas, y poco a poco, con el cazo, mojé sus páginas, se derramó la tinta, y sonreía pensando de quien habría heredado esa inteligencia innata. Cuando terminé le di a la portada, y ya todo estaba tachado, ya no quedaba nada de esas palabras. Me tumbé, estaba cansada, y como por arte de magia, las letras volvieron a cobrar vida, no había ninguna señal del agua. Parecía intacto, sin humedad, ni borrones que delataran el daño, no había ninguna advertencia del miedo que tenía por poseer tanta Magia. Visité mi escondite tapándome la cara bajo la almohada, conté, no sé porque pero lo hice, y cuando llegué a cien levanté la cara para poder ver si era cierto lo que había visto delante de mi cara. Y así fue, ahí estaba el libro, totalmente nuevo, sin ninguna arruga por el tiempo que pasó bajo el agua. Me senté en la cama con la cabeza entre las piernas, me puse a pensar donde dejarlo, donde no me vieran como su posible dueña. Y pensé en el mejor de los sitios: enterrarlo junto a mi madre y el árbol sagrado, quienes también perduraban bajo el agua de la lluvia, y bajo el fuego de los rayos. No sabía el día que podría ir, así que lo dejé en el mismo sitio de donde lo cogí, contaría con la suerte de no ser delatada si alguien lo veía, seguía creyendo en la Bondad Humana, esa que Umara decía que solo se conserva cuando no madura el alma, porque si vives en este Mundo, la maldad manda. Me dormí rápidamente, supongo que por el cansancio, o por no pensar en nada, que es lo que se hace cuando la mente también está agotada. De repente abrí los ojos en mitad de la noche, y miré por la ventana, la Luna me avisaba de que alguien se acercaba, vi su sombra entre su luz, lo vi a él advirtiéndome de su llegada. Escuché pasos, se pararon frente a la puerta, la intentó abrir, no hice nada, lo volvió a hacer, y viendo que no podría sin utilizar la fuerza, que no era lo que le caracterizaba, a pesar de ser fuerte para romper la cadena que nos separaba, tocó varias veces a la puerta, aparentando ser galante, y dijo susurrando pero alto : “ Abreee”. Me giré hacia él, no quería que entrase por lo que decidí hacerme la dormida, y ojalá no me despertase. Por supuesto la abrió fácilmente, era él: Arturo, no tenía dudas. Cerré los ojos, volví a rezar porque si pasase conmigo la noche, todo terminaría en el Castillo por los celos, más que por no valorarme. Se acercó a la cama, y viendo que no reaccionaba, me rozó con su mano el brazo que estaba desnudo encima de la sábana,. Después se marchó sin decir palabra, cerró la puerta fuerte, entonces abrí los ojos con miedo por si volviese, y suspiré porque creí haber vencido otra batalla. No sé con quién dormiría esa noche, pero eso no me importaba, con que supieran que era con otra, y que a mi cama no había venido, me daba por satisfecha para poder seguir cosiendo, tranquila y con techo, al menos, por el momento. Otras podrían hacerlo, pero ya dije que no me podía permitir ciertas cosas en la vida, y aunque algunos actos para otras mujeres no tenían valor, ni medida, si los hacía yo: todo cambiaría. No descansé, y esperé la hora en la que se vuelve a echar el puente para poder ir al Pantano, no vería a mis Hadas, pero era una hora más prudencial la del alba, que cuando la Luna levanta. Y así lo hice, me preguntaron los guardianes a donde iba, contesté que a coger hierbas y flores, por si había que preparar otro baño. Sonrieron pensando que lo estaba deseando, contesté con un suspiro, y marché con mi libro escondido. En unos cuantos minutos estaba sentada debajo del árbol, el rocío inundaba su hojas, y las hierbas estaban mojadas, también la tierra, por lo que me fue fácil acabar con la martingala. Lo enterré profundamente, con miedo a llegar al cuerpo de mi madre, porque no quería sacrilegios, solo acabar con mi problema, y sabía que ella, como buena madre, me lo escondería por lo menos hasta que encontrasen a quien culpar, y matasen el aburrimiento de los que no saben lo que realmente hacen. No podía entretenerme mucho, solo di un beso al aire, escuche algún relámpago, y vi brillar el cielo. Entonces, cuando di por terminado el entierro, recogí las flores, plantas y algún fruto para comer tranquila. Llegué pronto, nadie se dio cuenta de mi huida, ni de mi sentimiento cobarde, por no saber muy bien quien era, pero quería evitar ser culpable de algo, que aún no comprendía ni siquiera. Empecé a coser la colcha, me costaba trabajo mover ese peso, por lo que creí que tardaría más de lo pensado, y ya tenía prisa, porque iba a provocar el encuentro, y haría porque Catalina se hiciera pronto madre. Era lista pero más joven, por lo que en experiencia en la vida ganaría para manipular y para darle, sin que fuera consciente, órdenes. Pasó el tiempo rápidamente, cuando me estaba cansando e incluso mareando, por sentir cosas en mi vientre, la Condesa me llamó, me asusté pensando que se había enterado que había venido a verme. Me eché un poco de agua en la frente, suspiré otra vez, y pensé en improvisar según sus acusaciones. Fui paseando lentamente, tocando los emblemas de las paredes, intentando imaginar que el Conde quizás querría que me quedase, y no haría caso a los celos de las mujeres consortes. Pero era su padre, conmigo no existían lazos fuertes. Si hablaban con él, podría pasar a ser su enemiga, y me echarían antes de que el Jefe viniera para casarnos, que ojalá fuera en el Bosque. Hice una reverencia cuando la vi, estaba seria, pero me relajé al ver que estaba también el Príncipe; si me quisiese despedir, hubiera disimulado, pues con ellos se pone otra excusa para quedar bien y sin rivales, aunque fuera expulsada de forma torpe. Querían que le confeccionara un traje a Arturo, pues empezaría las negociaciones con otros reinos para evitar conflictos por querer poseer sin limitaciones, quería que fuese con la mejor tela, y fuerte, por si hubiera alguna pelea. Por un momento lo imaginé en la batalla, y tuve una sensación, no sé si de miedo, porque perdiera la vida o si fue de alegría, porque si muriera: acabarían mis problemas, sin comprender que otros seguro que aparecerían. Me sentí mala, porque descubrí el deseo de un mal para evitar mi posible desgracia, negué con la cabeza, porque sin querer era humana, y tenía las debilidades que traen luchar muchas batallas, pero rápidamente me perdoné, y dije que traería la cuerda para tomar las medidas de su cuerpo. Me excité al pensar en ello. Me dijeron que él iría a mi aposento, entonces vi la cara de los dos: la de la Condesa con enfados en el entrecejo, y la de él sonriendo, estaba claro que quería un juego conmigo, y que haría por tenerlo. Mientras pensaba en mi prometido, en todo lo que nos llevaba ocurriendo, y que si se enterase de que había sido su distracción, aunque fuera por poco tiempo, me dejaría, porque era lo que se dice en una Aldea: un hombre honesto. Me presenté ante Catalina, quería saber su reacción al verme primero, y estaba contenta, aún era niña, le hacían gracia las travesuras de los perros. Le comenté que había empezado la colcha, que me suponía un gran esfuerzo; subió los hombros, porque no era su problema mi trabajo, eso no tenía remedio, y le hice saber que había pensado poner las cortinas con algún visillo, para que fuera más romántico el encuentro. Se lo dije para que supieran que yo no era un impedimento. Asintió con la cabeza, le pareció bien, pero advirtiendo que me diera prisa, porque vendría más veces por los desencuentros con otros fieles cercanos a ellos. También dijo que había que cambiarles los camisones, que eran bonitos y buenos, pero que quería que se le viera su pecho. Sonreí imaginándomelo, no tenían comparación con los míos, tan ardientes de deseo, porque me había hecho una mujer sin saberlo ni comprenderlo, pero quería pensar que dominaría los pensamientos, y que sabría qué era lo que tendría que hacer para no ser sorprendida en el lecho. Fui a mi habitación, la ordené, no sé porque quería causarle buena impresión, me justifiqué pensando que era el Príncipe, apuesto pero también con dinero, y eso , en la mayoría de las épocas, da poder, una pena pero cierto. Mientras lo hacía escuché unos pasos, y cuando me giré, allí estaba él, sin ni siquiera haber puesto cuidado. Se había sentado en mi cama, y quitado una de las espadas, no sé si para mí la más afilada. Me dijo: “ aquí estoy, haz conmigo lo que veas oportuno para causar impresión al enemigo, creo que tú eres una experta en eso”. No contesté, solo cogí la cuerda, y un papel para escribir, si es que me dejaban utilizar los utensilios de Yelena, lo que hubiera dado por estar con ella. Cogí las medidas de los hombros, cerré los ojos al olerlo, no era agradable, pero tampoco lo opuesto, olía a Príncipe Guerrero, lo que no tenía claro de qué reino. Resbalé mis manos por la espalda, para coger las medidas de la cintura, y sonrió por el atrevimiento. No sé si quería que me cayera rendida a sus pies, provocándome con su imaginaria armadura, o solo quería saber si tenía esos mencionados deseos. Le rodeé con mis brazos, el rozó mis manos cuando se juntaron con la cuerda, temblé hasta en el futuro sueño, rocé su miembro a conciencia, no para provocarlo, ya no me dominaba mucho ante la pasión que trae un buen cuerpo. Me aproximó a su cara, subiéndome del suelo. Me lamió dulcemente, gimió mi sexo, se sentó en la cama, cogió mi cintura con sus dos manos acercándome, y puso su cara en mis pechos, mientras la movía entre ellos. Me separó, estaba dispuesta, con la puerta abierta si fuese necesario, se me quitaron por un momento los miedos, me miró a los ojos, se levantó ,después de besar mi vientre , y al oído susurró: “ Aún no es el momento”…Se fue hacia la puerta, me quedé desconcertada, no comprendía lo que sucedía, pensé que me deseaba y que todo era una excusa para venir a mis aposentos, me miró y advirtió que lo tuviera terminado para la semana siguiente, que no perdonaría no tenerlo hecho. Lo miré sin comprender nada, sin dejar de abrir los ojos, sin dejar de sentirme mojada, sin saber otra vez muy bien qué era lo que pasaba, pero sabía que obedecería, no me quedaba más remedio, y pensé que ese sería el mencionado momento. Cerró la puerta al irse, me quedé de pie mucho tiempo, sin reaccionar ante lo que había vivido, pues fue una provocación, o eso me pareció al tocar su miembro, su espada tan erecta como la de acero. Me senté en la cama, miré la colcha, no tenía ganas de hacerla, no por rechazo a Catalina, sino porque, seguro que si me quedaba, compartiríamos el lecho. Toqué mi vientre, sentía patadas, aunque no crecía mucho, pero es lo que tiene ser diferente hasta en lo que la Naturaleza da en cada encuentro. Miré el cielo, y pensé en el hombro que siempre me daba consuelo, en el Jefe, decidí esa noche rezar para que llegase pronto la boda, pero no antes que el alumbramiento. Me tumbé a pesar del hambre, y que era la hora del almuerzo, pero quería relajarme antes de bajar porque las Tatas leen el pensamiento, y más de las jóvenes encerradas en sitios pequeños. Bajé y los saludé como si no hubiera pasado nada, como si no fuera conmigo esos cotilleos. Todos estaban callados, y mi culpa, porque vivíamos con eso, pensaba que era por haber tocado lo que es de otro reino. No sentamos a la mesa, cada uno en su sitio, como siempre, y con el mismo apetito que a esas horas acontece. Empezaron a hablar de la Aldea, de lo que había sucedido y de lo que traería a nuestros lechos. Estaba tranquila, no tenía el libro, y no había ninguna prueba que demostrase que era una de ellas, aún no comprendía la maldad cuando estorbas, y creen que puedas ser más que los dueños de las tierrras. Contaron que habían capturado a una de las Brujas, la mujer del Herrero. Los conocía, eran amigos de mi abuelo, quien jamás mencionó a una, por eso carecía de ese conocimiento. Por lo visto guardaba, en una especie de Altar, útiles para hacer ceremonias, y alguna reliquia antigua de sus antepasados, y aunque lo negara diciendo que eran regalos de su marido, que le hacía cosas con los hierros, existía la duda. Mi Tata afirmó que si no encontraban a nadie, ella pagaría el precio, porque hay que encontrar al culpable, aunque no tuviera ni culpa, ni pecado, por los que creen verlo. Comimos despacio, casi sin ganas, porque sabíamos lo que iba a pasar, primero el Juicio, ya era la impostora para la Aldea. Luego la Hoguera, y luego a saber si no siguen con la caza, quitándose a quienes estorbase por algún problema antiguo o porque no era del agrado del cura, por no haber sucumbido a sus favores, porque a pesar de sus creencias, tenía esos deseos de hombre. Casi lloro cuando comenzaron a contar las últimas hogueras, los chillidos desde lo lejos, como la Luna se empequeñecía, y como el demonio se agarraba al alma que viera con menos bostezos, porque serían menos remordimientos, y todo el mundo los tiene, porque nadie tiene totalmente limpio su particular reino. No sé los días que pasaron, pero muchos los que fue expuesta la supuesta Bruja a torturas en la plaza, y a algún linchamiento, mientras sus hijos y marido lloraban por no poder hacer nada, ni siquiera quitarle el dolor del fuego. Una noche, casi de madrugada, apareció el Tribunal de la Inquisición, el que se había formado, más que nada para evitar males mayores, enfermedades o la separación de las almas puras de los vecinos buenos. Aunque lo que me parecía era que la mujer del herrero deslumbraba por su belleza, que no iba mucho a misa, y que seguro que la envidia rodeaba su taller porque su marido, a la vez que apuesto, era sabio en conocimiento, y según los míos, lo de la brujería era una excusa para aniquilar los malos pensamientos, llevados por desencuentros. Me acordé de las palabras de Umara, de que no había que destacar si querías llevar una vida tranquila, y según me acordaba, la Herrera asomaba muchos sus pechos, duros y bellos… Quité esos pensamientos, porque me estaba acordando de Catalina, y de su madre, quien era más astuta que guerrera, así que no quise que eso me diera más miedo. Esa noche me asomé por la ventana, porque quería ver como llegaban, si en caballos o en chanclas, que aunque no cubrirían todo el pie, seguro que tendrían una buena suela para no ser conscientes de lo que pisaban. Venían en fila, como obedeciendo a un jefe que se había creado para el momento, porque es lo que hacen para no ser descubiertos, van cambiando de cara, para que el demonio se lie con los sortilegios. Ella estaba medio desnuda en la plaza, y la miraron e incluso escupieron; a la Herrera no le quedaban lágrimas, ni remordimientos, creo que quería acabar pronto con el sufrimiento. Su cabeza agachada, tapándoles los pelos la cara, sus hombros descubierto, su sexo depilado, para buscar un lunar que fue pintado, y su cuerpo atado como un animal cuando se quema para alimentar, en este caso los celos. Se dirigieron dentro del Castillo, me dio respeto estar al lado de tanto ser despiadado, que venía a condenar sin haber sido escuchada la acusada, y con temor a que buscasen por los rincones, si es que se aburrían como sacerdotes. Rápidamente quité la escoba de detrás de la puerta, un error que podía haber sido descubierto, y mientras pensaba en Arturo, en lo que sentiría, porque en estos casos, aunque mandaba menos, si era quien cumplirían con los castigos que estaba descubriendo. No lo comprendía muy bien, porque siempre pensé que algo mágico guardaba debajo de la armadura que nunca se quitaba, solo para el baño y para hacer el amor, que no se ponía nada, y dejaba ver su belleza demoniaca. Pero supuse que quería pasar desapercibido, para no ser descubierto, para poder seguir haciendo el mal, aunque solo fuera robar la honra de alguna criada prometida , y ardiente en deseos, porque es lo que pasa al ser bueno en la cama, y tener fama entre las damas del reino. Esa noche tampoco dormí, no pude sabiendo cuantos hombres nuevos descansaban a solo unas zancadas. No sabía cómo empezarían el Juicio, y a quien llamarían para ser escuchadas, pero había que tener mucho cuidado con ellos, con las palabras y con los bostezos, que siempre llevaban sus enojosos premios. La mañana fue tranquila, seguí cosiendo, casi se me olvidó haber estado ardiendo de deseo. Es lo que tiene tener un oficio, y ser buena en ello, vas creando cosas, ocupando tu mente, y olvidando eso que llamaban: malos pensamientos. Bajé a comer, como se me pasaba el tiempo de rápido en ese aposento, a veces pensaba que simplemente había cambiado de cuarto en el pesado encierro, pero concluí que es a lo que todo el mundo llega en su madurez, porque las calles eran para los hambrientos, así que mejor tener techo y comida, aunque solo disfrutase de otras cosas los días sueltos. Hablábamos muchos por los acontecimientos, respirábamos un pocos nerviosos, se suponía que venían a ahuyentar al demonio, pero nosotros sentíamos el mal cerca de nuestros lechos, no por la Herrera, quien no sujetaba ni el cuello, si no por esos hábitos que escondían muchos secretos, incluso de sexo. El Juicio sería a eso de las cuatro, antes tenían que leer los datos que habían sido recogidos por un servicio secreto, que todo el mundo conocía, y no por su bondad en los calabozos con los prisioneros. Arturo estaba presente, eso me dio consuelo. No era un ser bueno, pero si valiente, y sabía que si existiera injusticia en la Sentencia, no la acataría, porque era el quien mandaba en ese Reino. Eso pensaba, yo y mi bondad aún vivaracha, que decidió asistir a un anunciado entierro, pero que quizás fuese menos doloroso, que sentir como ardía tu cuerpo. Ya estaba acusada por todos en la Aldea, poco tenía remedio, pero si tenía un dulce adiós, quizás ese fuera su deshasosiego. La Sala era la de los mapas, tenía una buena mesa y sillas en la que apoyasen sus codos hambrientos, ventanas grandes para ver el miedo en el rostro de la acusada, y espacio para el público, que animaría a que la quemaran, porque es lo que tiene muchas veces ser guapa y deseada. Cambiaron la situación de la mesa y sillas, las que habían sido hechas por mi padre: el carpintero, las pusieron al fondo para dar más espacio a la sala, ataron unas cuerdas, separando a la Bruja de las demás malas damas, porque eran quienes más asistían, para hacer los particulares cotilleos. Me puse al fondo, no quería ser descubierta, vaya que algo me delatara al llorar o al ver las injusticias de las otras arpías. En la mesa se sentó el Jurado, y ella entró con unos grilletes sangrando por todos los lados, su marido agachó la cabeza, no podía creer como se había complicado todo. Los hijos no fueron, no era un recuerdo bonito con el que dormirlos todas las demás noches de su trucada infancia. Iba protegida por dos guardias, vaya que acabase antes con la trampa, y no era la idea por dos motivos: porque así no moría su alma, y porque los demás debían ver como se castigaba el no obedecer o hacer trampas; aunque la brujería existía, no era tan cruel como para ser castigada por echar unas cartas, o eso pensaba yo y mi aún bondad humana. Poco a poco relataron los sucesos que llevaron a apresarla, necedades para la inteligencia humana, pero suficientes para el traidor de la Fe y de la esperanza. Le preguntaron si había realizado ritos satánicos, lo negó. Luego si tenía útiles de brujería en su casa, también lo negó. Si iba al Bosque por las noches para reunirse con sus hermanas ( ahí recordé lo que vi, y me asusté), estaba vez negó con la cabeza. Le preguntaron por su lunar, dijo que no era real. La siguiente pregunta era cómo teniendo tanta edad, conservaba esa belleza. Subió los hombros. Concluyeron preguntando si negaba ser una Bruja, ella solo lloró porque vio su entierro. La echaron a un lado, y llamaron a los testigos. El primero un antiguo amante despechado, que dijo que lo embrujó con una bebida antes de que se casara, y que casi perdía la razón por ello, hasta que un sacerdote lo libró del embrujamiento. La siguiente, una vecina, que al marido lo tenía engatusado, porque ella era fea y frígida, mientras que la Herrera no ocultaba la felicidad con el deseo constante de su marido entregado, mostrando su cuerpo y su pasión, con risas y juegos, por supuesto: un pecado. Esa dijo que la veía salir por las noches hacia el Bosque encantado. La maldad se contagió, y todas acusaron a la pobre Herrera sin motivos justificados, porque la mayoría eran falsos. Los miembros del Jurado hablaron entre ellos, y antes de condenarla a la hoguera, le preguntaron que se libraría de sufrimientos innecesarios, si acusaba a sus hermanas guerreras, a lo que ella sonrío sin miedo a lo provocado. Ya no temía nada, miró a su marido, le dio un beso en la distancia y subió los brazos diciendo, “mi Dios os juzgará antes de que acabe de arder mi cuerpo”. Se la llevaron, ni lloró, ni gritó, solo me dirigió una mirada advirtiéndome de algo, que no supe leer, pero si me alertó de mis pecados. La Hoguera sería esa noche, cuando la Luna saliera, para también ahuyentar a las demás Brujas. Pusieron el palo, las ramas alrededor, la subieron por una escalera y la ataron. Su cara desprendía resignación, la de su marido: desgracia, porque significaba perder al ama de la casa, pero también irse a otras tierras, donde sus hijas no fueran señaladas. Llegó el Juez más importante con un Crucifijo en la mano, con Agua Bendita, y con la Biblia. Derramó el Agua en las ramas, y le dio a ella en la cara. Subió el Crucifijo y la Biblia, empezó a rezar con voz fuerte y clara. Dio la orden para que encendieran el fuego, y yo miraba desde mi ventana. Busqué a Arturo, no lo vi, pensé que fue un acto de cobardía no ver a una buena mujer acusada por nada, era como huir de una responsabilidad, por no luchar contra otro poder; aunque también pensaba que quizás otra cosa tramaba. Probablemente fue un sacrificio para suplir algún bien que desconocía, pero sabía que muchas veces las muertes injustificadas llevaban eso: una excusa tonta y vaga. Vi arder a mi amiga, vi como lloraba sin lágrimas. Escuché a lo lejos los chillidos de sus hermanas, y vi su primer gesto delatador cuando contestó a ellos con el mismo sonido estridente. Después de los gritos de victoria, de lanzas, de salmos vengativos, y tontos aplausos sin sentidos, se hizo un silencio al ver como del fuego empezó a salir humo negro, con forma de ave, que volaba al firmamento, dejando una estela brillante, posándose en el carro del cielo, que Arturo me mostro la noche donde empezó el alumbramiento. Y de la nada salió El Príncipe llevando su espada de acero en la mano, parecía que anunciaba una guerra contra ellos, contra todos los que allí estaban, pero al ver como lo miraban, la enfundó, casi disculpándose por no ser descubierto, pero advirtiendo que era el Comienzo. Me tumbé en la cama, sabía que el olor a carne quemada no me dejaría dormir, ni olvidar que les pasaba a los que no pensase como ellos. Vi mi caja de hierbas, quizás fuera mi consuelo si de allí me echasen, y el Jefe no quisiera compartir mi lecho, porque las habladurías corrían rápidamente, además de que con el último gesto presentí a quien pertenecía mi vientre, pues lo besó y era mi secreto. Dicen que la Esperanza es lo último que se pierde, y quise pensar que también podría tener otro dueño. Dejé mis reflexiones, porque quizás nada era cierto, pero sentía algo debajo de mi pecho, que me hacía dudar de que lo que crecía no era grasa, sino alguien a quien amar, aunque no tuviera esposo ni dueño. No me paraba mucho a meditar sobre el futuro acontecimiento, porque cabía la posibilidad de que cuando regresase el Jefe, todo terminaría para empezar también mi Comienzo, sin miedos, sin soledad, dando calor a un hogar, que quizás me haría sentir una de ellos; porque a veces me preguntaba a quién pertenecía, puesto que no era musulmana, era cristina, sirvienta, pero con el mismo color de pelo que el Conde, aunque nadie se sorprendiera de ello. Me quedé dormida, me relajé contando las estrellas del Firmamento, y justo cuando había llegado al doce, cerré los ojos intentando alejarme de los miedos. Era extraño, porque no estaba dormida hacia el lado izquierdo, sino mirando al techo, y fue cuando medio despierta medio dormida pude ver una imagen en sueños: me vi encerrada entre barrotes, habían ruedas y el gato, que maullaba estando cerca de mí, a lo lejos veía un camino incierto, porque no reconocía sus paisajes, ni la casa que se veía al final del sendero. Me desperté sobresaltada, suspirando por dentro. No fue un sueño agradable, algo me decía, y después de lo visto, no creo que fuera un futuro bueno. Aún era de madrugada, aún el sol no me daba en la cara para tranquilizarme, como siempre lo hacía al sentir el calor, aunque fuera de lejos. Entonces me incorporé, y como hacen todas las criadas, me puse a hacer mis tareas, entre ellas, remiendos, porque aún quedaba para darme un achuchón con la Tata, que quizás no fuera sincero, pero me reconfortaba saber que alguien me daría un beso. Me acordé del cojín para mi prometido, le había cambiado su nombre, de uno arrogante a otro más cariñoso, y menos atrevido. Los miedos provocaban que te hicieras la más ferviente seguidora de los dueños, pero no era el caso, lo quería, y era quien me daría paz entre tanto truco del infierno. Lo había hecho cuadrado, con el cordón por los lados, dejando una flor en medio, para que me recordara, porque también era algo bello, y con el mismo color que el de mi pelo. Era cómodo, y acogedor, como sería nuestro lecho, y por un momento me despisté con bonitos sueños, donde no había Brujas, ni Magia, ni Miedos, todo sería normal, aunque a saber que guardarían las ventanas de nuestro aposento, porque es difícil que en una vida todo sea maravilloso o bueno, ya lo dije: una cosa mala por cada amanecer bello; por lo general esa era la vida del ser mundano y sereno. Estuve sentada durante largo tiempo, y fue cuando decidí ir a la cocina, porque llevaba tiempo con necesidad de cubrir un buen provecho. Me acicalé un poco, más que nada lo que hice fue peinar mi pelo, y fui por otro camino, para no ser descubierta. Sin haberlo pensado pasé por el aposento del Príncipe apuesto, y me paré. Volví a contar, sin ningún motivo aparente, pero quería hacerlo, y sin poderlo remediar, miré por la cerradura, para poder ver su bello cuerpo. Me sorprendí, estaba ebrio, con dos jóvenes en la cama, y con fuego en la chimenea, cuando no hacía tiempo de eso. Dejó de besar a las dos muchachas, y cuando llevaba tiempo sin hacerlo, miró a la puerta, como sabiendo que estaba detrás, o por lo menos parecía saberlo. Se incorporó apartando a una de ellas, que no dejaba de tragar su miembro, y vino hacía mí, desnudo, muy corpulento. Me eché hacia atrás pero sin huir, quería ser la que compartiera el lecho. No sé qué pasó durante los segundos que no estuve mirando, pero cuando lo volví a hacer, porque no se escuchaba ningún ruido, estaba sobre la cama, por supuesto desnudo, pero nadie en la habitación, de repente parecía ordenada, como si solo se hubiera ido a dormir, con la chimenea apagada, y con fruta en la mesa con un poco de agua; era otra estampa, y sabía que no era mi imaginación la que me había jugado una mala pasada, había una imagen diferente al vicio que descubrí por la cerradura grande y sabia. Quizás había utilizado un truco de magia, pero también creí que a veces se ven cosas por haber sufrido un trauma, y no haber sido curada. Así que lo dejé dormir, dejé que se vaciara su alma con el alba, y como aún tenía apetito, eso no se me quitaba, fui a la cocina sin entretenerme, vaya que mi mente me confundiera por el hambre, que es tan mala. Cuando llegué tuve una sorpresa grata, estaba mi Tata, aunque un poco cansada, abatida como si no tuviera ganas de hacer el desayuno. Me acordé de Yelena, no quería que me dejara. Le pregunté qué era lo que le pasaba, a lo que contestó que estaba agotada, que creía que tenía una infección en el estómago, y que a pesar de haber ido a la curandera, no se quitaba, e iba a peor, sobre todo por las mañanas. Pensé en Wasim, no debía temer por nada, sabía cómo curar eso, o por lo menos lo haría con esa mencionada gana, de la que tanto se me hablaba. Subí a mi dormitorio y cogí uno de los aceites hechos con ajo, a lo que le añadí un poco de tomillo. Lo mezclé bien, lo olí, e incluso probé para ver si podría servir, o se había puesto malo. Estaba bien, estaba untuoso aunque un poco amargo, pero serviría para aliviarla, si es que había aprendido bien sobre las plantas. Le pregunté que había hecho la curandera, vaya que fuera lo mismo. Me dijo que se limitó a echar cosas a la hoguera, y que bebió agua, porque no le supo a nada, pero le habían dicho que era buena, y tenía que quitar lo que le provocaba tanta rabia. Moví el frasco otra vez, y le dije que lo bebiera poco a poco a lo largo del día, pero siempre que mejorase, no por mero cuento. Lo olió y no le gustó, lo empujé cuando se lo puso en la boca, y le recordé que debía ser despacio. No haría efecto inmediato, pero como creía en mí, la vi más tranquila. Se sentó en la mesa, y me dijo que quería contarme una historia mientras amanecía, me senté frente a ella con una fruta y asentí para que comenzase la aventura. Empezó a hablar: “ Conocí a tu madre, también trabajó aquí, y al igual que tú, con mucho respeto y amor por sus quehaceres, pues también estaba sola en la vida . No era huérfana, pero sus padres tuvieron que dejarla porque los perseguían por Brujería, tontería de las Aldeas, pero que manchan la honra de quien la lleva. Era como tú: guapa y buena, aunque morena, el pelo lo heredaste de tu padre, un buen hombre, pero que como la mayoría: también peca, y como sé que eres lista, sabrás de quien es esa hermosa cabellera, pero siempre lo deberás ocultar, sobre todo por temor a reprimendas. Sarah, tienes sangre noble pero también de hechicera, por lo que tu saber debe permanecer oculto, y más en estas tierras, pues es mucho poder lo que llevas en esa sangre roja, pero de diferente color si es que la aprietas. Mi consejo es que permanezcas como hasta ahora, callada y hagas una vida como las demás mujeres de la tierra. Conociste la maldad humana, y lo que trae la avaricia, la envidia y la mala idea. Vive tu vida con sabiduría, pero detrás de la muralla, que no sepa nadie lo que heredas, porque querrán jugar contigo, y no a las muñecas.” No supe qué decir, aunque podía intuir muchas cosas, escucharlas por la boca de otra persona: me desconcertó. Solo se me ocurrió preguntarle cómo estaba, y ella dijo que mejor, que gracias, pero advirtiéndome que ya había olvidado la conversación, y que la negaría, si es que me daba por utilizar sus sabias palabras. Solo debía coger el consejo dado, por el miedo que trae después de lo visto en el fuego. Asentí con la cabeza, no sé realmente qué era lo que debía hacer, pero si tenía claro, que a pesar de muchas dudas, era inteligente, y que el silencio de las personas sabias, no significaba que asientes, sino que callas ante una adversidad torpe, donde no caben ni Brujas ni Duendes. Me puse a hacer el desayuno para todos, le pedí que descansara, sonreí al darme cuenta que en esta vida era bueno saber de todo, y no depender mucho de lo ajeno, ni de hombres, ni de ancianos, ni de las tatas, porque caminamos solos ante cualquier entierro, que a todos llega, pero cuanto más largo es el sendero y más tardes en recorrerlo: más anhelos dejas atrás, y más victorias, aunque sea solo para llegar al Cielo… Cuanto más dure, mejor habrás llenado la vida, que te llevas como recuerdo… Bajaron todos, y actuamos como si no hubiera pasado nada, como si todo lo ocurrido perteneciese a la nostalgia. Al cabo de un rato de cháchara, fui a mi dormitorio. Estaba desordenado, mis hierbas mal colocadas, el colchón levantado, como si hubiesen estado buscando algo. Recordé el libro, y me relajé porque no podían encontrarlo, pero no me gustó que hubiesen descubierto las hierbas, porque muchas veces se utilizaban para alguna especie de guerra. Me daba miedo pensar en eso, pero por otra parte quería que supieran que podían contar conmigo, si es que el dolor aprieta. Tocaron a la puerta, un guardia quería que bajara a la sala del Conde. Fui rápidamente, estaba él, El Príncipe, y un Monje con cara de malo, no sabía si era un papel o simplemente era su personalidad, que no escondía. Por supuesto me preguntaron por mis hierbas, entonces expuse mi sensato relato explicando de donde provenían, para qué servían, y que era solo un remedio casero para mí y para los que quiero, pero si fuese necesario, estaría encantada de ayudarles cuando el temor a lo desconocido se agarrase al cuerpo. El monje muy dispuesto me preguntó si conocía la magia, y dije que había sido criada en la cultura musulmana, donde ahí solo se cree en lo que el hombre ve y alcanza con sus manos no manchadas, ya que el pecado es simplemente una maldad para todas las religiones, y que así fui criada, temiendo por las posibles venganzas. Me preguntaron también por mi religión, y dije que a pesar de lo dicho, era como mi madre: cristiana. Hice un reverencia al Monje, a quien me daba más miedo, y quien esperaba que hubiese creído en mis palabras, era una forma de pedir mi huida, porque no me gustaba esa sala. Lo más irónico de todo, que se sentaban en las sillas que traje para ser aceptada. Con la mano hicieron un gesto como que me podía marchar, y acepté sin dudarlo, quería ir a ver a mi Tata, y cuando estaba bajando la escalera, recordé que estaba mala, que debía dejarla tranquila para que recuperase la buena cara, además creí que no había dejado dudas, pues mi léxico era otra de mis armas. Cuando me iba, porque quería acabar pronto con la colcha, me di cuenta que el Príncipe me seguía, me cogió del hombro, aclarando que era quien mandaba, pero con voz dulce y rotunda dijo: “no utilices esas hierbas, ni aunque sea para curar a la más buena Tata, hazme caso o el problema será grande, porque hay quien no sabe curar ni a una rata.” No comprendí muy bien qué quiso decir, pero había decidido hacerle caso, quería estar tranquila, y últimamente tenía la sensación de que todo se me trucaba, así que guardaría las hierbas en lugar seguro, aunque no lejos, por si las necesitaba. Tenía la desconfianza hasta de quien bien me hablaba, así que sería yo quien me curaría, no temería a nada, si es que el dolor apretaba. Se marchó sin decirme adiós, casi olvidando lo mencionado, como hizo la Tata con sus palabras, pero a pesar del temor por lo que advertían, también tenía algo de hermoso en esas inquietantes palabras, puesto que significaba que le importaba a alguien, que miraban por mí, cuando sola estaba. Así que a pesar de todo me fui contenta a mi humilde morada, cuatro paredes tenía con una ventana, pero las hacía como mías, y me sentía segura hasta en el desorden que da coser con muchas cosas utilizadas. Esa noche me acosté tranquila, sabiendo que todo estaba mejor de lo que esperaba, ya se preocupaban por mí tres personas: El Jefe, El Príncipe, y la nueva Tata; que multitud me acompañaba, si es que el Bosque no visitaba. Es cierto que allí tenía a mis Brujas, que no me parecían malas. Pero era mucho mejor saber que donde duermes, también hay personas que guardan tu morada. Tuve otro sueño, donde era consciente de lo que estaba viendo. Me vi paseando por el Bosque, y por un sendero totalmente cubierto, llegué al árbol donde estaba mi amigo el ciervo. Seguía teniendo la cara redonda, las patas cortas y una corona grande de cuernos, porque era el Príncipe de esas malezas y debía coronar el reino. Estaban escarbando donde había escondido el libro, y no lo encontraba por más que hundía sus patas; yo permanecía a su lado quieta, como esperando que lo encontrara para poder ver algunas cosas que antes no miré por desgana, pues el tema no me interesaba. Decidí ayudarlo, y por arte de magia lo saqué con el trapo con que lo había tapado, con delicadeza, sin ser necesaria. Justamente cuando lo abrí por una página donde hablaba de “Abjuracion de levi”, y quería saber de qué trataba, pero un maullido de un gato me incorporó de la cama. Y ahí estaba el gato que vi hacía tiempo en mi cama. Era gris, casi negro, también tenía pelos blancos en la barriga, estaba mezclado de razas, bonito y elegante, pero desafiante en su mirada. Me desperté un poco confusa, como mezclando el sueño con la realidad que tenía cuatro patas, y me di cuenta que estaba en la ventana, con las orejas en horizontal, con la cola rígida, mirando el pequeño resplandor que entraba, esperando a atacar. Entonces dirigí la mirada hacia la puerta, y me di cuenta que la cerradura estaba abierta, que la luz de las velas era lo que entraba por la ranura, no la de la Luna por la ventana. Me senté en la cama, no sabía si cerrarla, o esperar que se marchara la sombra que asomaba. El gato seguía en la misma posición, eso me decía que alguien estaba detrás, desconociendo sus intenciones, aunque sabía que no eran sanas; así que rápidamente la cerré de un golpe con la pierna y eche la cadena, que aunque lo tenía prohibido, lo entenderían si tuviese que explicar mi improvisado castigo. Permanecí sentada, pero el gato, que luego me di cuenta que era una gata, había cambiado de posición. Se había sentado, y movía la parte final de su cola de un lado a otro, como si estuviese pensando, como si no se hubiera relajado del todo. Esa noche la pasé en vela, y me acordé de la daga de la Gitana, porque quizás necesitaría algo con lo que defenderme, pues no me sentía segura en casi ningún sitio, y eso, que seguía pensando que no había hecho nada, pero a veces son las acciones de las otras personas lo que importa, para hacer el mal no haces falta. Es el ser humano el que roba o mata, y malo si estas cerca o lo acompañas. Amaneció, y seguía pensando en la daga, porque desde hacía un tiempo sabía que no estaba segura ni debajo de la cama, así que si quería continuar en esas cuatro paredes, quienes nunca me quisieron aunque las sintiese mi nueva casa, debía buscar protección para cuando estuviera sola, no tenía un hombre en casa. Es lo que tiene saber que no hay quien te respalda, desde ahora, igual que me alimentaba sola, aprendería a guardar mi espalda. No sabía dónde buscar un arma, pero como aún tenía el amuleto que me dio la Gitana cuando me salvó de los bandidos, decidí hacerle una última visita, y ver si la bola hablaba. No iría más, era peligroso adentrarme en el Bosque después de lo vivido con las acusaciones, y aunque tenía la excusa de mi madre, si había sido hechicera, casi mejor que callara. Sería mi último viaje, mi último baño, mi última visita al gran estanque, porque hasta que las aguas no estuvieran calmadas, no había que alimentar a los que comen solo carne humana. Todo tenía un aire de misterio, el Clero continuaba con nosotros, y mis señores estaban distraídos con charlas fantásticas, porque es lo que creaban para impresionar a las damas, y para realizar posibles venganzas. Así que después de desayunar me fui del Castillo, los guardianes de la puerta estaban recogiendo todo lo que quedaba de la Fiesta, porque así había que llamarla, ya que todos estaban contentos, en vez de derramar una lágrima por una alma quemada. Crucé los dedos con la esperanza de que a la vuelta siguieran con la misma tarea, o tontearan con alguna muchacha, que también lo hacían: descuidando su arma. Y me adentré en el Bosque, cogí frutos, las flores a la vuelta, para poner la excusa de siempre, y me desnudé, esta vez mirando mi vientre, sabiendo que era mujer, y que tenía el privilegio de dar vida, cuando otros solo la destruían por banalidades de malos seres. Me toqué, echaba de menos al Jefe, y me metí en el agua, saboreándola, como si fuese mi última visita en meses. Nadé como me habían enseñado, e incluso me hice la muerta un par de minutos, escuché ruidos, y a lo lejos vi la misma sombra de siempre, no me dio miedo, quizás deseos, si es que era quien quisiere. Del mismo matorral hubo el reflejo de una luz parpadeante, como anunciando algo, y sin mucho ruido, sin mucho escándalo, apareció el animal mágico por excelencia: el Unicornio, con una blancura que relucía, con su cuerno fuerte, con los ojos azules como el cielo, mirándome tranquilo, sin prisas ante posibles combatientes. No sabía si era un mensaje, cuando movió su pata en la hierba húmeda, y a la vez caliente, solo sé que por un instante conocí la Felicidad porque vi la Paz en un animal, que aunque salvaje, era obediente, a pesar de no haber conocido a ningún jinete. Salí del agua, quería que me viera desnuda, no para provocarlo, sino para que supiera que también era de su especie, que no llevaba armadura, ni espada, ni grilletes, y porque a pesar de no estar tan delgada, si tenía curvas para que se posasen en ellas, si conmigo durmiera ese ser bello y misterioso, con el que cabalgaría a algún sitio con más suerte. Me senté sobre la tierra, y se marchó hacia un camino donde no se veía final, solo el Sol en el horizonte. Entonces dejé mi mente vacía, y sin mucho pensar pude descifrar donde estaba el libro, aunque habían crecido plantas, pude sentir a mi madre orgullosa de que quizás pronto nacieran, pude notar su calor cuando la brisa cambió de sentido, y pude ser dichosa,un momento, al no recordar tantas preocupaciones metidas en mi nuevo cuerpo. Poco a poco me vestí con pena de que se hubiera acabado, porque sabía que faltaría mucho para un nuevo encuentro; quizás esa demora fuese un castigo, pues había uno por cada premio, y yo esperaba con ahínco el mío, quien tardaba, quizás porque aún no tenía dueño. Cerré los ojos y suspiré al pensar que quizás el Jefe me salvaría de todo lo que me hacía daño, sin mencionar los miedos, porque muchas veces quitas de en medio al que te roba protagonismo, sin él saberlo. Tenía que ponerme en camino y hacer una última cosa, había decidido encerrarme en el Castillo hasta que todo pasase, para que no encontrasen una excusa al llamarme. Tenía que visitar a la Gitana, preguntarle a su bola, y pedirle que me diera una daga, ese asunto lo iba a terminar pronto, antes de que me echaran en falta. Lo del arma se me ocurrió al recordar una de las frases de Umara: que no sepan de ti y tus cosas, más que tú, por lo que debía protegerlas. Y reflexionando, sabiendo que había guardias en el Castillo, llegué a la conclusión de que era mejor saberme defender sola, que dejarlo todo en manos ajenas, porque como se debe querer una, no la quiere cualquiera. Así que me despedí con una pequeña reverencia, porque todo lo que había en ese pequeño rincón del Bosque, era para mí sagrado, y se merecían mi respeto en la despedida, al no saber cuándo volvería a visitarlo. Bajé hasta sus carromatos, y me dirigí al de siempre, porque lo sentía familiar, abrí la puerta después de dar dos golpes, y allí estaba la gata, que salió rápidamente. No había nadie, por lo que curiosee un poco. Había polvo, y el olor a incienso que lo hacía como sacado de un libro de cuentos. Había telas, muy bonitas, muchas figuras, como de diferentes sitios, crucifijos, velas, e incluso muñecos. Cuando fui a coger uno para saber de qué estaba hecho, porque tenía un alfiler clavado en el pecho, mi Gitana gritó: “ no lo toques, es mi secreto”. Lo dejé inmediatamente, y la miré sonriendo, no sabía cómo empezar a contarle el motivo de mi visita, también la última, si es que todo no se solucionaba a tiempo. Me pidió que me sentase, aún quedaba la bola para que supiéramos mejor el sentido de las cartas, y eso hice, me puse cómoda, no tenía secretos. Frotó la bola varias veces, como sacándole brillo, mientras miraba su santuario lleno de cosas, todas con misterio. Me miró y con voz de Bruja dijo que veía a un ciervo. Le describí el de mis sueños, y contestó que así era, que mirase, que también podría verlo. Me acerqué manteniendo la distancia, porque no era muy grande el atrevimiento, Y lo vi, estaba quieto, sonriendo como si fuese un hombre que le ha pillado su escondite, pero no le importaba haber sido descubierto. Seguí mirando, pero no veía nada más, ella se sentó de nuevo. Me miró dulcemente, y dijo que no sintiera miedo, que no estaba sola, y desde hacía mucho tiempo. Le pregunté a que debía temer, y me contestó, a las mentiras del hombre, que siempre las utilizan por temores o pequeñeces, para avivar su mezquindad ante el ignorante pueblo. No comprendí nada, pero vi oportuno pedirle la daga, porque había mencionado el miedo. Le dije que en el Castillo estaban pasando cosas extrañas, que me sentía sola y desamparada cuando me iba a la cama, que no compartía el lecho, y estaría más segura si pudiera tener una daga bajo la almohada. Seguía mirando la bola, no decía nada, sé que había visto más cosas, aunque no me las diría por temores o algún requiebro. Debajo de un puñado de telas, cogió un hermoso cuchillo, con la hoja más larga que la daga, pero fina y afilada para clavarse fácilmente en cualquier cuerpo. “ llévate esto, es lo único que tengo”, me murmuró para que nadie nos escuchara, porque siempre había chismosos por todos los rincones, aunque fueran de los nuestros. Me dio un beso en la frente, por supuesto, tocándome el pelo. Me fui hacia la puerta. Y antes de cerrarla, escuché como de lejos: “ ten cuidado de los hombres con raros atuendos”, me volví para que me lo explicara, y ya solo vi a la gata comiendo. Me puse a andar rápido, porque realmente no sabía el tiempo que había estado allí, aunque el sol aún calentaba mi cuerpo, así que corrí cogiendo flores para el embuste que sería aceptado, para evitar reprimendas al dejarme salir, así que no tuve mucho cuidado en los olores ni colores, solo un ramo improvisado que me sacase del apuro, que sería el último hasta que se fuese ese Clero, que aunque no les tenía miedo, si temía por el aburrimiento de sus componentes, que hace mella cuando no saben qué hacer para matar el tiempo. Me fui al Castillo, y por supuesto me dejaron entrar sin chismorreos, entre en mi cuarto, pensé que debía ponerlo bien, quería causar buena impresión si quisiesen verlo, pero sentí que había otra cosa más importante qué hacer, porque vi el cojín de mi prometido llamándome de entre las telas. Pensé que el Jefe no venía, y sin importarme la excusa, decidí llevárselo a su casa, aunque no estuviera, pues quería saber si había sucedido algo, y no sé el motivo, pero me había impuesto un castigo: sería el último día que saliera, hasta que esas aguas dejasen atrás las tormentas. Aún había jaleo en el Patio, estaba todo por medio, limpiaban las verduras y las maderas, con las que habían hecho daño a una Bruja buena. Salí con mi cojín en la mano, diría la verdad, si es que me preguntaban por tanta vuelta. Era un día de nervios, sabía que no notarían mi ausencia. Llamé a la puerta, conocía su casa desde el comienzo. Me abrió su madre, a la que hice una reverencia como respeto de saber de su desgracia, y porque sería mi familia, aunque ella no quisiera por los cotilleos de la Aldea . Detrás estaba la prima, no me parecía rival, a pesar de su belleza, estaba segura de que me quería, y que si mi vientre sabía esperar, todo estaría perfecto, aunque otro color de pelo tuviera, y su sangre fuera de azul cielo. Le pregunté por el Jefe, me dijo que había venido después de un largo viaje, pero hacía una hora se había marchado porque tenía muchos pedidos que atender, solo había dejado parte del dinero. Quise saber si estaba contento, y contestó que le había parecido que lo estaba, incluso como antes de que su padre muriera, o al menos eso esperaba, porque lo había hecho hombre rápidamente, y temía que no tuviera ganas. Me dijo que pasara, accedí porque quería conocer la casa, por supuesto tenía prisa, pero no tanto como para no echar una ojeada. Era una casa bella y con detalles para ser cristiana; las que había visto eran muy austeras, no sabía si era por la religión o por no ser tan delicados en la decoración de las vestimentas. Me ofreció algo para beber, respondí que solo quería un vaso de agua, por si me entraba sed a la vuelta. Me preguntó mi nombre, y cuando lo escuchó, le cambió la cara mirando a la prima, que permanecía callada. Entonces me di cuenta que no era tan bien recibida, que debía cambiar el techo de la casa, mientras el Jefe no estaba. Le pedí como favor personal que le diera el cojín a su hijo, que lo había hecho para que tuviera mejor asiento mientras a trote andaba, a lo que contestó que por supuesto, aunque un poco preocupada. Me dirigí a la puerta, allí otra reverencia hice a las dos, porque debía ser humilde, si quería ser bien tratada. Ellas contestaron con una sonrisa, pensé que hice bien al despedirme como una criada. Antes de cerrar la puerta, pregunté cuando creían que volvería, a lo que respondieron subiendo los hombros, porque él ya no tenía horario en esa casa. Cerré la puerta sabiendo que cuando le dieran el cojín haría por verme, por hacerme el amor, en lo que casi era una experta, más por la vista que por haber hecho mucho con la entrepierna. Así que cansada de todo el día, me tumbé en la cama hambrienta, pero aún me quedaba un poco para bajar a ver a mi Tata, quien me alimentaba en todas mis horas muertas. Me lave la cara para despejarme, y fui a ver a mis compañeros. Había decidido estar quieta, para no despertar falsas malas apariencias, estaba contenta, estaba relajada, como sabiendo que no me debía preocupar por si alguien viera lo que no debiera. Me dedicaría a coser y a las otras labores que fueran mandadas, hasta que mi Jefe viniera de otras tierras para que nos casásemos sin mucha espera. Debía hacerme un vestido bonito, aunque tuviera más barriga que las demás mujeres casaderas. Y mientras bajaba las escaleras, decidí que arreglaría uno que me dio la Condesa, era verde hoja, y con anchas mangas, que debía estrechar para que pareciera un vestido de falsa princesa. Utilizaría el cordón dorado de mi mejor túnica, y con hilos me haría un bonito adorno para que mi pelo se luciera, no sería una corona pero si sería dorado, como símbolo de que valía, a pesar de mis callos y mis pañuelos de criada experta. Pasé por delante de uno de los miembros del Tribunal, saludé con educación, vaya que no me admitiera como una buena cristiana. Él me miró serio, y justo cuando le rocé el hombro, tocó mi pelo, y a pesar de que siempre lo veía como una forma de demostrarme afecto, esa vez lo sentí como con desprecio, como si el hombre supiera a quien pertenecía ese rojo enredo. Llegué a la cocina un poco asustada, pero radiante, seguía contenta, intuía algo, y me parecía que era positivo para mí, para tener un propio lecho donde descansar, sin tener que agradecer hasta por esas horas muertas. Había cordero, creo que lo hizo a sabiendas, porque no les gustaba, siempre sobraba más que en otras ocasiones, y lo hacía cuando el hambre apretaba bajo la escalera. Fue una cena afable, y cuando dio la fruta para que el postre no se perdiera, empezaron a hablar de las Brujas, del Demonio y de lo que creían que pasaría si el Clero continuaba por estas Tierras. Decían que Lucifer cogía a las muchachas del pueblo casaderas, acostándose con ellas, haciéndolas suyas, embrujándolas porque era apuesto y muy viril, a pesar de tener un amable semblante donde camuflaba su maldad encubierta. Contaban que después de pasar una sola noche, ellas tenían el poder de trasladarse al Bosque adquiriendo la forma que quisieran, fuese un animal u otra persona, que desconcertaría a quien se las encontrase. Una vez en el Bosque, cuando era presentada a las demás hermanas, hacían un ritual, donde se drogaban, practicaban la brujería, y mataban, no solo a cabras. A veces cometían asesinatos, si es que lo necesitaban para cualquier maldad, aunque según contaban, igual que creaban enfermedades como la peste, otras sanaban, aunque tuvieran que sacrificar algunas almas. También dijeron que cada vez eran más, porque la pobreza trae muchos males, entre ellos el hambre o cualquier cosa para salvarla, y si les prometían un plato de comida, ellas se unirían, más por sus hijos que por un sueño de amantes. Se hizo un silencio, me miraron porque no participé en nada, me preguntaron el motivo, y dije que por darme miedo de estar tan cerca de tantos fantasmas. Sonrieron, pero mi Tata me pidió que cerrara la puerta de la habitación por las noches, no solo por las Brujas, sino por si al Clero la sotana le apretaba sin remedio. Asentí con la cabeza, le di un beso, lo necesitaba, y me marché a ver las estrellas, intentando no creer que lo que decían era cierto, que no pasaría nada bajo esa muralla, que no eran cosas ciertas, que pronto se olvidaría todo, y que tendría una boda maravillosa, aunque fuera secreta. Antes de marcharme, me advirtieron que esa noche saldrían a la Caza de las Bujas en el Bosque, que ni se me ocurriera salir, ni a por flores. Cerré los ojos y suspiré, menos mal que hice todo lo que tenía pendiente, las despedidas y la entrega de mi regalo de prometida, solo me quedaba esperar a que todo lo malo se desvaneciera, y que el Jefe viniera a por mí, porque se me estaba haciendo muy larga la espera. Me volví para preguntar quienes irían, me sorprendió la contestación, porque sería el Clero con sus soldados, junto a un grupo de hombres del Castillo, pero no con el Conde o su Hijo, sino con el Príncipe, porque decía que él era el elegido para acabar con esa tonta guerra, donde las mujeres parecían las reinas. No comprendía muy bien ese batallón para luchar contra unas cuantas Brujas hambrientas, pero supuse que sería una excusa del Príncipe, para salvar a quienes pensaba yo que eran sus sirvientas. Pasé intranquila la noche, eran demasiadas aventuras para una mujer que aunque despierta, echaba de menos la mano de un verdadero amigo, que le dijera, a pesar de los malos pensamientos, que aún era buena. Me puse a coser con velas, no quería estarme quieta, pude ver a la Luna como salía, y era llena. Escuché como se abrían las compuertas, a los caballos, a los soldados con su armadura, como si falta les hiciera. Me asomé por la ventana, quería despedirlos si es que me mirasen, porque no pensaba que fueran a ser heridos, sabía que eran Brujas buenas. Entonces vi salir al Príncipe con su águila, parecía que iba, como muchas noches, a cazar en vez de a luchar, y por un momento pensé que quizás haría eso para disimular, porque había llegado a la conclusión de que también era el Príncipe de las Tinieblas. No eran muchos, pero si eran los mejores, que a veces era más importante, porque la cantidad no es sinónimo de triunfo, sino de abundancia, pues no significaba que fuera una buena cosecha el llenar unos cestos de muchas manzanas, que quizás estuvieran podridas, aunque parecieran bellas. Cerraron las puertas, subieron el puente. Y ya en mi cuarto, miré debajo de mi almohada, para ver si estaba el cuchillo, mi arma, una pena tener que guardarla, pero en mi vida me di cuenta que tenía que protegerme, porque no es todo bondad lo que me rodeaba. Dormí de cansancio, no muchas horas, pero estiré las piernas, hasta que el aullido de un lobo me despertó. Y sin que se avisase de nada, sin que ninguna trompeta sonase, se abrieron las compuertas, y vi al Príncipe herido, sin su águila, que llegó luego agachada, sin su particular arrogancia. Venían solos, no cazaron a ninguna hermana, porque en el fondo así las llamaba, sin saber muy bien el motivo, y sin ruborizarme por el nombre que les daba. Encabezaba su llegada una manada de lobos, supuse que para defenderles de las otras fieras, porque iban situados como para la guerra: delante los más ancianos, por si había alguna sorpresa, luego el jefe seguido de los adultos para comenzar la pelea, atrás, un poco más lejos, los jóvenes, evitando que su vida se interrumpiera; pero una vez que atravesaron la puerta, cuando el Príncipe estaba seguro en nuestras tierras, la manada se juntó y se marchó, después de que el mayor lamiera la mano de Arturo, cuando la extendió para que lo hiciera. Quité las telas de mi falda, bajé rápidamente, porque quería saber qué era lo que realmente pasaba. Vi como entraba el sol por las ventanas, como le daba ese calor tan necesario cuando es frio lo que pasas, y tumbado en el suelo estaba el Príncipe, por lo visto había sido herido por uno de sus soldados, lo confundió en la noche, porque escuchó al águila, y creyó que era una Bruja volando por las ramas. Fue en la pierna, le atravesó con la espada, la herida era grave, y había sido muy mal tratada, no se cubrió por los nervios, querían llegar pronto al Castillo, y por el camino fue dándole el polvo con el viento, junto al roce de algunos árboles. Sin darme cuenta que estaban todos, en especial mis amas, me aproximé poniéndome de rodillas, no por amor, o eso creía, sino porque quería inspeccionar el daño, había visto muchas veces curar a muchos soldados, y lo que descubrí: no me gustó, tenía infección, sin ni siquiera haberse formado bien la herida. Empecé a dar órdenes de que se lo llevaran a su cuarto, que llevaran agua limpia, hervida, pero que dejasen que se enfriara, que cogieran alcohol para él, para calmarle cuando fuera curada, y cuando iba a decir que iría para salvarla, apareció el Curandero, quien me calló dándome en el hombro como señal de que ese era su terreno. Me levantó del suelo, y dio las gracias, pero advirtiendo que él se encargaría de todo, pues era su trabajo desde hacía mucho tiempo. Todos me miraron con asombro por mi atrevimiento, Arturo estaba desmayado, me iba poniendo en mi sitio, junto a los demás siervos. Mi Tata me cogió la mano, se puso delaten mía, por si a alguien se le ocurría hacerme daño. Agaché la cabeza por mi torpeza, pude ver como se llevaban el cuerpo, casi morado. El Conde dio algunas instrucciones, pidió que trajeran al soldado, había sido uno del Clero, por eso ellos impondrían el castigo, y sabían que no sería un salmo. Contó cómo había sucedido todo, que no le pareció ver a un noble, sino a una especie de animal que llevaba capa, y lo identificó como un ser diabólico, clavando su espada donde pudo, cuando creyó ver que se transformaba en hombre. Vio demasiadas cosas extrañas en el Bosque, todos estaban un poco asustados, ninguno decía nada, quizás por temor a reproches, pero sus ojos estaban irritados, como si no pudieran distinguir ni a sus caballos, porque la infección cerraba hasta las pupilas dilatadas por esa pequeña guerra. El Conde le preguntó al principal sacerdote si podía contar qué era lo que había sucedido, a lo que contestó: que estaban allí, que vieron muchas sombras, lobos e incluso luces con diferentes figuras, que desaparecían cuando querías cogerlas con simples redes, pues se hacían huidizas, si es que no sabías volar, o no ofrecías algún trueque. Estaba como asustado, ni miraba a los ojos al Conde, no supo contar muy bien que vio esa noche, pero estaba claro que le impresionó, porque dijo que ser iría pronto del Castillo, que el Bosque era el territorio de la magia, y que allí lo que pasaría sería perder más hombres. Advirtió que debíamos buscar a las Brujas durante el día, como ocurrió con la Herrera, para no temer a sus poderes, que se hacían fuertes entre la hierba, que el rocío de la noche alimentaba, y más aún cerca del Pantano y de las Luciérnagas. Contesté sin darme cuenta:” no fueron ellas, sino uno de sus soldados”, esa fue mi condena. Todos me miraron, en especial la Condesa, que me tenía ganas desde que vio mi cabellera. Mi Tata me volvió a tapar, cuando preguntaron quién había sido la insolente, se hizo pasar por mí, acusándose, pero advirtiendo que lo hizo para que no pensásemos que esa Aldea estaba condenada por la maldad de esos seres. Parece que a todos les convenció, pero la Condesa me seguía mirando de lejos, se había dado cuenta, aunque no quiso darme una reprimenda. El Conde pidió que se fueran todos a hacer sus labores, yo subí corriendo las escaleras, quería esconderme entre los retales que tanto me habían dado, a pesar de ser seres sin cabeza. Una vez en mi cuarto no pude dejar de pensar en la pierna de Arturo, esperaba que ese anciano supiera tratarla, porque lo veía un poco anquilosado en las plantas, y si algo pasa en la medicina, es que siempre avanza. Me tumbé en la cama, miré por la ventana, mientras pensaba cuantas cosas habían pasado desde que entré por primera vez en ese cuarto. Como me había hecho mujer, como me había hecho fuerte, sin saber cómo, ni cuándo, y como esperaba un futuro que me diera la seguridad de no ser castigada, por no hacer lo que otros quisieran, y donde mis cuatro paredes fueran para mí sagradas, porque si había algo claro en la vida, es que como una casa propia, pocas cosas hay que te den libertad para hacer lo que desees e incluso amas. Así que volví a coser, era mi labor en esa casa, debía hacerlo bien hasta que el Jefe me mostrase la nuestra, y esperaba que no fuera la de su madre, me di cuenta que en esa ya había quien mandara. Intentaba pensar en cosas bonitas, aunque eso no quitaba que algún pensamiento se me escapara para el Príncipe, pero ahí veía más un cielo oscuro, que uno con luz y buenas almas. No intuía un futuro con él, pero no quería que le pasase nada, algo me decía que siempre signifiqué algo para ese Príncipe que todos idolatraban, y si hay algo decente en esta vida: es no desear mal a quienes te guardan. El silencio reinó durante muchos días, puesto que la pierna del Príncipe no acababa de sanar. Tenía una sirvienta como enfermera, y al Curandero que iba tres veces al día para cambiarle las vendas y poner sus mejunjes, que según veía, no servían ni para curar a esa mencionada rata. No me atrevía ir a visitarlo, porque sabía que el castigo sería la marcha, pues si querían que se casara con Catalina, quitarían de en medio a quien estorbara. Así que volví a rezar para que todo pasase, para que no ocurriera ninguna desgracia, porque muchas veces se culpa a quien le tienes ganas por envidias, celos o por cualquier pecado que guardes debajo de la almohada. Estaba casi terminada la colcha, solo me quedaba las cortinas, que era más fácil porque no estaban enguatadas. Y la mañana que iba a enseñársela, cuando llamaron a la puerta, era la Condesa, quien la abrió con fuerza y rabia. “¿ Aún conservas esas hierbas que tu abuelo te dio cuando viniste a la casa?” , dijo sin saludar, sin ni siquiera haber guardado las distancias, porque en un solo paso se puso al lado mía, me cogió el brazo como queriendo que se las mostrara. Se las enseñé, le dije que quizás alguna debía utilizar el Príncipe, si es que quería sanar esa alma. Me miró con desprecio, como sabiendo que iba a ganar otra batalla, y si se enterase el Príncipe, quizás de mi falda no se soltara. Me llevó casi en volandas a la habitación, me enseñó la pierna. Estaba el Curandero, mirándome de cerca. Le pregunté qué era lo que había utilizado, todo era correcto, no tenía otras hierbas, pero la pierna se estaba poniendo casi negra, pregunté por las sanguijuelas, a lo que contestaron que fue lo primero que se les ocurrió cuando cambió la pierna de color. Entonces casi me hundo en el intento, pedí permiso para marcharme y poder pensar, para sacar del baúl de los recuerdos alguna pócima que lo salvase, porque me daba la impresión que no quedaba mucho para la muerte de ese Príncipe. El curandero se rio, porque sabía que no había más remedios, pero lo que desconocía es que mi abuelo me enseñó uno en casos de graves infecciones, si es que no tenía otro menos bueno. No quería decirlo, porque pensaba que adquiriría más valor, si es que era curado, y quizás de ser solo la Costurera, pasase a ser también la Curandera del Castillo, pues a pesar de todo, aún era ingenua. Una forma de continuar en mi lecho con mis telas, era que otros necesitasen mi conocimiento, aunque por la envidia crease dudas de mi estancia hasta en los establos o en los trasteros. Me fui al dormitorio, me tumbé en la cama, volvía a estar sola, pero estaba acostumbrada. Después de horas sin encontrar un remedio para esa mala pata, recordé como vi una vez curar las heridas infectadas de un esclavo, y esperaba que sirviese para el Príncipe, para poder continuar segura, sin utilizar el cuchillo, que tantos males traería, porque dañar llena la conciencia de hechos irreparables. El Clero seguía por el Castillo, y hablaban en murmullos cuando alguno nos acercábamos. Incomodando a los que estábamos al lado. No salí del cuarto, me alimenté de fruta que tenía, con algún mendrugo de pan duro, que siempre había por si acaso. Se hizo la noche, nadie paseaba por las habitaciones, nadie me vería salir del cuarto, y bajé por el camino más largo a la cocina, no para comer, sino para coger algún queso con moho de la despensa. Si para ellos estaba malo, para la pierna de Arturo sería lo que le devolviese la vida, a pesar del maléfico daño. La abrí medio escondida, y como siempre había luz por si algún soldado bajase a por algo, cogí el que más moho tenía, y el de mayor tamaño. Me crucé con varios soldados, y con la excusa de que tenía hambre, de que había bajado por ese queso que iban a tirar, me dejaron pasar, aunque algunos pusieron cara de asco al oler su aroma, que no era de ninguna flor de los baños. Llegué a la habitación del Príncipe, estaba su sirvienta, y le dije que me ayudara, que había prisa para que esa pierna se curara. Lo destapamos, me entró el deseo de antaño, a pesar de estar malo. Le dije a Clementina, que así se llamaba, que me ayudara a echar ese moho por toda la herida, se negó, dijo que no le parecía bien, vaya que la empeoráramos. Insistí en que no se preocupara, que sería mía la responsabilidad, pero negó con la cabeza, aclarando que no quería saber nada de lo que le ponía, porque olía a rancio. Lo extendí suavemente por toda la pierna, y mientras se quejaba, con una caricia en la cara lo calmaba. No sé si me escuchaba, pero cosas bonitas le decía al oído, porque tenía la duda de que si no lo curásemos, alguien con peor nombre viniera a llevárselo. Cuando terminé, me quedé dormida con la cabeza apoyada en su cama, quería saber qué era lo que pasaba, y ser la primera para ver la sorpresa. Clementina se había marchado, dejándome sola en la alcoba. Amaneció, me volvió a dar el sol en la cara mientras Arturo me tocaba el pelo. Destapé la herida, ya tenía otro color, ocho horas hicieron falta para sanar esa mala pata, pero se solucionó. Pedí al guardia de la puerta que fuera a llamar a la Condesa, Arturo exigió agua, se la di, me beso la mano al acercársela. Cuando entró la Condesa con el Curandero, preguntó por la sirvienta, le dije que se marchó porque no le parecía bien lo que estaba haciendo. Les mostré la pierna, ellos no creían ver lo que había hecho mi queso, aunque nunca se lo diría, pues sería otro misterio. El curandero me preguntó cómo lo había curado, porque él conocía todo los poderes de las plantas, y no había ninguna que pudiera con eso. Le dije que fue de la mezcla de algunas, que sería mi arma si fuese necesaria, no me miró bien, es más, me dio hasta miedo. Mientras Arturo sonreía, ellos me dijeron que me podía marchar de los aposentos, y que si fuese necesario, diría ese Secreto. No estaba contenta, no parecía haber gustado al Curandero, y recordé algunas palabras de Umara en relación a la sabiduría:” algunos mataban por ello”. Me fui triste a la habitación, presentí que ese iba a ser el mayor de mis tormentos, pero nunca adiviné lo que me traería ser mejor que algunos de ellos. Durante días intenté no llamar la atención, incluso me escondía si veía pasear a Arturo con bastón, porque no quería causar un motivo que animasen los fuegos. Las cortinas estaban casi listas, quedaban los detalles, como quitar los hilos sobrantes. Un día al bajar a comer me dijeron claramente, sin titubeos, supongo que para advertirme del problema que tenía, que el Curandero me había acusado de Brujería al Clero, porque había curado a solas al paciente, sin que estuviera Clementina, quien solo vio una pasta con mal olor, como muchas de las que antes untó, sin que respondiese el remedio. Me quedé helada, intuía que algo pasaba, porque ni el Conde ni la Condesa me habían dado las gracias por librar otra batalla, pero jamás pude pensar que querían acabar de una forma drástica con mis habilidades de mujer sabia. Me senté en un taburete, casi me rindo, porque sabría que estaría sola ante el peligro, y eso fue lo que me hizo más fuerte. Le pregunté a la Tata como se había enterado de ese chisme, dijo que Clementina se enteró por una conversación en el cuarto del Príncipe, mientras lo lavaba. Ahí suspiré, si él lo sabía, nada malo pasaba. Tonta al creerlo parte de mi vida, cuando solo era su esclava. Miré a Clementina, quien agachó la cabeza, y pregunté en voz alta, qué era lo que debía hacer, si es que era verdad lo que tramaban. Mi Tata lo primero que me dijo fue que me marchara, que estaba segura que mi antigua familia me ayudaría a partir hacia un futuro más seguro. Negué con la cabeza, eso era parte del pasado, donde no entraba, y menos para dar guerra a una tranquila casa. Entonces vete sola a otras tierras, tiñe tu bonita cabellera, y dile al buen hombre, que por allí sane, lo que sabes hacer para que te ayude a esconderte, por lo menos hasta que todo pase. Le dije que como iba a confiar en un desconocido, que quizás cuando doblase la esquina me delatase, si es que me buscasen con recompensa. Y como pensaba que tenía a Arturo bajo mis faldas, me enfrentaría al problema, de los que no hay que huir cuando crees que llevas ventaja. Eso creía, cuando no sabía que la maldad humana a veces juega mejor sus cartas, y quizás hubiera sido mejor marcharme lejos, y rodearme de otras personas más sanas. Una mañana, recién me levantaba, llamaron a la puerta soldados, querían llevarme a ver al Clero y al Conde, quien tenía dudas por las malas palabras de su amada. Entré e hice la reverencia que se esperaba, vi las sillas de mi padre, mirándome, como diciendo:” no has hecho caso a mis palabras”. Se sentaron, el Conde me colocó en medio de la sala, donde estaban ellos: el Curandero, la Condesa y Clementina, quien no sabía qué pintaba en tan absurda batalla, otra que me tocaba librar, pero tenía experiencia para luchar con esas acostumbradas ganas, aunque cada vez me sentía más dañada, alejándose la buena persona que había sido, quien ni el diablo dañaba con sus garras. Me toqué el vientre, sentía las patadas. Y cuando estaba un poco aturdida y cansada, a pesar de ser por la mañana, empezaron el Juicio, donde poco se escucharían mis palabras. Dijeron mi nombre completo, me hizo gracia porque no había sido bautizada. Me advirtieron de que me acusaban: de utilizar la Brujería para curar al Príncipe, a quien ellos adoraban. Me preguntaron si me declaraba culpable, negué de forma rotunda y empecé a contar mi secreto, pensé que me salvaría. Pero ellos en vez de creer en mis palabras: se rieron, no pensaban que el moho de un queso pudiese curar, si no solo al hambriento. Les pedí que lo intentasen con otra persona, porque entonces se tendrían que callar, por no tener razón al culpar de tan alta traición a una buena cristiana. Me preguntaron que como sabía eso, pensaban que era más bien al transformar el moho en alguna medicina con los trucos de magia. Negué con la cabeza, advirtiendo que solo era ciencia, que lo sabían los curanderos árabes. Ellos advirtieron que no había ninguno cerca, y que sería como aceptar cosas de herejes, aunque viviesen en paz cerca, pues en el fondo eran salvajes dentro de nuestras tierras. Entonces me pareció gracioso porque ellos pensaban lo mismo de los cristianos; descubrí que el enemigo, dando igual la religión o la raza, siempre es el menos amable. Sonreí, los enojé, pensaban que no me tomaba en serio sus palabras, se enfadaron diciendo que no escucharía a los testigos, había perdido ese privilegio. Tomarían datos de sus relatos, decidirían la Sentencia, sin que pudiera replicar nada. Sabía que era lo que iban a relatar para que me culpasen. Tuve un poco de miedo, pues si averiguaban cuál era mi verdadera procedencia, si descubrían que mi madre había sido hechicera, y mi abuela, quizás moriría en la Hoguera. Me temblaron las piernas, sude por la frente, porque ya no tenía con quien sujetar esta vela, así que suspiré y recé pensando en Arturo, arrepintiéndome de no haberme marchado a otras tierras, porque no es de cobardes alejarse de donde nada más que hay problemas, pues no consiste en quien gana, sino en quien puede sobrevivir a las guerras, y cuantas menos batallas presencias, menos posibilidades de que te hieran. Me bajaron al calabozo, me pusieron pan y agua en una esquina, vaya que me desmayase, y no pudieran castigarme, porque lo que realmente querían es que vieran que eran necesarios en estas tierras. Ese Clero que manchaba a otros que a los pobres alimentaban, pero de todo hay en la viña del señor, y ellos eran como el resto de los mortales, simples hombres con rara apariencia. Me tumbé en el suelo, necesitaba descansar, me había agotado por tanta imprudencia, me sentí sola al ver como nadie tenía para consolarme, porque estaba señalada hasta en otras tierras, solo podía contar con la Fe particular que me acompañaba, y con que a Arturo le gustaba, aunque disimulaba al mirar mis caderas. No sé el tiempo que estuve tumbada, ni porque nadie me preguntó si necesitaba algo para ser una buena presa. Así que me hice amiga de esa soledad, de la que tantas veces soy prisionera, con la esperanza de que algún día desapareciera. Pasaron horas, días, lo sé por la luz de la rendija de la puerta, y vi como un guardia se acercaba, con las llaves demasiado escondidas para que no las viera, y menos tocar por si utilizaba alguna de sus quimeras. Me trajo uno de los dulces que siempre hacía, de los de miel, almendras y canela, supuse que mi Tata hizo su papel de buena, porque si había alguien en quien confiar, es en quien te alimenta. Lo saboree como si fuese un manjar antes de la muerte, aunque mi intuición me decía que no era el momento, que había que hacer muchas cosas antes, que todavía quedaba un nuevo COMIENZO, porque no importa las veces que uno se caiga, sino las veces que tiene fueras para empezar de nuevo. Vino a verme el Conde, lo único que preguntó era que por qué lo había hecho. Negué con la cabeza, con resignación, no con miedo, porque veía que la Condesa había tramado mi marcha, para dejar limpio el camino a su hija, aunque se equivocaba, pero era típico de las inseguridades: no querer luchar más que las estrictamente batallas necesarias, si se ahorraba una, más fuerzas para las siguientes, porque seguro que ya apuntaban. Arturo era demasiado viril para quedarse con una Condesa, quien aún no había aprendido a enhebrar bien una aguja. Tenía claro que buscaría en más tierras mujeres, cada una con una cualidad, para que no le faltara nada, porque es lo que tiene ser casi perfecto, poder poseer y yacer con quien te dé la gana. Así que con resignación, sin intentar convencerle de lo opuesto, utilicé los trucos de las mujeres sabias: llorar ante un hombre pidiendo clemencia, sin dejar de tocarme el pelo, que era el mismo que el suyo, por si alguna señal le daba. Le di pena, me cogió la mano que un barrote apretaba, y con voz dulce me dijo que quizás pudiera hacer que no fuera quemada. Me asusté, ¿cómo que quizás, cómo que me iban a quemar, cómo que no iba a volver a soñar…?entonces me puse en un rincón, sin dejar de llorar, porque no comprendía como Arturo no hacía nada para salvarme, después de haber besado mi vientre. Caminé despacio por esas paredes, dejé de llorar y comencé a pensar cómo salir sin que nadie lo supiere, lo malo que estaba tan impresionada que no tenía agilidad para crear, y menos una huida, por muy Bruja que me sintiese. Algo estaba fallando, sabía que no era el momento, que no debía rendirme, que después de esto no había nada, y que a pesar de los problemas, quería seguir viviendo, aún tenía la esperanza de ser amada. Me tumbé, se hizo la noche, y sin tener ningún conocimiento de cuando vendrían por mí, de si había alguna solución para ese error, pues no había utilizado ni mi intuición, solo la sabiduría que da un abuelo. Dormí de cansancio, no recuerdo cuanto tiempo, solo que las campanas de la iglesia, que siempre anunciaban algo, me avisó que quizás era el comienzo. Dos soldados vinieron a por mí, querían llevarme ante el temeroso Clero, lo único que me quedaba en la vida, era ser obediente y rezar para que no pasase lo que a la Herrera, a quien le fallaron las envidias de las alcahuetas. Llegué a la misma sala, e hice la reverencia acordada, y allí estaba Arturo, en ese momento desee que el fuera mi dueño. Uno de ellos se levantó y advirtió que no había duda que era una Hechicera, por eso había conseguido sanar al Príncipe. Aunque todo apuntaba que era una Bruja de las que llamaban buena, así que habían decidido, advirtiendo que era por imperativo Real, aplicar la ”Abjuracion de levi”; es decir, sería desterrada por seis años a otras tierras lejanas a estas. Suspiré a pesar de que también dolía ser apartada de quienes te querían, quizás pocos, pero eran los únicos que tenía para hablar, aunque fuera de la niebla. Miré a Arturo, me apartó la mirada, sabía que si quería sabría leerla. No me salió agradecerle nada, porque le había salvado la vida, y me apartaba de donde estaba mi árbol, mi madre y mi Tata. Sabía que el Jefe me encontraría, pero sabía que no querría estar con ninguna Hechicera, que quizás los creyera, porque era un hombre noble y sencillo, no estaba preparado para tanta guerra. Así que derrame unas lágrimas, por mí y por lo que mi vientre llevaba, siempre existe amor por lo que llevas, pero también lástima por no poderles dar una vida segura y plena. De repente suspiré, y pensé: “ ya saldremos de ésta”, porque si hay algo que merezca la pena en la vida, es luchar por quienes dependen de ti, hasta para llenar su boca hambrienta. Me dijeron que a la noche me sacarían de los calabozos, para no armar mucho escándalo entre las Brujas y las verduleras. Asentí con la cabeza, cuanto menos personas lo supieran, mucho mejor sería para volver cuando hubieran quemado todas las trincheras. Entré en la calabozo agachada, como si no tuviera fuerzas, comí el trozo de pan duro que mojé en el agua, para tragar de forma discreta, porque ante todo debía ser una dama, debía continuar sin dejar de dar una imagen apropiada, por si algo bueno me esperase en otras tierra. Ingenua de mí, aun creía en la bondad humana, y no en la maldad que una Hechicera despierta, más si es joven y guapa, por lo que quizás otras envidias apareciesen en su nueva vivienda. Cerré los ojos, el tiempo restante dormí, no sabía muy bien qué era lo que iba a pasar, seguía sin comprender porque nadie hacía algo por mí, creía que debían pelear por una amiga, quien dio amor sin esperar nada, aunque en esta ocasión: lo necesitaba. No me sentía querida de una forma incondicional por nadie, ni por el Jefe, ni por mi Tata, y entonces me dormí añorando a alguien. Al despertar, empecé a andar otra vez por la celda, pensando que era mi Bosque, me imaginé los arbustos, las encinas y robles, e incluso recordé a mi árbol sagrado, a mi madre, al sol inmenso que siempre solía brillaba encima del Pantano. Me permití un momento de felicidad, esos que se dan antes de la muerte, que aunque no era el momento, si sería el final de muchos devaneos. Bajaron dos guardias del Clero, y me dijeron que había llegado la hora. Salí con las manos atadas con una cuerda robusta, con los ojos tapados por un pañuelo, sucia porque llevaba mucho tirada en el suelo, pero no me importaba, estaba preocupada, aunque mi intuición me decía que no debía preocuparme por nada, y si algo había aprendido en la vida, era en creer en una antes que en nada. Me sacaron por una puerta, me quitaron la venda, no sabía muy bien donde estaba, porque ese camino no lo conocía, ni lo había visto en ninguna de mis escapadas. Había un carro en forma de jaula, no quería pensar que ahí acabaría, porque realmente no había hecho nada, solo sanar y ser guapa. Me subieron, y ataron los pies a una de las maderas. Ahí lloré, porque no me merecía ser así tratada. Se subió al carro uno del Clero, y me dijo:” te llevaré a otras tierras, y te presentaré como lo que eres, no creas que aquí terminaron tus batallas, quien obra con el demonio: no se salva, ni aunque fuera bautizada”. En ese momento supe que sabía de donde procedía, y que quizás el pasado, que siempre vuelve, me había jugado una mala pasada, comprendí las palabras de mi Tata al decirme que olvidara quien era mi familia, porque me iba a dar más desgracias, y aunque era tarde para remediar cosas, decidí asumir el castigo, y cuando llegase, al cabo del tiempo, quizás también debía partir a otras tierras más santas, donde no fuera presentada, y donde pudiera inventar una historia, porque llevaba mucho dolor en la espalda; estaba claro que allí no podría quedarme, pues podría ser incluso apuñalada. Se puso en marcha, se adentró en el Bosque, suspiré porque ese era mi terreno, no el de un cura viejo, y cuando aspiré para sentir su naturaleza en el cuerpo, empecé a ver cosas extrañas. Vi a Ent, el guardián del bosque, como me saludaba, como me guiñaba el ojo cuando por allí pasaba, rozándome con sus ramas, pues era mitad hombre mitad árbol, para camuflarse de las talas. Vi alrededor a sus Elfos, con sus orejas de punta, sus ojos almendrados, sus cabellos liso, y mayores a pesar de su aspecto aniñado. Estos, sin que mi cochero lo viera, cambiaron la dirección del sendero. El caballo trotó mucho rato en círculo, sin que él se diera cuenta, por lo que dejé el miedo, para pasar a tener la seguridad, cuando sabes que vas a ser capturada por seres amados. No sabía muy bien lo que iba a pasar, pero mi intuición me decía que todo cambiaría en cuestión de segundos, que había pasado lo malo. Lo bueno de ser Bruja, si es que lo era, o solo consistía en otro engaño, es que también eres adivina, y aunque no eterna, si sabes cuándo es tu momento, y no sería el que ellos eligieran por sus malos sentimientos contra buenas Hechiceras. Llegamos a mi árbol, y vi por primera vez a su Driada, duende que pertenece a un roble, vi su forma femenina de gran belleza, sus ojos violeta, su pelo y piel clara porque era primavera. Vi como distraía al conductor, como mostraba su hermoso cuerpo a quien estaba sediento de amor, aunque debajo de una sotana lo escondiera. Paró, quería cogerla, creo que lo embrujó con sus ojos de serpiente, no de culebra. Me quedé sola pero estaba segura, no había nada que temer, eran mis tierras. Empezó el cortejo de las Luciérnagas, respiré tranquila, porque eran mis Hadas que con esas luces se camuflaban, y me protegerían de los malos, porque existían y cerca. Me relajé observándolas, recordándome mi primer día en la Tierra, y cuando formaron un carro, como el del Firmamento que una noche descubriera, apareció la gata que a veces dormía conmigo, sin que me diera cuenta. Se metió en la jaula y arañó mi amuleto, tirando las hierbas; entonces recordé como la Gitana quemó a la culebra, y si era también Bruja, debía quitarme esas cuerdas. Con voz fuerte repetí las palabras, que una vez me salvaron, aunque no fuese de la Hoguera: “ Ardeo, Arsi, Arsum”, y como por arte de magia, las cuerdas se quemaron, desapareciendo de mis manos y pies, saliendo un humo que confundía hasta a las Hechiceras. De repente me puse de cuclillas, parecía que iba a dar a luz donde nací sola, a pesar de mis Hadas buenas. Me tumbé junto al árbol, puse mi falda como recordaba que debía para que no tuvieran frío, y cuando iba a empujar, la Gata se convirtió en la Gitana, que me abrió las piernas, puso al lado su daga, y me cogió la mano diciendo que ahí estaría siempre, porque era mi sierva. No comprendía nada, pero tampoco quería, solo pretendía que el dolor parara, porque cada vez era más fuerte, quería gritar aunque sabía que no debía, ni aunque fuera la dueña. Así estuvimos mucho tiempo, ella apretándome la mano, yo empujando, aunque no salía nada de mis piernas. Mis Hadas me rodearon, mi árbol puso sus ramas en mis hombros, ayudándome, sin que yo quisiera, mientras su Driada soplaba como si fuera ella quien pariera esa noche, y yo sudando, como la más trabajadora de todas ellas. Me desmayé, no aguantaba el dolor, la Gitana cogió su daga, entre sollozos no quería pensar lo que iba a hacer, no quería morir, no era mi momento, quería vivir junto a mis hijos, quienes vaciarían mi vida de soledad, y también me darían el amor, si es que sabía guardar algunos secretos. Aún estaba consciente cuando vi cómo me rajaba el vientre, vi como salían mis hijos, porque eran dos, un niño y una niña, a quienes elevó, mostrándoselos a las dos Lunas, que de repente surgieron junto a los aullidos de dos lobos, que me protegieron durante el alumbramiento. Todo parecía conocido, porque se repitió el momento que pasé junto Arturo en sus aposentos: las Lunas, los lobos y mi desmayo debajo de su Firmamento, haciéndome sentir segura, porque era quien dominaba todo aquello. Y más aún cuando vi al Ciervo como miraba de lejos, como vigilaba los caminos; sabía que era el Príncipe, por su fuerza en la cabeza. Casi no podía abrir los ojos, cuando me preguntó la Gitana por los nombres de mis hijos: Eiríkr y Olivia, no dije palabra, pero los leyó en mi pensamiento, y aunque sus significados los desconocía, siempre me había gustado su sonido al pronunciar las mencionadas sílabas. Además estaba cansada de encontrar a todo lo que había en la vida un antes, quería que ellos fueran el COMIENZO, por lo que no busqué más allá que un bonito nombre con que llamarlos, después de entrar a ser parte de sus juegos. Cerré los ojos durante un largo rato, hasta que los sentí cada uno en un pecho, y fue cuando dejaron de existir los duendes, las hadas, y muchos de mis sueños; ya mi universo se centraba en mis dos nuevas almas, en la tierra firme que pisaban, y en ayudarles a encontrar esa Felicidad, que a veces es tan añorada, cuando no ves claro el regreso. Y así se olvidaron mis penas, nadie se merecía mi rencor, ni mi rabia, se merecían mi olvido para dejar llenar mi vida de esa alegría al ser madre, al crear una nueva esperanza, al dar a luz la Felicidad que nadie me otorgó, pero que supe alcanzarla. Fue entonces cuando abrí los ojos, cuando cogí fuerzas para darme realmente cuenta de que era lo que pasaba; y desde ese día tuve la obligación de crear un HOGAR para mis hijos, donde reinase la paz, el amor, y no se derramasen muchas lágrimas, nada más que las necesarias, porque estaba claro que fuera de esas paredes había un mundo cruel, al que tendrían que enfrentarse cuando no fuera yo quien los guardara. Tenía el deber de ofrecerles un refugio lleno de buenos sentimientos, sin muchas represalias, a donde volver cuando tuvieran que luchar, quizás hasta por una gota de agua. Tenía que hacerles sentir seguros, que ahí no había que pelear, sino solo disfrutar de la calma, y yo debía aprender a dársela. La Gitana me limpió con el agua del Pantano, al igual que a mis hijos, a quienes también los tapó con unas mantas. Miré mi vientre para saber si aún sangraba, y me di cuenta que me había cosido, no sé muy bien cómo, ni con que artimaña. Estaba agotada pero segura, con fuerzas para muchas más batallas, porque si había luchado solo por mí, ahora tenía que alimentar a quien realmente amas. Amanecía y por supuesto el sol nos daba a los tres en la cara, sonreía, porque quizás tuviera un poco de suerte, a pesar de todas las desgracias. A veces pensaba que no me pasaba nada porque tenía un destino, y hasta que ese no llegara, no me marcharía al otro Mundo, que como era desconocido, no había prisas por pisar la puerta de entrada. La Gitana me preguntó si podría andar, debíamos marcharnos de ese lugar, porque quizás el monje apareciese, y aunque lo habían distraído, todo tenía un final, y ese se aproximaba. Estaban seguras que el sacerdote mentiría, que diría que te había dejado en esas nuevas tierras santas, porque no querría el castigo, si quería continuar con sus oficios, además de que había sido embrujado por las ninfas, para que no contara nada. Me incorporé un poco aturdida, por supuesto cansada, pero tenía que hacerlo, tenía que ir a lo que ya sería mi casa, porque recordé las palabras de mi abuela, a quien jamás olvidaré a pesar de mi rabia, quien me advirtió que en esta vida era mejor ser querida, a ser tú la que amas, y si ellas me querían: sería su hermana. Recordé cuando me leyó las cartas, en el cambio que decía que veía en mi vida, en la metamorfosis que quizás había sido alcanzada, en que no se había confundido, así que me levanté hacia ese futuro donde sabía que el Jefe no me esperaba, pero no era mala, y creía que con su prima, en su casa, sin ningún quebradero de cabeza que no le dejase dormir en la cama de forma ancha, sería feliz, y que me olvidaría, porque aunque era mi salvación para encontrar una falsa casa, algo me dijo el Firmamento y después las cartas: mi destino no estaba ahí, tendría más batallas, y no llevaría a nadie si no fuese suya la guerra, ni aunque fuera santa. Miré a mis hijos, que no tenían pelo, no dejando claro su procedencia, aunque apuntaba, y pensé que debía mirar hacia delante, que atrás dejé las cosas no gratas, que todo el mundo tiene un pasado, y no siempre está en calma. Lo importante era el futuro, lo otro son aguas pasadas, y había que seguir la corriente, porque si no te quedas atrapada y te puedes ahogar, si es que no nadas con esa mencionada gana. Miré a mi árbol, y le presenté a mis hijos, quienes no lloraban, solo mantenían abiertos sus ojos claros, diferentes a los míos, no queriéndose perder nada. Pesaban, estaban sanos y yo fuerte para seguir con ellos en brazos, pero la Gitana me había hecho con otra manta una forma de cesto colgado al pecho, para que anduviera con las manos sueltas, por si tropezaba. Estaba tranquila de quien me acompañaba, así que dejé que hiciera y que me ayudara, como siempre lo había hecho, a pesar de no tener mi misma raza. Llegamos a la cueva, no recuerdo el camino, pero allí estaban, las conté, eran trece, y sin darle mayor importancia, me senté, y empecé a dar el pecho a mis hijos, antes de que tuvieran hambre. Los coloqué cada uno en una mama, y chuparon como si lo hubiesen hecho toda la vida, como si no les importara quienes los miraban. Mientras las demás estaban preparando alguna droga en el fuego que nos calentaba, la Gitana me dio de beber, pero solamente agua, y la mayor de todas elevó el trozo de pelo, que anteriormente me había quitado la Gitana. Con voz alta dijo una especie de oración, mientras las otras cantaban en voz baja, y yo, mientras, permanecía callada. Cogieron el mechón, lo pusieron al lado del fuego, de los cordones de mis hijos y de mi amuleto, el que se me cayó y creí perderlo. Siguieron cantando y bailando, mientras temblaba de miedo, porque no sabía muy bien qué significaba esa Ceremonia, ni el porqué de los objetos. Me cubrieron con una preciosa tela, parecida a la de mis primeros cojines, mientras miraba a mis hijos hambrientos, quienes no se daban cuenta de nada, pero ya eran parte del juego, y no sabía muy bien como jugar esas cartas, o si quizás fuera todo un sueño, y esperaba que pronto se convirtiera en la nostalgia de haber perdido un amuleto. Apareció la sombra de un hombre alto y fuerte, junto a los dos lobos, no lo reconocí hasta que cojeó, mostrando su armadura de siempre: su vello rubio y espeso en el pecho. Y, dando una rotunda orden, le pidió a la anciana que mostrara a los niños, quien les apartó la manta, enseñando lo que ni yo había visto: tenían el mismo lunar, el de una calabaza, cada uno en una pierna, dejando claro lo que pasó esa noche, cuando me encontró en el Bosque desmayada. Me miró a los ojos, cogió a los niños con una sola mano, quienes empezaron a llorar al quitarles de mamar; entonces lo vi más humano, incluso sensibles al acariciarlos; él no me había demostrado ser malvado, sino, más bien, todo lo contrario. Recordé nuestra Historia, precisamente no había sido de Cuentos de Hadas, recordé como me protegió en el Bosque, como me besó la frente mientras el Firmamento me mostraba, y como, incluso con muchos inconvenientes, seguía a mi lado, a pesar de todos los problemas que acarreaba no tener los mismos derechos ni deberes en una misma plaza. Quizás era la persona que hablaban mis cartas, pero mi intuición me decía que no era él de quien hablaban, sino del Jefe, quien a pesar de su vida tan mundana, siempre había querido casarse conmigo, aunque no peleó para que yo no me apartara, creyó que mi vida era tan sencilla, que solo tenía que coser en esa nueva casa; y lo que pasó en esa nueva estancia: es que descubrí un Mundo que antes parecía que no existía, por lo menos de una manera tan cercana. Conocí la maldad de las personas, lo que hacen por conseguir unas migajas, porque nada es tan importante como para dañar a quien algún servicio puede que te haga. Conocí el hambre, el trabajo, la honra, y el dolor al no llevarla; conocí la mentira, el engaño, la avaricia, la envidia y los celos, e incluso descubrí que hasta los que crees familia, quieren estar en otras batallas, porque piensan que si no llevas su sangre, quizás un traidor encontrara. Conocí todo lo malo, y también la bondad de los desconocidos, cuando tienes una misma situación en una misma casa, conocí la sabiduría en la vejez del hombre, que no solo trae cosas malas, y descubrí que siempre hay un camino donde encuentras lo que añorabas, pues siempre hay alguien que desea tus poderes, aunque no sepa como utilizar tanta Magia; porque cada ser de este Mundo tiene consigo algo mágico en sus entrañas, solo tiene que descubrirlo y dejar que la Naturaleza lleve su marcha, porque al igual que el Amor y la Rabia eran encontrados, si se da la situación adecuada, se sabe cómo utilizar los poderes, que solo la maldad oculta, porque quiere ver tu cuerpo en llamas, donde el fuego de lo ruin acaba con los placeres que te da la vida, con toda su Magia. Todo volvía a normalizarse, parecía que la escena la había visto cada noches, lo extraño pasó a ser parte de mi nueva vida, la que asumí sin ningún miedo, porque me sentía segura con quienes me habían curado las heridas, alimentado y también me habían dado algún consuelo. Quizás aquello que te da amor con respeto sea lo mejor para cada persona, sin importar muy bien los cotilleos, porque ya aprendí en la Mesta, que para lo que algunos era lo mejor, para otros quizás fuera una especie de tormento. Aprendí a agradecer la Ayuda, cuando estás sola con tus particulares miedos, y aprendí que en esta vida no todo es Blanco o Negro, Bueno o Malo, Hermoso o Feo. Decidí desde ese momento no catalogar nada, disfrutar de los instante que la vida me daba, sin criticar a un compañero, porque esa noche encontré lo que me dijo mi padre “ Un Pueblo”, el que debía elegir para volver cuando hubiese rechazo de los que se creen mejores, sin conocer lo que puedas dar cada año nuevo. Me agarraría a las cosechas que diera mi trabajo, al que dedicaría parte de mi tiempo, porque era la única forma de subsistir, cuando estás casi en el agujero. No tenía claro si sería Princesa de su Reino, o seguiría siendo Criada, aunque protegida por su séquito; lo único que sabía con certeza es que era la madre de sus hijos, sin dudas, ni miedos, y que eso me daba la suficiente categoría para tener mi propia casa, donde guardar los secretos, muchos, pero todos llenos de buenos sentimientos; quizás enturbiados por la mencionada maldad humana, pero nada que no se pudiera soportar, si tienes un hombro para el desconsuelo. Lo peor en esta vida: era la temida soledad, donde quizás den vida todo los miedos, así que enseñaría a mis hijos que era parte del ser humano, por si nadie llegara en los peores retos, pues de los problemas huyen hasta los más fuertes de los pueblos. Les enseñaría que si la saben tratar, conocerían más de sí mismos y de su sufrimiento, que era otra guerra que habría que pelear, porque el hombre está solo incluso a la llegada al Paraíso del Divino Firmamento. Mientras observaba a mis hijos, porque quería memorizar hasta los lunares de su cuerpo, mi Príncipe se agachó para darme un beso, me hizo sentir su mujer, sin que hubiera un altar en el que darme el preciado oro como amuleto, sin que ningún sacerdote legalizase nuestra unión, mis hijos lo harían por ellos, y desde ese instante seríamos uno, siendo cuatro los cuerpos. Entonces pronunció un” Te quiero”; unas palabras románticas, después de tanto miedo, y gritando advirtió a los Astros: ”¡Ahora es el momento!, me has dado un Rey para cada Reino, Eiríkr para las Tinieblas y Olivia para mandar a todas las Brujas que vuelen por el Firmamento”. Los levantó con fuerza hacia el cielo, como lo hizo en una ocasión con su espada, mencionando su Testamento: “Llegó el COMENZO de la MAGIA, dejando atrás la ESPERANZA, para crear un Futuro Certero; donde, por supuesto, cada uno de los habitantes de mi Reino abandonará con GANAS sus MIEDOS, al convertirse en su PROPIO DUEÑO…” FIN Sandra María Pérez Blázquez
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