MAL TRAGO
Publicado en Mar 29, 2018
MAL TRAGO
Historia basada en un trastorno que le escuché a un sicólogo. No he confirmado si puede ser tan radical como él lo platicó. Se trata de alteraciones sensoriales (tema que siempre me ha fascinado). En este caso especial: olores imaginarios. La madre de Alonso estaba desesperada: “¡Doctor, nos urge una solución! Por el tumor en el cerebro, mi hijo no puede comer, pues todo lo vomita. Todos los alimentos le dan asco… ¡todos le huelen a excremento, a pus, a drenaje, a vómito! ¡Lo mantenemos con vida gracias al suero!” A esas alturas, los tratamientos del resignado doctor ya eran más los de un psicoterapista que los de un médico: “¿Señora, aún los únicos aromas que le apetecen a su hijo son los de las cosas asquerosas, como estiércol, pus, basura?” La señora guardó unos segundos silencio, luego se llevó las manos a la cara para tronar en llanto. Su esposo la abrazó, mientras decía al médico: “Imagine que todos los olores de un restaurante o de una perfumería le resultan totalmente repugnantes, tanto que lo hacen vomitar; ahora piense lo que es pasar por el basurero municipal o por una letrina y sentir un gran placer, pues su cerebro interpreta esos olores nauseabundos por los alimentos más deliciosos que en sus años de salud le fascinaban… Ya conoce las asquerosas circunstancias en las que hemos encontrado a nuestro Alonso.” El padre se llevó la mano a la boca para contener el asco. El doctor les pidió que fueran a la recepción para esperar, mientras hablaba con Alonso. Llamó a la enfermera para que le llevara al chico. Un joven de 15 años, un metro con 60 centímetros y pesaba 38 kilos. Apenas podía sostenerse en pie. Ya solos, el doctor no podía dejar de ver al demacrado chico. Era fascinante tratar a un joven que hace un año era normal, pero tras una enfermedad tan común como un tumor cerebral, de pronto, se había convertido en alguien que compartía su más secreta y culposa afición: la coprofagia. Después de muchos años en terapia, el galeno ya había aceptado su parafilia. Después de todo, no dañaba a nadie, y como doctor, sabía cuidarse. Mas con este paciente sentía cierto alivio y esperanza. Había colgado en la puerta de su cuarto dos tomografías, una de Alonso y otra de él. Cada noche las veía una y otra vez, tratando de encontrar semejanzas. Trataba descubrir qué estaba mal. Había grandes diferencias entre ambos. Mientras que para el chico cada muestra de materia asquerosa era registrada por su cerebro como un olor delicioso; para el doctor, era precisamente el olor fétido lo que le apatecía; además, mientras que el galeno era impulsado por su apetito sexual, Alonso sólo deseaba comer algo sin que el asco lo hiciera vomitar. El doctor sacó unos vasos de muestras. El joven le agradeció su comprensión, pues a pesar de que se sentía un monstruo, una aberración, también había aceptado que era lo único que su cerebro le permitía deglutir y que podría morir de inanición. Mientras devoraba los contenidos, el médico de 60 años experimentó una erección. Decidió aprovechar la oportunidad que tal vez no se repetiría. Sacó su pene y comenzó a masturbarse. El chico empezó a gritar con horror. Los padres y la enfermera entraron para ver la asquerosa escena de su hijo con la boca manchada y al especialista subiéndose los pantalones. La madre llevó al chico al baño para limpiarlo, mientras le decía que no se preocupara, que lo entendía. El padre le dio una golpiza al doctor. Ya en su casa, el chico lloraba, mientras pedía perdón por ser tan asqueroso. La madre le contó: “Cierto día, al más grande de los cínicos griegos, Diógenes de Sinope, le dio por masturbarse en plena ágora ateniense. Quienes le reprendieron por ello, obtuvieron por única respuesta del filósofo una queja tan amarga como escueta: ¡Ojalá, frotándome el vientre, el hambre se extinguiera de una manera tan dócil!" Para el chico aquellas palabras de su sabia madre fueron culminantes: “Madre amada, por favor, tráeme comida. Me esforzaré sin importar cuántas veces vomite. Tengo que aprender a vivir… pasando el mal trago”.
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