Mar
Publicado en Apr 06, 2018
Una extraña misión se me encomendó. Sin comprender los alcances de ella, mas decidido a llevarla a cabo, partí. Cuando perdí de vista el punto de partida fue cuando pude, al fin, decir que mi viaje comenzaba. El viaje fue extenso y complejo, las dificultades mayores con el tiempo y la distancia. Varias veces me pareció imposible llegar a destino, y vi mi vida pasar como si jamás hubiese nacido. Al acercarme al punto de encuentro, las tormentas me botaron varias veces, y las olas me poseían y me negaban el avance. Tarde me di cuenta que ya había llegado.
Y aquello fue evidente cuando, por fin, llegué. El océano se extendía por todo lo visto, y mis pertenencias se perdían en el horizonte sin dejarme la mínima esperanza. De pronto, una calma me sorprendió regalándome de golpe la luz del sol. Fue difícil asimilarla, pues no la recordaba. No así…Se me dijo que el momento llegaría con las primeras gotas, pero que no esperase el fin luego. Se me dijo que aquella sería la más espantosa ytemible, valiosa, de mis misiones. No supe qué esperar, hasta que escuché unos gemidos muy a lo lejos. En ese instante, ese familiar gemido me paralizó y vulneró. Sabiendo que debía moverme, que debía bajar, desesperado intenté moverme, y otro gemido, aún más fuerte, me lo impidió nuevamente. Ese gemido era espantosamente familiar… Era el grito del alma cuando se desprende del cuerpo. Cuando la sangre cae de golpe al suelo, huyendo de todo cuanto le enfría. El grito de los ojos al romperse el corazón, al quebrarse el sostén que lo mantiene vivo. El grito de lo imperecedero al volverse mortal… Al cabo de varios gemidos, logré por fin acostumbrarme a ellos y su abrumante peso, como ojos que se acostumbran a las sombras. No pasó inadvertida su cercanía, y no pasé yo inadvertido para aquel monstruo capaz de sacar el alma y quemar los sentidos con tan sólo un gemido. Y a ese monstruo, esa criatura víctima y victimario de todo este océano que nos rodea, es a quien tenía por misión cazar. Un sentimiento de pesar, de amargura, de dolor y rencor cargaba el ambiente de una bruma invisible pero notable, como el calor en el asfalto. Los gemidos eran cada vez más cercanos, y más terroríficos. Lentamente comencé a sentir lástima por ese desdichado monstruo, lo que eventualmente me llevó a la empatía. Al sentir el más cercano de los gemidos hasta ese momento, comencé a sumergirme. Desde un principio sentí la presión de ese mar oscuro y doloroso. Y mientras más me hundía, más conectado a esos temibles, terribles sentimientos estaba. Mis recuerdos se volvieron líquidos igualmente, e inundaron mi conciencia de aquello que fuertemente había oprimido, clavado a las paredes de un cuarto que jamás volví a abrir… En ese océano inmenso y pesado, las lágrimas apenas se notaban. Apenas bastaban… Sin darme cuenta, un gemido se escapó de mi boca consumida por el dolor, y con horror me pareció escuchar en él a ese monstruo, que era mi presa… Desesperado, intenté volver a la superficie, pero cada intento me hundía más. Y cada vez que me hundía, era más profundo el dolor y el quebranto, el recuerdo de tantos dolores ahogados en un mar de indiferencia, de victimización y complacencia. Cada imagen dolía como nueva, cada palabra encontraba un abrumador eco en éste solitario mar de lágrimas. Creí comprender que ese, y no otro, era mi destino, y lo fue todo el tiempo. Y en esa comprensión, me entregué. Ya sin luchar, lentamente me hundí en el espanto, en la oscuridad de un mar sin fin, sin esperanza, fracasando mi misión… Un gemido me hizo salir del letargo. Uno que, comprendí en el acto, no era mío, sino ajeno, extraño. Extraño incluso a aquel monstruo al cual debía cazar. Era un gemido, de todas formas, cercano. Abrí los ojos y, acongojado, vi a ese monstruo enfrentándome. Era un dolor poco visto antes, en sus ojos. Una pena que aparenta ser eterna. Un espanto que paraliza con la sola idea, una frialdad propia de unos ojos una vez cálidos… Y un rostro. Un rostro, que era el mío. Acerqué mi mano a su mejilla, y mientras la acariciaba, ambos lloramos. En silencio, nos conectamos, nos comprendimos, nos acompañamos. Me contó de sus propias aventuras, de cómo llegó allí o, más bien, de cómo creó aquel lugar. Me contó que, de pronto y sin darse cuenta, comenzó a hundirse en un mar que aparentaba no tener origen. Que sólo buscaba una salida, pero cada vez que lo hacía, el mar crecía. Tarde, dijo, se percató del tamaño del mar que había crecido, creado, a su alrededor. Me contó sobre cómo, progresivamente, fue sumergiendo en éste a quienes tenía cerca y que, por miedo a ser devorados, se alejaron. Honesto, me dijo que en realidad no los juzgaba, y que aquel rencor que terminó por consumirlo, no era hacia ellos, sino hacia él. Intenté consolarlo, y él a mí. En un arranque de sinceridad, le conté mi misión. Sorprendido con mi sinceridad, me la agradeció, y me pidió por favor que le dejara quedarse ahí. Confundido yo, pregunté por qué. Y la respuesta fue tan noble como satisfactoria. Una voluntad digna de ser respetada. Los últimos momentos que compartí con aquel monstruo no fueron menos íntimos, mas sólo nuestros ojos conversaron. Y lentamente pude sentir cómo el mar se transformaba a nuestro rededor, aún sin cambiar totalmente. Ello era tarea de él. Y la mía, otra no muy distinta. Al despedirnos, su promesa fue la mía, y emprendimos el mismo viaje, en direcciones muy distintas. Fue difícil, al llegar, poder explicar el desarrollo y los alcances de mi misión. Se me hizo difícil explicar que, en realidad, no había sido un fracaso y que, por el contrario, había sido el mayor de mis éxitos. Y no gracias a mí, sino al monstruo, y esas palabras que nos perdonaron a ambos la vida. Esas palabras que me dieron la más importante, la única real, de las misiones que tendría jamás. “Déjame arreglarlo…”
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Mara Vallejo D.-
Gracias por compartir vuestras letras.
María
Carlo Biondi
christian pastora