La ley de la selva
Publicado en Apr 06, 2018
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
En aquellos tiempos, la selva era gobernada por un chango que, para mantenerse en el poder, recurría a hordas de gorilas bien entrenados en el difícil arte de reprimir con alevosía y ventaja. Todos los días, después de levantarse, el chango aquel se dirigía al balcón de Palacio y con fuertes golpes en el pecho y gritos coléricos hacía alarde de su autoritarismo (sobra decir que los demás animales vivían inconformes bajo su férula corrupta). Sin embargo, instigada por el búho y el zorro cuando la situación se volvió intolerable, buena parte de la fauna empezó a expresar su descontento en grandes manifestaciones y mítines. Por primera vez en su historia, las principales avenidas de la selva se llenaron con pancartas en las que se demandaba justicia social, democracia, la desaparición de las hordas de gorilas y la libertad de los presos políticos, entre los que había varios conejos y una que otra aguerrida avestruz. Al enterarse de ello, el chango se mordió una mano y se tiró al piso y pataleó, pero como no quería asustar a los animales atletas que pronto participarían en una justa deportiva ni mucho menos a las visitas que, con motivo de dicha justa, viajarían a la selva, se abstuvo de reprimir abiertamente a los manifestantes. Por eso les dijo a los gorilas que les dieran, pero sólo de noche. Así, los manifestantes recibieron golpizas nocturnas que influyeron decisivamente para que se les unieran más compañeros, de modo que, en pocas semanas, toda la fauna (a excepción, claro, de la hiena, el chacal y el buitre) estaba en contra del chango. Eso lo sacó de sus casillas. Una tarde, como diez mil animalitos se reunieron en una plaza porque en ese sitio se iba a realizar otro mitin. No se dieron cuenta de que los gorilas (unos con uniforme militar, otros vestidos de civil) la tenían rodeada, de ahí que el gallo hubiera comenzado sin preocupaciones su brillante alocución en la que una vez más le exigió al chango dialogar en público. Justo en el momento en que el oso le pedía a la multitud que abandonara la plaza en forma ordenada y pacífica, los gorilas salieron de sus escondites y abrieron fuego contra ella. El espectáculos fue siniestro: los animales corrían desesperadamente por la plaza buscando en vano un refugio, mientras los gorilas se divertían de lo lindo cazándolos con sus rifles y sus ametralladoras. Al final, la selva quedó inundada de sangre y en tinieblas. Esa noche, empero, la hiena dijo alegremente por tele que sólo faltaban diez días para la inauguración de la justa deportiva y que toda la fauna debía agradecerle al chango la oportunidad de presenciar tan fabulosos juegos, y de pasadita y con voz impersonal también dijo que en la tarde había habido un problemilla entre rijosos, sí, pero que, gracias a la mediación de las fuerzas del orden, ya se había restablecido la calma. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
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