EL DÍA DE LA VICTORIA MEXICANA
Publicado en Jun 19, 2018
Me levanté para desayunar avena, fresas, leche, un huevo hervido y dos tazas de té. Puse en orden lo que se podía poner en orden en el departamento, luego de haber recibido los cartones de la mudanza desde Tirana en Bremen. Me fui a buscar la playera de México que todavía no había aparecido entre los cartones. Por fin la encontré toda arrugada. Luego de dos horas así me la puse, es decir, toda arrugada. Entre los cartones no había encontrado la plancha, mientras me preguntaba a mi mismo que sentimiento iba a tener si ganaba la Selección pues el de la derrota ya lo conocía: tristeza porque siempre “jugamos” como los grandes, pero "perdemos" como ratones o, el de “pendejos” porque siempre “fallan” penaltis. Y con ese sentimiento de perdedor, acompañado con mi esposa –con sentimiento ganador–, todavía para darme ánimo lance un grito socialista antes de cerrar la puerta y salir a la calle: “Hasta la victoria compañeros”, recordando todavía el cuatro a uno que las reservas de Alemania "nos habían" metido en la última Copa Confederaciones. Pasamos por unos amigos alemanes para a ver el partido entre México y Alemania en un restaurante. – ¿Traes otra camiseta?” –me preguntó mi amiga alemana. –No, ¿Por qué?” –respondí. –No, nos vayamos a encontrar a uno de esos alemanes patriotas y tengamos problemas porque traes la camiseta de México” –dijo ella. –No lo creo, pues vamos a perder –respondí, pero teniendo la esperanza del empate. Llegamos al restaurante en donde luego de no haber tomado durante dos años una cerveza, pedí una de un litro, mientras el locutor daba las alineaciones de los dos equipos. Empezó el partido y a mí me empezaron las palpitaciones del corazón en los oídos, que mi mujer me dijo: “cálmate, no te vaya a dar un paro cardíaco". Pero no me calmé: sentía un piquete de aguja en el riñón derecho cada vez que tiraban a la portería defendida magistralmente por Ochoa y volvía a escuchar el palpitar de mi corazón cada vez que los mexicanos llegaban velozmente con la contra, fallando como tres o cuatro veces y yo como técnico señalándole el pase a Chicharito hasta que por fin me hizo caso dándole el pase a Lozano que con una finta pasó a Ozil para vencer con un derechazo al mejor portero del último Mundial y yo gritando solito el gooool ante un par de decenas de alemanes, incluyendo a mi mujer que en la pausa me dijo: – ¿Si empatan, hay penaltis? –Afortunadamente, no. En esta etapa pasa los dos primeros mejores de cada grupo –contesté a la que no sabe las reglas del fútbol, recordando los penaltis fallados por los mexicanos en otros mundiales–. Luego pide otra cerveza de un litro. Comenzó el segundo tiempo y otra vuelta el comienzo del palpitar del corazón en los oídos. Con la presión alemana en cada uno de sus tiros yo ya no sentía un solo piquete, sino dos, o sea, uno en cada riñón, que se me calmaban con cada trago de cerveza hasta que conté en mi cerebro los diez últimos segundo del final del partido en donde le grité a mi mujer de nuevo el grito socialista que había lanzado antes de salir a recoger a los amigos alemanes que también lo escucharon. Cuando regresamos a casa, con el orgullo escondido en mi camiseta, en la calle varios alemanes me felicitaron por el triunfo de la selección. Es más, un joven, como de dos metros, se acercó a mí para darme un abrazo efusivo que, en realidad, esperaba de mi esposa quien esa noche como una enemiga me envió a dormir al sofá de la sala en donde me puse a escuchar y a leer las reacciones en los dos países que yo los considero como mi Patria y por eso no entiendo ese nacionalismo mexicano que está en contra de un técnico extranjero así como el nacionalismo alemán que le echó la culpa a los jugadores con apellidos extranjeros por no haber obtenido la victoria que el equipo mexicano con todo los reservas y el entrenador se la llevaron y que fue la causante de que me fuera a dormir solito, pero feliz en un país que llegué por primera vez hace treinta años porque mi novia alemana estaba embarazada y en donde todavía sigo tomando agua directamente de la llave como lo hacía cuando pegaba mis labios en un tubo roto de agua potable que estaba enfrente del campo de La Agraria, actualmente, Vicente Suárez, luego de jugar fútbol y soñaba ser como Pelé, aunque el entrenador siempre me puso de portero...Y se me olvidaba: Qué emoción se siente cantar el Himno Nacional en el extranjero y, además, solito entre “puros” alemanes.
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