Subliminal
Publicado en Aug 01, 2018
“El dolor te hace sentir la vida entera en un instante”
Con esas palabras me encontré al caer en el camino. Las llamas lo cubrían todo, y pronto olvidé aquellas palabras, que sin embargo atesoré como al mismo amor. Sin querer partir, me fue imposible soportar ese calor y ese desierto, que tanto esperé para encontrar. Creí ilusamente poder alcanzar el cielo desde donde estaba, pero era muy claro que, en ese estado, jamás llegaría a volar. El viento dorado del atardecer me explica cómo, lo sé, pero no puedo hacerle entender que no le comprendo. Las últimas veces son siempre difíciles, y ésta me despojó de todos mis sentidos. La lluvia férreamente se ata a mi corazón, que despavorido se esconde donde muere la mente. Intentando levantar el vuelo, aún consciente de mi incapacidad, fracaso una y otra vez. Es imposible aprender a volar si no lo haces antes a caminar. Me parece insólito e inverosímil estar atado a estas llamas. Me parece inaudito el existir de este desierto maldito. Maldito y eterno. Eterno y perfecto. Pero no por eso menos maldito. Y es que recibí la ayuda de tantos. Cada uno decía cómo ha de hacerse, seguros y resueltos me mostraban la forma y, frente a mis narices, emprendían el vuelo. No lo hacían parecer difícil. Sin embargo, jamás me fue realmente así. Sino que simplemente me fue imposible. Vagos recuerdos de un cielo claro como el oro me llegaban, jamás supe de dónde. Remolinos de palabras cruzadas, de gritos de aliento y llamadas perdidas. Nunca quise ignorarlas, mas no me fue posible atenderles. No me fue posible escuchar ni a mi propio corazón saltándose, progresivamente, sus latidos. Sin vida me quedé de pronto, y de pronto ya no recuerdo. La vida siempre es sabia. Siempre encuentra un camino por dónde abrirse paso y cumplir su voluntad aún muerte mediante. La vida tiene extrañas formas de hacer las cosas, ciertamente. Y por sobre todo, de enseñarlas para que sean hechas. Perdiéndome camino adentro, no logré divisar bien aquello que venía con toda fuerza hacia mi rostro, y que prontamente lo desnudó. Advertí un sutil cambio, pero lo ignoré por ser mínimo. Uno siempre cree aquello, de lo que ocurre frente a sus narices. Grande fue mi error. Y fue pequeño el salto que di. Ese último salto antes del martirio de enfrentar la soledad ominosa de la voluntad de estar sólo. Sin palabras, sin camino. Ni llamas, ni lluvia. Ni guías ni maestros enseñando el arte de volar sobre la vida. Sólo él sólo y la mente y su recuerdo de sí misma siendo mente. Viviendo la vida entera, en todo su espectro de tiempo, en un instante. Ese en el que caí de cansado de caminar por el desierto quemándome los pies y las entrañas de un dolor que sólo puede hacer justicia a una vida de soledad e injusticia. Cobardía. Miserable cobardía que atrapa a quien gusta de volar sin esfuerzo. Esa de la que caí escuchando unas palabras que hacen eco en esta mente dentro de la mente. En esa esperanza antojadiza y artificial que fue el sentir de ese viendo dorado. Esa maldición de los sentidos, que sin embargo ya me habían sido privados. Y las escucho. Veo sus seres sumergirse en el veneno de volar tan lejos. Tan lejos. Sin estar aquí, donde me hayo yo, quemando y sufriendo y soñando con lo fácil de un atardecer que sólo podría ser prestado. Porque el mío fue otro, sin duda. Porque, el mío, fue. Y en este mísero cuarto del cual no poseo más que una ventana, me aflojo y me desvelo, y siento en mí el ardor de mil desiertos, que junto a mi desprenden esas llamas que ahora lo queman todo. Sin esperar, ni despertar, me agencio a lo que vi y viví, que no fue en la vida entera sino sólo en un instante, al doler del atardecer dorado en el que respiraba el cálido eco de unas llamas tenues. Veo claramente aquello que mis sentidos, por naturales, me lo prohibían. Siento aquel ardor del vivir en libertad y plena consciencia de que todo ha pasado y pasará, y que no hay finales sino sólo comienzos. Esperando la vida entera por ese instante en que se manifieste, comprendo su mensaje y me arrojo a ella. No sería correcto darle rencores y penurias, sino sólo el más profundo agradecimiento. Y, qué duda cabe, no a la vida, sino al dolor. Ese que me hizo, después de todas las vueltas, huir de esta muerte y alzar mis alas a la vida.
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