La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 20. Inesperado cambio de planes
Publicado en Aug 09, 2018
EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas 1. Inesperado cambio de planes Eran como las cinco de la tarde cuando sonó el teléfono. Reconozco mi indiferencia juvenil cuando escuchaba el sonido de ese aparato. Total, si siempre lo contestaba mamá Marta. Estaba en la mesita de mi habitación estudiando para el examen final de Historia del Perú que tendríamos el jueves en la segunda hora de clases. Podría no haber ido y aprobaba, después de todo, pero por no sentirme ni tonto, ni petulante delante de Jimena, estaba dispuesto a darlo. Además, ya no había tiempo de aplazar más la conversación con los muchachos por lo del Camello, ya no había excusas, el viernes estaba a puertas y teníamos que finiquitar los pormenores. Concentrado en los libros me detuve un poco más en el estudio arqueológico de la cultura de Nazca, del Antiguo Perú, que se desarrolló en los valles del actual departamento de Ica, Provincia de Nazca, al sur de Lima, alrededor del siglo I y que entró en decadencia en el siglo VII. Sus ilustraciones me fascinaban. Su cerámica policromada con figuras de animales, plantas o de representaciones de hombres mutilados. Sus tejidos de alta calidad, verdaderas obras de arte, como herederos de la cultura Paracas. Sentado en mi silla me imaginaba viviendo esos tiempos; podría decir que yo era un hombre de Nazca, vestía un poncho multicolor y tenía entre manos una cerámica en jarra y me disponía a coger agua del río para beberla, y no me dejaron porque me llamó con un vozarrón de espanto Mamá Marta. —Niño Gabliel, lo llama Chule. Baje lápido, dice que es ulgente. —Voy. Bajé en tres brincos la escalera aún imaginando haberme bebido el agua del río. En verdad nunca esperaba que me llamara Chuleta. En su casa no había teléfono. A demás, si quería darme alguna noticia sobre el Camello ése siempre era Pipi. Se me esfumó de un soplo la imaginación de Nazca porque en el fondo la venganza… ¡perdón!, mi justicia, me atraía más. ¿Venganza o justicia? ¿Por qué anhelaba venganza si me consideraba un ser pacífico? Cuando por cualquier situación en que Amanda tenía que aplicar la imparcialidad enmudecía, atenazaba su mentón con su pulgar e índice para luego soltar en latín una frase: «Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi», eso significa —y seguía su traducción—: la justicia es el hábito de dar a cada cual lo suyo. El Camello se merecía lo que me daba por ofensa, por andar asustando y pegando a los compañeros del colegio, y porque el podenco del auxiliar Pancho en cualquier momento moriría de hambre si ese camorrista le seguía pateando el mugroso plato de comida. Ese era el sentido elemental de justicia que heredé de Amanda y también un poco su testarudez para alcanzar los objetivos. ¡Que sí! Que mi concepto era una contradicción. La justicia por propia mano es venganza; pero disfrazaba mi propósito último. —Sí. Qué tal Chule, dime, ¿de dónde llamas? —¡Ey, Campanita!, estoy en un teléfono público de la Plaza de Armas. Escucha. Ya sé cómo vamos a sacarle la mierda al Camello. —¿Cómo que ya lo sabes? ¡Y Pipi, también!, ¡y yo! ¿Ya no lo hemos hablado? —¡Que no, Campanita! Escucha. —¿Y ahora qué? —espeté inquieto. El Pitbull nos acompañará y… —¡Qué?, ¿pero qué pinta ese maleado aquí, Chuleta? ¡éramos tres y parió la abuela! Este tema es solo nuestro, Chule, de nadie más —culminé muy nervioso. Quién no conocía al Pitbull, ese delincuente y drogata conocido en todo el puerto. Acostumbraba a vestir con bivirí, chores y zapatillas o chanclas. Tenía más o menos un metro ochenta de altura, los antebrazos vigorosos y llenos de chuzos, los ojos achinados dentro de una cara redonda llenas de cicatrices lunares, como secuelas de sarampión de niño. Había perdido la cuenta las veces en que había caído en la cárcel. En una de ellas se comentaba por haber matado a uno. Pero, en verdad, ¿qué pintaba Pitbull en este asunto? —Descuida Campanita. Te cuento un poco. ¿Sabes que mi padre es Policía? —Y eso qué carajo importa —ya estaba irritado. —Escúchame primero. No tengo más monedas y esto se acaba en cualquier momento. —¡Bueno, habla! ¡Qué más da! —A mi viejo le han soplado que el Pitbull tiene drogas en su casa. ¡Bueno!, ¡eso todos lo saben!, pero le han dicho dónde lo guarda y yo me he enterado. Como es de mi barrio y lo conozco le he dicho que la policía le va a caer y por el chivatazo le he pedido un favor… ¡ya sabes!, que nos ayude el viernes. Él conoce al Camello, porque le pidió unos tronchos que nunca le pagó; no fue difícil convencerlo. Escuchaba atento hasta que pregunté, en un tono más sereno, como evocando a la razón. —Pero, Chule, ¿no era mejor hacerlo solo nosotros? Si ya lo habíamos hablado. La estás cagando, ¡carajo! A uno más y esto lo va a saber medio Paita, ¡mierda! Y todavía el Pitbull, ¡no jodas, pendejo! Estaba asustado, el asunto se me iba de control y fue el fermento para un lenguaje inusual, porque no recuerdo haber hablado así en mi vida. —Cálmate, moreno, si el Camello sabe que el Pitbull está con nosotros no nos molestará jamás, ¿me entiendes? Créemelo. Resultaba razonada su explicación, pero aun así me resistía a que interviniera otro, pero cedí, como siempre. —Está bien, pero ¿has llamado a Pipi para decírselo? Qué dirá él. Me llamó luego del colegio para decirme que no había cambios y que tú estabas un poco… Detuvo mi habla. —¿Molesto? Sí, pero no pasa nada. Solo que me preocupo por ti. Ya se lo contamos mañana en el taller; pero ve al colegio y no te olvides de nosotros ¡cojudo! Pareciera que estamos más preocupados que tú. ¿Está bien? Y sereno moreno, si estás con el Chule, no hay nada de que temer. —Mañana los buscaré antes de la segunda hora en el taller. —¡Ey!, antes que se corte, me debes dos soles por la llamada; dámelos mañana, que son de mis apuestas. —Mañana te los doy. ¡Ey, Chule! —tenía una repentina interrogante—, ¿dónde guarda la droga el jodido Pitbull? Chuleta respondió como un rayo, sin pedirme que le guardara el secreto. —En los calzones de su abuela que tiene alzhéimer. ¿Te imaginas? La policía va a poner calata a la vieja —Chuleta se reía—, pero ya le he dicho que vaya buscando otro escondrijo. —¡Ah! —no me causó gracia—. Ya mañana hablamos. El teléfono se cortó antes que él pudiera despedirse. Colgué el auricular y ya me había olvidado del todo de la tarea de Historia del Perú. ¿Por qué carajo tenía que intervenir el Pitbull? No quería que se implicara nadie más. ¿Y si llevaba una pistola? Odiaba ese grado de violencia. ¡Que sí!, que lo mío también era violencia, pero en otro grado, ¡yo me entiendo! El tema se me había ido de las manos. En parte sentía algo de culpa por no haber ido a buscarlos dos días en el recreo y estar al corriente de cualquier mínimo cambio. Subía las escaleras comiéndome la razón cuando a la altura del descansillo suena el timbre. Nunca abría la puerta. Esa era siempre tarea de Mamá Marta. Me quedé allí esperando a saber quién era. Ella pasó partiendo el salón para abrir la puerta. Me vio. —¿Pol qué no able la puerta? —no me llamó mi niño. Me clavaba su mirada—. ¡Hay, hay, hay!, ¿qué mal acostumblao está pequeño? Le estaba dando el lonche a tu abuela. Y no ayuda ni un calajo. Nunca la había notado irritada, hablándome así, con ese retintín. No le contesté. Tenía toda la razón. Debía de reconsiderar colaborar más en casa, si era que contestar el teléfono o el abrir la puerta se llamaba colaborar. Abrió la puerta. Era una joven muy guapa y delgada, con una bandana blanca en la cabeza y unas grandes gafas de sol. Vestía una bata ibicenca, con bordados en naranja de alguna representación impresionista y un collar de piedras redondas blancas y naranja. Sujetaba una revista entre sus pechos. Pensé por reflejo que vendía algo, enciclopedias, artefactos, ¡qué sé yo! El sonido de su voz me era peculiar. —Buenas tardes. Hola Gabriel. —¿Jimena? No podía creerlo, pero era ella. ¿Y sus cabellos? Los tendría recogidos dentro del pañuelo. —¡Claro!, ¡quién más! ¿Quién creías que era? ¿Una vendedora? —¿Es usté Jimena? —Sí. —Es muy guapa. Lo suponía. Ya hablalemos de este niño, mi niña —Martita volteó a mirarme aún enojada—. Atiéndela que voy a seguil con tu abuela. —Gracias Martita. —Bueno, ¿me invitas a pasar? —¡oh, sí!, pasa. ¿Y tu pelo? ¿Te lo has recogido? —Tengo nuevo look. ¿Quieres verlo? —¡Sí, claro! Me dio una gran sorpresa. La prefería con su melena larga antes que ocultar su lacia y azabache cabellera, pero al quitarse la bandana y las gafas le vi una belleza original. Sus diminutos cabellos, teñidos de pelirrojos conjugaban con su collar y los bordados de su vestido. —Estás guapa. La belleza que todos ven coincide raramente con la belleza que enamora. Jimena tenía algo que otros no veían, era inexplicable. Esa diferencia me atraía. —Gracias. Lo vi en esta revista. Mira —me la alcanzó— está en la veintisiete. —Estás diferente, me gustas. No tenía más palabras: que estaba guapa o se veía diferente, ¡qué originalidad! —¿Eso es todo? ¿No dices nada más? —Sí, estás guapa…, diferente Qué atontado estaba y ella se daba cuenta, sin duda. —¿No me preguntas el porqué de mi cambio? —No me has dicho, siquiera, que te acompañe. Podría haber seguido luego con los estudios. —¡Qué tonto eres! Te lo dije hoy por la mañana y no me hiciste caso. Pero, ¿te gusta o no? Con insinuación audaz se me acercó tanto que pude verme en sus pupilas. Olía al perfume que solía usar mi madre. Cogió mis muñecas y levantó mis brazos. —Toca mi cabeza, ¿qué se siente? —Nunca he tocado la calva de una mujer, ni las he visto. ¡Miento! Sí, a unas Hare Krishna, en Lima, ahora que lo recuerdo. —¿Le tocaste la cabeza? —No, solo las vi. —¿Y esas quiénes son? —Esas y esos, un movimiento religioso de corte hindú. —No lo sabía. —Igual, por Paita nunca los he visto —respondí— pero ese es otro tema. Tu cabeza pincha. Me gusta así naranja. ¿Y este perfume? —Allure de Chanel. Es de mi madre. Le regalan muchos. ¡Tú sabes! Pero este me gusta más —cogió mi cuello y lo acercó al suyo—. Huélelo en mi misma piel. Su química corporal le imprimía una tonalidad cítrica dulce, pero estaba seguro de que era el mismo que usaba mi madre. —Hueles genial —algo me molestaba entre mis entrepiernas. Quise estar oliéndola una eternidad, pero me aparté sonrojado, aún anonadado, la miré de nuevo y al sonreírme se me esfumaron los últimos resquicios de tontura. Su sonrisa única, sus labios carnosos, el brillo de sus ojos caoba, su frente limpia, sin expresión hostil. Volvía a reconocer a Jimena, no me engañaba, aunque más guapa con su nuevo look. Cogí seguridad. —¿Sabes? Ahora sí siento que eres tú. —¿Qué dices? ¡Claro que soy yo! —respondió afirmándolo—, la misma de siempre, solo calva y pelirroja. Se echó a reír. Reímos los dos. —Me dirás loco, pero te lo diré otra vez, pero ya no atontado, estás guapísima. —Yo te digo otra. —Sí. —Este cambio lo he hecho para ti. Enmudecí. Ella seguía a mi alcance, frente a mí, me miraba. Le sujeté los hombros la incliné hacia mi cuerpo y le besé la frente y luego le di un abrazo prolongado. A nadie antes que a Jimena había besado en la frente, jamás. Por lo que ese impulso instintivo se producía solo con ella. Era como decirle, te quiero, sin decirlo, ni sentirlo. ¿Qué sentimiento era? Es cierto aquello que dicen que el lenguaje de los besos significa más de mil palabras, no es verbal. Mi padre me besaba en la cabeza antes de irse al barco o a Lima y decía que yo era su adoración: y yo me sentía su adoración. Mi madre acostumbraba a hacerlo en mis mejillas y decía que yo era su clarito de luna. Amanda, igual que mi madre, decía tú eres mi todo. Yo besaba a todos mis seres queridos en las mejillas. Pero ¿por qué besaba a Jimena en la frente? ¿Qué significaba? No era un beso cualquiera. Quien besaba era yo, ¡claro! Y se lo daba solo a ella y en la frente y prolongado. Si cerraba los ojos esa manifestación de cariño se extendía una eternidad, pero al abrirlos habría estado solo unos tres segundos terrenales en su frente. Qué sensación. ¿Había dicho manifestación de cariño? Allí puede que haya estado la clave. Pero, ¿qué tipo de cariño? ¡Mierda! Han pasado años y esa impresión de dar y recibir protección no la he sentido con nadie. Esa alucinación de no sentirme nunca abandonado y de no abandonarla por igual, no la he sentido hasta ahora, jamás. Aún conservo esa propensión de besar en la frente si soy yo el que derrocha amparo y cariño, sin importar, muchas veces si me lo devuelven por igual. Será la estela de aquellos instintos adquiridos con Jimena. —¿Por mí? ¿Cómo es eso? —Quería darte una sorpresa, eso es todo. —Lo has conseguido. Aquella vez, fui yo quien se atrevió a besarla. Llenó de cosquilleos mis labios y de habilidades mis manos para moldear sus glúteos. Ella, con el movimiento de su cuerpo, me invitaba a seguir. Escuchamos pasos en el segundo piso. Nos apartamos. —Siéntate. ¿Quieres refresco, agua o algo para picar? —¡Ya que insistes! Mejor una cerveza. —¿Cerveza…? Déjame ver qué te traigo. Entré a la cocina y abrí la refrigeradora. No me era familiar auscultar dentro de ella. Encontré unas latas verdes que decían cerveza. Serían de Martita o Carmen. Quizá mi padre las bebía en sus visitas. Volví al salón en el instante en que ella miraba la estantería de vasos de cristal. —Cuántos vasos. —A mi abuela le gustaban los saraos y había que tenerlos para todo: vino, champán, güisqui, cerveza, ¡bueno…!, ¡tú sabes! —volvimos a sentarnos en el sofá—. —¿Cómo sigue ella? —Cualquier cosa puede pasar. No camina, no habla y ahora se niega a comer. A otro tema, por favor. ¿Ya estudiaste Historia del Perú? Mañana es el examen final. —No puedo desaprobar uno más. Además, es uno de los cursos que me gusta. —Yo sé que puedes. —¿No me dijiste que ya no te presentabas a los finales? —se expresó irónica. —Olvídalo. —Después de todo, al paso de esta huelga nos mandarán a hacer exámenes para febrero. Y tú, tampoco me has ayudado a estudiar, como antes. —¿Insinúas que has desaprobado por mi culpa? —Sí —respondió encogiendo los hombros. —¡Esto es el colmo! Sabes que solo he tenido cabeza para mi abuela y el Camello. —¡Déjalo! Te perdono. Ya no importa —apuntó como ofendida, y cambió de tema—. Gabriel, ¡a propósito!, me preocupa lo del Camello. ¿Qué vas a hacer? ¿En verdad crees que te pueden ayudar esos ineptos? —¿Por qué hablas así de mis amigos? —¡Ahora tus amigos? Hace unos días ni existían. Parecen los de la serie, el gordo y el flaco. Hasta la misma cara de idiotas. —¡Anda! Cambia de tema, que no los conoces. —Me quieres escuchar por un puto momento —subió su tono de improviso. —¡Ey!, aquí no grites —le corté rápido y fuerte. —Disculpa, está bien, es que estoy preocupada. Apareció de repente Mamá Marta —¿Aquí pasa algo? —No Martita. Solo hablábamos —expliqué. —Agladecelía fuela en voz baja, Gabliel, pol tu abuela, ¿estamos de acueldo? Martita tenía las manos en sus caderas y los ojos a punto de embestir. —Sí Martita —ella desapareció por el pasillo—. Te dije que aquí no grites. No acostumbramos. —Lo siento. Ya pasó, carajo. —Y no andes con lisuras, tampoco —increpé, a media voz. —Estoy nerviosa. No te metas en problemas. —Ya te he dicho que no quiero hablar del tema. Pronto todo se solucionará. —Eso espero. Recuerda que te protejo. —No digas eso. No soy un idiota. Sé cuidarme solo. —¡Bueno!, no quiero que te suceda nada. —Eso ya es otra cosa. —Lo único que sé, Gabriel, es que necesito protegerte y… —le interrumpí. —Curiosidad. ¿Por qué lo haces? —Porque digas lo que digas tienes carita de bueno —concretó con un halo de ternura—, para mí sigues siendo mi tontito lindo —cogió un cojín del sofá y sonriendo me lo tiró diciéndome la última frase— y porque sea lo que sea, te quiero mucho tontín. Aunque fuera un te quiero simple, no lo era para mí. Con pequeñas cosas me demostraba la profundidad de su querer y habría de ser un verdadero tonto por entero para no darme cuenta del significado de sus gestos. El rictus de sus labios en sonrisa cuando lo decía, el brillo de sus ojos, la sutil inclinación de su cuello a su izquierda. No sé en qué momento escuchar esa frase por ella se volvió una necesidad. Hasta ahora lo recuerdo. Es muy fea, decían mis amigos. ¿Quién se va a tirar a esa narizona loca? Me atraía su peculiaridad, de cómo me miraba, del calor desinteresado que me ofrecía y de su sonrisa diciéndome, te quiero. Y no era guapa, no era normal vistiendo, ni fina hablando, según la opinión de Pipi y Chuleta. Me cautivaba ella tal como era; su existencia. —Estás loca, Jimena. Empezamos a reír. Hablamos un poco de mi abuela y de ella. Siguió contándome sus discusiones últimas con su madre. No era novedad. Que no le gustaba estar en la cocina del restaurante por el calor asfixiante. Lo suyo era preparar las mesas, servir los platos y preparar el café. Esa tarde su madre había alquilado todo el local a unos marinos mercantes turcos que organizaban una despedida. Su barco había estado varado en el puerto dos meses por una avería y esa misma noche se marcharían. —Mi madre y otro empleado los van a atender porque no me gusta esas encerronas, sean chinos, griegos o turcos. Cuando se emborrachan meten mano hasta a los empleados y a unos cuantos les he estampado estos cinco dedos en la cara. —Me lo imagino. —Gabriel, ¿vamos a mi casa? ¡Anda!, levántate, que no la conoces por dentro. Vamos. —Vamos otro día, Jimena. No he terminado de estudiar. A demás, mi abuela… Me interrumpió. —¡Tu abuela qué? ¡Anda!, levántate y vamos. Luego terminas de estudiar ¿Acaso me tienes miedo? Cuando mostraba su picardía era como un dulce anzuelo su invitación. Le había dicho que no dos veces, ya no había pretexto para negarme. Algunos hechos son inevitables. Volverle a decirle que no era nadar contra corriente. Llamé a Martita para decirle que salía a pasear por la Plaza de Armas. Las mujeres deben de tener sus propios códigos, en algo deben conocerse unas a otras. Ese algo que a los hombres, por instinto animal, nos está negado percibir. Ya nos íbamos. Martita sujetaba la puerta principal y a diez metros de distancia me llama. Al estar a su alcance se agacha para pegarse a mi oído. —Mi niño, póltese como un homble. —¿Por qué? —hablé extrañado. Volvió a erguirse a la voz de Jimena. —Adiós Martita. Mucho gusto en conocerte. —Chao, mi niña. Venga cuando quiela. —Lo haré. Volvió a mis oídos. —No te das cuenta que esa niña te mila con ojos de comerte… Si no lo ve, ele un tonto —volvió a enderezarse y cerró la puerta. No quise imaginar a qué se refería. Solo me incomodaba el hecho que me habían llamado tonto muchas veces en tan pocas horas.
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doris melo
Siempre Doris Melo
Samont H.
Daniel Florentino Lpez
La historia mantiene su interés. Los pequeños detalles que caracterizan a una buena novela son descriptos con buena pluma.
Felicitaciones!
Un abrazo
Samont H.
Samont H.