LTIMO CAPITULO: 30. Lo que tenga que suceder, suceder
Publicado en Aug 19, 2018
EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
30. Lo que tenga que suceder, sucederá Llegué al muelle y en una parte de la playa vi a Juanito jugando a tirar piedras planas en el mar. Tragué saliva y cerré los ojos. Cuando lo volviera a abrir seguro que no estaba. Los abrí rápido. Juanito seguía en la arena. De súbito invadió mi cuerpo un extraño frío que erizaron mis vellosidades y sentí un galope embravecido en mis entrañas. Intuía que alguien me llamaba desde muy atrás de mí. No quería voltear. Tuve miedo, mucho miedo. Nunca jamás sentí tanto, tanto miedo. Aun resistiéndome, giré la mirada a mi espalda. A unos treinta metros mi tía Maribel, con su hija arrastrándola de un brazo, corría a darme alcance. Alzaba la otra mano llamándome. ¡Lo sabía! Volví mi cuerpo para ver a Juanito que ya no estaba. Vueltas a ver a mi tía que ya estaba más cerca. Imposible detener el tiempo. Imposible escaparme de esa realidad del espacio tiempo que me tocaría experimentar, que tocaría mis oídos en sonido, pero que yo sabía, antes que mi tía me dijera, que mi abuela había muerto. Amanda murió por la mañana. Martita le había dado de desayunar y la dejó acostadita, para que luego me preparase el desayuno que yo no quise y que se lo tomó ella. Mi abuela estaba muerta cuando la besé en la frente. Martita no se dio cuenta porque estaba con el desayuno, ¡pero yo! ¿Por qué no me di cuenta? Si estaba fría. ¿Por qué fui tan despistado? Les prometo que no recuerdo casi nada de nada desde el viernes por la tarde, ni del sábado ni del domingo. Perro Larry, el amigo de mi padre, me contó un día en el barco que cuando cayó preso no recordaba ni un detalle de los tres primeros días. Era como si le hubiesen anestesiado y que recuperó conciencia cuando lo llevaron arrastras a las duchas del presidio. Han pasado años y aún no recuerdo casi nada de aquellos días de ese fin de semana. Yo no quería levantarme de la cama. Y Martita, papá y mamá que me conocían al dedillo decidieron no molestarme. Incluso, subían y bajaban trabajadores de mi padre para retirar cajones de ropa, libros y cosas de mi habitación y yo no salía de mi abstracción. Que el sábado fueron a visitarme Pipi, Chuleta y Jimena hasta mi habitación y yo los miraba y no los reconocía. Currito fue el domingo. Intentó hacerme reír por todos los medios y se fue llorando de impotencia. Esto último me lo contó mi padre unos pocos meses luego, en el Callao. No recordaba casi nada, hasta el lunes, a las cinco de la tarde en que Martita tiró de mi brazo para arrancarme de la cama. Con su insistencia algo lejano pude escucharle. —Si usté no se levanta yo misma lo desnudo, lo cojo en blazo y lo llevo a la ducha, y le lavo las bolas si es posible, pelo usté tiene que duchalse. —No, Martita, las bolas me las lavo yo. —Mi niño, ya está aquí mi niño. Cuánto lo quielo. Por poco sus abrazos me explotaban los ojos. Martita se echó a llorar. Me dijo que tenía que apurarme porque mi padre venía a las seis en punto y me llevaría en el barco al Callao. Recién me percaté de mi habitación vacía. Solo estaba la cama, el ropero con sus alas abiertas y sin ropa. y mi mesita de escritorio con su silla. No tuve el valor de preguntarle por mi abuela. Martita tampoco quiso hablar de ello. Papá llegó puntual, cuando yo ya estaba duchado y vestido. Estábamos abajo, en el salón. Martita y yo sabíamos que era la última vez que nos mirábamos de frente. Ella gimoteaba. Por un acto inconsciente subí a mi habitación. Por última vez vi sus paredes, el mar tras la ventana deslizada, dieciséis años entrando y saliendo de esa habitación, era raro, pero parecía otro recinto. El mar me brindó su aroma como un abrazo de despedida y me arropó cierto consuelo. Me acerqué a la mesita. Se habían llevado todo, todo, pero tal vez…, pensé. Abrí el último cajón de mi mesita de estudio y en su fondo aún estaba la cajita que me regaló mamá en un cumpleaños de mi padre: era una cruz de oro. También guardé allí la moneda de oro del Pelucón, de mediados del siglo XVIII, que me encontrara en los cerros del Tablazo. Cogí la caja, volé a la azotea, no creo que lo hayan empacado, pensé. Allí estaba el telescopio, lo recogí como pude. Bajé hasta el salón, dejé los bártulos por algún lado y me despedí con cariño de Martita. Ella seguía llorando pérdidas y resignaciones. —Negrita linda, deje de llorar, sino me iré más triste. —Vaya mi niño. Y no se olvide nunca de esta negla que lo ha quelido como si fuera su madle. Solo recuerdo momentos. Llegamos al muelle y quién les habría dicho a Pipi, Chuleta y Jimena que yo me iba. Por algún sentido inconsciente los esperaba allí mismo, en el muelle, para dejarles algún recuerdo. Qué cursi, regalos en una despedida, me decía silente, ¡como en una mala película! Los trabajadores de papá estaban terminando de poner a punto la marcha. Peinaba el horizonte por si encontraba la lancha de Currito, mi viejo amigo. La mar estaba muy serena y transparente que parecía verse el fondo y a los peces nadar bajo el agua. Me acordé lo que Darío me detalló un día antes, «Lo que tenga que suceder sucederá». ¡Y yo que pensaba que mi vida continuaría en Paita! ¿De qué depende nuestro destino?, me decía mirando el sol distorsionado en una parte de la mar, cuando escuché que me llamaban. —Gabriel…, Gabriel… Eran ellos, mis incondicionales. Allí, en ese preciso suspiro claudiqué a la remota idea de creer que tenía un sexto sentido o un poder para predecir los acontecimientos. ¿Cómo puede cambiar la vida de un plumazo en tan pocas horas?, me preguntaba intrigado. Despedirme de mis amigos y de mi vida en Paita en ese mismo instante jamás estuvo en mis planes en aquélla tarde de diciembre. A Jimena le di el telescopio. —En cuarto creciente o en cuarto menguante. Acuérdate. Ten paciencia y no te desesperes, que te conozco. —Al final, te vas. —¿Sigues viviendo en tu casa? —Ya no, pero eso no importa ahora. Se pegó de mi cuello e inclinó mi dorso para besarme la frente, como siempre lo hacía ella conmigo; como siempre lo hacía yo con ella. —Chule, toma esta moneda. Es de oro del siglo XVIII. —Gracias, Campanita…, ¡perdón! —No importa, llámame como quieras. —¿Cuánto puede valer esto? —¡Yo que sé! Es tuyo. Haz lo que quieras con él. —Gracias, Campanita. —Pipi, toma esta medalla, es una cruz de oro. Igual, haz lo que quieras con ella. —Gracias, Campanita. También te lo digo de cariño. —Lo sé. —¿No nos preguntas qué pasó el viernes? —agregó Pipi. —¡El viernes!, ¿el viernes…? —Campana, siempre despistado, por lo del Camello —aclaró Chuleta. —¡Verdad! ¿Qué pasó después de todo? —Tu tía Maribel fue a darte la noticia al colegio, Pancho preguntó a Jimena por ti. Le dijo que estabas aquí. Jimena nos lo contó a nosotros. Así nos enteramos. Sabíamos que no irías a Plaza de Armas, pero nosotros aun así fuimos, pero no solo con el Pitbull, nos acompañó Ajito. No esperamos a que pase por el callejón para cogerlo de sorpresa. Lo cogimos de frente, en la misma Plaza. Le faltan los cuatro dientes de arriba y estará en una silla de ruedas o con muletas para unas dos a tres semanas, fijo. —¡Ajito!, ¿también fue? Prometió que me devolvería el favor. —Gabriel, tenemos que partir en dos minutos —vociferó papá, desde la lancha. Abrí mis ojos para ver por última vez juntos a mis verdaderos amigos. Nos unimos en un solo abrazo y bajé por las escaleras al barco, antes que empezara a llorar. Ellos no se movieron de la punta del muelle. El barco inició su marcha y me instalé en la popa, de cara al puerto, sin dejar de quitarles ojo. En ese instante pude advertir que mi vida presente, desde la noticia de la muerte de mi abuela, en concreto, había trascurrido frente a mí tan fugas como un ensueño del que aún no despertaba; era como si ya hubiera vivido las mismas escenas, en el mismo lugar, con los mismos personajes, pero que no sabes el cuándo. Mis tres últimos días aún los tenía en mis retinas, imágenes fugases, desencadenadas sin un orden lógico que bien podrían caber en tres segundos y deshacerse en un pestañeo. Surcó en mi mente la casual figura de Darío y de súbito pasé a explorar otras probabilidades en caso de que me hubiera quedado en Paita. Miré hacia la derecha, justo hacia el mismo lugar desde donde Juanito lanzaba piedras al mar aquél maldito viernes, y me vi viviendo con Jimena en una casa de campo, teníamos dos hijos, una linda parejita; giré más hacia la derecha y vi a Jimena, con cabellera cana. La misma brisa, que hubiera blandeado la banderola que papá nunca puso y que golpeaba mi rostro, agitaba su señorial bruza ibicenca. Caminaba con tres niños, serían sus nietos, y un adulto joven, sería uno de nuestros hijos. Tragué saliva porque intentaba buscarme y no me encontraba; luego repasé que si hubiera fallecido no importaba porque seguro habría muchos Gabrieles en otros universos. Seguro, como me enseñó Darío, en algún otro remoto lugar del tiempo-espacio se vivirían esas otras probabilidades que en imágenes pasaron por mi mente. Gabriel, todas las probabilidades se cumplen, todas las posibilidades que pueda tomar la realidad son reales. Pestañeé recordando las palabras de Darío y volví mi vista al muelle. Aún a cierta distancia, mis amigos no bajaban los brazos despidiéndome. Se había sumado a ellos una figura peculiar, con pantalón vaqueros, polo, zapatillas y gorra naranja, también tenía en alto su brazo. Literalmente veía dejar mi pasado a cada empuje del barco. Todo había quedado atrás cuando ya todo fue mar.
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Raquel