La ltima tarde.
Publicado en Aug 20, 2018
. La última tarde.
. (anti poema) Miré pensativo por los cristales de la ventana y a pesar de la tristeza que me invadía advertí de todos modos la armonía que arrastraba la tarde; que la brisa jugueteaba inocentemente en ella y que en sus aires aún se mostraba una tibieza grata. Desde allí también se divisaba el sendero que se deslizaba huella abajo, hacia el plano de la playa y en su trayecto se plasmaban colores, matices y formaban un maravilloso paisaje que invitaba. Tomé una buena bocanada de aire cálido, a modo de suspiro, y me eché la pena sobre el hombro, tomé decidido el bolso que yacía en el suelo y crucé el umbral de la cabaña enrumbando mis pasos por el sendero, dispuesto ya a llegar hasta su casa, llamar a su puerta y enfrentar su mirada. La tarde tibia del verano sonreía ajena a nuestros duelos, porque nada nuestro le importaba; ella solo entrega espectáculos gratuitos en escenas abiertas para quienes estén dispuestos a gozar de sus dominios; a ella no le importa que yo hubiera conocido a una muchacha de bellos ojos pardos, de deliciosa boca párvula, en mis tiempos de paso, en el lapso limitado que tenía yo para mis descansos vacacionales y que una vez terminado debía yo regresar al lugar de donde provenía. La tarde solo sabe hacer correr las nubes blancas desde el lejano horizonte marino y arremolinarlas en el cielo y hacer que sus vientos serpenteen en el bosque entre el follaje de eucaliptos y pinos y provocar ese murmullo incesante que se confunde con el romper melodioso de las olas. A ella no le incumbe que mi muchacha se había fascinado con los verbos seductores de mis relatos y los punteos románticos que fantaseaba yo con mis dedos en las cuerdas de la guitarra cuando la cortejaba sobre la rubia arena de la duna y enamorados contemplábamos el rojo incendio del ocaso. La tarde solamente sabía que los días del verano habían terminado, que pronto sus mañanas serían más frías y que los atardeceres se esconderían ahora tras negros nubarrones; no sabía ella que la muchacha quedaría sola en su pueblo, mordiendo el disparate de haber abierto su corazón a un amor de paso, deslizando alguna lágrima, evocando sueños por una ventana y mirando cómo se desataría el invierno con sus aguaceros. Di dos golpes suaves en la castigada madera de la puerta y esperé que se abriera. Han de haber sido solo unos pocos segundos que transcurrieron, pero me parecieron eternos. Los goznes sonaron lastimeros al girar la hoja y por el hueco asomó su carita llorosa. -¿Ya te vas?—quiso saber con voz apenada y clavando su mirada vacía en el bolso que puse en el suelo. Asentí con la cabeza porque no me asomaron las palabras. La rodeé con mis brazos y hundí mi rostro entre sus cabellos. El adiós se hacía evidente y el dolor brotaba invasivo como una tormenta, sembrando angustia y regando silencio. Sentí que en mi pecho se probaba gestar rebuscadas promesas y en mi mente se hilvanaban inútilmente frases de consuelo. Y a pesar de todos los intentos solo se tejía la nada, crecía el vacío y la tarde indolente avanzaba. La calidez de la brisa se fue enfriando y las sombras de los árboles se extendieron hasta ocultar el sendero y en ese instante el verano se despidió del pueblo; dio un nostálgico brinco por encima del cielo, que extrañamente se había atiborrado en solo minutos de turbulentas nubes negras… y se alejó por un año entero. En el verano siguiente, para mis vacaciones, compré pasajes con destino al Caribe y no volví a esa cabaña del pueblo… JCRC:
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