Baile, Renguera y Tartamudez
Publicado en Mar 13, 2009
Baile
Ella renguea de una pierna y él tartamudea hasta la desesperación. Se conocieron hace tiempo en ese club de barrio, un domingo cualquiera. Se reconocen con una sonrisa y desde que se ven no pueden tranquilizarse esperando por el milagro que sólo ellos saben que ocurre entre la muchedumbre, cuando todos bailan y contornean figuras impuestas por la costumbre o la moda. Se acercan como para besarse y, con un ademán diestro, él la saca a bailar y ella se aviene con deleite. Sucede de inmediato al dar el primer paso: ella ya no renguea y él le habla floridamente de sus misterios, sus palabras se expanden como polen y son recogidas con la complicidad del secreto. Sus fantasmas cotidianos se adormecen y se alejan. Sus sonrisas se alinean con la música y la cadencia de sus labios parecen sostener la emoción contenida en sus ojos. Son príncipes entonces y nadie lo sabe. En el tumulto se confunden entre los demás. Él le habla de sus horas, de su ansiedad por llegar a este encuentro y modula con encanto y hasta tararea de a ratos para sostener el momento. Cuando descansa la orquesta ellos se devienen en desconocidos y se buscan ansiosamente en la locura de rostros que pasan y de luces centelleantes que les molestan. Se ocultan por momentos para decir algo propio al oido de sus amigos, y todos mueven la cabeza como afirmando el descreimiento. Él se apoya en la barra y mantiene un largo rato el vaso de whisky en su boca contemplando el ambiente. Ella lo arrolla desde lejos y le dice “hola”, él voltea como homenajeando el saludo en silencio. Después el sonido fuerte regresa, la música recoge el guante y allá van como personajes de un cuento. Sus cuerpos veloces suceden imágenes imposibles y su ritmo es una cuerda más en los instrumentos. Inclinan la cabeza al girar y acercan sus manos aferradas para rematar y salir a otro paso que los eleva como el viento. Él le dice que es su musa y ella, que nadie hunde sus garras de amor como él, en su centro. Más tarde se apagan las luces y se marchan con el compromiso de repetir la magia de sus encuentros. Se alejan sin desencontrarse y alimentan esa pasión que nadie comprende, pero que late y vive con la complicidad de esas horas de baile, y que ocurre en esos domingos, entre dos que se esperan para construir juntos, algo en que nadie cree. Agosto/96
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