El encuentro
Publicado en Jan 24, 2019
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
No sé cuánto tiempo permanecí frente a aquel edificio de departamentos: minutos, horas, quizás un día entero... Unas veces caminando lentamente por la banqueta, de acá para allá; otras, parado junto a las rejas que dividían el estacionamiento de la avenida. Siempre frotándome las manos con inquietud y, de tanto en tanto, levantando los ojos hacia la ventana ubicada en el extremo derecho del quinto y último piso. Hubo momentos en los que estuve a punto de tomar la decisión más drástica: abandonar definitivamente mi puesto de observación y reintegrarme a mis actividades cotidianas; sin embargo, algo –la curiosidad, cierta sensación de compromiso ineludible- me detenía. La tarde agonizaba. En su fuga, el sol había desparramado por el cielo un abanico de jirones anaranjados, rosas y violáceos. Unos cuantos autos y camiones transitaban por la avenida, y la gente pasaba a mi lado -de norte a sur, de sur a norte-, esquivándome sin apenas verme. Al llegar al límite de la banqueta y volver sobre mis pasos, la luz del cuarto que vigilaba con obstinación se encendió de repente, como un fogonazo. Un instante después apareció en el marco de la ventana. A pesar de la distancia, distinguí a la perfección las facciones de su rostro, el fleco cayéndole sobre la frente. Me dirigí a las escaleras del edificio. La luz que ahora iluminaba el cielo parecía indicar que pronto amanecería. Subí los escalones tan rápido como me lo permitían mis piernas. Cuando alcancé el quinto piso, aspiré una bocanada de aire junto al barandal y resoplé. A continuación, me acerqué, decidido, a la puerta de la izquierda. Antes de alzar la mano para tocar el timbre, noté que estaba entreabierta. La empujé con suavidad y me metí en el departamento a oscuras. Al fondo se escuchaba una radio. Atravesé la sala y el pasillo, y me planté debajo del marco de la puerta de su cuarto, aquel que daba a la avenida. Recostado en su cama, leía un libro. Mientras lo cerraba y lo dejaba sobre el buró, dijo: -Adelante. Caminé hasta la silla del escritorio y me senté en ella. -Ya eres viejo –dijo. -¿Cómo has estado, cómo te sientes? -No muy bien. -Ya lo veo... ¿Estás solo? -Sí. Identifiqué la música que salía de la radio. Era el Cuarteto número 15, en sol mayor, de Schubert. Estiró una mano y lo silenció. -No, no la apagues. Quiero oír eso –dije. Me hizo caso: accionó nuevamente la palanquita de la radio y Schubert volvió a sonar. -Cuéntame qué ha sucedido. Han pasado tantos años que ya no me acuerdo de los detalles. Se sentó en la cama y me clavó una mirada llena de curiosidad, como tratando de reconocer en mi rostro ciertas facciones, ciertos gestos que no le eran ajenos. Luego habló con una voz muy débil: -Ahora mismo siento que el mundo se está desplomando sobre mí. -¿Por qué? Refresca mi memoria. -Soy un cero a la izquierda, un inútil, un perdedor. Se esfumaron de mí las ganas de emprender cualquier empresa, de salir del hoyo en que me encuentro. Me quiero morir... Al oír estas palabras experimenté un estremecimiento y agaché la cabeza. Dejé que corrieran unos segundos y al fin dije: -Te comprendo. -He fracasado en el amor –continuó-; he fracasado como hijo, como hermano, como amigo; he fracasado en mi afán de convertirme en escritor... Por si fuera poco, he perdido el respeto por mí mismo. ¿Qué puedo hacer sino desaparecer, diluirme en la nada? Me puse de pie y empecé a deambular por aquel cuarto. Ahí estaba el mueble de madera donde guardaba su ropa, con una puerta destrozada por su puño iracundo; y más allá, en los entrepaños del clóset, la colección de elepés ordenados según sus preferencias: de izquierda a derecha, Mozart, Beethoven, Bach...; y sobre el buró, a un lado de la lámpara de noche y con un separador entre sus hojas, Bajo las ruedas, y Demian y Residencia en la tierra, y el cassete con la grabación de la Rapsodia para contralto y orquesta, y, también, la caja de Ativan y un vaso de agua a medio llenar; y en el piso, junto a sus zapatos, la radiograbadora Panasonic; y encima del escritorio, el tocadiscos portátil y la máquina de escribir Olivetti con una cuartilla en blanco enrollada en el rodillo... Regresé al punto de donde había partido, me senté otra vez y, mirándolo, dije: -Desaparecer no es una buena solución. -Lo dices porque a tu edad ya has alcanzado el pináculo de la sabiduría -dijo con sorna. -No, estás equivocado. Sigo ignorando muchísimas cosas y, ante ciertas situaciones, aún no sé qué hacer. Pero ya no tengo ninguna duda de que el suicidio es un acto egoísta, y como todo acto egoísta, no sólo anula a quien lo ejecuta, sino también causa daño y dolor a los demás. -Los demás también me han hecho daño a mí. -¿Entonces quieres matarte para vengarte de los demás? Se removió en la cama y exclamó: -¡No! ¡Sólo sé que estoy desesperado! Abrió la caja de Ativan, sacó varias pastillas de su envoltorio metálico y se las echó a la boca. Después se llevó el vaso a los labios, se las pasó con un trago de agua y se acurrucó en la cama, dándome la espalda. En ese momento me di cuenta de que la intensa luminosidad que entraba por la ventana hacía innecesaria la luz del foco que colgaba del techo. Pero, al cabo de un rato, las sombras de lo que me pareció un nuevo anochecer comenzaron a invadir el cuarto. Me levanté, me acerqué a él y vi que lloraba. -Todavía deberás enfrentar otros obstáculos aparentemente insalvables, otras pruebas terribles que te sumirán en la confusión y el abatimiento. Pero habrás de superarlos, todos –aseguré. -No lo creo –murmuró. -No puedo hacer nada por ti. Sólo he de decirte que tienes que ser fuerte y luchar, siempre, contra tus propios impulsos y contra las circunstancias. -¡Déjame en paz! ¡Lárgate! –gritó enfurecido. Me incorporé y me dispuse a retirarme de aquel cuarto, de aquel departamento, de aquel edificio. Avancé sobre los fríos mosaicos del piso, pero antes de cruzar la puerta, volteé a verlo y le dije mientras la música de Schubert se disolvía en aquella atmósfera difusa: -Cuando tengas la edad que hoy tengo, soñarás este sueño que está llegando a su término y sentirás –como ahora yo lo siento por ti- compasión y un amor ilimitado por el muchacho que fuiste, que fui. Adiós...
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Raquel
para reveer la situación antes que ella nos encuentre...Fue un placer Raquel