Nico
Publicado en Mar 01, 2019
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Quién sabe dónde dejó su botella de agua con jabón. A veces está medio ido y pierde todo. No importa. Eso no le impide chambear. Siempre, desde que lo conozco, se las arregla para resolver cualquier problema que se le presente. Con una de las mangas de su nuevo saco viejo, que le queda grande, limpia el parabrisas del coche. La cosa va bien hasta que se le ocurre valerse de un poco de saliva para aflojar el polvo del vidrio. El conductor del coche, un tipo muy bien peinadito y, de seguro, muy bien perfumado, empieza a manotear y gritarle que pare, que no sea cerdo, y apenas se pone el verde en el semáforo, arranca hecho la fregada. -¡Ven, Nico! –lo llamo- ¡Ven! Con una mano se quita un mechón de los ojos y mira cómo aquel coche se aleja por la avenida; después camina despacio hasta donde estoy recostado en la banqueta y se deja caer junto a mí. -Ni modo, Nico. Hay muchos ojetes en el mundo –digo, y le doy otro trago a mi anforita. Estoy pensando que ya va a ser de noche y tendremos que buscar dónde dormir... De pronto, su cuerpo pegado al mío comienza a sacudirse con fuerza. Así reacciona cuando le da uno de sus ataques de risa en silencio. -¿De qué te ríes, Nico? –le pregunto-. ¿De qué? ¡Dime! Pero no me pela. Entonces volteo y me doy cuenta de que no se está riendo. Llora. Llora a mares, como se dice. Las lágrimas le empapan los cachetes mugrosos y caen sobre las solapas de su nuevo traje viejo. Le acerco la anforita y le digo: -Ten, Nico. Chupa. Ya verás cómo poco a poco se te irá calmando todo ese dolor que sientes.
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