Historias de la Vida Real. Un Cuento de Discriminacin.
Publicado en Oct 15, 2019
Era el verano de 1985. Veraneábamos en Futrono, a orillas del hermoso lago Ranco al sur de nuestro país y ese día sábado había que comprar verduras para la semana. Las gentes del lugar me habían contado que en la mañana del sábado se instalaba en algún lugar de la ciudad una feria de habitantes de la isla Huapi que está ubicada en el centro del lago Ranco; esta isla está habitada por Mapuches y Huilliches y constituye una especie de reserva indígena en la cual ellos viven sin mezclarse con los huincas, o sea, con la gente no indígena de la zona.
En esa mañana, muy temprano vimos llegar al muelle de Puerto Las Rosas, en donde nosotros habíamos arrendado una cabaña, un lanchón municipal que traía a los comerciantes de la feria con sus sacos y canastos en los que portaban las mercaderías que pretendían cambiar por dinero en la ciudad para, a su vez, cambiar ese dinero por provisiones para ellos mismos; mujeres en su mayoría, algunas con sus crías y algunos pocos hombres, todos con su acostumbrada imagen de poca comunicación y presunta timidez. El Puerto Las Rosas está bastante distante de la ciudad pero ellos hacían el camino a pie con sus cargas valiosas hasta llegar al lugar que la municipalidad les entregaba para su feria. A media mañana fuimos a ésta con la intención de aprovisionarnos, había que llegar temprano porque al mediodía estaría con mucha más gente…pensábamos…pero no era así porque en la feria no había ni un alma, los únicos seres humanos de la feria eran solamente los feriantes que esperaban a la gente que no llegaba, para no venderles ni un solo capi de poroto, ni una sola papa, ni una sola lechuga. ¿Qué pasaba?...nos preguntábamos…nada, solamente que la gente de la ciudad, los veraneantes, los turistas y dueñas de casa no iban a la feria. Tal vez compramos algo para llevar, no recuerdo y ellos estuvieron toda la mañana hasta entrada la tarde, en sus puestos no visitados, hasta que deben haber recogido sus mercaderías no vendidas (todas yo creo) y deben haber dado inicio al plan de contingencia que consistía en ofrecerlas a los almaceneros de la ciudad. Y aquí me detengo para contar en detalle lo que vi en la tarde, casi a la oración, en una especie de emporio al cual yo había ido con uno de mis hijos a comprar algo: un feriante hombre (ex feriante para ser más preciso) llegó con un saco de sus productos y se lo ofreció al dueño del local que conversaba con otra persona y que le dijo que no. El hombre permaneció inmutable y se quedó esperando más respuesta, porque estoy seguro que él sabía que habría más respuesta a su oferta; pero más inmutable permanecía la conversación del otro y aun más inmutable su interés por las mercaderías del humillado. A estas alturas mi interés en el tema estaba en su apogeo, lo mismo que mi indignación, pero yo no podía intervenir a pesar de que las ganas de hacer algo, de matar a alguien, me revolvían el estómago. Finalmente después de un largo, humillante e indignante rato, el huinca sacó unas monedas de la caja registradora (tal como lo leen, una pocas monedas) y se las pasó al hombre que se quedó mirándolas en sus manos por un tiempo, tal vez calculando qué haría con ellas, para cuánta miseria le alcanzarían o talvez conteniendo la rabia y luchando para no ir a estrangular al estrangulador. Compró lo que le alcanzó para comprar y se fue. ¡Desgarrador! El dueño del local permaneció inmutable, para él no había pasado nada extraordinario, para mí sí. ¿Cuántas humillaciones similares se vivieron esa tarde? ¿Cuántos comerciantes indiferentes a la miseria del prójimo hicieron lo mismo? ¿Cuánto imbéciles compraron en veinte veces su costo, las mismas mercaderías despreciadas esa mañana porque a esa feria no se iba? Pero el cuento no termina aquí, no señor, desgraciadamente continua porque más tarde, cuando toda la comunidad esperaba en el muelle la llegada del personaje que debía operar la lancha para llevarlos de regreso a su hogar, resulta que el personaje no apareció, ni en toda la tarde, ni en toda la noche; nadie sabía qué le había pasado y los pobres ex feriantes hicieron fogatas a la orilla del lago y pasaron toda la noche a la intemperie esperando que llegara el que no llegó…lo que sí llegó fue el alba…y el nuevo sol…y el mediodía, hasta que a eso de las tres de la tarde apareció el esperado dando la explicación de que estaba en un taller reparando una pieza del motor. Se puso en marcha la lancha, se subieron ellos con todas sus miserias adquiridas y se fueron a su isla. ¿Saben ustedes lo que más me llamó la atención en esa despedida? (porque yo ya había entablado conversación con algunos de ellos)… sus caras aun alegres a pesar de lo que habían vivido… tal parece que el único amargado era yo. ¿Fin del cuento? P.S. ¿Cuántas islas Huapi habrá en nuestro planeta?
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