Cuchillo
Publicado en Oct 29, 2019
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Tocaron el timbre. Yo estaba en la cocina, tratando de sacarle filo a un cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello muy pronto, quizás esa misma noche. Lo dejé, junto con el afilador manual, a un lado del fregadero y, murmurando una maldición, caminé hasta la puerta. La abrí. Era Dios. Llevaba una barba larga y sucia, un pantalón de mezclilla bastante desgastado y una camiseta blanca con la leyenda “¿Qué me ves?” en letras rojas. -Pasa –dije. Dios entró en mi hogar y con lentitud se dirigió a la sala. -Siéntate. ¿Quieres beber algo? -Sí, un poco de agua -respondió. -Tengo Coca Cola. -No, prefiero agua. Fui a la cocina, serví el agua, regresé a la sala y le extendí el vaso. Dios se lo llevó a la boca y bebió de prisa. -¿Quieres más? –pregunté. -No, gracias –dijo, y dejó el vaso vacío sobre la mesita de centro. -¿Sabes que es una de tus mejores creaciones? –dije. -¿Qué? -El agua. No hay nada como ella. Es tan sencilla, tan elemental, tan endiabladamente sutil... -Sí, debo admitir que estuve inspirado cuando la concebí –dijo orgulloso. Me senté también. Las sombras de la tarde-noche habían inundado toda la casa. Sin embargo, concluí que, en presencia de Dios, convenía no encender ninguna luz y permanecer en penumbras. -Bueno, ¿y a qué debo tu visita? –inquirí. -Tú me llamaste, ¿no te acuerdas? -Sí, pero hace mucho. Creo que aún era niño. Dios se echó hacia adelante en el sillón, clavó su mirada en la mía y dijo: -Escucha: antes, miles de millones de creyentes -¡miles de millones!- me llamaban a diario, pero no podía darles gusto a todos al mismo tiempo. ¡Era imposible! -¿Y qué hay con la omnipresencia, eh? -Puras patrañas. -De todos modos, no entiendo por qué has venido a verme precisamente ahora. -Desde hace años, la demanda ha bajado de manera considerable, lo cual me ha permitido atender las llamadas rezagadas. La tuya era una de ellas. -¡Ah! Sentí hambre, así que le dije a Dios que me acompañara a la cocina. Prepararía unos sándwiches, anuncié. Él se ofreció a ayudarme. -Bien, ¿qué tal si cortas unas rodajas de jitomate y cebolla? -Claro –dijo, y cogió el cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello. Aquellos sándwiches en verdad nos quedaron muy sabrosos. Los devoramos todos, rociados por unas cervezas. Ya con el estómago lleno, las cosas parecían funcionar mejor. Dios y yo volvimos a la sala. -A pesar de todo me da gusto que hayas venido –dije. -A mí también. Te la debía, ¿no? ¡Ja ja ja! -Y a todo esto, ¿cómo te va allá por donde sueles moverte, el Cielo? -No me quejo –respondió Dios-. Aunque la soledad es dura. A veces me harta. -¿Estás solo? –pregunté intrigado. -Tan solo como tú y todos y cada uno de tus congéneres. La diferencia es que ustedes, si así lo desean, pueden recurrir a mí. Yo, en cambio, ¿a quién recurro? Por encima de mi cabeza no hay nadie más. Por encima de mi cabeza sólo está la nada, la fría y rotunda nada. De inmediato me percaté de que aquella plática podía tomar un sesgo peligrosamente filosófico. Cambié de tema. -¿Cuánto tiempo te quedarás acá? -No lo sé. Una semana, quince días... Ya veré. Estoy pensando que, como aún tengo muchísimas visitas por hacer, podría venir cada seis meses. Sería una especie de distracción para mí. -Sí –dije. A esa hora, la oscuridad ya era absoluta. Aunque estábamos a no más de dos metros de distancia el uno del otro, apenas distinguía sus rasgos. De repente, Dios se levantó y dijo: -Me voy. Me paré, lo tomé del brazo y lo conduje hasta la puerta. -Tenía una deuda contigo, pero ya la saldé –dijo-. He disfrutado tu compañía y, por supuesto, ¡tus sándwiches y las cervecitas! -Tú les pusiste el toque divino... -¡Sí! Ja ja ja. Abrí la puerta. Dios salió a la calle. Lo vi alejarse poco a poco por la banqueta, rumbo al sur. Al cabo de un minuto cerré la puerta y entré en la cocina. El cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello yacía al fondo del fregadero. Ahí lo había dejado Dios. Lo lavé con esmero para quitarle el olor a cebolla y lo puse en el escurridor. Luego me fui a dormir.
Página 1 / 1
|
Maria Jose L de Guevara
Un fabuloso relato de tu pluma.
Besos.
María José.
Roberto Gutirrez Alcal
gabriel falconi
Roberto Gutirrez Alcal