LA VOLUNTAD DE LOS FUEGOS
Publicado en Nov 12, 2019
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Algunos, los que viajan a las playas y se sientan en sapos, ya saben, hablo de los que se visten igual en mayo o en noviembre, esa gente que al ver que la lluvia no paraba hacía veinte días, decía que el diluvio nos arrasaría. Claro, el clan de pescadores que se había asentado a la orilla del gran río, no pudo controlar el cauce, y toda su sabiduría y sus ancestrales técnicas no sirvieron para nada cuando los torrentes de agua vinieron de repente y todo lo inundaron. Hasta el centro del pueblo se llenó de aquellas aguas, veía desde el techo como flotaban cosas y llegaban hasta la vieja iglesia que aún mantenía su campanario real y una cruz sin cristo encima; muebles, ollas, ropa y hasta marranos llegaban lento hasta las puertas de la iglesia.
El día veintiuno, el alcalde, desde lo alto de la alcaldía acompañado del cura y el jefe de policía anunciaban la reubicación del pueblo; así, al día veintidós el pueblo entero bajo la lluvia preparaba el acarreo masivo, tenían botas y capas mientras los más pequeños tiritaban de frío. Entonces fui a la casa de Alíz, nos habíamos criado juntos pero como pertenecía a la familia de los Jacobos nuestra amistad era limitada. Una vez hicimos una promesa: permanecer juntos y perpetuar nuestras largas conversaciones. Pero con la idea de la evacuación me asustaba un poco el porvenir de nuestra sencilla relación.


Ahí estaba, con un vestido de rosas rojas y unas negras botas plásticas con las que chasqueaba el agua mientras montaba algunas cajas en el camión. Me saludó con un movimiento de cabeza, me acerqué y me dijo sin mirarme a los ojos que el destino había sido bueno con nosotros, que como buenos fuegos ardíamos intensamente, pero a partir de ese instante seriamos unos amigos unidos por las memorias escritas en lo etéreo de los sueños. Obvio, no me lo dijo así pero fue lo que entendí. Le tomé de la mano y con delicadeza cortó aquel pacto con su otra mano, esto ni siquiera era un final, era una vergüenza, los Jacobos tenían ciertos valores extraños, eran muy místicos y llenos de secretos. Giré hacia la iglesia, ya casi vacía donde un par de monjas montaban a los huérfanos en un bus verde y cuando volví hacia Alíz, sólo estaba el abuelo de los Jacobos cerrando la puerta del camión, me hizo un gesto con su cabeza y acariciando una rara camándula se montó adelante y emprendieron la marcha.


La noche se acercaba, la lluvia no paraba, volvía a casa y tomando los restos del café que había dejado el coronel antes de irse, me preparé una amargo tinto, lo tomé lento mientras el último bus dejaba el pueblo, ahí se marchaban los huérfanos con las monjitas cantando algunas canciones llevándose de paso los últimos rayos de sol. La oscuridad vino silenciosamente, se apreciaba la silueta de las montañas bajo las nubes medio anaranjadas, medio moradas; la lluvia estaba triste, pude sentirla llorar como queriendo que nadie la escuche, porque todos se habían ido, ¿quién ahora iba a temerle?.


Por mi parte comencé a incendiarlo todo, cada casa abandonada, porque yo soy un fuego y mi forma de agradecer a esa lluvia fue esa: incendiando el abandono de los otros, que parecían fuegos pero no lo eran. Yo lo quemé todo, vi arder sus casas y sus memorias. La lluvia sonreía, lo sé, y yo subí a la cima de aquella iglesia porque la cruz también era fuego, juntos contemplamos el espectáculo, desde ahí ví a muchos otros fuegos brillando a lo lejos, entre las montañas, cerca de las nubes.

Mario Delgado
www.mariodelgadoarte.com
LA VOLUNTAD DE LOS FUEGOS
Algunos, los que viajan a las playas y se sientan en sapos, ya saben, hablo de los que se visten igual en mayo o en noviembre, esa gente que al ver que la lluvia no paraba hacía veinte días, decía que el diluvio nos arrasaría. Claro, el clan de pescadores que se había asentado a la orilla del gran río, no pudo controlar el cauce, y toda su sabiduría y sus ancestrales técnicas no sirvieron para nada cuando los torrentes de agua vinieron de repente y todo lo inundaron. Hasta el centro del pueblo se llenó de aquellas aguas, veía desde el techo como flotaban cosas y llegaban hasta la vieja iglesia que aún mantenía su campanario real y una cruz sin cristo encima; muebles, ollas, ropa y hasta marranos llegaban lento hasta las puertas de la iglesia.
El día veintiuno, el alcalde, desde lo alto de la alcaldía acompañado del cura y el jefe de policía anunciaban la reubicación del pueblo; así, al día veintidós el pueblo entero bajo la lluvia preparaba el acarreo masivo, tenían botas y capas mientras los más pequeños tiritaban de frío. Entonces fui a la casa de Alíz, nos habíamos criado juntos pero como pertenecía a la familia de los Jacobos nuestra amistad era limitada. Una vez hicimos una promesa: permanecer juntos y perpetuar nuestras largas conversaciones. Pero con la idea de la evacuación me asustaba un poco el porvenir de nuestra sencilla relación.


Ahí estaba, con un vestido de rosas rojas y unas negras botas plásticas con las que chasqueaba el agua mientras montaba algunas cajas en el camión. Me saludó con un movimiento de cabeza, me acerqué y me dijo sin mirarme a los ojos que el destino había sido bueno con nosotros, que como buenos fuegos ardíamos intensamente, pero a partir de ese instante seriamos unos amigos unidos por las memorias escritas en lo etéreo de los sueños. Obvio, no me lo dijo así pero fue lo que entendí. Le tomé de la mano y con delicadeza cortó aquel pacto con su otra mano, esto ni siquiera era un final, era una vergüenza, los Jacobos tenían ciertos valores extraños, eran muy místicos y llenos de secretos. Giré hacia la iglesia, ya casi vacía donde un par de monjas montaban a los huérfanos en un bus verde y cuando volví hacia Alíz, sólo estaba el abuelo de los Jacobos cerrando la puerta del camión, me hizo un gesto con su cabeza y acariciando una rara camándula se montó adelante y emprendieron la marcha.


La noche se acercaba, la lluvia no paraba, volvía a casa y tomando los restos del café que había dejado el coronel antes de irse, me preparé una amargo tinto, lo tomé lento mientras el último bus dejaba el pueblo, ahí se marchaban los huérfanos con las monjitas cantando algunas canciones llevándose de paso los últimos rayos de sol. La oscuridad vino silenciosamente, se apreciaba la silueta de las montañas bajo las nubes medio anaranjadas, medio moradas; la lluvia estaba triste, pude sentirla llorar como queriendo que nadie la escuche, porque todos se habían ido, ¿quién ahora iba a temerle?.


Por mi parte comencé a incendiarlo todo, cada casa abandonada, porque yo soy un fuego y mi forma de agradecer a esa lluvia fue esa: incendiando el abandono de los otros, que parecían fuegos pero no lo eran. Yo lo quemé todo, vi arder sus casas y sus memorias. La lluvia sonreía, lo sé, y yo subí a la cima de aquella iglesia porque la cruz también era fuego, juntos contemplamos el espectáculo, desde ahí ví a muchos otros fuegos brillando a lo lejos, entre las montañas, cerca de las nubes.
 
Mario Delgado
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Descripción

Una corta historia para los fuegos.

Palabras Clave: Ficcin fuegos voluntad Colombia cuentos dunn

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Mario Delgado Dunn

Derechos de Autor: 2019 si

Enlace: http://www.mariodelgadoarte.com/relatosindomablesd


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