Mirlo
Publicado en Feb 05, 2020
Hubo una vez una niña, que a través de su ventana observaba al mundo. Lo veía ir y venir, correr, nacer y morir, todos los días, sin variación y sin detenerse. Observaba a las personas pasar, siempre solas, apresuradas, agitadas, ensimismadas, sin mirar al resto jamás. Y esto le abrumaba y entristecía. No podía comprender cómo existía tanta gente, tan individual, tan separada e independiente. A menudo recordaba la expresión "mar de gente", comparándola con lo que veía. "Esto no es un mar", pensaba. "El mar es mar. Es uno. Son millones de gotas que, juntas, hacen un todo llamado 'mar'. Aquí sólo veo gotas". "Esto no es un 'mar de gente'", concluyó; "Esto es una tormenta..."
Cierto día, mientras observaba la tormenta pasar, un mirlo se posó sobre su ventana. Por lo general no se veían aves desde donde se encontraba, y ésta en particular le sorprendió mucho, pues no había visto una semejante. De pronto, el mirlo comenzó a cantar, y a ella le pareció el canto más hermoso que había escuchado en su vida. Su canto le envolvía, le bañaba con su belleza todas las emociones, y no pudo más que dejarse atrapar por este arte tan hermoso. Llegada la tarde, el Mirlo cantó por última vez, casi como una despedida, calló, y se echó a volar. Aunque la niña sentía que podría estar escuchando su melodía toda una vida, esto no le entristeció; haberlo escuchado fue lo mejor que le pudo haber pasado, y se sentía muy afortunada. Además, sentía dentro de ella que no sería la única vez que lo escucharía y, conforme y en paz, se alejó de la ventana. Al día siguiente, temprano en la mañana, estaba la niña en la ventana. Y casi como por acuerdo, el Mirlo volvió a posarse y cantar. La niña había estado ansiosa. Si bien sentía que lo volvería a ver, temía que así no fuese y, por ende, no se hizo expectativas. Se debatía entre creer ciegamente en el arte del Mirlo, o pensar que había sido sólo un sueño. Que todo se lo había imaginado y que incluso, su melodía le pertenecía a ella, y había sido su creación... Mas después recordó que jamás había visto un ave tal, y que no podían ser coincidencia sus emociones al escucharlo. Llegó a pensar que sus emociones habían sido creadas para el Mirlo, y éste, para sus emociones... El canto del Mirlo volvió a envolverla, a estremecerla... Y nuevamente, llegada la tarde, cantó una última vez, como despedida, y se marchó. Así transcurrieron muchos días. Tantos que a la niña le comenzó a parecer costumbre la existencia del Mirlo. Era una parte más de su vida, y ya casi no la recordaba sin él. Acostumbrada ya al cantar y sin ya sentir lo mismo que antaño, se le ocurrió un día que, sólo quizá, podría hablar con él. Quizá si le preguntaba algo, éste le respondería. Quizá él, al ser ave, sabía tanto más que ella de los mares y las tormentas. Tanto más de la vida. Aprovechando un silencio, preguntó; "¿Cuál es tu nombre?". Y el Mirlo cantó. Luego preguntó; "¿De dónde eres?". Y éste cantó nuevamente. Y aprovechando la ocasión, quiso hacer una pregunta más. "¿Por qué cantas?", le dijo. Y sólo recibió de respuesta un canto. Un canto, sintió ella, similar a los anteriores. Un canto, si bien honesto, inconcluso. Y esto la desalentó profundamente. Llegó a sentir incluso que el Mirlo la ignoraba, que no le interesaba lo que ella preguntaba, que no quería resolver sus dudas. Hasta pensó que el Mirlo podría no ser diferente a las personas que veía a través de su ventana. Que sólo estaba ahí porque quería cantar, que no era especial eso para él. Ella, para él. Todo esto le frustró tanto, que no esperó a que el Mirlo se fuera. Lo dejó sólo en su ventana, y se fue. Y él cantó hasta que se hizo tarde, se despidió, y se echó a volar. Llegó el Mirlo a la hora de siempre, al otro día. Se posó sobre la ventana, y cantó. Pero esta vez no había quién lo escuchara. La niña, que lo había acompañado tanto tiempo, que había escuchado y gozado su canto, ya no lo esperaba. Y sin embargo no dejó de cantar en ningún momento. Lo hizo hasta entrada la tarde. Cantó por última vez, como despidiéndose, y se marchó. Así transcurrieron muchos días. La niña, si bien escuchaba al Mirlo cantar en su ventana, no se acercaba y prefería incluso ignorarlo. Se sentía decepcionada y traicionada por este cantor, que en algún momento la había salvado de la monotonía de la tormenta, y ahora la había arrojado directamente a ella. Sentía que había sido sólo un juego, una más. Llegó a sentir miedo de su ventana. De acercarse a ella, y verse allá afuera, en medio de la tormenta. Mientras, el Mirlo cantaba. Un día, cansada ya de sus miedos, de sus pesadillas y su soledad, decidió escuchar una vez más al Mirlo que, como siempre, cantaba en su ventana. Decidió escucharlo a la distancia. Sentía miedo de acercarse, y revivir lo que ya una vez le hizo alejarse de él. Cerró los ojos, y escuchó... Y volvió a sentir. No tuvo claro qué fue lo que sintió, pero su corazón dio un salto, y sintió un pequeño calor en su estómago. Al sentir todo esto, se dio cuenta que el Mirlo jamás modificó su canto. Que sus emociones, si bien se habían ocultado a través de la costumbre, tampoco habían cambiado, y comprendió más que nunca que ese maravilloso canto que escuchó alguna vez hace tanto, seguía siendo el mismo, y que sus emociones seguían llenándose de el. Comprendió que no tenía sentido preguntarle con palabras a quien canta, y que las respuestas existían desde antes que las preguntas. Y en ese momento, escuchó, vio, leyó, sintió con su corazón. Encontró las respuestas a todas sus preguntas, incluso las que no había hecho. Incluso en las que no había pensado. Llegada la tarde, el Mirlo cantó una última vez, como si se despidiera, y se fue. Y resultó que, al día siguiente, la niña estuvo desde la mañana en la ventana, esperando al Mirlo. A su Mirlo. A su cantor. Mas éste no llegó. No llegó en la mañana, ni a medio día, ni entrada la tarde. Llegado ya el momento en que por costumbre se despedía, comprendió que, efectivamente, no llegaría. Sus esperanzas no fueron recompensadas. Se extrañó y preocupó mucho. Y cada mañana, por los días venideros, estuvo en la ventana esperando la llegada de su Mirlo. Y cada tarde la abandonaba comprendiendo que, al menos ese día, él ya no había venido. Cada día que pasaba, se sentía más vacía. Se arrepentía de no haber estado con su Mirlo todos aquellos días en que prefirió ignorarlo, creyendo cosas que sólo estaban en su cabeza. Creyendo cosas que él jamás le había transmitido. Se arrepintió de no haber puesto atención antes a tantos cantos. De no valorar la paciencia del Mirlo para cantarle aún ante su desprecio, aún ante su aparente indiferencia. Comprendió que habían cosas más allá, más grandes e importantes, que los ojos y los oídos de la mente. Que lo que le hizo sentir el Mirlo fue, desde un principio, real en ella. Y que durante todo ese tiempo de ignorarlo, también fue real, aún si su mente nublaba lo que su corazón veía tan claramente. Y se decidió a no cometer semejante locura nuevamente. Su momento más oscuro, entonces, se transformó en el de mayor iluminación. A la mañana siguiente, decidida a no dejar ir aquel canto, salió en busca de su Mirlo. Sin importar cuánto le costara, no descansaría hasta encontrarlo, aún si llegaba la tarde y el anochecer. Pero no alcanzó a llegar muy lejos pues, a la vuelta de la esquina, encontró a su Mirlo. Éste había permanecido mudo, hasta que la niña giró en la esquina, y se encontraron. Cuando lo hicieron, comenzó a cantar como siempre lo hacía, y la niña volvió a sentir ese abrazo, ese estremecimiento y esa caricia que era el canto del Mirlo. Permanecieron ahí todo el día y, al llegar la tarde y como de costumbre, él cantó por última vez, abrió sus alas y se echó a volar. La niña lo observó mientras se alejaba en el horizonte, con profunda nostalgia de su vuelo. Así fueron sus encuentros, desde entonces. Cada vez en lugares más lejanos. Ya no era la esquina, sino la plaza. Luego la avenida, el parque, la estación, la cancha, la escuela, la carretera. Todos los días era un lugar diferente, cada vez más alejado de su ventana. Llegó el día en que la niña logró encontrar a su Mirloya cuando caía la tarde, justo cuando él, por costumbre, se despedía. Esto le afligió mucho, pues sabía que no podría ya volver a su ventana. No quería hacerlo, y aquello le provocaba cierta incertidumbre. Si se iba, no podría escuchar a su Mirlo. Si se quedaba, su Mirlo cantaría por última vez, como si se despidiera, y se iría. En ese debate estaba, cuando ocurrió algo nuevo; llegada la hora, nada cambió. Su Mirlo seguía ahí, cantando, mientras el Sol se escondía lentamente, y la Luna ya podía verse en el cielo. Fue ahí cuando se dio cuenta que ya no habría retorno. Que su viaje sólo avanzaba, y que de su ventana se había al fin despojado. Se quedó entonces sintiendo al Mirlo cantar por lo que ella percibió como una eternidad. Se sentía abrazada, estremecida y acariciada por aquel maravilloso canto que era cada vez más fuerte, más alto, llenando más cada una de sus emociones. Llegando la noche, a la luz de la Luna y las estrellas, el Mirlo de pronto extendió sus alas y, sin dejar de cantar, comenzó a volar. La niña lo observó maravillada por la belleza que era aquel cantor. Ya no sentía incertidumbre, y de hecho, nunca se había sentido tan segura. Su Mirlo comenzó a avanzar hacia el horizonte, y ella no dudó un instante en seguirlo a donde quiera que fuese. Recorrieron valles, montañas, tupidos bosques, potentes ríos, campos llenos de animales silvestres, y praderas que parecían mares de flores. Su Mirlo siempre cantando. Su niña siempre sonriendo. Aquel día, cayendo la tarde, llegaron a una pradera muy extensa, cubierta de flores. Sólo una roca sobresalía entre ellas. Y en ese momento, el Mirlo calló, y silenciosamente se posó sobre esta. La niña, preocupada, le siguió con la mirada, y luego se acercó hacia donde estaba. A medida que se escondía el sol, comenzaba a comprender lo que estaba ocurriendo. Una profunda paz le invadió el corazón. Un descanso, una armonía. Una melodía... De pronto, el Mirlo comenzó a cantar nuevamente, y con un gran aleteo, se echó a volar hacia el horizonte, mas esta vez la niña no le siguió. Sentada, se quedó observándolo mientras se alejaba hacia el horizonte, cantando de la forma más maravillosa que ella le había escuchado. Sentía su canto en cada parte de su ser. Sentía el canto como si el Mirlo jamás se hubiese ido de su lado. Lo escuchaba dentro de ella, mientras cerraba los ojos. Luego, sintió de a poco una brisa en su cara. Sentía su cabello moverse al son del viento; ya no estaba sentada. Escuchaba la brisa pasar por sus oídos, la sentía en todo su cuerpo. Escuchaba el aleteo de las alas cada vez más cerca, como si ella misma estuviera moviéndolas. Sentía el canto dentro de ella, como si ella misma estuviera cantando... El canto se mezclaba con el aleteo y el viento. Y en esa mezcla, que llenaba cada alcance de su existencia, ya no hubo Mirlo, y ya no hubo niña.
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