La loca de los hongos
Publicado en Oct 04, 2009
Cuando marzo se anuncia con sus intempestivos chaparrones, seguido por la aparición de un sol deslumbrante, es seguro que depara sobradas alegrías, a quienes nos dedicamos a la búsqueda de setas comestibles. Está demás decir que esta actividad la desarrollamos en lugares boscosos, preferentemente donde abundan especies variadas de pinos y en los suelos, ricos en mantillo, anidan escondidos, estos especímenes, objeto de nuestro deseo. Es por demás placentero recorrer las sierras provisto sólo de una varilla y una bolsa. Con la primera hurgo cuidadosamente entre los pastos para evitar dañarlos, después de asegurarme que son los apropiados, los acomodo en la bolsa. En Europa, muchas personas se reúnen para llevar a cabo esta actividad, que además de deportiva, desarrolla las facultades de observar, comparar, identificar y posteriormente saborear en exquisitas preparaciones este regalo que brinda la naturaleza. Además de agradables son muy nutritivos- En el pueblo la llamaban “la loca de los hongos.” Cuando aparecían los primeros, antes de comenzar el otoño, alerta, como movida por un resorte, precipitaba sus pasos en su búsqueda. La temporada de lluvias, seguidas por la aparición del sol radiante, le aseguraba abundante cosecha. Posiblemente heredó esta actividad de su padre un gringo loco, de los tantos que en el siglo pasado, produjeron los conflictos europeos y la marea de la vida distribuyó por distintos lugares. En un rancho perdido en la espesura de las sierras chicas, vivió como un ermitaño, sin alentar ningún contacto con el resto de sus escasos vecinos. Nadie supo que compartió su vida con alguien hasta que unos llantos de guagua, advirtieron que el loco de la guerra había obedecido el mandato divino de “CRECED y MULTIPLICAOS” Después corrieron rumores de una niña flaca y desgreñada que solía acercarse hasta la escuelita rural atraída por el bullicio de los niños, creían algunos, otros le habían visto compartir los mendrugos con los perros que merodeaban en busca de algo para llenar la tripa. No se le conoció madre. Huraña y desconfiada, huía sin dejar rastro, a la menor intención de acercamiento. Vagaba por el monte hurgando en las oquedades de ciertos árboles en busca de la miel de palo que producen una clase de abejas salvajes, a la que se atribuyen propiedades curativas para las afecciones del pecho. Recogía frutos del monte, huevos, setas y hongos silvestres todo lo que generosa, la naturaleza le proporcionaba. Una mañana, me aventuré a recorrer la sierra y llevada por mi entusiasmo fui alejándome más de lo que la prudencia aconsejaba. En ese día particularmente caluroso, llegué a un paraje umbrío que invitaba al descanso. El rumor del arroyo cercano era el fondo adecuado para lograr el ansiado relajamiento. Me estiré sobre la fresca gramilla y tomé conciencia de lo poco que se necesita para lograr un pleno estado de felicidad. Un leve crujido, como el de una rama al quebrarse, disparó mi atención. Los sentidos, alertas, buscaron al causante de dar fin al mágico instante. No fue posible y deseé con toda mi alma reanudar el momento, sin lograrlo. Una desagradable sensación, como cuando nos sentimos observados, me obligó a apresurar mi partida. Giré la cabeza y una escurridiza sombra se esfumó en la espesura. Sobre una piedra, dejé un emparedado y algo de fruta, después busqué, en la gramilla aplastada, las huellas para regresar por donde había llegado. Detuve mis pasos tras un corpulento roble y desde allí esperé impaciente a quien se acercara a tomar los alimentos. Mi paciencia fue recompensada. Un ser andrajoso, se precipitó y en un santiamén devoró todo, rascó su desgreñada cabeza y sus ojos se encendieron en resplandores cuando un rayo de luz, iluminándolos, se filtró entre los árboles. Enseguida tomó el camino opuesto al mío. El regreso, lo hice sin darme cuenta. La visión me pegó fuerte. Mis pensamientos se concentraron en ella. Descubrí, bajo la astrosa apariencia, la mirada furtiva y vigilante del animal salvaje. Me fijé un propósito, aún a sabiendas de los problemas que mi decisión me acarrearía. A fuerza de perseverancia ganaría su voluntad y lograría que paulatinamente, considerara los beneficios de vivir de otra manera. Volví los días siguientes y en el mismo lugar, dejé alimentos y una caja con jabones, peine y un cepillo dental, después algo de ropa y unas cómodas zapatillas. Mis ofrendas duraron una semana. Algo que debía resolver en la ciudad, me alejó un mes de mi cometido. De regreso, volví a mis interrumpidas caminatas con más alimentos y ropa. Me detuve tras el roble y esperé. En vano. Al día siguiente, todo estaba como yo lo había dejado, sobre la piedra y dentro de la caja. Agregué lo nuevo que llevaba y esperé sin éxito. Comenté con algunas personas, nadie pudo asegurar haberla visto en las últimas semanas. Vino a mi mente, una experiencia de comportamiento, el reflejo condicionado, enunciado por el célebre fisiólogo, Pavlov. Lo hizo con perros a los que acostumbró a alimentar a determinados horarios, enseguida de hacer sonar una campana. En otra etapa, ejecutó el sonido, pero sin darle alimento, esto produjo en los animales, un estado de confusión e inquietud al estimular la secreción de jugos gástricos sin obtener comida. Me sentí culpable, pues, en cierto modo, esta mujer primitiva, sin roce ni cultura, quizá habría pasado por el mismo estado de confusión que los canes del sabio. Al siguiente día, me aventuré por donde la vi. alejarse tantas veces y después de caminar más de una hora, divisé un rancho desvastado. Unos perros escuálidos y sarnosos vinieron hacia mí. Los amenacé con una vara y corrieron aullando a refugiarse entre las matas. Traspasé lo que quedaba de algo que alguna vez hizo de puerta y allí la vi, tirada en un jergón de trapos sucios. No atinó a nada, su estado de desnutrición era extremo. Apoyé en su boca la botellita de agua mineral que siempre me acompaña en mis caminatas, se ahogó apenas pasó el segundo trago. Su pulso era imperceptible. Desde mi celular llamé a un servicio de emergencias comprometiéndome a esperarlos sobre la ruta y guiarlos hasta el lugar. La cargaron en la ambulancia que iba dando tumbos, sorteando piedras y arbustos. Nada pudieron hacer por ella. Falleció al día siguiente. Fui con un agente de policía hasta el rancho a buscar documentos para que el médico extendiera el certificado de defunción y por si alguien, de donde fuera, pudiera querer enterarse de lo acontecido, cosa poco probable. Dentro de una abollada caja de bizcochos Canale, encontramos un pasaporte entre fotos y cartas amarillentas. In nome di Sua Maestá Vittorio Emanuele III per grazia de Dio e volunta Della Nazione Re d´ Italia Il Ministro degli Affari Esteri rilascia el presente PASSAPORTO al Signor Marcello Bonnino. Databa del año 1931. No encontramos nada relacionado con su hija, tampoco en los registros de los pueblos aledaños. La municipalidad se hizo cargo del entierro. Convoqué a gente de buena voluntad para ofrecer una oración. En el cementerio local fueron depositados sus restos. Hice grabar un madero con un nombre y una leyenda que se me ocurrió, para que aunque muerta, tuviera una identificación.. “ Aquí yace Marcella Bonnino, buscadora de hongos, 14/ 04 /2007”
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miguel cabeza
Un abrazo