Durante el almuerzo él le rogó que se fuera y lo dejara solo. Ella se encerraba en su mutismo. Después de comer y antes de la siesta le insistía lo abandonara para siempre. Ella no contestaba, solo trajinaba con los trastos sucios. Antes de la merienda le suplicó que se alejara de él para siempre, la mujer lo ignoró como solía hacerlo. Durante la cena volvió con la misma cantaleta: — ¡Déjame, vete de aquí! —

Cuando despertó con el amanecer el hombre parapléjico la llamó a gritos para que le preparara el desayuno. Aquella quien le cocinaba ya se había ido, harta de tanto desprecio se fue para no volver. El hombre en su terquedad de repetir lo mismo durante semanas siguió llamándola, nadie acudió para ayudarlo. Aquella noche exhausto de tanto gritar solo emitía gemidos, creyó verla llegar, vestía de negro y le preparó exquisitas viandas que comió voraz…  Al amanecer había muerto de inanición a pesar de haber consumido la noche anterior su propia lengua a dentelladas.