Octo
Publicado en Apr 28, 2020
Y sus zapatos tienen los cordones desatados otra vez. "Vení, voy a hacerte un nudo que no se suelte", le digo. Pero él se ríe y sale corriendo; tengo que cuidarlo como si fuera mi hijo, pero mi hijo no es. Finalmente lo alcanzo, lo miro tratando de parecer severo, no lo soy y se me ablanda la cara, me río y él se deja atar los cordones. Pobre viejito, la gente parece tenerle asco, y yo lo quiero. Tiene casi ochenta años, pero se comporta como un niñito de tres. Aunque todo haya sido su culpa, yo lo entiendo, todos hacemos cosas, todos erramos.
Tampoco soy su hijo, no soy su nieto, no soy su sobrino, nada de eso... yo soy él mismo. Trato de reírme de las cosas que hace, aunque en el fondo me duele mucho por el hecho de no saber cómo voy a terminar si no hay otro yo, por así decirlo. Es que el viejo se puso a ver fotos viejas, y es tanto lo que lloró, que de la foto salí yo, él mismo, con muchos años menos. Vine para cuidarlo, ayudarlo, porque estaba tan sólo que tuvo que imaginar que estas cosas podían pasar, se lo tuvo que creer y todos los días alimenta esa fantasía como puede, aunque ya casi no puede más. Un día después de haberlo conocido le compré el globo, los zapatos que siempre quisimos y una camisa que espero no tener que usar cuando llegue a esa edad. En sus momentos de lucidez le pregunto cosas para saber cómo pudo terminar de ese modo, él, que supo tener amigos, amores y suerte. Pero es imposible, son lapsos muy cortos y sólo me logra decir que hay un cuaderno en algún lugar que no recuerda. No puedo buscarlo porque se enfurece cuando alguien toca sus cosas, así fue siempre, yo lo sé muy bien. Y otra vez hay que seguir cuidando de él. Me apena mucho pensar en contratar a una enfermera, pues el pobre nunca hubiese querido eso, mas es complicado tener que cuidar de un niño de ochenta, bueno, de casi ochenta años. Algo peor es pensar en... sí, a veces pienso en que le falta muy poco tiempo para irse de este mundo, y el pobre nada pudo lograr durante su corta vida. El cuaderno, me enfurece pensar en eso tan misterioso; me pregunto miles de veces qué habrá escrito en él, y la duda me carcome cuando pienso en qué momento de su vida decidió escribir algo en donde explica porqué ha quedado... así. Un día me atrevo a revisar sus cosas, el viejo duerme y no se da cuenta de nada. Después de un rato lo veo, ahí está el cuaderno y... ¡maldición!, es el mismo que guardo desde los catorce años, y en él sólo hay poesías, todas mías, una peor que la otra. Pero está completo, no como el mío, que está por la mitad, aunque hay una sola hoja en blanco, y entonces me pregunto si debo escribir yo o dejársela a él; luego me pregunto si tal vez él podría seguir escribiendo. Entonces, una página, la última en la que escribió. Tiene la fecha de ayer. La leo, es magnífica, parece hecha por un poeta de verdad. Se me cae una lágrima y guardo el cuaderno en su lugar. Me quedo un rato pensando y no hago nada, sólo estoy allí. Cuando él muera volveré a donde sea que pertenezco, si es que hay todavía un lugar para mí. Comienzo a desaparecer, me convierto en letras negras que caen sobre una hoja, una hojita blanca, la última de un cuaderno. Soy yo, aunque no entiendo muy bien lo que sucede, tampoco lo que ya pasó.
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F. Heineken
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