A doscientos setenta años de la muerte de Johann Sebastian Bach
Publicado en Jul 29, 2020
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
A fines de 1747, en compañía de su hijo mayor Wilhelm Friedemann, Johann Sebastian Bach llegó al palacio de Sanssouci, en Postdam –donde otro de sus hijos, Carl Philipp Emanuel, trabajaba como clavecinista de la corte–, para visitar a Federico II de Prusia, quien ya en varias ocasiones había manifestado su deseo de conocer al gran músico alemán. Federico II, llamado también Federico el Grande, lo llevó a ver los clavecines de Gottfried Silbermann que había adquirido y colocado en diferentes salas de su palacio y, en un momento dado, le pidió que improvisara una fuga a partir de un tema de su propia autoría. Sentado frente a uno de aquellos instrumentos, Bach comenzó a improvisar, con suma facilidad, una fuga a seis voces, ante el asombro del monarca y sus acompañantes. De regreso en Leipzig, donde vivía, Bach retomó el tema real, lo trató a tres y a seis voces y le añadió algunos periodos tratados en canon estricto. Fue así como surgió una de las obras más maravillosas de la historia de la música: la Ofrenda musical, BMW 1079, dedicada, por supuesto, a Federico el Grande. En su libro Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle, Douglas R. Hofstadter, escribió: “Para dar idea de lo extraordinario que es una fuga a seis voces, baste decir que en todo el Clavecín bien temperado de Bach, constituido por cuarenta y ocho preludios y cuarenta y ocho fugas, sólo dos de las fugas están hechas a cinco voces, y no hay ni una sola a seis. La tarea de improvisar una fuga a seis voces podría compararse, por decir algo, a la de jugar con los ojos vendados sesenta partidas simultáneas de ajedrez y ganarlas todas.” El viaje a Postdam fue el último que realizó el viejo Bach. Debido, quizás, a su añeja costumbre de copiar partituras bajo la escasa luz de una vela, sus problemas de la vista se agravaron. Varios amigos le aconsejaron consultar a un oculista inglés que había operado a varias personalidades de la época, entre ellas Georg Friedrich Händel, y que respondía al nombre de John Taylor. Taylor, considerado hoy en día un auténtico charlatán, operó a Bach en una sala quirúrgica improvisada en el restaurante “Tres Cisnes”. Como resultado de esta operación, el compositor alemán quedó ciego. No obstante, Taylor insistió en someterlo a una segunda intervención quirúrgica que, además de no traerle ninguna mejoría, le causó una severa infección en los ojos. Poco más de tres meses después, Bach, quien probablemente padecía diabetes, sufrió una apoplejía y cayó en coma; en ese estado contrajo neumonía y en la noche del 28 de julio de 1750, a los sesenta y cinco años, murió. Fue enterrado en el cementerio de la iglesia de San Juan, en Leipzig, sin que nadie pusiera una lápida que lo identificara. Hacia 1894, sus restos fueron localizados y trasladados a una cripta de la misma iglesia, la cual se vino abajo por un bombardeo de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial. En 1950 pudieron ser rescatados y desde entonces reposan en una tumba ubicada dentro de la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig. En la primera edición (1950) del catálogo BWV (Bach-Werke-Verzeichnis, “Índice de la obra de Bach”), publicado por Wolfgang Schmieder, se contabilizaron mil ochenta obras de este compositor, divididas en dos grandes secciones: música vocal (1-524: cantatas, pasiones, oratorios, misas…) y música instrumental (525-1080: para órgano, clavecín, de cámara, suites, oberturas, conciertos…). A estas secciones se les añadió un tercer bloque de obras descubiertas después de 1950 (1081-1128). De Bach, Max Reger dijo: “Es el principio y el fin de toda la música.”
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