Quedndose en la cima.
Publicado en Aug 02, 2020
Así los riscos enredados como el frío indifetente, no cederán, si los años no han sido capaces de desplazarlos; caóticos, los vientos, pululan con direcciones que sólo ellos entienden, y según el peso de las arrugas, que en el rostro de las montañas se secan enmarañadas, cada vez más angulosas, podrán lastimar a los descalzos; así son y siempre serán. Van crujiendo, asestan rugidos de fuerza entre iguales, tras los pasos, las rocas ruedan con su marcha de sonidos, y este par de niños caminan agitados, contándose rumores, junto al viento, compitiendo contra el nudo de los rumbos, intentando intimidar la postura serena de las cimas arrugadas, gritándose sus secretos tontos; baila el viento porque puede llevarse parte de las historias; repiten lo que las ráfagas se tragaron a cada paso, con los pulmones deshechos, exhalan con todas sus fuerza, hasta la palabra más insignificante, porque temen que sin palabras pierdan lo que los hace ser lo que son.
Juan es una herida de palabras, y Ernesto, una de sonrisas. Juan disfruta con su hemorragia de historias parcialmente reales: él cuenta que allá arriba van a dar siempre "los seres que nunca terminaron de ser". Ernesto solamente parece estar mal cosido, pues derrama sus sonrisas en el momento justo y en el momento indicado. Juan dice que los ratones que nunca fueron realmente ratones, los tigrillos que no podrán llegar a ser tigrillos, los helechos que no terminarán de entender lo que es ser helecho... todos van dejando de ser con cada suspiro que dejan escapar, y eso que realmente los hace ser lo que son, a veces empuja a otros seres que tampoco han llegado a terminar de ser, y los seres que ya no pueden ser más, terminarán ahí arriba en esa cima, cansados, lastimeros y confundidos. Ernesto siempre le ha creído, porque ésa es la única razón de que muchos de sus perros juguetones y torpes, al final pareciesen ser más topos cobardes o tristes cigarras de los maizales, o que las yeguas del establo le rebuznen con tanta agresividad con sus diez años recién cumplidos, pues parecen ser zorros o pudúes de las zonas salvajes... Incluso que sus padres ahora fuesen simples extraños sin muchas sonrisas y pocas conversaciones. Parece que todos ellos nunca lucharon por terminaron de ser lo que eran ¿Estarían ahí en esa punta vieja y anudada? Pueden vivir sin vivir realmente, sosteniéndose de los pastizales más largos; gritarían, arrastrándose como heridos, pero son tan poco seres que sólo podrán sostenerse de las ramas secas. Búfalo, su perro más viejo, Cañita, la yegua moribunda y por qué no, tambièn su padre, podrían estar allí luchando para no ser arrastrados por el viento, aunque al regresar a casa, sus cuerpos siempre estén allí para saludarlo. Juan se ríe a carcajadas al verlos allí arremolinados agarrándose de todo lo que a duras penas se puedan sostener, y le cuenta a Ernesto cómo deben estar ahí también sus abuelos y su tortuga vieja, y lo cuenta con el entusiasmo de los maestros en la escuela. Ernesto solamente derrama otra sonrisa; la verdad es que no se alcanza a contemplar muy bien esa silueta acuosa con poca definición de unos dedos rasguñando las tierras secas; Ernesto se lo cuenta para sí, porque Juan suele carcajearse de todas las anécdotas de Ernesto, pero a Ernesto no le importa, prefiere sonreir. Juan continua diciendo que le gusta comerse a los "seres que nunca terminaron de ser", po eso cada vez que suben, abre la boca como la tapa rota de los libros remachados, cerrando los ojos y sacando la lengua; en esa mascara de muelas al aire y ojos crispados, transitan los vientos. Después Juan cierra la boca, los saborea y dice que son muy amargos, pero lo refrescan como las gotitas de agua. Ernesto ya ha abierto la boca antes para que lleguen los vientos a su cara, sin embargo a él no le saben a nada y más bien le resecan la saliva, por otra parte le da un poco de miedo saber que puede estar saboreando a Búfalo o a su papá, o peor aún que Búfalo o su padre hagan parte ahora de él. Juan dice que si él probase alguna vez a su tortuga Ramita, él la reconocería. Ernesto solamente sonríe y se cuenta a sí mismo, lo parecidos que eran Juan y su padre.
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Magnolia Stella Correa Martinez
Saludos Jonathan, desde mi amada Colombia.
Jonathan Prez