1-7-2020
Publicado en Aug 03, 2020
Escondido detrás de un contenedor de basura, te observo. Vos estás al lado de tu carrito, vendiendo café y facturas a los transeúntes. Y el viejo (yo supongo que es tu papá) no se aleja de la cafetera, y no levanta la cabeza. Desde bien temprano por la mañana hasta un poco después de la siesta, vos estás ahí parada, siempre sonriente y con tu delantal siempre blanco.
Jamás te vi con la cara seria, o enojada, incluso cuando tenés que atender a clientes groseros o lascivos. Si algún hombre tiene intenciones de propasarse, el viejo es bien rápido para levantar la mirada de la cafetera y fulminarlo con el ojo bizco. No abre la boca ni se mueve de su lugar, como si fuera una gárgola de cobre, pero es suficiente para espantar a cualquier pretendiente o donjuán. Vos no decís nada, a veces te reís porque en el fondo te divierte mucho. Yo sería un mejor guardián que tu papá, soy más joven y tengo todos los dientes en su lugar. Vos también tenés la dentadura completa, es lo primero que uno nota cuando se acerca a tu carrito. Yo creo que es tu sonrisa y tu amabilidad lo que atrae a los clientes, y no el café o las medialunas. El viejo es amable, pero nunca sonríe, ni siquiera a su propia hija. Ambos usan delantales cuando trabajan, blancos y almidonados como si fueran nuevos, sin una sola mancha marrón. Yo no soy muy limpio, y la gente se asusta de mí cuando sonrío, pero soy bien simpático y gracioso. Ahora te observo detrás de unos árboles sobre la vereda opuesta, y el mediodía se acerca. Pero hay una persona, un muchacho como de tu edad, que no le teme a la mirada de basilisco de tu padre. Aparece una vez por semana para comprar tortas fritas, vestido de camisa y corbata y maletín en mano. Todo sonriente, se acerca a charlar con vos por un rato; a veces te lleva flores. El viejo no levanta la cabeza, porque acepta la conversación entre ustedes dos. El muchacho trabaja en una oficina, ¿y qué padre no desea que su hija se case con un oficinista? O por lo menos, esa es su fantasía; lo puedo ver en su ojo bizco. Yo seré pobre pero no soy estúpido, la observación fue lo primero que adquirí cuando me echaron de mi casa. El mediodía se va, arrastrado por el frenesí de autos y peatones. Llega la hora de la siesta, pero no para ustedes. Todavía quedan unas horas más de trabajo. Pero ya casi no hay clientes, es el momento perfecto para poner mi plan en marcha. Me acerco lentamente a vos, cabizbajo y tímido, sin hacer mucho ruido para que el viejo no se dé cuenta. Vos notás mi presencia y me das la sonrisa más grande de todas, pero no decís nada. Lentamente, agarrás un poco de pan y un plato de comida que tenías escondidos, y los dejás a mi alcance. Primero te saludo y te doy las gracias, porque no soy maleducado, y me pongo a comer. Entonces aparece el viejo, gritando y agitando los brazos, por lo que tengo que ser ágil en limpiar el plato y huir. Y así fue todos los días, excepto los fines de semana. El último día que te vi fue un miércoles de primavera; lo recuerdo muy bien. El muchacho fue a visitarte como de costumbre, pero esta vez no llevó un ramo de flores. Luego de saludar a tu papá, sacó del bolsillo de su saco una cajita. Para aquella época yo ya comenzaba a volverme ciego, pero pude reconocer el regalo. Era un anillo de casamiento, que el joven sostenía con la mano temblorosa cuando te lo ofreció a vos. Creo que el viejo levantó la vista de la cafetera por primera vez en su vida; abrió la boca pero no dijo nada. Vos tampoco dijiste nada. Sólo negaste con la cabeza. El jueves, tu carrito de café ya no estaba en el mismo lugar de siempre. Hace años que te fuiste, quién sabe a dónde. Yo estoy viejo y ciego, pero siempre te observo. Acostado detrás del contenedor de basura, te recuerdo. Yo te amaba, y todavía te amo, porque fuiste la única que supo querer a este pobre perro callejero.
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