Espíritu
Publicado en Oct 26, 2020
Una oleada de furia alienada golpea ferozmente las costas, alienantes gritos se desprenden de sus ondas y penetran las lejanas montañas, creyéndose testigos de su propio cuento. Indolente e incomprensiva, la playa amortigua el odio que ignora y lo deja a merced de argumentos invisibles. Las gentes se dejan mecer siguiendo corrientes pretéritas, inoculadas desde los cielos por influencia de astros de gran masa y atemporales; perpetuas corrientes de motores inmóviles; inocentes culpables de la marea furiosa.
La misericordia se pierde en el atardecer mientras la Tierra, en su eterno tránsito, le exige al Sol envolverle en su calor. La inevitable negativa enciende en llamas el mar y los campos, y los más fértiles bosques quedan atrapados entre el frío de las sombras y el calor que sólo entrega el auto desprecio. Sus habitantes se esconden despavoridos en las rendijas que el espíritu permite aparecer al abandonar la superficie. ¿Y dónde fue el espíritu? Oculto, temeroso, puro, científico, espectador, satélite, agujero negro. El fuego de las ondas marinas sepulta la fecundidad de las brisas, una fecundidad que, si alguna vez dio vida, hoy tan sólo entrega recuerdos, recuerdos que toman forma en la densa materia de las llamas que azotan las costas. Aquella oleada enajenada, aquel odio imparcial que se consume a sí mismo, define la superficie; le entrega sus maneras. Le entrega el derrotero que le lleva de la mano por senderos espinosos, pedregosos, sanguinolentos pasos que se pisan a sí mismos una y otra vez. Aquel camino envuelto en llamas, aquel callejón sin salida, mas no desprovisto de esperanza. Es que ni el odio es muerte; muy por el contrario. Y en ese fulgor de la profecía auto cumplida, de ese desastre del fin del mundo, comienza con y para y por el fuego la vida misma en sí pretérita, indiferente e indolente a la maldición de los astros. Ese fuego que es guerra y que, cansado de atacar bosques y montañas, destruye las estrellas mismas y todo aquello que le observó arder. Ardiendo entonces, ardiendo ahora, ardiendo bajo el mar y en la cima de las montañas, el poder del odio da a luz el amor a la ceniza. Ceniza húmeda como testimonio de vida. Vida que se piensa inútil y que del pensar se sirve para crear. ¿Y dónde está el espíritu? Ciego, inmóvil, certero, eterno, caótico, increado. Dando formas a las llamas, se crea primero una jaula, luego una cruz, luego un infierno, luego un valle, un desierto, una montaña, un bosque. Finalmente un útero itinerante que, inseminado por cenizas, da rondas por las costas devorando el fuego de sus mares. Acariciando el odio marino, moldea almas y las encausa; aprende de éstas y éstas de aquel. La superficie lentamente se calma y se entrega, se domestica a sí misma y se comprende y, al fin, se piensa. Se observa. Se acaricia. Se levanta y levanta sus propios derroteros, libres ya de la impureza, de la inmundicia. Desdeña antepasados que, por arqueológicos, de olvidarlos serán nuevamente su condena. Y comienza una nueva historia desde la nada y hacia el todo; de vuelta al espíritu. ¿Y qué es el espíritu? Aquello que queda luego de la purga. Aquello que sobrevive a la masacre. Ese inmortal pensamiento que se conoce a sí mismo. El motor inmóvil que parió a la voluntad. Aquel que incineró todo lo que, por tanto, le dio forma. Aquel que quemó su propia forma para darse a sí mismo. Aquellas ruinas que dejó el más recalcitrante odio. El templo que permaneció erguido mientras el pecado le devoraba las entrañas; mientras él mismo era pecado. El que nunca fue a ninguna parte. El que siempre estuvo en todos lados. Aquello mismo que, desprendiéndose de la complejidad de lo que no es, simplemente es.
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kalutavon
María José Ladrón de Guevara
Carlo Biondi