Fulanito de tal
Publicado en Nov 24, 2020
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
Esa mañana, luego de que decidí faltar al trabajo, me embargó una pasmosa sensación de libertad.  Mientras caminaba por la calle con paso ligero y despreocupado, pensaba que, de seguro, sin hacer caso a la excusa que por fuerza yo habría de esgrimir, el jefe me reprendería por mi nulo compromiso con la empresa y que quizás hasta daría la orden de que me descontaran el día. Pero no me importaba. Si quería conservar la cordura, era necesario distanciarme, por lo menos durante una jornada, de la perpetua pesadilla oficinesca.
Me detuve y observé a la gente que a esa hora se desplazaba en todas direcciones por la ciudad, ya fuera a pie, en auto o embutida en un camión de pasajeros. La prisa era su impronta. Sonreí... Después crucé al otro lado de la calle, compré un diario en el quiosco de la esquina y, muy quitado de la pena, entré en una cafetería que estaba unos cuantos metros más allá, en la misma acera.
Puesto que aún no desayunaba, ya había enlistado mentalmente lo que pediría: café, un plato de melón con queso cottage y un par de huevos revueltos con jamón. Daría cuenta de aquel desayuno con tranquilidad, sin atragantarme, disfrutando cada bocado, es decir, como en muy contadas ocasiones podía hacerlo.
Ocupé una mesa apartada de los demás parroquianos y esperé pacientemente a que una de las meseras me atendiera. Al cabo de un minuto, una mujer madura, con un gran chongo en la cabeza y una verruga en la barbilla, se plantó junto a mí.
-Buenos días –dijo-. ¿Quiere sólo café o también va a desayunar?
-Buenos días. También voy a desayunar.
-Bien. Le dejo el menú.
-Ya sé lo que quiero, señorita –dije.
-Bien. ¿Qué le traigo?
-Café, un plato de melón con queso cottage y un par de huevos revueltos con jamón.
La mujer terminó de anotar mi pedido y se retiró. Casi de inmediato regresó con una jarra de café, volteó la taza que estaba bocabajo en la mesa y la llenó.
-Vuelvo enseguida –dijo, y se dirigió a la cocina.
¡Ah, qué calma, qué serenidad, qué dicha experimentaba en esos momentos! ¿Hacía cuánto tiempo que mi estado de ánimo no era tan liviano y exultante? No recordaba, porque incluso los fines de semana debía estar preparado y disponible para cumplir cualquier capricho que al jefe se le ocurriera... Cuando acabara de saborear detenidamente mi desayuno, pensé, podría visitar un museo o ver una película en un cine o simplemente pasear por el parque central, aspirando el aroma de los árboles y las flores, sin otro objetivo que recobrar el entusiasmo y la alegría de vivir.
Cogí el diario que había puesto encima de la mesa y le eché un vistazo a los encabezados de la portada. El mundo no entendía: masacres, corrupción, ruindades por todos lados. Di vuelta a la página. En la de la derecha, abajo, una pequeña esquela atrajo mi atención. Fulanito de tal había muerto el día anterior en la ciudad y sus padres y hermanos lamentaban el hecho y pedían a todos sus amigos y conocidos rezar por el eterno descanso de su alma.
Fulanito de tal era yo.
Leí una vez más mi nombre y el de mis padres y hermanos, y llegué a la penosa conclusión de que, sí, efectivamente, el muerto no podía ser otro sino yo mismo. La mesera se apareció con el plato de melón con queso cottage, lo puso frente a mí y dijo:
-Buen provecho.
No pude darle las gracias: tan impresionado estaba por la noticia de mi fallecimiento. La mujer se fue haciendo una mueca de disgusto y, a continuación, descubrí que había perdido el apetito. Saqué de mi cartera un billete de cien pesos, lo aventé sobre la mesa y abandoné de prisa aquella cafetería.
No tardé en llegar a casa de mis padres. Un crespón colgaba del marco de la puerta de entrada. Toqué el timbre.
Vestido de riguroso luto, papá abrió la puerta.
-Hola, hijo, pasa.
Entré francamente cohibido.
-No entiendo –dije-. ¿Qué significa el crespón?
-Te moriste.
Tragué saliva y con un hilito de voz pregunté:
-¿De verdad?
-De verdad –respondió papá.
-Pues no me di cuenta a qué hora pudo suceder eso. ¿Podrías ponerme al tanto?
Papá me miró con una sonrisa irónica en los labios; sin embargo, un segundo después asumió una actitud condescendiente y explicó:
-Ayer en la mañana, tu jefe te mandó llamar a su despacho y te comunicó que tu desempeño laboral deseaba mucho que desear y que, si en las próximas semanas no mostrabas más entrega y aplicación, se vería obligado a prescindir de tus servicios.
-¡Pero si vivo para esa empresa! ¡No hago otra cosa más que trabajar, trabajar y trabajar!
-En todo caso, vivías, querrás decir... Bueno, ése no es el punto. Continúo. Tu jefe agregó que, por lo pronto, tu sueldo sufriría un recorte del treinta por ciento hasta que te enmendaras y rindieras lo que se esperaba de ti... Tú adujiste, enfurecido, que aquello no era más que una vil treta, un pretexto, para despedirte más adelante y darle tu puesto con una paga de miseria a algún joven inexperto pero necesitado. Luego te pusiste pálido como la mantequilla, abriste mucho los ojos, te llevaste una mano al pecho y, fulminado, caíste al suelo. Supongo que fue un ataque al corazón.
-Sí, ahora que lo mencionas, como entre sueños recuerdo haber pronunciado la palabra “miseria” –comenté.
-Realmente no esperaba que reaccionaras así ante tu jefe, hijo. Cuando nos contó cómo te pusiste, tu madre y yo sentimos una gran vergüenza.
-Pero, papá, yo...
No pude seguir hablando, porque mamá, también de negro,  terminó de bajar las escaleras y se acercó a nosotros.
-Ay, hijo, nos dejaste... ¡Qué dolor!... Oye, te vendría bien una peinadita, ¿eh? –dijo, y luego le preguntó a papá a qué hora llegaría el féretro al cementerio.
-¡A las dos, mujer! ¡A las dos! ¡Ya te lo he repetido como quinientas veces!
-Ay, qué exagerado.
Durante un rato no supe qué hacer ni qué decir. Ahí, parado junto a mis amados padres en la estancia de su casa, me invadió la sensación de estar fuera de lugar, como en un país extraño. Entonces, de repente, fui consciente de que la realidad me imponía el deber de desempeñar mi último papel.
-Me adelanto –dije. 
-Sí, hijo, allá te vemos –dijeron los dos, al unísono.
Salí a la claridad del día. Mi estado de ánimo era sombrío, y no había nada que hacer para remediarlo. Comencé a alejarme de aquel sitio, tarareando una famosa marcha fúnebre.
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