A 250 aos del nacimiento de Ludwig van Beethoven
Publicado en Dec 16, 2020
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
El 16 de diciembre de 1770, en la buhardilla de una casa localizada en el número 515 de la Bonngasse, en Bonn, Alemania, nació un niño destinado a ser un hombre que daría de qué hablar al mundo. Hijo de Maria Magdalena Keverich y de Johann van Beethoven, fue bautizado al día siguiente en la iglesia de San Remigio con el nombre de Ludwig van Beethoven. No se trató del primer Ludwig van Beethoven de la familia, sino del tercero: los otros dos fueron el viejo Ludwig van Beethoven, su abuelo y padrino, y Ludwig Maria van Beethoven, su hermano, muerto un año antes a los seis días de nacido. Según Jan Swafford, uno de los biógrafos del compositor alemán, el apellido Beethoven, con distintas variantes (Betho, Bethove, Bethof, Bethenhove, Bethoven), era común entre vendedores y taberneros del Ducado de Bravante, lugar de nacimiento de su abuelo, y podría derivar de las palabras flamencas que significan “tierra cultivada”. Tanto su abuelo como su padre fueron músicos: el primero llegó a ser Kapellmeister del electorado de Colonia; el segundo, director de la orquesta de Bonn. Frustado porque, a la muerte de su padre, no obtuvo su cargo en el electorado de Colonia, Johann, quien ya había desarrollado un alcoholismo devastador, volcó todas sus esperanzas en su hijo. Así, adoptando como modelo a Leopold Mozart, empezó a enseñarle a Ludwig, entonces de cuatro años, los rudimentos de la música, pero a golpes y gritos. Sin duda, la intención de Johann era convertir a Ludwig en músico de la corte para que, lo antes posible, pudiera ser contratado y ganarse la vida. Una vez que aprendió a tocar el klavier, el violín y la viola, Ludwig intentó crear su propia música. Se cuenta que en alguna ocasión, su padre lo sorprendió improvisando al violín, por lo que le gritó con furia: “¿Con qué estupideces estás destrozando las cuerdas? Ya sabes que no soporto el ruido. ¡Dedícate a seguir la partitura o no llegarás a ningún sitio!” El pequeño Ludwig, sin embargo, mostró una recia perseverancia y, cuando su padre no se hallaba cerca, continuó componiendo de manera furtiva. Con todo, Johann no tardó en darse cuenta de que su hijo tenía un talento musical verdaderamente excepcional. Fue así como comenzó a fantasear con la idea de que bien podría llegar a ser un niño prodigio, igual que aquel joven salzburgués que en ese momento tenía en un puño a Europa y que se llamaba Wolfgang Amadeus Mozart. Un niño taciturno y reservado apodado el Español Antes de cumplir los nueve años, Beethoven ya atraía la atención de la gente por sus dotes musicales. Su padre aprovechó esta circunstancia y comenzó a organizar, en casa de un amigo apellidado Fischer, unos conciertos domésticos que fueron un éxito tanto desde el punto de vista monetario como artístico. A esa edad, Beethoven ya mostraba también una personalidad taciturna y reservada, lo cual le impedía hacer amigos en la escuela a la que iba, llamada el Tirocinium. En su biografía Beethoven, Jan Swafford escribe: “En la escuela, Beethoven aprendió algo de francés y de latín, así como a escribir con una elegante caligrafía que conservó hasta después de haber cumplido los veinte años, para degenerar más tarde en un frenético garabateo. En la escuela aprendió a sumar, pero no a multiplicar ni a dividir. Hasta el final de su vida, si por ejemplo tenía que multiplicar 62 por 50, escribía 50 veces 62 en una columna y lo sumaba.” Al llegar a la conclusión de que en la escuela no estaba aprendiendo nada que valiera la pena, su padre lo sacó de ella y le dijo que de ahora en adelante sólo estudiaría y haría música. Esto, claro, resultó una bendición para el niño. A causa de su tez oscura, Beethoven era conocido por sus familiares y vecinos como der Spagnol (el Español). En casa, Beethoven jugaba con sus hermanos Caspar Carl y Nikolaus Johann, y pasaba largas y felices horas con su madre. Maria se ocupaba del cuidado del hogar, pero no le daba mucha importancia a la limpieza, por lo que sus hijos lucían desaseados frecuentemente. A pesar de todo, esta mujer poseía un carácter fuerte, indoblegable. Según Swafford, una de sus sentencias más socorridas rezaba: “Sin sufrimiento no hay lucha, sin lucha no hay victoria, sin victoria no hay coronación.” Es probable que esta sentencia se incrustara en el alma del pequeño Ludwig y lo preparara para enfrentar una vida llena de sufrimientos y penalidades... En 1781, junto con su padre y el violinista Franz Georg Rovantini, Beethoven emprendió por Renania su primera gira artística. Durante ésta y otras giras posteriores, él y Rovantini tocaron en casas modestas, pero también en suntuosos palacios campestres, como el de la familia de banqueros Meinertzhagen de Oberkassel y en el de C. J. M. Burggraf, el segundo palacio barroco más grande al norte de Los Alpes. La carrera musical de Beethoven se iniciaba con buenos augurios. Su primera obra: las Variaciones Dressler En aquella época no pudo haberle ocurrido un hecho más afortunado a Beethoven: Christian Gottlob Neefe, compositor, organista, escritor y poeta originario de Leipzig, se hizo cargo de su enseñanza musical. Neefe era un hombre culto y refinado, con un carácter suave y bondadoso, que, a diferencia de Johann, su padre, supo encauzar con buenas maneras las extraordinarias aptitudes que vio en Beethoven. Gracias a él, Beethoven pudo conocer una gran cantidad de literatura musical, sobre todo de compositores alemanes como Johann Sebastian Bach y Carl Philipp Emanuel Bach. En un informe sobre la música y los músicos de Bonn, Neefe escribió: “Louis van Beethoven, hijo del mencionado tenor, es un muchacho de once años de talento más que prometedor. Toca el klavier con mucha destreza y gran dominio, lee muy bien a primera vista, y […] toca con maestría El clave bien temperado, de Sebastian Bach […]. Este joven genio está llamado a ser un segundo Wolfgang Amadeus Mozart, siempre que continúe como ha comenzado.” Bajo la tutela del que a la postre se convertiría en su mentor más importante, Beethoven publicó su primera obra propiamente dicha: las Variaciones Dressler, compuestas en la tonalidad de do menor a partir de una marcha fúnebre de Ernst Christoph Dressler. En opinión de Swafford, esta obra “es ligera y convencional, aunque impresiona la imaginación, la armonía y la técnica de teclado en un muchacho de la edad de Beethoven.” En junio de 1782, Gilles van den Eeden, organista de la corte, murió. Entonces Neefe asumió ese puesto. Al día siguiente, éste debió acompañar al elector Maximilian Friedrich a la ciudad de Münster, por lo que dejó a Beethoven como su sustituto. Esto habría de repetirse con cierta regularidad en el futuro. Al año siguiente, Beethoven publicó tres sonatas para teclado dedicadas al elector Maximilian Friedrich. Conocidas como las Sonatas electorales, muestran un avance considerable en relación con las Variaciones Dressler. Tiempo después, un crítico del Musikalischer Almanach se atrevió a comentar que las Variaciones Dressler y las Sonatas electorales “quizá podrían ser respetadas como las primeras tentativas de un principiante en música, como ejercicios de un estudiante de tercer o cuarto grado en nuestras escuelas.” Beethoven ya era organista asistente de Neefe y, también, pianista repetidor en el teatro de la corte. Neefe solicitó al elector Maximilian Friedrich que hiciera oficial el puesto de Ludwig como organista, pero dicha solicitud no prosperó. Mientras tanto, como consecuencia de su alcoholismo, Johann se mostraba cada vez más incapaz de sostener a su familia. Abril de 1787: Beethoven conoce a Mozart en Viena A la muerte del elector Maximilian Friedrich, un melómano lo sucedió: Maximilian Franz. Poco tiempo después, Beethoven fue contratado como músico de la corte de Bonn. De ese período son sus tres cuartetos para piano –en mi bemol mayor, re mayor y do mayor–, en los que, tomando como modelo distintas sonatas para violín y piano de Mozart, Beethoven demuestra un marcado avance compositivo con respecto a sus obras anteriores. En ellos se anuncia, de acuerdo con Swafford, “otro de los rasgos que definirán el arte de Beethoven a lo largo de su vida: llevarlo todo al límite, volver propios sus modelos en parte haciendo de cada elemento algo más. Los niveles de volumen son a la vez más altos y más bajos que los de sus modelos, todo es más intenso, más conmovedor, más impulsivo y dramático, más individual, más extenso y pesado, con contrastes más acusados y mayor virtuosismo.” Su trabajo en la corte de Bonn mantenía muy ocupado a Beethoven: hacía música en la capilla y el teatro, daba lecciones de klavier a los hijos de los nobles y de los funcionarios, tocaba en conjuntos de cámara y como solista con la orquesta... También era más sociable y contaba con un mayor número de amigos. Sin embargo, no dejaba de añorar la soledad para dedicarse a componer o dar largos paseos a orillas del río Rin. Maximilian Franz sabía perfectamente que Beethoven poseía un talento fuera de serie. Por eso decidió enviarlo a Viena. Así, el 20 de marzo de 1787, luego de despedirse de su madre enferma, de su padre y de sus hermanos, Beethoven emprendió en solitario su primer viaje a la capital europea de la música, a donde llegó el 7 de abril. Al cabo de unos días fue conducido ante Mozart, quien acababa de regresar de Praga, ciudad donde lo adoraban y donde recién había estrenado su Sinfonía número 38 en re mayor, Köechel 504, “Praga”. En un primer momento, Beethoven tocó algunas piezas de su autoría, pero el genio salzburguez se mostró frío e impasible frente a aquel adolescente de gesto huraño. A continuación, Beethoven le mostró a Mozart sus tres cuartetos para piano. Mozart quedó complacido. Finalmente, Beethoven le pidió a éste que le obsequiara un tema sobre el cual pudiera improvisar. Mozart accedió. Una vez que escuchó sus improvisaciones, Mozart quedó profundamente impresionado por la capacidad interpretativa y creativa de Beethoven. Salió de aquel salón de música y, de acuerdo con la leyenda que perdura hasta nuestros días, dijo a los que estaban ahí presentes: “Prestadle atención porque algún día dará de qué hablar al mundo.” Beethoven pierde a su madre y conoce al conde Waldstein Beethoven permaneció en Viena menos de dos semanas porque recibió una carta de Johann, en la que le decía que su madre estaba muy enferma y que volviera cuanto antes a Bonn. Ya de regreso en casa, Beethoven halló a su padre borracho, a sus hermanos menores aterrorizados y a María gravemente enferma de tuberculosis, un padecimiento para el cual, en aquella época, no había ningún tratamiento eficaz. Las siguientes dos semanas, Beethoven fue testigo del terrible sufrimiento de su querida madre. Finalmente, a los cuarenta años, ésta murió el 17 de julio de 1787. Entonces, con tan sólo dieciséis años a cuestas, Beethoven asumió el liderazgo de su familia. Dos meses después, en una carta dirigida a Joseph von Schaden, su nuevo amigo de Augsburgo, Beethoven escribía: “[…] Era una madre tan buena y cariñosa conmigo, además de mi mejor amigo. ¡Oh!, quién más feliz que yo cuando aún podía pronunciar el dulce nombre de madre, y ser oído y respondido. ¿A quién se lo diré ahora? ¿A la muda apariencia que de ella fabrica mi imaginación? […]” A comienzos de 1788, el conde Ferdinand Ernst Joseph Gabriel Waldstein llegó a la corte de Bonn y casi de inmediato se enteró de la existencia y del singular talento musical de Beethoven, por lo que resolvió protegerlo e impulsarlo. Con el paso del tiempo, el conde Waldstein, quien tocaba el piano y solía componer de vez en cuando alguna pieza, se convertiría en el principal mentor y mecenas de Beethoven durante su adolescencia y, también, en la persona que le permitiría conocer a otros mecenas vieneses. En agradecimiento por su invaluable ayuda, Beethoven le dedicaría, hacia finales de 1803, su Sonata número 21 para piano en do mayor, opus 53, hoy conocida como Sonata Waldstein. En relación con esta obra, Jan Swafford escribe en su biografía del compositor alemán: “En la Waldstein, Beethoven inventó colores y texturas originales para el piano, y al mismo tiempo revisó el do mayor con una nueva perspectiva. Al ser la tonalidad más afinada de los pianos de la época, representaba generalmente lo sencillo, lo contenido, siendo adecuada también para la ecuanimidad o para la grandeza, incluso para la pompa militar, aunque no para la pasión y el entusiasmo. En esta ocasión, Beethoven la hizo sonora e intensa, gracias en parte a que la rodeó de tonalidades sorprendentes.” Originalmente, Beethoven compuso como segundo movimiento de la Sonata Waldstein un Andante grazioso con moto. Sin embargo, cuando tocó por primera vez esta sonata completa, un amigo suyo comentó que dicho movimiento era demasiado largo. Aunque Beethoven se molestó por este comentario, posteriormente estuvo de acuerdo con su amigo. Así pues, sacó ese segundo movimiento de la Sonata Waldstein, al cual le tenía un especial cariño, y lo publicó con el nombre de Andante favori (Andante favorito). Beethoven compone sus Cantatas imperiales A finales de 1789, ante la caída en picada de Johann por su exacerbado alcoholismo, Beethoven solicitó al elector Maximilian Franz el retiro y el cobro de la pensión de su progenitor. Dicha solicitud le fue concedida mediante un decreto en el que se estipulaba que una mitad de la pensión de Johann estaría destinada a éste y la otra al propio Beethoven. Así, con este dinero extra, sumado a su salario como músico de la corte y a lo que percibía por sus lecciones e interpretaciones públicas, Beethoven pudo hacerse cargo, sin problemas, de la manutención de sus hermanos. El 20 de febrero de 1790, el sacro emperador románico germánico José II, hermano mayor del elector Maximilian Franz y uno de los líderes más progresistas de la época, falleció en Viena. Entonces, a iniciativa de Eulogius Schneider, un antiguo monje franciscano, se comenzó a planear un programa para rendirle homenaje. El mismo Schneider escribió su Oda a José II, que sería recitada durante la ceremonia; también propuso que se incluyera una cantata fúnebre compuesta por uno de los principales músicos de Bonn, a partir de un texto del joven estudiante de teología y protegido suyo Severin Anton Averdonk. El encargo de componer esta cantata recayó en Beethoven, quien de inmediato puso manos a la obra. Sin embargo, dos días antes de la ceremonia se anunció oficialmente que no podría ser interpretada “por diversos motivos”, lo cual significaba básicamente que era demasiado compleja y difícil para la orquesta de la corte. A pesar de todo, Beethoven no se desanimó y, con la esperanza de que fuera ejecutada en otra ocasión, siguió componiendo su Cantata por la muerte del emperador José II, que terminó durante el verano. En opinión de Jan Swafford, al igual que el texto de Averdonk, la música de Beethoven es muy exaltada y revela que, a sus diecinueve años, “aún prometía mayores exaltaciones.” Y añade: “Sí, la excesiva exaltación fue un signo de su juventud, pero su expresión es ya poderosa, el manejo de la orquesta eficaz y expresivo, y su voz inconfundiblemente propia. Como signo de ese dinamismo, utilizó ideas procedentes de esa cantata una y otra vez en años posteriores.” Beethoven nunca publicó o interpretó su Cantata por la muerte del emperador José II, la cual permaneció perdida hasta la década de los años 80 del siglo XIX. Para la coronación de Leopoldo, hermano de José, Beethoven recibió otro texto con el objetivo de que compusiera otra cantata, pero ésta, llamada Cantata para la coronación del emperador Leopoldo II, tampoco fue tocada por las mismas razones que la primera. Sobre ella, Swafford escribe: “En la Cantata para la coronación del emperador Leopoldo II, Beethoven revela aun con más claridad que es un joven de notable técnica pero todavía con un escaso sentido de la forma y la proporción. Pone en música lo que pretende que el texto sea, más que lo que realmente es, con sus vuelos de ángeles y ‘la sonrisa de la humanidad dibujándose’ en los labios de Leopoldo.” Beethoven viaja de nuevo a Viena para estudiar con Haydn En 1791, Beethoven tomó la popular aria de ópera “Venni amore”, del compositor italiano Vincenzo Righini, para componer veinticuatro variaciones en re mayor conocidas como las Variaciones Righini. De acuerdo con Swafford, el compositor alemán transformó el tema de dicha aria “en una virtuosa exploración de colores y efectos pianísticos de una escala imaginativa superior a cuanto había escrito para piano hasta aquel momento.” El 5 de diciembre de ese mismo año, Mozart murió en Viena. Meses después, Beethoven pidió permiso al elector Maximilian Franz para ir a esa ciudad a estudiar con el gran compositor austriaco Franz Joseph Haydn, lo cual le fue concedido. Antes de partir, sus amigos y conocidos le dedicaron algunas líneas de despedida en un Stammbuch o “libro familiar”. Entre todas destacan, sin duda, las escritas por el conde Waldstein, que a la postre resultarían proféticas: “¡Querido Beethoven! Os vais por fin a Viena para realizar vuestros deseos, durante tanto tiempo frustrados. El genio de Mozart aún sigue de luto y llora la muerte de su discípulo. En el inagotable Haydn había encontrado refugio, aunque no ocupación; a través de él quiere formar una unión con otro. Por medio de un esfuerzo constante recibiréis de manos de Haydn el espíritu de Mozart. Vuestro fiel amigo, Waldstein.” En la mañana del 2 de noviembre de 1792, Beethoven subió a un carruaje con sus escasas pertenencias, entre las que había un montón de manuscritos y esbozos musicales, y viajó nuevamente a Viena. Atrás quedaron sus hermanos, que ya podían valerse por sí mismos, y Johann, su padre, cada vez más marchito y derrotado por el alcohol. Según, Gottfried Fischer, autor de unas memorias de la familia Beethoven, luego de la partida de su hijo, Johann decía a todos aquellos que quisieran escucharlo: “Mi Ludwig es ahora mi única alegría; se ha convertido en un músico y en un compositor tan consumado que todo el mundo lo mira con asombro. ¡Mi Ludwig! Algún día será un gran hombre en el mundo. ¡Vosotros que hoy estáis aquí, recordad lo que os he dicho!” Beethoven llegó a Viena con un solo objetivo en mente: convertirse, a como diera lugar, en un compositor único, distinto de todos los que había habido hasta entonces. Se instaló en una mísera buhardilla y, a continuación, se puso a revisar la lista de contactos que el conde Waldstein y otros le habían dado... Hacia finales de diciembre, mientras intentaba levantar el vuelo financieramente, Beethoven recibió una carta en la que se le anunciaba que su padre había fallecido el día 18, a causa de “una hidropesía en el pecho”. A diferencia de lo que ocurrió cuando murió su madre, no regresó a Bonn para estar presente en su funeral. Beethoven le dedica su opus 1 al príncipe Lichnowsky Como la mayoría de los jóvenes de entonces, Beethoven llamaba a Haydn “papá”. En mayo de 1793, el viejo compositor austriaco llevó al joven músico venido de Bonn al Palacio de los Esterházy, en Eisenstadt, para presentárselo a su patrón, el príncipe Nikolaus. Beethoven regresó a Viena y Haydn se quedó en Eisenstadt, trabajando en varias sinfonías que debía estrenar en Inglaterra. Y cuando éste volvió, seguía tan ocupado que ya no pudo reanudar las lecciones que daba a Beethoven. En aquel tiempo, Beethoven ya vivía en una acogedora habitación de una casa que pertenecía al príncipe Karl Lichnowsky, un consumado melómano. Su esposa, la princesa Maria Christiane, había tomado clases con Mozart y era una de las mejores pianistas aficionadas de Viena. En una de las veladas musicales organizadas por los Lichnowsky en su palacio –a las que, por cierto, acudía regularmente Haydn–, Beethoven interpretó El clave bien temperado, de Bach, lo cual le permitió ganarse la simpatía y la admiración del círculo de amistades de Karl y Maria Christiane. Pronto, Karl Lichnowsky se convirtió en el primer mecenas de Beethoven en Viena. El compositor respondió a este generoso gesto, dedicándole su opus 1, conformado por tres tríos para piano: en mi bemol mayor, sol mayor y do menor. Estas obras fueron interpretadas especialmente para Haydn durante otra velada musical de los Lichnowsky. Aunque “papá” Haydn se expresó bien de ellas, también comentó que él nunca le habría aconsejado a su pupilo publicar el Trío en do menor número 3, pues creía que el público no podría comprenderlo o aceptarlo. Como Beethoven consideraba que dicho trío era precisamente el mejor de los tres, montó en cólera y concluyó que el viejo compositor austriaco estaba celoso de su talento y que en realidad pretendía boicotear la obra que podía introducirlo de lleno en el mundo musical de la época. Al respecto, Swaffor comenta: “El Trío en do menor número 3 es la primera obra que demuestra hasta qué punto esa tonalidad galvanizó a Beethoven: un repertorio de efectos hacia lo violento y lo implacable, lo que vendría a llamarse su ‘carácter en do menor’. […] Después de haber divagado, rellenado y agradado en diversa medida en sus dos primeros tríos, aquí Beethoven estira el brazo y agarra por el cuello a sus oyentes.” Beethoven no se equivocó: este trío fue el que más atrajo la atención, tanto del público como de los críticos, y el que, de alguna manera, anunció lo que aquél sería capaz de componer en el futuro. Beethoven emprende una gira por varias ciudades de Europa A instancias de Haydn, Beethoven tomó, durante más de un año, lecciones de contrapunto con Johann Georg Albrechtsberger, Kapellmeister de la catedral de San Esteban. A principios de 1796, emprendió una gira de conciertos organizada por el príncipe Lichnowsky, que lo llevaría a Praga, Dresde, Leipzig y Berlín. En Praga pudo conseguir un piano y se puso a trabajar con un ánimo inmejorable. Entre las obras que compuso entonces sobresale Ah, perfido!, una aria de concierto para soprano y orquesta sobre un texto del escritor y poeta italiano Pietro Metastasio, la cual sería publicada posteriormente con el opus 65. Acerca de esta obra, Jan Swafford escribe: “Da la sensación de que Beethoven se divirtió mucho con esta pieza, sin sentirse forzado a ser original. En ella se ajustó en gran medida a las convenciones operísticas mozartianas e italianas, subrayando las emociones con un torrente de pirotecnias vocales y una colorida instrumentación.” Mientras tanto, al sur de Europa, un nuevo comandante llamado Napoleón Bonaparte se hacía cargo del ejército francés en Italia y barría a las tropas austriacas… En marzo de ese mismo año, Beethoven vio publicadas sus tres sonatas para piano del opus 2 (en fa menor, la mayor y do mayor), dedicadas a Haydn. De acuerdo con Swafford, ya para la sonata número 2, opus 2, “Beethoven se había liberado prácticamente de los gestos y el estilo convencionales del siglo XVIII.” De Praga, Beethoven viajó a Dresde, donde maravilló a todos los que tuvieron el privilegio de escucharlo al piano, entre ellos, el elector de Sajonia, quien no dudó en regalarle una tabaquera de oro. A continuación se trasladó, vía Leipzig, a Berlín, donde, a pedido de Federico Guillermo, rey de Prusia, compuso dos sonatas para violonchelo (en fa mayor y sol menor) que él mismo estrenó junto con el violonchelista Jean-Louis Duport y que serían publicadas en febrero del año siguiente con el opus 5. “No es extraño que esas sonatas resultaran ser obras llenas de confianza, vivaces, frescas y juveniles. En aquel momento de su vida, Beethoven tenía todos los motivos para sentirse así. Era idolatrado y muy bien pagado allá donde iba. Se sentía muy bien de salud, lo cual no era habitual en él”, apunta Swafford. Ya de regresó en Viena, Beethoven se dedicó a esbozar nuevos proyectos. El 16 de diciembre cumplió 26 años. Ludwig van Beethoven compone su lied Adelaide Además de las sonatas para violonchelo en fa mayor y sol menor, en febrero de 1797 fueron publicadas otras obras de Beethoven: la Sonata para piano a cuatro manos, opus 6, las Doce variaciones sobre una danza rusa, dedicadas a la condesa Anna Margarete von Browne, y el lied Adelaide, sobre un poema del poeta alemán Friedrich von Matthisson. A Beethoven le apasionaba el poema de Matthisson, y durante más de dos años trabajó arduamente para ponerle música. “Las cuatro estrofas del poema evocan imágenes de la amada inspiradas por la naturaleza, y cada verso termina con una extasiada repetición del nombre: ‘¡Adelaide!’ En el último verso, el poeta imagina su tumba y una flor púrpura brotando de las cenizas de su corazón, con el nombre ‘Adelaide’ inscrito en cada pétalo”, comenta Jan Swafford. Con el tiempo, el lied Adelaide, que probablemente fue compuesto como parte del cortejo de Beethoven a la contralto Magdalena Willmann (a quien había conocido en su ciudad natal), se convertiría en uno de los mayores éxitos en la vida del compositor. Más adelante, Beethoven concluyó la Sonata para piano número 4 en mi bemol mayor, opus 7, “Gran sonata”, dedicada a la condesa Babette de Keglevic, una alumna de piano aún adolescente a la que posteriormente le dedicaría también las Diez variaciones sobre el dueto “La stessa, la stessissima”, de la ópera Falstaff, de Antonio Salieri, el Concierto para piano número 1 en do mayor, opus 15, y las Seis variaciones sobre un tema original, opus 34. A finales de ese año, Beethoven cayó enfermo de tifus, padecimiento que en aquella época causaba casi siempre la muerte y que en muchas ocasiones afecta al oído. Apenas se recuperó al cabo de varias semanas, volvió al trabajo y terminó las Variaciones para dos oboes y corno inglés sobre el aria “La ci darem la mano”, de la ópera Don Giovanni, de Mozart, una sonata para piano que, junto con otra, integraría su opus 49, los tres Tríos para cuerdas, opus 9, las tres Sonatas para piano, opus 10, el Trío para clarinete, opus 11, y las tres Sonatas para violín, opus 12, dedicadas a Antonio Salieri. En 1798, Beethoven conoció a Carl Friedrich Amenda, quien había abandonado su carrera como violinista virtuoso para estudiar teología. Los dos se hicieron inseparables, a tal grado que, si uno aparecía solo por las calles de Viena, los transeúntes preguntaban a gritos dónde estaba el otro. Se cuenta que una vez, luego de que Beethoven improvisó al piano solamente para Amenda, éste dijo que le entristecía que una música tan maravillosa se perdiera para el mundo, a lo cual el compositor exclamó: “¡Te equivocas!”, y volvió a tocar, nota por nota, la pieza entera. La historia oculta de la Sonata Kreutzer Desde su adolescencia, Beethoven mostró ser un hombre que tendía a enamorarse apasionadamente. Ya dijimos que trató de conquistar a la contralto Magdalena Willmann, pero ésta lo rechazó cuando le declaró su amor (años después también intentaría enamorar a la hija de Willmann, pero tampoco tendría éxito). Según su alumno Ferdinand Ries, “Beethoven miraba con gusto a las mujeres, sobre todo a las de bello y juvenil rostro. Cuando nos cruzábamos con una muchacha encantadora, solía darse vuelta para mirarla otra vez con sus anteojos, y reía o hacía gestos cuando era sorprendido por ella.” Ahora bien, si Beethoven se veía superado por otro hombre en una lid amorosa, podía reaccionar con ira y desprecio. Así lo hizo ante el virtuoso violinista y compositor británico George Augustus Polgreen Bridgetower, a quien había conocido por intermediación del príncipe Lichnowsky. Bridgetower era un atractivo mulato de 24 años, hijo de un hombre nacido en las Antillas y de una mujer suaba. Había participado en algunos de los conciertos londinenses de Haydn y poseía una brillante técnica, gracias a la cual contaba con la admiración de, entre otros, el violinista y compositor italiano Giovanni Battista Viotti. Pronto, Beethoven y él se hicieron amigos; incluso llegaron a irse de juerga varias veces. Un día, Bridgetower le propuso a Beethoven tocar un recital juntos y éste accedió. Con el tiempo encima, Beethoven se puso a componer, de atrás hacia adelante –es decir, a partir del movimiento final que había descartado para la Sonata número 6 en la mayor, opus 30, número 1–, otra sonata para violín. Fue así como el 24 de mayo de 1803, día del recital en el gran pabellón del palacio de Augarten, en Viena, la parte correspondiente al piano del primer movimiento (Adagio sostenuto –Presto– Adagio) estaba sólo esbozada, y el movimiento lento (Andante con variazioni) tuvo que ser leído en un manuscrito con la tinta aún fresca. Con todo, la interpretación de ambos músicos fue magistral. En un principio, Beethoven dedicó la Sonata para violín número 9 en la mayor, opus 47, a Bridgetower. Sin embargo, al poco tiempo, ambos se enamoraron de una misma muchacha, y como la dama en cuestión prefirió los galanteos del apuesto mulato, Beethoven, iracundo, borró el nombre de su amigo en el manuscrito y lo sustituyó por el del violinista y compositor francés Rodolphe Kreutzer, quien, al parecer, nunca ejecutó esta sonata, pues no se sentía atraído por la música del compositor alemán. De acuerdo con Jan Swafford, la Sonata Kreutzer “iba a convertirse en una obsesión para la nueva generación romántica. En su conjunto es espléndida, pero su leyenda descansa en su arrebatador primer movimiento. Hay una especie de improvisada excitación e inmediatez, una amplitud y variedad de ideas que sorprenden y deslumbran en cada ocasión.” En 1889, el escritor ruso León Tolstoi retomaría el título de esta impetuosa sonata para publicar una novela en la que abordó precisamente el tema de los celos. Beethoven da inicio a su faceta como sinfonista De acuerdo con Emil Ludwig (1881-1948), otro de los grandes biógrafos de Ludwig van Beethoven, las nueve sinfonías del compositor alemán “han penetrado en el mundo más profundamente que todas las demás obras. Han llegado a ser propiedad de la humanidad occidental como ninguna otra música. En eficacia universal, sólo pueden ser comparadas con Homero o Shakespeare, con Don Quijote o Fausto; como éstos, han llegado a ser conceptos aun para la gente que no las conoce.” La faceta de Beethoven como sinfonista salió a la luz el 2 de abril de 1800, cuando presentó su Sinfonía número 1 en do mayor, opus 21, en un concierto para su propio beneficio en el Teatro de la Corte Imperial y Real de Viena. A pesar de que tiene una evidente influencia de Haydn, esta obra ya muestra ciertos rasgos innovadores que Beethoven habría de desarrollar en el futuro hasta límites nunca antes vistos o, mejor dicho, escuchados. Esta sinfonía inaugural alcanzó un gran éxito entre el público asistente al concierto. En una nota de la época, el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung encontró en ella “mucho arte, novedad y una gran riqueza de ideas.” Si Haydn compuso sus doce celebérrimas sinfonías londinenses en cuatro años (de 1791 a 1795) y Mozart sus tres últimas sinfonías (la cumbre de su arte sinfónico: 39, 40 y 41, “Júpiter”) en unas cuantas semanas de 1788, Beethoven necesitó para cada una de las suyas –a excepción de la Octava– años, y para la Novena incluso un decenio. Así, en 1800, Beethoven comenzó a componer su Sinfonía número 2 en re mayor, opus 36, en la localidad de Heiligenstadt, en las cercanías de Viena, poco antes de que se manifestaran los primeros síntomas de su sordera. Al cabo de tres años, el 5 de abril de 1803, la estrenó también en Viena. En ella prescindió, por primera vez, del término minueto para el tercer movimiento y lo sustituyó por el de scherzo, que en italiano significa “broma”. El compositor francés Héctor Berlioz escribió que esta sinfonía fue compuesta “elegante, enérgica y orgullosamente” y que exhibe “todo el fuego de la juventud de un corazón noble que ha podido, logrado mantener todas las hermosas ilusiones de la vida”. Por su lado, Jan Swaffor comenta que Beethoven “nunca más compondría otra obra parecida a la Segunda, ni siquiera en su música teatral, donde tuvo que encontrar la manera de zafarse de Mozart. Para él, la Sinfonía en re mayor era una estación en un viaje que le llevaba a un destino que desconocía cuando la empezó, pero que quizá había comenzado a comprender en el momento en que la terminó.” Para entonces ya hacía tiempo que se gestaba en la mente de Beethoven una obra absolutamente revolucionaria, para muchos la mejor sinfonía que escribiría jamás: la Tercera, en mi bemol mayor, conocida también como la Eroica (en italiano). Beethoven compone su Sinfonía número 3 El proceso creativo es un misterio. Y en el caso de la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, opus 55, de Beethoven, este misterio es aun más profundo si se considera que dicha obra representa un hito en la historia de la música. Con ella quedó atrás, en definitiva, el Clasicismo, con su claridad meridiana, su simetría y su equilibrio, y subió al pedestal el Romanticismo, con su pasión incontenible, su furia y sus tempestades. En el verano de 1802, en Heiligenstadt, Beethoven hizo algunos esbozos para los tres primeros movimientos de una nueva sinfonía; sin embargo, ninguno de ellos acabaría integrando esta obra. Un año después, en junio de 1803, el compositor alquiló en Oberdöbling, un pueblo sobre la colina ubicada junto a Heiligenstadt, tres habitaciones de una casa, y retomó su trabajo con otro cuaderno de apuntes. Para entonces, Beethoven tenía muy claro que su Tercera sinfonía se llamaría Bonaparte, en honor de quien había liberado Europa del yugo austriaco y puesto los cimientos de un nuevo orden social. Según Jan Swafford, en la Sinfonía Bonaparte, Beethoven quería evocar el carácter y la historia de un conquistador, así como la dimensión moral de lo que el “primer cónsul perpetuo francés” estaba creando por toda Europa. En la primera etapa de la escritura de esta sinfonía, Beethoven ya sabía que terminaría con un movimiento en forma de variaciones, basado en el último movimiento de la música para el ballet Las criaturas de Prometeo, opus 43, que había compuesto entre 1800 y 1801 (este tema también lo usaría en 1802 en las Quince variaciones con fuga para piano en mi bemol mayor, opus 35, conocidas como las Variaciones Eroica). Sentado ante su piano en la casa de Oberdöbling, Beethoven se dedicó a componer, en un estado emocional cercano al frenesí, el primer movimiento, Allegro con brio –el más largo y complejo primer movimiento de cualquier sinfonía escrita hasta esa fecha–, como la escenificación del drama del Héroe que enfrenta su destino. Una vez concluido éste, compuso el segundo movimiento, Marcia funebre (Adagio assai), cuyo origen se puede encontrar en el tercer movimiento, Marcia funebre sulla morte d'un Eroe, de la Sonata para piano número 12 en la bemol mayor, opus 26. Así como el segundo movimiento alude al entierro solemne de los muertos después del fragor de la batalla, Beethoven concibió el tercer movimiento, Scherzo (Allegro), “como el retorno a la vida y a la alegría”, a decir de Swafford. En él, por cierto, se utilizan, por primera vez en la historia de la orquesta sinfónica, tres cornos. Y en el Finale (Allegro molto–Poco andante–Presto), Beethoven aprovechó, como ya se dijo, el último movimiento de Las criaturas de Prometeo, para desplegarlo en once variaciones con ritmos impetuosos y culminar con una coda majestuosa. En el otoño de ese mismo año, ya de regreso en Viena, escribió la partitura orquestal de su nueva obra, y en la portada puso en italiano: “Sinfonia grande intitulata Bonaparte del Sigr. Louis van Beethoven”. Beethoven rompe la portada de su Sinfonía Bonaparte Un día de mayo de 1804, la desilusión y el desencanto cayeron sobre Beethoven. Su alumno Ferdinand Ries lo visitó para darle la noticia de que Napoleón Bonaparte se había hecho proclamar emperador. Iracundo, el compositor gritó: “¡No es más que un ser humano cualquiera. También él pisoteará todos los derechos para satisfacer su vanidad. Se creará superior a todos y será un tirano.” A continuación caminó hasta su mesa de trabajo, arrancó la portada de una copia de su Sinfonía Bonaparte, la rompió en dos pedazos y los aventó al suelo. Antes de su estreno formal, programado para el domingo 7 de abril de 1805 en el Theater an der Wien, la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, opus 55, de Beethoven, ya había sido ejecutada varias veces en los palacios del príncipe Lobkowitz, a quien estaba dedicada, así como en casa de un melómano llamado Wirth. Entonces empezó a correr el rumor de que algo excepcional estaba a punto de suceder en el mundo de la música. Un amigo de Haydn y reciente conocido de Beethoven, que respondía al nombre de Georg August von Griesinger, envió un informe al editor Gottfried Härtel en el que señalaba: “Se trata de la obra de un genio, dicen tanto los admiradores como los detractores de Beethoven. Algunos dicen que hay más en ella que en Haydn y Mozart, y que la sinfonía-poema ha sido alzada a nuevas cumbres. Los que están en contra dicen que al conjunto le falta consistencia; desaprueban la acumulación de ideas colosales.” Y llegó el domingo 7 de abril. Ante un público expectante, la orquesta del teatro, complementada con músicos del príncipe Lobkowitz, comenzó a tocar esta obra bajo la batuta del propio Beethoven. Según crónicas de la época, el largo y complejo primer movimiento desató una oleada de estupefacción entre el público. El pianista y compositor austriaco Carl Czerny, quien ocupaba una de las butacas del teatro, contaría después que en algún momento alguien gritó: “¡Pagaré lo que sea si paran esto!” Con la Marcia funebre, los oyentes se sintieron en terreno firme y pudieron asimilarla con facilidad. Por lo que se refiere al tercer movimiento, Scherzo (Allegro vivace), incluso arrancó el aplauso de no pocos asistentes. Sin embargo, el último movimiento, conformado por una serie de variaciones sobre un tema de música de ballet, concitó nuevamente la perplejidad del público. Una vez concluida la interpretación de la orquesta, hubo pocos aplausos. Beethoven, ofendido, se rehusó a agradecerlos y salió del escenario. Aún se conserva la portada del manuscrito original de la Tercera sinfonía donde el compositor escribió en italiano: “Sinfonia grande intitulata Bonaparte del Sigr. Louis van Beethoven”, con las palabras intitulata Bonaparte borroneadas. Pero en la parte inferior, escrito a lápiz por el propio Beethoven, se lee en alemán: “Geschrieben auf Bonaparte” (“Escrita para Bonaparte”). Finalmente, antes de que se publicara esta obra en 1806, Beethoven rectificó de nuevo, por lo que el título definitivo quedó en italiano de esta manera: “Sinfonia Eroica, composta per festeggiare il sovvenire di un grand’uomo” (“Sinfonía Heroica, compuesta para celebrar la memoria de un gran hombre”). Beethoven compone su Concierto para violín en re mayor, opus 61 En la cúspide de la lista de los más bellos conciertos para violín de toda la historia de la música (número 1 en re mayor, BWV 1042, de J. S. Bach, número 5 en la mayor, K. 219, de Mozart, en mi menor, opus 64, de Mendelssohn, en re mayor, opus 77, de Brahms, número 1 en sol menor, opus 26, de Bruch, en re mayor, opus 35, de Tchaikovsky…), refulge, como un diamante, el de Beethoven. Compuesto para el virtuoso violinista austriaco Franz Clement (“Concerto par Clemenza pour Clement” –“Concierto por Clemencia para Clement”–, escribió el compositor en el manuscrito) durante un periodo extraordinariamente fértil que también vio nacer la Sonata para piano número 22 en fa mayor, opus 54, el Triple concierto para piano, violín y violonchelo en do mayor, opus 56, el Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58, y los tres Cuartetos Razumovsky, opus 59, entre otras obras, Beethoven lo terminó apenas dos días antes de su estreno, el cual tuvo lugar el martes 23 de diciembre de 1806 en el Theater an der Wien. Por esta razón, Clement tuvo que tocar con la partitura original –llena de tachaduras y correcciones– a la vista (asimismo, se cuenta que, en un gesto inaudito, luego del primer movimiento, Clement no interpretó el siguiente, sino una obra propia, con un violín de una sola cuerda puesto bocabajo…). Aunque el Concierto para violín en re mayor, opus 61, de Beethoven fue recibido con muchos aplausos por parte del público, los críticos no lo trataron nada bien. El del Wiener Zeitung escribió: “El juicio de los conocedores sobre el concierto de Beethoven es unánime; admiten que contiene algunos bellos pasajes, pero reconocen que frecuentemente carece de coherencia y que sus interminables repeticiones de pasajes banales llegan a cansar.” Esto sin duda influyó para que cayera en el olvido durante casi cuarenta años después de su estreno. Por fortuna, el húngaro Joseph Joachim, uno de los mejores violinistas de todos los tiempos, lo rescató en 1844 en una velada musical dirigida por Mendelssohn y lo reintegró, con todos los honores, al repertorio violinístico mundial (por cierto, a lo largo de varias décadas, Joachim fue su intérprete ideal y sus cadencias para esta obra se consideraron poco menos que obligatorias). En su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015), el escritor y melómano mexicano Eusebio Ruvalcaba escribió a propósito de este concierto: “[…] Nos sentamos a escucharlo y la belleza se desparrama. Como si un volcán hiciera erupción delante de nosotros. Las notas introductorias llaman a formar fila para recibir la hostia. Y es verdad flagrante, cada vez que los fieles aguardan que el sacerdote les dé la sagrada comunión, recuerdan en mucho a los individuos cuando están dispuestos a escuchar este concierto, que ha sido calificado como el más bello escrito hasta ahora. […]” Posteriormente, Beethoven escribió una versión para piano de esta misma obra que nunca llegó a ejecutarse mientras vivió. Innumerables son las grabaciones que se han hecho del concierto para violín de Beethoven; sin embargo, una sobresale entre todas: la del ucraniano David Oistrakh con la Orquesta de la Radio Nacional Francesa bajo la dirección de André Cluytens. En un estado de plenitud, Beethoven compone su Sinfonía número 4 Beethoven pasó el verano de 1806, uno de los años más felices de su vida, en la residencia que la condesa Josephine von Brunswick y sus hermanos tenían en Martonvásár, Hungría. Entonces, probablemente motivado por el intenso amor que Josephine despertaba en él, compuso su Sinfonía número 4 en si bemol mayor, opus 60, que está dedicada al conde Franz von Oppersdorf. De ella, el célebre director de orquesta austriaco Josef Krips dijo: “Esta obra se aproxima al espíritu que campea en la Octava, pero mientras que esta última es la más vienesa de las nueve sinfonías, la Cuarta contiene un movimiento lento de indescriptible profundidad. Situada entre el drama de la Tercera y de la Quinta, esta sinfonía es un estudio sobre la serenidad: toda ella es la aceptación beethoveniana de la vida.” Aunque Josephine, por entonces viuda del conde Joseph von Deym, admiraba a Beethoven más que a ninguna otra persona, no sentía por él ningún sentimiento amoroso ni mucho menos atracción física. Además, casarse con un plebeyo como Beethoven hubiera significado para ella la pérdida de su título nobiliario, de sus privilegios e incluso de la custodia de sus cuatro hijos. En todo caso, Beethoven nunca se vio correspondido por esta mujer que, de acuerdo con algunos estudiosos, podría ser la Amada Inmortal, es decir, la destinataria de la famosa carta que el compositor escribió en julio de 1812 y que comienza así: “Mi ángel, mi todo, mi yo…” Pero volvamos a la Cuarta. En apariencia, está muy cerca del espíritu de Haydn y Mozart, pero sólo en apariencia... El primer movimiento, Adagio–Allegro vivace, se inicia con una lenta e introspectiva introducción que, luego de seis insistentes repeticiones de un mismo acorde, abre paso al Allegro, uno de los más gozosos y vivaces que Beethoven compusiera a lo largo de su existencia. Acerca del segundo movimiento, Adagio, Hector Berlioz comentó que “es tal la pureza de su forma, tan angelical su expresión melódica e irresistible su ternura, que la prodigiosa mano del artista queda enteramente oculta”. Por lo que se refiere al tercer movimiento, Allegro vivace–Trío. Un poco meno Allegro, es un enérgico scherzo pletórico de humor y libertad. Y el movimiento final, Allegro ma non troppo, es, en opinión de Jan Swafford, “un jadeante y alocado moto perpetuo, como la más alegre escena final de una ópera bufa.” La Sinfonía número 4 de Beethoven fue estrenada, junto con la obertura Coriolano, opus 62, en marzo de 1807, en un concierto privado que se efectuó en el palacio del príncipe Lobkowitz, en Viena. Robert Schumann se refería a ella como “una doncella griega entre dos gigantes nórdicos”, o sea, entre la Tercera y la Quinta. Cabe añadir que no pocos críticos la consideran, desde el punto de vista formal, la más perfecta sinfonía de Beethoven. La Quinta de Beethoven: de la oscuridad a la luz De acuerdo con Anton Schindler, el primer biógrafo de Beethoven, éste habría dicho con respecto a las famosas cuatro notas (tres breves y una larga) que dan comienzo a su Sinfonía número 5 en do menor, opus 67: “Así llama el destino a la puerta…” Y en efecto, el primer movimiento de esta obra, Allegro con brio, “implica una historia acerca de algo parecido a la acción del destino sobre la vida de un individuo, una acometida que no puede ser rechazada sino tan sólo soportada, resistida y trascendida desde dentro”, en palabras de Jan Swafford. Por lo demás, estas primeras cuatro notas no sólo dominan el Allegro con brio, sino también reaparecen una y otra vez en los momentos más dramáticos de los tres movimientos restantes. El segundo movimiento, Andante con moto, es una serie de variaciones sobre dos temas que alternan y contrastan entre sí. El primero de ellos, interpretado por las violas y los violonchelos, es una melodía de gracia y encanto femeninos; el segundo es fuerte y viril. El comienzo y la conclusión del Scherzo. Allegro son tenebrosos. Y como para acentuar todavía más la interdependencia de los distintos movimientos, Beethoven encadena el tercero con el finale, Allegro, y retoma brevemente una parte de aquél hacia el luminoso remate de la sinfonía. Es posible que Beethoven tuviera en mente algo así como un guión dramático de su Quinta sinfonía, pero luego llegó a la conclusión de que ésta no tenía que seguir al pie de la letra una narración definida. Así pues, a partir de un plan general, iría de la oscuridad más profunda, de la desgracia del destino inexorable, a la luz más brillante, al triunfo total y exaltado. A diferencia de la Tercera, en la que se describe la victoria del héroe que habrá de dar paso a un mundo mejor, más justo y libre, la Quinta cuenta la historia de una victoria personal ante el destino incierto y los embates de la vida. No por nada ésta es la obra más representativa del espíritu revolucionario y romántico. Beethoven comenzó a componer su Quinta sinfonía en 1803 y la terminó en 1807. Está dedicada al príncipe Lobkowitz y al conde Andrei Razumovsky. Su estreno se llevó a cabo el jueves 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, en un concierto maratónico de cuatro horas de duración que incluyó exclusivamente obras del compositor alemán. El programa de esa tarde-noche gélida y memorable en la que Beethoven dirigió y tocó como solista, estuvo conformado de la siguiente manera: Sinfonía número 6 en fa mayor, opus 68, “Pastoral” (estreno), aria Ah, pérfido, opus, 65, Gloria de la Misa en do mayor, opus 86, Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58 (estreno), Sinfonía número 5 en do menor, opus 67, Sanctus de la Misa en do mayor, opus 86, una improvisación para piano solo y Fantasía coral, opus 80 (estreno). Por cierto, después de esa velada musical, Beethoven nunca más volvería a tocar ningún concierto en público. La versión de la Quinta dirigida en 1974 por Carlos Kleiber al frente de la Orquesta Filarmónica de Viena es considerada la mejor de todas por muchos críticos y melómanos, aunque no hay que olvidar las versiones de Erich Kleiber (padre de aquél) con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (1950) y la de Wilhelm Furtwängler con la Orquesta Filarmónica de Berlín (1947). Otras obras de Beethoven se estrenan en un concierto extraordinario El concierto del jueves 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien ha quedado registrado en la historia de la música como uno de los más extraordinarios de todos los tiempos porque, además de la Quinta sinfonía de Beethoven, se estrenaron otras grandes obras del compositor alemán: su Sinfonía número 6 en fa mayor, opus 68, “Pastoral”, su Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58, y su Fantasía coral, opus 80. A diferencia de su predecesora, la Sexta es suave y serena. Hacia 1806, en los esbozos de esta sinfonía, Beethoven hizo las siguientes anotaciones: “Se deja que el oyente descubra la situación […] Sin descripciones, el conjunto será percibido más como sentimiento que como pintura con sonidos […] Quien sea sensible a cualquier idea sobre la vida en el campo descubrirá por sí mismo las intenciones del autor […]” Beethoven la terminó en la primavera de 1808, en un departamento de la Kirchengasse, en Heiligenstadt. En la primera edición de Breitkopf & Härtel recibió el nombre de “Sinfonía pastoral o Remembranzas de la vida en el campo, una expresión de sentimientos más que una descripción”. Al igual que la Quinta, está dedicada al príncipe Lobkowitz y al conde Andrei Razumovsky. Cada uno de sus cinco movimientos es una estampa de un día en el campo. Al primero lo llamó “Despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo” –Allegro ma non tropo; al segundo, “Escena junto al arrollo” –Andante molto mosso; al tercero, “Alegre reunión de campesinos” –Allegro; al cuarto, “La tormenta” –Allegro; y al último, “Canción de los pastores tras la tormenta” –Allegreto. Si bien es cierto que Beethoven ya había escrito música sacra, como el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos, opus 85, y la Misa en do mayor, opus 86, se puede decir que con su Sexta sinfonía también se acercó a Dios, pero ahora desde la naturaleza, a la que amaba intensamente. En cuanto a su Cuarto concierto para piano, Beethoven lo terminó en la primavera de 1807 y está considerado uno de los más bellos del repertorio mundial. Si en el anterior (en do menor, opus 37), el compositor no pudo deshacerse por completo de la influencia de Mozart, en éste al fin lo consiguió. Luego de su estreno, el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung, escribió: “Es el concierto más maravilloso, insólito, artístico y difícil de todos cuantos Beethoven ha compuesto. El segundo movimiento es extraordinariamente expresivo en su hermosa sencillez y el tercero alcanza la exuberancia por medio de una poderosa alegría.” Según Carl Czerny, en la tarde-noche del estreno, Beethoven tocó la parte del piano con más ornamentaciones de las que finalmente saldrían en la partitura impresa. Con todo, después de esa ocasión, este concierto entró en un largo y oscuro periodo de olvido, hasta que en 1836 fue rescatado por Felix Mendelssohn. Por lo que se refiere a la Fantasía coral, Beethoven la compuso a toda prisa para cerrar el concierto del 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, a partir de su lied Gegenliebe. Los versos del coro final fueron escritos por el poeta Christoph Kuffner cuando la música ya había sido terminada. Cabe añadir que esta obra –cuya meta simbólica, a decir de Jan Swafford, era reunir el amor y la fuerza por medio de la música– es precursora del último movimiento de la Sinfonía número 9 en re menor, opus 129, “Coral”. Una sinfonía quizá compuesta bajo la influencia de la Amada Inmortal Wagner la llamó “la apoteosis de la danza” por su tremendo poderío rítmico que no cesa en ninguno de sus cuatro movimientos (Poco sostenuto –Vivace, Allegretto, Presto y Allegro con brio). Hablamos, por supuesto, de la Sinfonía número 7 en la menor, opus 92, de Beethoven. De acuerdo con varios musicólogos, es posible que la Amada Inmortal, aquella mujer de identidad incierta hasta la fecha y de la que Beethoven estaba perdidamente enamorado, haya sido quien desató el impulso creador que dio como resultado esta sinfonía. Beethoven, ya con serios problemas de sordera, la terminó en el verano de 1812. Y el miércoles 8 de diciembre de 1813, bajo la dirección del propio compositor –y con Louis Spohr, Giacomo Meyerbeer, Mauro Giuliani, Johann Nepomuk Hummel, Antonio Salieri, Ignaz Moscheles, Doménico Dragonetti e Ignaz Schuppanzigh como integrantes de la orquesta–, se estrenó en el salón de actos de la Universidad de Viena, durante un concierto en beneficio de los soldados austriacos y bávaros que habían resultado heridos el 30 y 31 de octubre de ese mismo año al combatir a las tropas de Napoleón en la batalla de Hanau. Esa noche, sin embargo, el salón de actos de la Universidad de Viena estaba repleto no tanto por la nueva sinfonía del genio de Bonn, como por La victoria de Wellington (o La batalla de Vitoria), opus 91, espectacular obra orquestal compuesta a toda prisa por Beethoven para celebrar el triunfo de las tropas británicas, españolas y portuguesas, lideradas por Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, sobre el ejército francés en Vitoria, España (tiempo después, al leer, en un periódico, una crítica negativa de La victoria de Wellington, Beethoven, quien ciertamente la consideraba una tontería, escribió: “Nada más que una obra de circunstancias […] Ah, miserables granujas, mi mierda es mejor que cualquier cosa que podáis imaginar”). Como era de suponerse, en aquel ambiente victorioso y patriótico, La victoria de Wellington se llevó el aplauso más entusiasta del público, aunque la Séptima no fue recibida con indiferencia, ni mucho menos. Incluso, ante la insistencia de los presentes, el segundo movimiento, Allegretto, tuvo que interpretarse de nuevo, algo no muy común con los movimientos lentos (otro apunte acerca de este Allegretto: pronto se volvió tan popular que, en muchos conciertos, los directores lo tocaban en lugar de los movimientos lentos de la Segunda y la Octava). El compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras (1927-2012) escribió sobre esta sinfonía: “La Séptima ocupa un lugar especial en la obra de Beethoven. Su desbordante energía la coloca cerca de la Tercera y la Quinta, pero en ella no encontramos los acentos trágicos o combativos que caracterizan a aquéllas. Es la expresión de un genio en el pináculo de su potencia creadora y se mueve en un plano que ha dejado muy atrás las connotaciones autobiográficas. En este sentido es una obra similar a la Sinfonía “Júpiter”, de Mozart –el juego del espíritu puramente musical.” Y otro mexicano, el escritor Eusebio Ruvalcaba, le dedicó el siguiente poema que forma parte de su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015). Aún bajo los efectos del alcohol, un hombre escucha el Allegro con brio de la Séptima sinfonía ¿De dónde proviene ese ritmo trepidante, Dios mío? Es como si una estampida de búfalos se aproximara. Las notas se suceden a una velocidad frenética. El aparato de sonido despide relámpagos y truenos. Como si fuera la voz colérica de Dios. De ese Dios iracundo e inclemente de que nos habla la Biblia. A una oleada de rápidos furiosos se avecina otra. Me sumerjo en esa agua que bulle bajo un impulso incontenible. Estoy pronto a ahogarme. No hay salvación posible. Excepto que piense en el sufrimiento de Beethoven, en lo que tuvo que haber pasado para darle a la música este dramatismo sublime. El Testamento de Heiligenstadt: un escrito desde la desesperanza En el verano de 1802, por consejo de su médico, Beethoven, entonces de treinta y dos años, se trasladó a Heiligenstadt, localidad ubicada en los alrededores de Viena, para descansar y estar en contacto con la naturaleza. En cuanto a su creatividad, el compositor pasaba por uno de sus periodos más fecundos (la Sonata para piano número 17 en re menor, opus 32, número 2, “La tempestad”, es, entre otras obras, de esa época). Sin embargo, su sordera no dejaba de avanzar de manera avasalladora. Hacia comienzos de octubre, Beethoven debió de haber intuido que se quedaría completamente sordo más temprano que tarde y cayó en una profunda crisis depresiva. Fue así como el día 6 de ese mes redactó una carta de tres páginas dirigida a sus hermanos Karl y Johann, la cual se conoce como el Testamento de Heiligenstadt. Sin duda, Beethoven esperaba que, luego de que sus hermanos la leyeran, fuera publicada para que el mundo supiera cómo había sido injustamente despreciado y malentendido por sus semejantes. Pero, a final de cuentas, esta carta nunca fue puesta en el correo y Beethoven la conservó el resto de su vida entre sus papeles privados. En marzo de 1827, después de su muerte, Anton Schindler y Stephan von Breuning la sustrajeron, junto con otros documentos y objetos, de su habitación y la publicaron en octubre de ese mismo año. Como ya dijimos, Beethoven la dirigió a sus hermanos Karl y Johann, pero en los tres lugares donde tendría que leerse el nombre de este último hay un espacio en blanco, porque aquél odiaba escribir un nombre o una palabra que le causara dolor, y en ese momento Johann seguramente le estaba causando un gran dolor. En ella se puede leer: “[…] Ah, ¿cómo podría aceptar una enfermedad en el único de los sentidos que, en mi caso, debe ser más perfecto que los otros, un sentido que antes poseía en la más alta perfección, una perfección como pocos en mi profesión han gozado? Oh, no puedo hacerlo, y por ello os pido que me perdonéis cuando veis que me retiro, pese a que hubiera estado encantado de unirme a vosotros. Y mi desgracia es doblemente dolorosa porque estoy destinado a ser mal comprendido: no puedo sentirme relajado con mis semejantes, no puedo asistir a cultas conversaciones, no puedo participar en el mutuo intercambio de ideas. Solo, completamente solo, no entro en la vida hasta que me lo exige una necesidad imperiosa; y debo vivir como un proscrito. Si me acerco a una tertulia, el miedo de que puedan advertir mi estado me sobrecoge con una angustia espantosa. […]” Más adelante, Beethoven admite que, ante la desesperación que ha experimentado, poco faltó para que se quitara la vida. Y agrega: “Sólo mi arte me ha detenido. Oh, me parecía imposible dejar este mundo antes de haber creado todo aquello que soy capaz de crear; por ello he decidido prolongar esta miserable existencia, en verdad miserable para un cuerpo tan sensible que cualquier cambio súbito puede precipitarlo del mejor al peor de los estados. […]” El 10 de octubre, Beethoven le añadió las siguientes palabras: “¡Con qué tristeza me despido de ti, Heiglnstadt [sic], con qué tristeza! La amable esperanza de cura que aquí me trajo, o al menos de alivio, debe morir del todo. De igual manera que las hojas del otoño caen y se marchitan, mi ilusión se me ha secado. Me voy casi como vine. El mismo esforzado valor que a menudo me socorría en los días bellos del estío se ha desvanecido del todo ¡Dios mío, concédeme, por una sola vez, un día de alegría! ¡Hace tanto tiempo que el profundo eco de la alegría verdadera me es desconocido! ¡Oh, cuándo, Señor, cuándo podría yo oírlo en el Templo de la naturaleza y de los hombres. ¿Nunca? ¡No! Esto sería demasiado cruel.” Al poco tiempo, Beethoven regresó a Viena, incomprensiblemente se instaló en una casa que se localizaba en una de las esquinas de la plaza de San Pedro, donde las campanas de la catedral de San Esteban, por un lado, y de la iglesia de San Pedro, por el otro, torturaban sus oídos con cierta frecuencia, y, como si nada hubiera sucedido, se puso a trabajar de nuevo. El original del Testamento de Heiligenstadt terminó en manos de Johanna, la viuda de Karl van Beethoven. En 1840, Franz List ayudó a Johanna a encontrar a alguien que se lo comprara. Finalmente, este conmovedor documento que pone al descubierto el corazón del compositor quedó en posesión de la célebre soprano sueca Jenny Lind. Hoy en día está bajo resguardo de la Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo. La Octava: la más vienesa de todas las sinfonías de Beethoven La Sinfonía número 8 en fa mayor, opus 93, es la más vienesa de todas las que compuso Beethoven, pues en ella retomó varios rasgos característicos del espíritu de Mozart y Haydn. Para distinguirla de la Sexta, también en fa mayor, Beethoven se refería a ella como “mi pequeña sinfonía en fa”. Sin dedicatoria y con una duración de menos de treinta minutos, el compositor la terminó en 1812, si bien no la estrenó hasta el 27 de febrero de 1814 en la Grosser Redoutensaal de Viena, en un concierto para su propio beneficio, cuyo programa incluyó, además, la Séptima y La victoria de Wellington. Al lado de estas dos obras, más acordes con el momento celebratorio que se vivía entonces por el fin de la guerra con los franceses y, también, más representativas del carácter típicamente beethoveniano, la nueva sinfonía no causó furor entre el público. Según Carl Czerny, ante el hecho de que la Octava no hubiera sido recibida con tanto entusiasmo como la Séptima, Beethoven exclamó socarronamente: “¡Eso se debe a que es mucho mejor!” Hacia fines de la primavera de 1812, varios amigos de Beethoven le ofrecieron una cena de despedida porque estaba a punto de emprender un viaje. Uno de ellos, el mecánico e inventor alemán Johann Mälzel, describió durante la velada el funcionamiento de un instrumento de su creación, el cronómetro musical, que precedió al metrónomo. Así, basado en el “ta ta ta” del instrumento de Mälzel, Beethoven improvisó un canon al que de inmediato se unieron alegremente los demás asistentes. Este canon sería aprovechado más tarde por el compositor para escribir el segundo movimiento, Allegreto scherzando, de la Octava. Sobre esta sinfonía, el compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras escribió: “[…] si en sus temas el compositor parece regresar a su juventud, la manera de desarrollarlos es tan formidable y sorprendente como en las demás obras de su madurez, especialmente en el último movimiento. En éste, partiendo de un tema vivaz y despreocupado, Beethoven nos abre en el desarrollo y en la coda imponentes e insospechadas perspectivas. Tal parece como si en esta obra el compositor, retomando el lenguaje de una etapa superada, concentrara sus energías para el salto gigantesco a su siguiente sinfonía.” Casi un mes y medio después del estreno de la Octava, el 11 de abril de 1814, Beethoven se empeñó en tocar la parte del piano en el estreno de su Trío en si bemol mayor, opus 97, “Archiduque”, pero, a decir del compositor Luis Spohr, “no fue gran cosa porque, en primer lugar, el piano estaba horriblemente desafinado, lo que a Beethoven le preocupó bien poco, puesto que no puede oírlo.” Una etapa especialmente convulsa y llena de momentos oscuros y difíciles estaba a punto de comenzar en la vida de Beethoven. Beethoven se hace cargo de su sobrino Karl Antes de morir el 15 de noviembre de 1815 de tisis (tuberculosis), Karl van Beethoven, hermano del compositor, dejó establecido por escrito que quería que su hijo, también de nombre Karl, de nueve años, quedara bajo la custodia compartida de su esposa, Johanna, y de Ludwig. Sin embargo, Beethoven estaba convencido de que Johanna era un ser inmoral y una madre indigna (incluso le endilgó el apodo de “Reina de la Noche”, en referencia al malvado personaje de la ópera La flauta mágica, de Mozart), por lo que, dos semanas después del fallecimiento de su hermano, pidió al Landrecht, el tribunal de la nobleza, que lo designara único custodio de su sobrino. El Landrecht falló a favor de Beethoven el 19 de enero de 1816. El compositor, entonces, se presentó ante dicho tribunal y juró “con solemnidad” cumplir con su deber. Beethoven inscribió al pequeño Karl en un afamado internado local y suplicó a su director, Cajetan Giannatasio del Rio, que no le permitiera a su madre, bajo ninguna circunstancia, ejercer sobre él la más mínima influencia; además, le dijo con firmeza que no podía visitarlo ahí... Beethoven, a quien le gustaba repetir una y otra vez: “Karl es mi hijo, yo soy su verdadero padre”, amaba realmente al niño y, de alguna manera, deseaba hacer de él otra de sus creaciones. El año anterior, las enfermedades, la sordera y la inseguridad en su capacidad creativa lo habían acercado peligrosamente al suicidio. Ahora, Karl le daba una razón para vivir y seguir componiendo. Así pues, con el ánimo renovado, Beethoven concluyó, en la primavera de 1816, An die ferne Geliebte (A la amada lejana), opus 98, su único ciclo de lieder. Basado en poemas de Alois Isidor Jeitteles, está considerado formalmente el primer ciclo de lieder de la historia de la música. En An die ferne Geliebte se aborda el dolor por la separación de la amada. Es muy probable que, para componerlo, Beethoven se haya inspirado en el tormento que le causaba el recuerdo de aquella mujer cuya identidad se desconoce hasta la fecha y a la que él llamaba simplemente la Amada Inmortal. De este ciclo de lieder, Jan Swafford dice: “Ninguna de las canciones puede ser extraída del conjunto; cada una conduce a la siguiente. Como en su música instrumental, hay motivos internos, tonalidades interrelacionadas y un regreso al final.” Beethoven compone la más grande de todas sus sonatas para piano En noviembre de 1817, Beethoven concluyó su Sonata número 28 en la mayor, opus 101, con la cual abrió un nuevo camino –más íntimo, personal e introspectivo– en su producción musical. Dedicada a la baronesa Dorothea Ertmann, el compositor Johann Friedrich Reichardt (1752-1814) escribió acerca de ella: “No he hallado jamás tanta fuerza unida a tan exquisita belleza.” Inmediatamente después, Beethoven comenzó a componer otra sonata para piano. Quería que fuera la más grande de todas... Entretanto, en enero del año siguiente, al fin logró realizar el plan que había concebido poco antes: sacar a su sobrino Karl del internado de Cajetan Giannatasio del Rio y llevarlo a vivir con él. En el verano de 1818, mientras Beethoven y Karl se encontraban en Mödling, una pequeña ciudad medieval ubicada al sur de Viena, el dueño de la firma inglesa John Broadwood & Sons le envió como regalo un espléndido piano, encima de cuyas teclas se podía leer, grabada sobre un placa de metal, esta inscripción latina: “Hoc Instrumentum est Thomae Broadwood (Londini) donum propter Ingenium illustrissimi Beethoven” (Este instrumento es un regalo de Thomas Broadwood de Londres para el ilustrísimo Beethoven”). Al respecto, Jan Swafford escribe: “Igual que en la década anterior su Érard le había ayudado a inspirarse para la Waldstein y la Appassionata, quizá el Broadwood, el piano más robusto en construcción y sonido que jamás había tenido, le ayudó a situarle en la dirección correcta para escribir la sonata para piano más colosal de su vida.” En el otoño de ese mismo año, una vez de regreso en Viena, Beethoven terminó la Sonata número 29 en si bemol mayor, opus 106, a la que llamó Grosse Sonate fur das Hammerklavier, es decir, Gran Sonata para Pianoforte. Fue entonces cuando el compositor alemán dijo: “Ahora ya sé cómo componer”. Con el tiempo, esta obra única en su género sería conocida simplemente como la Hammerklavier. Está dedicada al archiduque Rodolfo de Austria y lo de grande se refiere tanto a su dimensiones –es la más larga de todas las que compuso: dura alrededor de cuarenta y cinco minutos– como a su complejidad técnica. En su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA), 2015), Eusebio Ruvalcaba escribe: “Pocas obras nos quitan el sueño. Contadísimas obras se inoculan en nuestra sangre y nos perturban como una droga incontrolable. Exactamente lo que sucede con la sonata Hammerklavier de Beethoven, prueba de fuego para el que toca y para el que escucha. Como ninguna otra, esta sonata es un volcán en erupción. No hay más el Beethoven de las concesiones por el lado del romanticismo, y menos todavía por el lado de la experimentación. La Hammerklavier es la suma de todos los Beethoven: el de la Patética, el de la Appassionata, el de la Waldstein, pero aun, y lo que es inaudito, el de las sonatas que sobrevendrían más allá de la Hammerklavier.” Beethoven comienza a componer las Variaciones Diabelli La vida que Karl llevaba junto a Beethoven no le resultaba nada grata, por lo que el 3 de diciembre de 1818 huyó y se refugió con su madre. A la mañana siguiente, Beethoven fue a casa de Johanna y exigió que Karl volviera con él. Johanna presentó otra solicitud al Landrech, el tribunal de la nobleza, para recuperar a su hijo, alegando que Beethoven pretendía mandarlo lejos de ella para que no pudiera verlo. Una vez que este tribunal llamó a los tres para interrogarlos y descubrió que Beethoven no pertenecía a la nobleza, trasladó el caso al Magistrat. En enero de 1819, el Magistrat resolvió que Beethoven dejara de ser el tutor de Karl y que se buscara otro. Karl, por su lado, debía regresar a vivir con su madre. En marzo del mismo año, Beethoven y otros compositores vieneses fueron convocados por el músico austriaco Anton Diabelli para que cada uno escribiera una variación sobre una melodía de vals del propio Diabelli. Todas las variaciones resultantes serían publicadas en distintas entregas por una editorial de la que Diabelli era socio (por cierto, a los compositores que participaron en este proyecto musical se les agrupó bajo el nombre de Sociedad Patriótica de Artistas). A pesar de los problemas y líos legales que debía enfrentar, Beethoven le respondió a Diabelli que, a partir de lo que él calificaba de “remiendo de zapatero” (Schusterfleck), no compondría una sola variación, sino un conjunto entero, y puso manos a la obra. A principios del verano ya había escrito más de veinte variaciones; no obstante, al considerar que la obra estaba prácticamente terminada, la abandonó y se dedicó a esbozar las primeras secciones de lo que a la postre sería su Missa solemnis en re mayor, opus 123. Mientras tanto, Karl ingresó en un internado y un amigo de Beethoven, Mathias von Tuscher, se convirtió en su nuevo tutor, pero pronto renunció a su cargo y el Magistrat designó a Johanna tutora única de su hijo. Al cabo de un año, Karl ya estudiaba en una escuela de Viena dirigida por Joseph Blöchlinger, quien era seguidor de Johann Heinrich Pestalozzi, el famoso pedagogo suizo que revolucionó la educación con sus ideas progresistas. Sin embargo, bajo el peso del disturbio emocional que suponía para él la disputa por su tutoría, Karl empezó a dar muestras de rebeldía y falta de interés en los estudios. En una libreta de conversaciones, el mismo Blöchlinger le informaba a Beethoven: “He tenido mucho problemas para lograr que se ponga de nuevo a trabajar; las buenas palabra son a menudo inútiles con él y no logran sacarlo de su indolencia.” Beethoven continúa la composición de su Missa solemnis Beethoven se encolerizaba y sufría mucho porque Karl no respondía a las cartas que le enviaba y porque, además, no mostraba ningún deseo de verlo o de hablar con él. A pesar de todo, siguió trabajando en su Missa solemnis y, también, como un último intento de “salvar” a su sobrino, preparó, con la ayuda de su abogado, Johann Baptist Bach, otro memorándum legal para el Tribunal de Apelación. Por esas fechas (fines de 1819), el compositor leyó en un periódico las palabras que Emmanuel Kant había escrito en la “Conclusión” de su obra Crítica a la razón práctica y que sirvieron como su epitafio: “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Beethoven quedó tan subyugado con ellas que las resumió así en una de sus libretas de conversaciones: “‘La ley moral en nuestro interior, el cielo estrellado sobre nosotros.’ ¡¡¡Kant!!!” Al respecto, Jean Swafford escribe: “Su obsesión con los imperativos morales, con la necesidad de la bondad personal y su férreo sentido del deber, que Kant y su época habían predicado, se unificaban con Dios en esas palabras en un radiante intercambio que enlazaba la Tierra con el cielo. Esas ideas iban a resultar centrales en la Missa solemnis, en la que Beethoven llevaba trabajando casi un año, y la idea, exaltada y exaltante, de la humanidad erguida sobre la tierra, elevando su mirada hacia las estrellas, iba a convertirse en una imagen familiar en la música que escribiría el resto de su vida.” Meses después, el 8 de abril de 1820, su lucha por la custodia de Karl rindió frutos: el Tribunal de Apelación falló a su favor. Johanna fue hecha a un lado, y él y su amigo Karl Peters fueron nombrados cotutores del adolescente. Karl permaneció internado en el colegio de Joseph Blöchlinger, donde su espíritu rebelde y la aversión que sentía por su tío no dejaron de crecer. Mientras tanto, Beethoven vivía agobiado por los gastos que implicaban la manutención del muchacho y sus propios tratamientos médicos, entre otras cosas. Por eso envió al editor Nikolaus Simrock una de las obritas que componía para una venta rápida y que llamaba “nimiedades”: las Variaciones sobre canciones folclóricas nacionales para piano y flauta, opus 107, y le pidió trescientos quince florines por ella. Y más tarde, a cambio de un adelanto de cien luises de oro, le ofreció la misa que aún no terminaba. Para entonces, debido a su sordera, ya no era capaz de componer directamente en el piano, sino que tenía que hacerlo nota a nota, lo cual le exigía un enorme esfuerzo. Beethoven y Rossini se conocen en Viena Hacia 1822, cuando tenía sólo treinta años, Gioachino Rossini ya era un compositor idolatrado en toda Europa y, también, el único que opacaba la fama de Beethoven. Por lo demás, el italiano admiraba varias obras del alemán, como sus sonatas para piano, sus cuartetos para cuerda y, sobre todo, su Sinfonía Eroica. Por lo contrario, Beethoven no apreciaba mucho el quehacer artístico de Rossini. En alguna ocasión había afirmado: “Su música se adapta al frívolo y sensual espíritu de la época, y su productividad es tan grande que para escribir una ópera necesita tantas semanas como años necesitan los alemanes.” En abril de ese año, Rossini visitó por vez primera Viena, donde fue recibido con un gran entusiasmo. A los pocos días de su llegada, el editor Dominico Artaria lo llevó a casa de Beethoven para que lo conociera. A pesar de que sabía que aquel joven le estaba haciendo sombra, Beethoven lo recibió con alegría y cordialidad, y si bien no pudo oír nada de lo que Rossini le decía, lo felicitó por El barbero de Sevilla y le aseguró que, mientras existiera la ópera italiana, se seguiría interpretando. Asimismo, luego de hojear algunas de sus óperas serias, le dijo que no intentara escribir nada que no fuera opera buffa, pues cualquier otro estilo iría en contra de su naturaleza. Al final de aquel encuentro, Rossini abandonó la casa de Beethoven profundamente emocionado. Más tarde diría: “Beethoven es un gigante que a veces le da a uno puñetazos en el costado, mientras que Mozart siempre es digno de admiración.” Por aquellos días, Beethoven entregó al editor Schlesinger las sonatas para piano número 31 en la bemol mayor, opus 110, y número 32 en do menor, opus 111. A decir de Jan Swafford, junto con la número 30 en mi mayor, opus 109, esta sonatas “marcan el punto final de su evolución en cada dimensión: técnica pianística, expresiva y espiritual. Cada una posee un carácter individual, y las tres comparten una preocupación por el contrapunto, una yuxtaposición de extremos, un final culminante y una no menos extraordinaria variedad combinada con una extraordinaria integración […] En otros momentos exhiben una simplicidad y una franqueza casi infantiles.” El pianista ruso Sviatoslav Richter –nacido el 20 de marzo de 1915 en Zhytómyr y muerto el 1 de agosto de 1997 en Moscú– ha sido uno de los mejores intérpretes de estas tres últimas sonatas para piano de Beethoven. Beethoven termina dos cumbres de la música En abril de 1823, Beethoven terminó al fin una de las obras para piano más excelsas de todos los tiempos: las Variaciones Diabelli, opus 120, elaboradas sobre la melodía de un vals más bien insignificante del músico y editor Anton Diabelli. Una vez tuvo la partitura de esta obra en sus manos, el mismo Diabelli comprendió de inmediato que lo que había hecho Beethoven a partir de su rudimentario tema musical era algo que tocaba lo sublime y lo eterno. Por eso, cuando la publicó bajo el sello de su editorial, incluyó la siguiente nota: “Presentamos al mundo unas Variaciones que no pertenecen al tipo común, sino que constituyen una gran e importante obra maestra que se situará entre las creaciones inmortales de los Clásicos del pasado […] más interesantes por el hecho de haber sido concebidas a partir de un tema que nadie podría suponer susceptible de una elaboración semejante […] Todas estas variaciones […] se aseguran un lugar de privilegio junto a la obra maestra de Sebastian Bach [las Variaciones Goldberg].” Cada una de las treinta y tres variaciones que conforman esta singularísima obra encierra en sí misma un universo que deja traslucir diferentes estados de ánimo: jocoso, melancólico, ensoñador, alocado, risueño, nostálgico, triste… Por lo que se refiere a la Missa solemnis en re mayor, opus 123, otra de las cumbres de la música, Beethoven la concluyó también por aquella época. En un primer momento fue pensada para ser interpretada en la ceremonia de investidura del archiduque Rodolfo de Austria como arzobispo de Olomouc, pero el compositor no la acabó a tiempo. Beethoven creía que era su mejor obra. Con todo, debido a sus dimensiones (dura casi una hora y media) y a las dificultades técnicas que conlleva, aún hoy en día es poco interpretada. Consta de cinco partes: Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei, y en ella intervienen, además de los músicos de la orquesta, una soprano, una contralto, un tenor, un bajo y un coro mixto. Acerca de esta obra, Jan Swafford escribe: “La Missa solemnis es una obra desde el corazón de Beethoven al corazón de los oyentes, a través del tiempo. Puesto que el propio Beethoven quería tratar con Dios de hombre a hombre, no hay en ella ninguna devota plegaria a Dios para que la acepte, ningún ‘… terminado con la ayuda de Dios’. Se trata de la declaración de fe de un hombre en la forma del texto litúrgico central de la Iglesia católica, y está dirigida no a los fieles, sino a toda la humanidad.” Se cuenta que, cuando se convenció a sí mismo de que no era capaz de obtener un resultado que hiciera justicia a la esencia espiritual y la magnificencia de esta obra que, junto con la Misa en si menor, de Bach, y la Gran Misa en do mayor y el Requiem, de Mozart, es una de las joyas de la música sacra, el director de orquesta alemán Wilhelm Furtwängler la retiró de su repertorio. Beethoven comienza a componer la Novena Alguna vez, durante su adolescencia, Beethoven dijo a unos amigos que tenía la intención de ponerle música a la “Ode an die Freude” (“Oda a la alegría”), de Friedrich Schiller (esto, por cierto, lo harían, además de él, otros compositores, entre ellos Franz Schubert, quien en 1815 compuso un lied titulado precisamente “An die Freude”, que lleva el número de catálogo Deutsch 189). En 1812, a los cuarenta y dos años, el compositor alemán escribió los primeros esbozos de lo que llegaría a ser la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”. En el invierno de 1817-1818 apuntó otros nuevos esbozos y en el transcurso de este último año dejó bien asentada la idea de que el finale o uno de los movimientos anteriores contaría con la participación, inédita hasta entonces en una sinfonía, de voces solistas y un coro. En noviembre de 1822, la Sociedad Filarmónica de Londres aceptó la propuesta de Beethoven de componer una sinfonía para ella, lo cual le causó un gran entusiasmo y lo impulsó a seguir adelante con su proyecto. Hacia abril de 1823, una vez terminadas las Variaciones Diabelli, Beethoven escribió nuevos esbozos y apuntes, y, durante los once meses siguientes se entregó por completo a la conclusión de su más grandiosa sinfonía. Pero había un problema: si, como dice Swafford, había decidido que la Novena estuviera dirigida a un final con voces solistas y un coro, es decir, si el finale y su tema debían ser el objetivo, la música tenía que presagiarlo desde el comienzo. “Así que antes de avanzar demasiado en el primer movimiento –añade Swafford–, debía encontrar el tema del finale. En ese sentido, la sinfonía se escribiría de atrás hacia delante, como había sucedido con la Heroica y con la Sonata Kreutzer: las ideas principales del inicio se desarrollarían a partir del tema principal del finale.” Fue así como Beethoven se dedicó a trabajar arduamente hasta concebir la frase inicial que ponía en música los cuatro primeros versos del poema de Schiller… Los cuatro movimientos de la Novena son: I) Allegro ma non troppo, un poco maestoso; II) Molto vivace; III) Adagio molto e cantabile; y IV) Presto – Allegro ma non tropo – Allegro assai. En una interpretación del valor simbólico de esta sinfonía, al primer movimiento se le da el título de “Destino, la inexorable trama del universo”; al segundo, “Fuerza y plenitud”; al tercero, “Amor”; y al cuarto y último, “Júbilo, el júbilo de la fraternidad humana”. La partitura original de esta obra, compuesta por casi doscientas páginas, es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca Estatal de Berlín. Y desde el 12 de enero del 2003, la Novena está inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés). 7 de mayo de 1824: se estrena la Novena de Beethoven Como sus últimas composiciones no habían sido bien recibidas en Viena (“Hace mucho que no están de moda y la moda lo hace todo”, decía), Beethoven concibió un plan: estrenar su Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”, en Prusia. Pronto, sin embargo, dicho plan se divulgó por toda Viena y llegó a oídos de varios “amantes del arte” que de inmediato se reunieron y redactaron una carta que se publicó en febrero de 1824 en el Theater Zeitung y el Wiener musikalische allgemeine Zeitung, bajo el título “Llamamiento de sus admiradores”. En ella le decían a Beethoven, entre otras cosas: “Sabemos que la corona de sus grandes sinfonías se ha visto aumentada con una flor inmortal. Desde hace ya años, desde que se aplacó el trueno de la batalla de Vitoria [La Victoria de Wellington], aguardamos y esperamos. Abra de nuevo el tesoro de su inspiración y extiéndalo sobre nosotros como antaño. No defraude durante más tiempo las expectativas públicas. Acreciente el precio de sus obras incomparables dándonoslas a conocer en persona. No querrá que los hijos de su genio sean arrancados de su patria para ser presentados primero ante extraños. ¡Aparezca entre nosotros, muéstrese en su gloria y acuda a alegrar a sus amigos, a sus ardientes y respetuosos admiradores!” Finalmente, emocionado por aquella excepcional muestra de afecto y admiración, Beethoven accedió a estrenar la Novena en el Theater am Kärntnertor, en Viena, el 7 de mayo de 1824. Ese día –ese histórico día–, el programa estuvo compuesto por su obertura La consagración de la casa, opus 124, el Kyrie, el Gloria y el Credo de su Missa solemnis en re mayor, opus 123 (se interpretaron también por primera vez, pero como “himnos”, debido a que entonces no se podía tocar música sacra en recintos no religiosos) y, como último número, la Novena. Los solistas fueron la soprano Henriette Sontag, la contralto Karoline Unger, el tenor Anton Haitzinger y el bajo Joseph Seipelt, con la orquesta y el coro del Theater am Kärntnertor, reforzados por aficionados, todos bajo la batuta de Michael Umlauf, pero con Beethoven también en el escenario, marcando el tiempo. De acuerdo con Schindler, el teatro estaba lleno. “Un solo palco –añade– permaneció vacío: el del Emperador, a pesar de que el maestro y yo mismo habíamos invitado personalmente a todos los miembros de la familia imperial y de que algunos habían prometido acudir.” Tras la conclusión del primer movimiento de la nueva sinfonía beethoveniana se oyó una salva de aplausos atronadores; el segundo movimiento también concitó una entusiasta ovación y tuvo que ser interrumpido y retomado por la orquesta desde el principio; el tercero, con su enternecedora belleza, enamoró a la concurrencia; pero el cuarto, que comienza con lo que Wagner llamó una “fanfarria del terror” y más adelante incorpora las voces solistas y el coro a la orquesta, hizo que los oyentes simple y sencillamente enloquecieran. Se cuenta que, una vez que la Novena llegó a su fin, Beethoven –para entonces ya completamente sordo– todavía se hallaba absorto en la partitura, por lo que la contralto Karoline Unger debió tomarlo del brazo y hacer que se volviera en dirección al público, que gritaba y aplaudía fuera de sí. Al respecto, Swafford escribe: “Era como si los asistentes estuvieran rompiéndose la voz para hacerle comprender que aquél era su triunfo a pesar de todo; a pesar de la deficiente ejecución, de la dificilísima música, de los asientos abandonados, de su oído perdido. Sucediese o no de esa manera, pensar en ello produce una infinita tristeza.” En 1826, año en que la editorial Schott e Hijos hizo la primera impresión de la partitura de la Novena, Beethoven tomó una distancia definitiva de la monarquía austriaca al dedicar esta obra a Federico Guillermo III de Prusia. El pañuelo de Furtwängler El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía cincuenta y tres años. Aunque el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas. Cuando se escuchó el último compás de esta sinfonía y los asistentes empezaron a aplaudir, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombrecito encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. Se estrena el Cuarteto para cuerdas número 13 de Beethoven Si Beethoven sólo hubiera compuesto a lo largo de su vida los diecisiete cuartetos para cuerdas (dos violines, una viola y un violonchelo) que legó a la posteridad, igualmente sería uno de los compositores más geniales de la historia de la música. Los cuartetos beethovenianos han sido divididos en tres grupos: los iniciales, compuestos entre 1798 y 1800: 1, 2, 3, 4, 5 y 6, opus 18; los centrales, compuestos entre 1806 y 1811: 7, 8 y 9, opus 59, “Razumovsky”; 10, opus 74, “Las arpas”; y 11, opus 95, “Serioso”; y los últimos, compuestos entre 1822 y 1826: 12, opus 127; 13, opus 130; 14, opus 131; 15, opus 132; 16, opus 135; y la “Gran fuga”, opus 133, que en un primer momento constituyó el último movimiento del 13. El 21 de marzo de 1826, el Cuarteto número 13 en si bemol mayor, opus 130, fue estrenado por el cuarteto de Ignaz Schuppanzigh en Viena. Debido a que ya no podía oír absolutamente nada, Beethoven decidió no asistir al concierto y esperar el regreso de sus amigos en una taberna cercana. Cuando los amigos del músico llegaron a la taberna, le informaron que la mayor parte del cuarteto había gustado mucho a los oyentes, y que incluso el segundo y el cuarto movimientos habían sido repetidos. Beethoven, entonces, les preguntó por la fuga, a lo cual le respondieron que no había gustado. “¡Es lo único que deberían haber repetido! ¡Imbéciles!”, grito furioso. Más adelante, el editor Matthias Artaria convenció a Beethoven de que publicara la fuga como una obra independiente y escribiera otro final menos largo, denso y difícil para el Cuarteto número 13. Beethoven también compondría una transcripción para piano a cuatro manos de la “Gran fuga”, que lleva el opus 134. De esta singular fuga, Igor Stravinsky dijo: “Se me antoja el más perfecto milagro de toda la música. Sólo por su ritmo es una composición incluso más sabia y refinada que cualquier música concebida durante mi siglo. Música contemporánea que siempre será contemporánea.” El Cuarteto número 13 consta de seis movimientos: 1. Adagio ma non troppo – Allegro. 2. Presto. 3. Andante con moto ma non troppo. Poco scherzando. 4. Alla danza tedesca (Alegro assai). 5. Cavatina (Adagio molto espressivo). 6. Finale (Allegro). En cuanto a la Cavatina, una de las melodías más expresivas y conmovedoras jamás compuestas, el mismo Beethoven comentó poco antes de morir: “He escrito esta música en la mayor desolación. Y su lectura me conmueve hasta las lágrimas.” Y por lo que se refiere al Finale (Allegro), que reemplazó a la “Gran fuga”, fue la última pieza musical completa que Beethoven compuso en su vida (hacia finales de 1826). Karl, el sobrino de Beethoven, intenta suicidarse En mayo de 1826, harto de la presión que Beethoven ejercía sobre él, Karl, quien entonces tenía diecinueve años y vivía en una casa de huéspedes, golpeó a su tío y se refugió unos días con su madre. Y a finales de julio, por la época en que puso punto final al Cuarteto número 14 en do sostenido menor, opus 131, Beethoven recibió una nota del casero de Karl. “He sabido hoy que su sobrino tiene intención de pegarse un tiro, como muy tarde el próximo domingo”, leyó. De inmediato, Beethoven le pidió a su asistente Karl Holz que recogiera a su sobrino; sin embargo, éste logró escapar. Poco después, Beethoven se enteró de que Karl no aparecía por ningún lado. Enloquecido por la desesperación, se dirigió a la casa de Johanna, madre de aquél, donde lo halló tendido en la cama, con una bala en la parte izquierda de la frente, pero vivo. Bajo arresto, puesto que en aquellos tiempos el suicidio se consideraba un crimen, y aún semiinconciente, Karl fue trasladado al Hospital General de Viena, donde, a pregunta expresa de un policía, indicó que había intentado matarse porque su tío lo hostigaba. Cuando, encolerizado, Beethoven se presentó en su cuarto y dijo que Johanna era la culpable de aquella situación, Karl escribió en uno de sus cuadernos de conversaciones: “No quiero oír nada malo sobre ella. No me corresponde a mí juzgarla. Si tuviera que pasar con ella el poco tiempo que estaré aquí, sólo sería una pequeña recompensa por todo lo que ha sufrido por mi causa.” Finalmente, Beethoven, sin duda devastado por un profundo sentimiento de culpa –y también presionado por su amigo Stephan von Breuning, quien se convertiría en custodio oficial de Karl, y por el mismo Holz–, aceptó que su sobrino se hiciera soldado. Al saber esto, Karl le escribió desde el hospital: “Mi situación actual es tal, que te pediría que hables lo menos posible de lo que ha sucedido y ya no puede cambiarse. Si mi deseo de seguir una carrera militar puede ser satisfecho, me sentiré muy feliz; en todo caso, lo considero aquello con lo que podría vivir y sentirme realizado.” Por su parte, Beethoven le escribió a Holtz: “En general, no estoy en absoluto a favor del ejército como profesión […] Me siento desgarrado; y la felicidad no volverá junto a mí durante un largo periodo […] Todas mis esperanzas se han desvanecido, todas mis esperanzas de tener junto a mí a alguien que pudiera parecerse a mí, al menos en mis mejores cualidades.” Con todo, el compositor recurrió a su nombre e influencia, y comenzó a hacer todo lo necesario para que su sobrino se incorporara, con las mayores ventajas, al ejército. Según Anton Schindler, luego del intento de suicidio de Karl, Beethoven envejeció tanto en tan pocos días que parecía un hombre de setenta años años. Un relámpago seguido por un trueno anteceden la muerte de Beethoven Hacia finales de 1826, Beethoven trabajaba en otra sinfonía y en un quinteto para cuerdas, pero su salud estaba muy deteriorada debido a los problemas estomacales y de hígado que venía padeciendo desde hacía tiempo. Fue por aquellos días también cuando le envió a Karl Holz sus últimas notas musicales: un canon en cuatro compases titulado Wir irren allesamt, ein jeder irrt anders (“Todos nos equivocamos, pero cada uno se equivoca de modo distinto”). Para empeorar las cosas, un acceso de ira le ocasionó ictericia, vómitos y diarrea, y a partir de entonces empezó a hincharse por el líquido acumulado en el abdomen a causa de su enfermedad hepática, por lo que lo drenaron varias veces. Acostado en su cama, Beethoven se la pasaba hojeando los innumerables tomos de las obras de Händel que le había enviado un admirador inglés, o leyendo a Walter Scott, Homero y otros autores griegos y latinos. El 18 de febrero de 1827 le escribió a su antiguo asistente el barón Zmeskall, quien sufría gota: “No desespero. Lo más doloroso de todo es el cese de cualquier actividad […] Quiera el cielo que obtengáis un alivio en vuestra dolorosa existencia. Quizá la salud nos sea devuelta a ambos y podamos vernos de nuevo en feliz intimidad.” Beethoven vivió algunos periodos de mejoría que, a final de cuentas, no impidieron que su condición se agravara dramáticamente. El 22 de marzo, el doctor Andreas Wawruch le sugirió que un sacerdote le administrase la extremaunción, a lo cual accedió. Y, luego de la ceremonia, todavía tuvo la presencia de ánimo para decirle al cura en tono de broma: “¡Os estoy muy agradecido, espectral señor! ¡Me habéis proporcionado un gran bienestar!” Dos días después logró incorporarse y declamar sarcásticamente la fórmula empleada para concluir las comedias latinas: “Plaudite, amici, comoedia finita est” (“Aplaudid, amigos, la comedia ha terminado”). Al cabo de unas horas llegaron unas botellas de vino del Rin que había pedido semanas antes. Schindler las acomodó en una mesa, junto a su cama. Beethoven abrió los ojos y dijo lo que serían sus últimas palabras: “Demasiado tarde…” Al rato comenzó a delirar. En la tarde del 26 de marzo, una implacable tormenta se desató sobre Viena, con relámpagos, nieve y granizo. En ese momento, el joven compositor Anselm Hüttenbrenner y una mujer (una versión dice que Johanna, la madre de Karl; otra, que Sali, la doncella de Beethoven) le hacían compañía a éste. Hacia las 17:45 horas, según la versión de Hüttenbrenner, un relámpago iluminó la habitación y, un segundo después, se oyó el estallido de un trueno. Inopinadamente, Beethoven recobró la conciencia, abrió los ojos y levantó un brazo con el puño cerrado. A continuación, dejó caer la mano y sus ojos se cerraron. La muerte lo había hecho suyo. El funeral –al que acudieron más de veinte mil personas, entre ellas Franz Schubert, quien moriría al año siguiente y descansa al lado de su amado Beethoven– se llevó a cabo el 29 de marzo. Antes de que el féretro fuera bajado a la fosa abierta en el Cementerio Central de Viena, el actor Heinrich Anschütz leyó una oración fúnebre escrita por el poeta y dramaturgo Franz Grillparzer. En el monumento-lápida que corona la tumba del genial compositor alemán se lee, a manera de epitafio, una sola y refulgente palabra: Beethoven.
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