3 MESES
Publicado en Jan 29, 2021
Estábamos sentadas en el bar de la Avenida Caseros, rodeadas por el sepia naciente de luces que colgaban de un par de árboles cercanos a nuestra mesa húmeda. Unas cuantas gotas que caían del cielo dibujaban hilos de agua al deslizarse sobre las sillas de hierro. Esa noche sentí la tormenta llegar.
El cabello de mi mejor amiga se encontraba escondido debajo de una capucha, recuerdo que Karen llevaba puesto un buzo viejo y descolorido. No deberías volver así a tu casa… por ahí te confunden con algún delincuente, pensé y mordí las palabras para que no salgan de mi boca. Sus ojos se posaban en mí mientras decía que el fin de semana era necesario que nos viéramos para terminar una tal monografía del colegio, yo la escuchaba y al mismo tiempo bebía lo poco de licuado que quedaba en mi vaso. Dejé de prestar atención a la charla. Me perdí en el olor a pasto mojado. Ese olor a lluvia y la brisa helada despeinando mi nuca lograron que terminase el licuado más deprisa. Karen seguía mirándome. Karen me hablaba del fin de semana. Le devolví la mirada, la más fría de las miradas, de esas que le regalas a alguien cuando tienes la certeza de que pronto se volverán a ver. El silencio más tarde fue abrazado por un estallido entre las nubes anunciando el comienzo de la tormenta. Se dibujó en mi cara una mueca afable, estiré mi mano y tomé la suya. Es momento de irnos, dije. La mano de Karen estaba helada y la mía tibia. Miré mi reloj por costumbre. Es tarde, pensé. Karen se despidió con un abrazo, de esos que se ofrecen a alguien con la certeza de que pronto se volverán a ver. Continuaba con su piel fría, lo noté al rozar su mejilla con la mía. Avisa cuando llegues, dijo. Eran apenas las nueve y treinta de la noche, la lluvia era más grande que yo y como una bravucona golpeaba mi cara. Estaba esperando el colectivo en alguna parada, mientras en mi cabeza no pasaba algo más que un reloj pintado con agujas extensas. Es tarde. Era tarde, eso me solían decir. Por fin vino el correcto, me subí, elegí un asiento y miré por la ventana. El reloj seguía en mi mente. Bajé del colectivo, me acomodé la mochila y caminé a casa. Quizás la noche era demasiado oscura, tal vez los truenos tenían más vida que los árboles, quizás, tan solo quizás el viento recordó su pasado y enfurecido pidió a rugidos que todos se apartaran. Quizás fui yo, o el colectivo que tomé, o el asiento que escogí. Mi cara o mis ojos. Todo mi cuerpo, tal vez, enfureció al universo. Sólo faltaban cinco calles para avisarte. Cinco. El reloj de mi imaginación de pronto comenzó a acelerarse. El reloj no paraba para nadie. Hasta que pasó. No llegué, nunca llegué. Quizás son cosas que pasan. Una furgoneta blanca paró en frente mío a las veintidós treinta y alguien bajó. Preguntan si corrí, otros preguntan si grité, si pegué piñas al aire. Yo me pregunto si alguien me vio, o si alguien pudo sentir mi frío. No, no lo hice. El reloj ya no estaba y todo pasaba lento, el miedo se volvía un dolor indomable y punzante en todo mi cuerpo. Me hizo frágil, inevitable y culpable de mi propio sufrimiento. Sentí el viaje, sentí los golpes, sentí la sangre, mi aullido ahogado y la muerte. Pude sentir todo. ¿Lloré? ¿Grité? No saben. Sólo saben que no volví. Finalmente tiraron un cadáver a seis kilómetros de mi casa, y a mi vida le faltaron cinco calles para seguir existiendo. Quizás son cosas que pasan. Quizás.
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Mara Jos Ladrn de Guevara
Y pasa.
Posees un estilo intrincado que me encanta, pues introduces guiones entre líneas, lo que es mi especialidad profesional: Un desafío constante.
Un abrazo.
María José.