La antologa
Publicado en Feb 27, 2021
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Por un amigo que trabajaba en el medio editorial me enteré de que alguien –un profesor universitario- preparaba una Antología de escritores a los que nadie lee. Sin falsa modestia consideré que tenía los méritos suficientes para figurar en ella. De inmediato le pedí a mi amigo que me diera el nombre del antologador y su correo electrónico, y luego pasamos a otro tema. Al llegar a casa me senté frente a mi computadora, escribí una breve semblanza personal y una relación pormenorizada de todos y cada uno de los manuscritos de cuentos y poemas de mi autoría que habían sido ignorados por decenas de editoriales, suplementos culturales y revistas literarias, y se las envié al profesor H. Sorpresivamente, éste no tardó en responderme. En su amable correo me sugería vernos al día siguiente en una cafetería localizada no lejos de donde yo vivía. Por supuesto acepté su sugerencia, y acudí a la cita esperanzado. Una vez estuvimos sentados uno delante del otro, H., un hombre ya mayor, flaco, calvo y ceremonioso, dijo: -He leído con interés la información que me ha proporcionado. De acuerdo con ella, su trayectoria literaria es impoluta. Sin embargo, déjeme insistir en la cuestión esencial: ¿realmente nadie lo lee? -Nadie. Cuando escribo algo, lo que sea, e intento mostrárselo a algún conocido o desconocido, la reacción es unánime, siempre: empieza a leer y, al poco rato, con un dejo de incomodidad, me devuelve las hojas pergeñadas por mi terco afán. Incluso mi madre, una persona en extremo benévola e indulgente conmigo, no ha pasado del primer párrafo de cualquier manuscrito mío que he dejado en sus manos. -Bien. Como usted sabe –añadió H.-, estoy a la busca de autores genuina y perpetuamente ninguneados. Sería una pena descubrir que usted en realidad no es uno de ellos y tener que sacarlo, en el último momento, de mi antología. Discúlpeme la franqueza, pero no puedo arriesgar, por ningún motivo, mi prestigio académico. -Lo entiendo, profesor –dije. H. se llevó su taza de café a la boca, le dio un sorbo delicado al oscuro líquido y volvió a hablar: -Prepare un texto que no supere las quince cuartillas. Puede ser un cuento, un poema o un fragmento de novela. Lo que quiera. Obviamente no lo leeré, pues, de hacerlo, iría en contra de la propia naturaleza de la antología. Con todo, confío en que lo que me entregue será de calidad. -Lo tendrá mañana mismo –dije, y a continuación, evidentemente entusiasmado, averigüé cuántos escritores más participarían en el proyecto. -En total, veinte –dijo H.-. Con usted cierro la lista. La idea es confeccionar un libro muy bello, con una portada discreta pero atractiva, seductora... Claro, el editor y yo no aspiramos a que los potenciales lectores lo lean, ni mucho menos, sino tan sólo a que lo hojeen lenta o rápidamente, al gusto, y lo coloquen en uno de los anaqueles de su biblioteca como si se tratara de un tesoro inexplorado... -¡Perfecto! En punto de las doce, H. y yo nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos. Esa misma tarde me dediqué a pulir con esmero lo que juzgaba mi mejor cuento, y al otro día, apenas amaneció, se lo envié a H. vía correo electrónico. Él tuvo la gentileza de confirmarme que lo había recibido sin problemas y decirme que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato. Pero esto último -es decir, que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato- no sucedió. Al cabo de ocho meses de vana espera le escribí a H. otro correo en el que, después de saludarlo y desear que su salud y la de los suyos fuera óptima, le pregunté cómo iba el proceso de edición de nuestra antología. Su respuesta, en esta ocasión, fue lacónica, fría, brutal: “El editor la canceló. Pasa por una inesperada crisis económica. Adiós.” Y así, la posibilidad de formar parte de aquella antología se desvaneció como una gota de lluvia en el mar.
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