LA SEMANA SANTA DE ANTES EN MI PUEBLO
Publicado en Apr 03, 2021
Los acólitos. Antes de contarles lo que recuerdo de Semana Santa de mi pueblo, Chipaque, en los años 1958, 1959 y 1960 quiero decirles que es mi opinión que tengo como recuerdo de mis años como acólito con el padre Peña y el padre Montaño. Para las misas rezadas y rosarios éramos cuatro; para las misas cantadas y ceremonias especiales acolitábamos seis niños entre los ocho y los diez años. Recuerdo algunos nombres y me disculpan los paisanos si olvido alguno de sus familiares: Nelson Díaz, Fabio Bonilla, Oscar Rodríguez, Miguel García, Jorge Perea, Mariano Cubillos, Leo Baquero y yo, entre otros. Esta era una semana plena de fervor religioso, tan diferente a las de ahora. Todos en el pueblo participábamos activamente de todas las actividades religiosas, en especial nosotros los acólitos, y debo decir que esta época me marcó de por vida. Debajo de la sacristía existía un sótano donde se guardaban las estatuas de los santos cubiertas por unas telas moradas; este sitio me causaba pavor y un día por error quedé encerrado entre tantos santos que me sentía en el cielo, pero un cielo tenebroso, no podía gritar porque el miedo no me lo permitía y no sé cuántas horas pasaron, tal vez el cura peña me sacó, porque a la vuelta estaban los ´panales de sus queridas abejas que visitaba con frecuencia y, pienso que si grité y me oyó, y así pasé el susto, desde entonces no me gusta ver las imágenes de los santos cubiertas por esas telas moradas. Los días santos Bueno, el Domingo de ramos se realizaba una procesión por todo el pueblo, con la mayoría de las imágenes engalanadas sobre unas plataformas de madera, en hombros de los señores más rezanderos, o eso era lo que yo pensaba, porque muchos se emborrachaban con frecuencia y daban mal ejemplo, y en mi mentalidad de niño no creía que merecieran el honor de cargar las imágenes sagradas. Las imágenes dolorosas, esas que me daban más miedo, se acomodaban sobre otras andas para las procesiones más espectaculares del jueves y viernes santos y las señoras devotas (que eran todas las beatas del pueblo, entre las que se encontraban mis tías y las maestras de las escuelas) “vestían” a los santos de la mejor manera que podían y rivalizaban entre ellas por engalanar el mejor paso. Más que fervor religioso parecía una competencia, y esto lo digo sin ánimo de ofender, era mi mentalidad de niño. El viernes santo se moría Nuestro Señor y por derecha también fallecía la voz de las campanas, entonces resucitaba un aparato que odiaba y aun me fastidia, LA MATRACA, un aparato infame que parecía una maquina de tortura de la inquisición y que necesitaba de la fuerza de un hombre hecho y derecho (el sacristán y a veces otro compadre), la maldita matraca sonaba a todas horas y era un revuelto del ruido de varios trenes, truenos de tormenta y un derrumbe de piedras. A los niños con una caña, una rueda dentada fabricada con el carretel del hilo de las señoras modistas, nos hacían una matraca en miniatura que hacíamos sonar en las procesiones sin parar. Por fortuna resucitaba Cristo y se moría de nuevo el maldito aparato. El jueves y el viernes santos no abrían ningún negocio y sin necesidad de decretos de ninguna clase había ley seca, de manera que los borrachitos del pueblo (que no quiero nombrar) sufrían como si los azotes y la crucifixión fuera para ellos, además las esposas estaban pendientes de que no bebieran por dos días… pero los benditos iban a las veredas y se emborrachaban con chicha y guarapo. El jueves con el lavatorio de los pies y otras ceremonias era soportable para nosotros, los acólitos, y hasta nos parecía curioso que el sacerdote les lavara los pies a unos viejos cochinos y se los besara. El viernes era una tortura con el sermón de las siete palabras. De esa época data mi retiro de la iglesia durante los viernes santos. Este día un orador sagrado se encargaba del Sermón de las Siete Palabras y quién dijo miedo, el bendito soltaba un chorro de palabras incontenible que podía durar hasta seis horas. Esta tortura la soporté tres años, los que duró mi actividad como acólito de la parroquia de Nuestra Señora de Fátima de Chipaque. El párroco invitaba a un “orador sagrado” que subía al púlpito y a veces bajaba la voz y miraba al cielo, de pronto empezaba a gritar y amenazar con los profundos infiernos a todos los pecadores, era cuando despertábamos asustados y las señoras miraban con disimulo a sus esposos ubicados en la nave izquierda de la iglesia (otro día les conté que los hombres a la izquierda y mujeres a la derecha para evitar malos pensamientos). Todo volvía a la normalidad el sábado a la media noche cuando en misa solemne resucitaba Nuestro Señor y empezaba la Pascua. Que diferencia tan grande con esta época que no se respeta nada. Mis lectores jóvenes pueden preguntarles a sus padres y abuelos. Edgar Tarazona Angel
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Jess Castro Fernndez
Edgar Tarazona Angel