Las dos sombras
Publicado en May 12, 2021
Cuando cumplí los sesenta y cinco, Lilí me sorprendió con un curioso regalo: contrató una autocaravana para que recorriésemos la isla y probásemos si nos gustaba esa forma de viajar. Si nos gustaba, podríamos retomar, tras la pandemia, algunos viajes que teníamos pendientes; como el de Asturias o el de Normandía.
Me hizo gracia ese regalo, aunque me preocuparon dos cosas. La primera, que en nuestra isla está prohibido el camping y no puedes desplegar trastos fuera de la furgoneta y, la segunda, que ya me siento un poco mayor para según qué y mi espíritu aventurero no atraviesa por sus mejores momentos. Una cosa es ir de campings y otra, como se deduce de lo comentado, el tener que aparcar a dormir, en cualquier sitio más o menos apropiado, de la carretera. No obstante mis reparos, me dejé llevar y el día fijado llegó. Fuimos a buscar la caravana y emprendimos la ruta; felices y contentos. El primer día, tiramos a seguro. Sabíamos que en la playa de Aucanada había más gente que hacía lo mismo y eso nos daba seguridad. Aprendimos, y no fue fácil, a organizarnos en aquel pequeño cubículo y la verdad es que pasamos un gran día y una relajante y reparadora noche. Al día siguiente reemprendimos la ruta y llegamos hasta Portocolom. Allí encontramos un rincón precioso en las afueras donde echar el freno, junto a una de las playas cercanas al núcleo histórico del pueblo: “El arenal des ases”. El día resultó lluvioso y nos conformamos con realizar pequeñas caminatas por los alrededores de nuestra pequeña casa rodante de alquiler, aprovechando los breves intervalos en que el cielo se despejaba un poco. Lento y calmado llegó el anochecer. En el pueblo todo estaba cerrado por la pandemia y no tuvimos una opción más divertida que la de anticipar nuestro horario habitual, así que sobre las 20:00 ya estábamos recogidos sobre la cama reconvertible, bien dispuestos a llamar al sueño. Éste no tardó en llegar. El hecho de compartir arcén con dos caravanas más, sin duda me ayudó a abandonarme al descanso con sentimiento de seguridad. Al nuevo amanecer, nos quedaban aún un día y una noche de ruta ociosa, antes de tener que devolver la autocaravana, y optamos por enfilar hacia Cala Llombards. Desde el primer momento me pareció un lugar extremadamente hermoso y me sorprendí tomando conciencia de que siendo Mallorca una isla no muy grande, en toda mi vida, nunca hubiese estado allí. Aparcamos al límite de la arena, junto a los pequeños bolardos que marcan el inicio de la playa y nos dispusimos a pasar una jornada espléndida. De hecho, ya no quedaba más rastro de los chubascos que una húmeda y fresca brisa que de vez en cuando agitaba la bandera verde de la playa bajo el cielo radiantemente azul. Si algo tuviese que resaltar de ese día, sería que fue el primero del año en que me atreví a meterme en el mar. Ni las frías aguas de finales de un mes de abril, con temperaturas más bajas de lo habitual, ni la enorme cantidad de medusas meciéndose bajo las trasparentes aguas de la cala; pudieron impedirlo. Eso sí, confieso que me armé de un ligero traje de neopreno que resultó eficaz en los dos frentes. Comer, hacer la siesta, tomar el sol, leer… nos ocupó hasta el atardecer. Momento en que la poca gente que allí había fue desapareciendo. Cenamos sobre la arena y, al recoger, nos dimos cuenta de que al abrigo de la enorme cala ya sólo quedaban dos vehículos. El nuestro y la pequeña furgoneta camperizada de una pareja de jóvenes franceses, al otro costado de la playa. De nuevo sentí inquietud, cómo ya la había sentido en algún momento del atardecer anterior, y, si no fuera por la vergüenza de expresárselo a Lilí, hubiese deseado volver a poner en marcha el motor para ir a buscar otro lugar. Así intenté superar mi miedo a la casi soledad total de aquel espectacular entorno y ayudé a Lilí a organizar la caravana para la noche. Tras ello, disimulando, me asomé por la escotilla superior, una vez tapadas las ventanas con sus foscurits, y contemplé de nuevo el ambiente exterior. Sobrecogía. Las estrellas empezaban a danzar, bajo el negro techo del que colgaban, al compás de un poniente de silbidos amenazantes. Cerré de nuevo y controlé el lugar en el que había guardado mi viejo puñal de niño de la OJE que siempre me acompañaba en las excursiones. También controlé el bastón de montaña. Desde joven había practicado karate-dó y aikido y creía, todavía, en mis fantasías de autoseguridad, que, llegado el caso, sabría hacer valer aquel bastón como un “bo” (aquellos palos cilíndricos que en algunas artes marciales se reconvierten en mortíferas armas de defensa y ataque). Sin embargo, pese a mis prevenciones, no pude impedir que el miedo me fuese calando. Ya sé que era exagerado y que en un lugar como Mallorca es improbable tener problemas de seguridad personal pese a dormir en una caravana solitaria. Pero yo no podía evitarlo. Cada vez me sentía peor. Me advertí de que tenía que tranquilizarme como fuese. Debía levantarme, abrir la puerta del vehículo y salir de allí. Pasear fuera con los pies descalzos sobre la arena. Eso me calmaría. Lo hice y funcionó al instante. Le pedí, en ese momento, a Lilí si me acompañaba a la orilla. Y ella entendió enseguida lo que me estaba pasando y lo hizo sin más. Siempre ha sido mucho más valiente que yo. Al llegar a la orilla, contemplamos el mar y las estrellas. Aquella noche infinita de Neruda se me había vuelto de repente, a pesar del extraño ulular del viento, un lugar protector. Me sentía reconfortado y, de nuevo, tranquilo. Lo extraño fue que ahora era Lilí la que empezó a recelar. Me dijo que le daba miedo que estuviésemos allí solos, en medio de la inmensidad, y quería volver a la supuesta protección de la Wolsvagen California. La estreché, queriendo ofrecerle sensación de seguridad, a la vez que le pregunté por qué tenía miedo. Se me quedó mirando con sus grandes ojos verdes, claros hasta en la noche, y me dijo: “Siento miedo de que aparezcan dos sombras de repente”. Sonreí e iniciamos el camino de vuelta. Pero en cuanto dimos unos pasos, nos quedamos petrificados. Como si el tejedor de los sucesos hubiese escuchado a Lilí y quisiera gastarnos una inmensa broma, allí mismo, apenas a cincuenta metros, las vi avanzar hacia nosotros. Dos sombras densas y ciclópeas se nos aproximaban. Sentí terror y tan sólo la convicción de que tenía que proteger a mi mujer me permitió mover algún pensamiento encaminado a la defensa. No podíamos huir, sería inútil. Tampoco nos serviría de nada gritar y yo había dejado el palo y el cuchillo en su lugar. Pensé entonces en los puntos mortales que describe el maestro Funakoshi, padre del kárate moderno, en su Texto Maestro, y aposté por centrarme en dos golpes secos de nukité, mano en lanza, sobre las sendas hendiduras supraesternales (Hichus). Son golpes rápidos que se pueden lanzar, sorpresivamente, provocando la pérdida de conciencia por bloqueo de la tráquea. En segundos, ya teníamos a las sombras encima. Entonces le dije, imperativo, a Lilí: "en cuanto yo te diga, corre todo lo que puedas hasta la furgona de los franceses y pide ayuda". Si yo tenía algún éxito, ella tendría su oportunidad. Y las sombras nos alcanzaron. Y nos sobrepasaron… Frías y escalofriantes… ¡Sin prestarnos la mínima atención! Y anduvieron y anduvieron hasta adentrarse en el mar, perdiéndose en la negritud que fundía el horizonte. Atónito, sobre la cima silenciosa que separa los latidos de una muerte imprevista, miré a Lilí en el mismo momento en que ella me abofeteaba exclamando: “¡Qué te pasa!¡Me estás asustando!”. Aquel guantazo tuvo el súbito poder de la revelación. Noté mi sudor y me sentí transportado a aquel rincón de mi niñez en que, contando con siete u ocho años una tarde, a la vuelta del colegio, mi madre no habría la puerta. Yo llamaba y llamaba y ella no habría. Fue entonces cuando en el rellano de la escalera, con la parrilla de seguridad del antiguo ascensor todavía abierta, se me apareció nítida la mano gigantesca y amenazante de El hombre invisible. Había visto esa película unos días antes, en el pueblo de Sóller, y desde ese momento había vivido horrorizado. En todas partes me aguardaba El hombre invisible… Y ahora, Lilí, de un solo bofetón, había hecho saltar por los aires al hombre invisible de mi infancia y a las dos sombras inesperadas… Sin necesidad de haber dedicado años y años de su vida al cultivo de las artes marciales
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