Con los pies colgando sobre el vacío
Publicado en Sep 14, 2021
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Ese domingo desperté con una cruda espantosa. Cada célula de mi cuerpo se contraía y temblaba sin control, aunque esto realmente me importaba muy poco. Lo que no podía dominar, lo que me sobrepasaba y me hundía en un mar de angustia era la culpa y vergüenza por todas las estupideces y locuras que había dicho y hecho la noche anterior, y aun otras noches, porque en aquel estado de fragilidad física y mental las culpas y vergüenzas pasadas se sumaban a las actuales y volvían a brotar en mi conciencia como pústulas sanguinolentas. Salí a la calle y me puse a caminar sin rumbo. La ansiedad tiraba de mí como un caballo desbocado. Vi a lo lejos un edificio muy alto, de veinte o veinticinco pisos. Me dirigí hacia él, atraído por su magnífica, espléndida arquitectura. Crucé la puerta de entrada, llamé el elevador y subí hasta la azotea. La ciudad, envuelta en una neblina densa y sucia, se desperezaba y abría los ojos a un nuevo día. Di unos pasos más y me senté en uno de los bordes de aquella azotea, con los pies colgando sobre el vacío. Entonces, un rostro se asomó a una de las innumerables ventanas del edificio y al cabo de un minuto oí una voz detrás de mí que me pedía calma. El ruido de los autos y camiones transitando por calles y avenidas subía como un suave murmullo hasta donde yo me hallaba sentado con los pies colgando sobre el vacío. Al rato más individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca- se juntaron a mi espalda, todos unidos por un mismo objetivo: tratar de serenarme y convencerme de que me quitara de allí. Yo apenas les hacía caso: tan concentrado estaba en mis pensamientos, en mi desdicha, en mi escalofriante desesperación. “Tranquilo, amigo, todo tiene solución, te ayudaremos, dinos qué te pasa”, me parece que decían aquellos individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca-, mientras yo permanecía en silencio, mirando el vacío que se abría a mis pies una mañana de domingo de hace más de treinta y cinco años.
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juan carlos reyes cruz
Generalmente somos los humanos una raza que se queja demasiado, sin embargo bajo nuestra piel corre sangra digna que en los momentos menos esperados se dispone a salvar vidas, aunque sea la de un trasnochado que amanece con depresión y vergüenza.
Buen cuento, Roberto.
Saludos
Roberto Gutirrez Alcal