La ira de los buenos
Publicado en Dec 24, 2008
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La ira de los buenos 
 
“Si me buscan van a encontrar un hombre. Tengan cuidado con la ira de los buenos”

Alberto Brito Lima. Fundador Comando de Organización



Noche cerrada. Aeródromo de Laferrere

La noche era cerrada y oscura. Profunda negritud que no dejaba asomar la luna. Ni una sola estrella se podía apreciar en el firmamento. En esta oscuridad se desarrollaba la escena de tres hombres contemplando la ausencia de la luz en la nocturnidad brumosa, el presagio de aquella oscuridad, que de alguna manera se antojaba –y era- terrible, les estaba marcando la suerte. La figura de B. se percibía entre sombras y movimientos toscos pero precisos, en ese instante contemplaba al cielo cerrado con un chispazo de furia en sus ojos negros inyectados en sangre y furia. Por un instante miro el cielo y pensó para si mismo que si el mismísimo Dios estuviera frente a él lo cagaria a patadas. Con ese sentimiento a flor de piel, respiro profundo y descargo su ultima patada sobre el cuerpo ya rendido de su victima. Su cómplice, en cambio tenia la mirada perdida en el cielo como si quisiera evadirse de lo que sucedía. La victima que ya había perdido un ojo y casi no veía por la sangre que cubría el otro y lo que quedaba de su rostro carecía de fuerzas y ganas de suplicar, o incluso de desear su propio fin. Ya estaba rendido. La golpiza que le habían propinado al hombre vencido y maniatado tendido en el pasto había hecho mella. Sus gritos y suplicas fueron apagados por la inmensidad del vacío en la noche oscura. Lo habían molido literalmente a golpes y sus huesos estaban quebrados. Sin embargo, B. no se sentía satisfecho. Aquel hombre vencido y maniatado verdaderamente le desagradaba. Lo observo con odio. Saco del bolsillo de su gastada campera de jean una sevillana automática, B. se agacho y observo la boca del hombre maniatado y vencido, que ya carecía de fuerza para oponer cualquier resistencia, obligándolo a abrirla B. observo una boca pequeña, un orificio abierto y unos finos labios dibujados que desagradaban a su vista. Había que mejorarlo, se dijo, sorbiendo una bocanada de aire fresco para con el estilete ir haciendo un tajo en la comisura derecha del labio. El hombre vencido y maniatado en el pasto lanzo un gemido desgarrador que se perdió en la inmensidad del terreno y el tráfico intenso de la ruta, en esa noche oscura y cerrada, sin luna y –para él- sin esperanzas, en el centro del aeródromo. La sangre salpica la campera de B. y las zapatillas de su compañero que contemplaba la escena completamente absorto y paralizado, como un enmudecido testigo de aquel acto de crueldad. Jamás se había imaginado tal desenlace. Lo que sucedía era la locura.

B. pego un salto y comenzó a insultar al hombre maniatado, vencido y torturado, tirado en el pasto.

-Hijo de puta me manchaste la campera. ¿¡Qué te pasa infeliz se te borro esa jodida sonrisita de ganador!?

B. tomo el caño de hierro con que anteriormente había golpeado al hombre vencido, maniatado y torturado, aquella noche cerrada y sin luna, donde el espanto de los gemidos se perdía en la inmensidad del aeródromo y era apagado por el ruido de los autos y camiones de la ruta. De un ágil movimiento incrusto el caño de hierro en la cabeza del hombre caído. La sangre salpica aún más y el cuero cabelludo cede, astillándose el cráneo y haciendo que algunos restos de la masa encefálica se desparramen en el pasto. El hombre vencido y torturado ya no grita. El compañero no lo resiste y vomita sobre el cuerpo inerte.
B. observo su trabajo. Callo por un instante y quedo paralizado. Una imagen fugaz de su viejo en el matadero le vino en mente. Le recordó la cabeza de un novillo, la maza golpeando y la sangre que salta. Se alejo unos pasos, respiro profundo y se calmo. Arrojo lejos el caño de hierro y saco del bolsillo superior de su campera un atado de Parissienes y un encendedor. Prendió uno temblequeando y dio una pitada liberadora. Todo había terminado ya. El compañero lucia abatido y pálido, sin omitir palabra, sin comprender lo que sucedía. B. intento tranquilizarlo y apurar la situación.

-Ya esta, nos largamos.

El rostro moreno de B. brillaba por el sudor y sé hacia notar aún en lo oscuro de esa noche sin luna. Lucia entre excitado por lo sucedido y tranquilo, como sabiéndose impune, protegido, incluso poderoso. Algo había hecho para terminar así, pensó mientras expiraba el humo del cigarrillo.
Dio un par de pitadas más a su cigarrillo y le dijo a su compañero que se fueran, le comenzó a inquietar el lugar y quería salir de ahí. Tanta presencia de la noche cerrada lo ponía paranoico. El compañero reacciono siguiéndolo como un zombie y en silencio, shockeado aun por lo que sucedió con el hombre vencido y maniatado.

Amor clandestino

El diputado espero a que el comisario se marchara y observo el andar de la rubia moza que había atrapado su atención. La observo atentamente, su frescura de muchacha, el bambolear de sus enormes tetas, su belleza. Sentía que el aire de su juventud era la ausencia de la propia. Recordaba burlonamente que cuando muchacho necesitaba de mucho trabajo para que una chica así se fijara en él. Se sorprendió pensándose como era entonces: un morocho fornido y barrigón de bigotes hasta el mentón. En ese entonces conseguía el sexo en el puterío –al que iba después de su jornada en los mataderos- y las novias, entre las chicas del barrio. Las prostitutas y la esposa, algo que se había mantenido inalterable a lo largo de su vida, sin que pudiera discernir cual era la diferencia entre unas y otras. Son todas putas, se repetía a si mismo. Ahora, en este presente podría llevarse a esta u otra chica así a la cama sin el más mínimo esfuerzo. El poder seduce le había dicho una vez el turco Menem. Pensó por un instante en invitarla a salir, pero prefirió abandonar el lugar sin hacer el papel de viejo verde, sorprendiéndose por el pudor.
Estaba tenso. Una vez en la calle le dijo al custodio que iba a la casa de ella, que no hacia falta que lo llevara y que lo pasara a buscar a medianoche. Desconecto el celular y camino las pocas cuadras que lo separaban del departamento que estaba ubicado frente a la estación de Ramos Mejia.
Ella se sorprendió al verlo y le dijo en su dulce tono caribeño lo contenta que estaba de su presencia. Lo abrazo suavemente y le dio un beso de lengua profundo. El diputado se estremeció por esos labios carnosos y acaricio el rostro de la mujer morena mientras ella le susurraba entre besos que lo había extrañado. La separo cariñosamente de él y le pidió un trago, le dijo que necesitaba distenderse. La mujer morena le fue a buscar el Chivas con hielo mientras ella se servía un ron con coca. El concejal la observo, un cuerpo esbelto y carnoso, un andar que lo hacia sentir en otro lado. Sintió que su pija empezaba a ponerse dura. Ella se sentó junto a él en un mullido sofá del living. Acaricio su cabello y contemplo el rostro del diputado ya relajado y sin tanta tensión. El le pidió que le hiciera un masaje y ella accedió rápido buscando con sus dedos los nudos en la gruesa espalda de su hombre.
El diputado se sabía feo e inexpresivo, incluso viejo aunque a ciencia cierta apenas había cruzado la línea de los cincuenta y mantenía un buen semblante. Sabía que a ella le atraía su posición, su dinero, su poder. El era la posibilidad del deseo irrealizado, el sueño de una vida mejor. Era un instrumento.
El diputado se sentía merecedor de aquellos susurros caribeños y del sexo mojado de la amante que se le ofrecía como hembra en celo. Había trajinado mucho para llegar hasta allí, para tener el poder de decidir sobre vida y muerte sin rendir cuentas. Se sentía merecedor de las palabras cariñosas y la fidelidad de ella.
Fueron a la cama e hicieron el amor por un buen rato, durmieron juntos la resaca del polvo y a la medianoche se despidieron con un beso tierno y la promesa de verse al otro día. El odiaba volver con su esposa, ella odiaba quedar sola por eso, pero lo aceptaba, era su hombre y su sueño y lo aceptaba.

Fist fucking

El enorme culo moreno se brindaba parado como una luna llena, se meneaba despacio, movía sus carnosos cachetes rítmicamente, tenían sabor. Su compañero se toqueteaba la pija para endurecerla, algo flaccida después del pase de coca. Ella le susurro en un calido tono caribeño –hombre, entrame vamos. Para calentarlo iba metiendo, de a poco, la mano en la vagina. De pronto, el joven amante, unto su puño derecho enguantado en latex con el frasco de vaselina. Le pidió que levantara el culo y comenzó a penetrarla con los dedos. Los fue metiendo lentamente de a uno moviéndolos suavemente, ella continuaba con su mano en la concha y lanzaba grititos de goce. Ante cada respingo de dolor de la mujer, el aflojaba y seguía penetrándola. De a poco fue metiendo dedo por dedo, hasta que entro toda la mano en el culo y los gemidos de ella se hacían intensos dando cuenta de esa extraña mezcla de placer y dolor que estaba sintiendo. Con la mano dentro del culo siguió hasta llegar a la altura de la muñeca. En ese punto comenzó a penetrarla con un movimiento rítmico y continuo, empujando con fuerza, mientras su otra mano sostenía las enormes nalgas. La mujer se retorcía y pedía por favor que parara mientras continuaba masturbándose. El no hizo caso y continúo. Ella se separo violentamente y en ese acto había una mezcla de excitación, dolor, deseo y odio; cuando salio la mano del culo ella se cago suave y placenteramente. La mierda era un elixir que reforzaba los sudores del sexo que impregnaban el ambiente. El guante de latex mostraba restos de mierda y sangre. El hombre, con la pija al palo, a pesar de la cocaína, hacia que la mujer lamiera la mierda y la sangre de su guante, la mujer muy caliente comenzó a chupar alternativamente la mierda del guante y la pija del hombre hasta hacerlo acabar.
A un costado, dos hombres contemplaban la escena, uno de ellos peinaba líneas en un espejo cargado de cocaína.

Un hombre en apuros



Quien iba a pensar que yo iba a terminar así. Apaleado y torturado por unos matones de esos que recibo a diario en mis boliches y que fueron enviados por aquellos que creí protegerme. Como iba a prever que la vida me iba pagar con esta moneda. Lo único que contemplo es el centelleo del caño con el que me golpean y la oscuridad del cielo en una noche terriblemente negra, premonitoria, cargada de demonios y de fantasmas que hoy se me hacen presentes para contemplar con una sonrisa mi calvario. ¿Será el precio de la traición? ¿pero no era la traición lo que siempre me pidieron? Ahora a las puertas de esta horrible muerte lo siento, siento el peso de haber abandonado lo que fui para salvarme, de aquellos muertos pasados que con sus caras jóvenes e inocentes observan mi sufrimiento, como traidor, como victima, como escoria de la sociedad que se mantuvo a flote corrompiéndome por lo que alguna vez fui. Siento como fluye mi sangre, los gritos de dolor ya no tienen sentido y son una queja por haber soñado alguna vez con otras muertes, como héroe, como anciano, como drogadicto, pero nunca torturado porque si. Para ser el chivo expiatorio de otras personas que necesitan de un chivo expiatorio y un culpable para tapar sus propias traiciones y sus propias culpas. Y yo que me creía protegido e impune. Amigo de los chorros y policías que tomaban su cocaína con mis chicas. De los chulos que me entregaban sus pijas a cambio de droga, dinero o favores. Porque a mi siempre me gustaron los hombres duros y siempre tuve a mis putas controladas como un macho. Que ironía, las veía en pelotas, las miraba coger, se me entregaban y a mi no me movían ni una pestaña. Pero esos tipos calientes que se las tiraban a lo perrito o creyéndose protagonistas de una película pornográfica me ponían al palo. Que ironía nuevamente, fue por una de mis putas que terminó así, torturado hasta morir en medio de la nada en lugar de haber muerto junto a mis compañeros, a los cuales traicione para vivir una vida que es mejor que no vivir ninguna.

Perdidos en las fauces de la noche

Salieron hacia la Ruta 3 y cruzaron la misma hacia el lado de Maria Elena. Los autos y camiones cruzaban de un lado y otro de la carretera a gran velocidad. A esa altura el cruce es un poco inhóspito, frente al aeródromo lo único que había era un enorme terreno baldío, junto a un gran galpón de alimentos. Cruzado ese trayecto se encaminaron entre las calles de barro, unas diez cuadras de caseríos de material y chapa, silenciosos, guardando el sueño de sus habitantes. Los ladridos furtivos de los perros noctámbulos eran su única compañía junto al ruido de sus pasos. La excitación carcomía a B. y el terror a su compañero. Querían llegar a lo del amigo, un refugio, donde tenían un lugar para pasar hasta la mañana el resto de la noche y cambiarse la ropa. Llegaron a una casa con techo sin terminar mitad tejas, mitad chapas y un caminito de material que conducía hacia la gastada puerta de madera. El amigo no hacia preguntas intuyendo que la ignorancia era su salvaguarda. B y su compañero llevaban cocaína en abundancia que le quitaron a su victima. Sin exagerar, un ladrillo envuelto en papel plateado de cocina y una bolsa plástica de mercado. El amigo trajo unos vasos metálicos que saco del congelador de su vieja heladera y el vino tinto en caja. Se hizo del espejo y una tarjeta plástica, mientras los dos hombres recién llegados de la noche cerrada limpiaban sus ropas ensangrentadas. B, excitado, apuro sus movimientos, quería tomar vino y algo de merca, su compañero, aturdido, hizo lo mismo, pero en cambio él necesitaba olvidar.
Esa noche B y su compañero, bebieron y liquidaron un buen par de gramos en rayas cargadas y mal picadas, lo que los mantuvo paranoicos, alertas y despiertos hasta el amanecer, cruzando apenas palabras que costaba pronunciar. Los gallos del barrio y los ladridos de los perros a los primeros en levantarse en la madrugada interrumpían de tanto en tanto la radio encendida, mientras el barrio comenzaba su movimiento cotidiano de hombres y mujeres mal dormidos que se dirigen a su trabajo, en busca de uno o simplemente para procurar la manera de sobrevivir otro día.

Es el poder, estupido.

El comisario llama al diputado desde un celular y le comunica la noticia.

-Es urgente que nos encontremos.

Cuando la tarde esta cayendo se encuentran en un bar de Ramos Mejía. El diputado lucia un buen porte. Impecable pantalón caqui y camisa de algodón blanca. Un reloj deportivo en su muñeca izquierda y una fina pulsera dorada en la derecha. Su rostro no era expresivo y no se podían distinguir en él huellas de preocupación. El comisario por su parte estaba enfundado en su traje gris cruzado, con una corbata a cuadros floja, el botón de la camisa blanca del cuello desabrochado. El diputado y el policía ordenan a los custodios que esperen en las mesas cercanas a la puerta. Ellos se acomodan en sus asientos y piden dos cafés y dos aguas minerales sin gas. Esperan a que la moza, una muchacha rubia que atrae sus miradas, les sirva para comenzar a hablar del tema.

-Ya esta hecho.

-Bien. Contesto el hombre político, dando certeza de absoluta seguridad en el asunto, aunque su gesto daba muestra de cierta preocupación, que se hacia notar en una especie de tic que desfiguraba por un instante un rostro de por sí demasiado inexpresivo.

El comisario se sirvió un trago del agua mineral, bebiéndolo de a pequeños sorbos que le mojaban el bigote. El diputado pensó por un instante, mientras veía a la rubia moza ir y venir entre las mesas. El hombre de ley lo interrumpió.

-¿Te parece que valió la pena correr tanto riesgo por tan poco? ¿Jugarse así por celos de una puta?

-No se trata de ella sino de mi orgullo. Se trata de recordar cuanto costo llegar acá y que nadie te va a impedir gozar de ello. Le dije que no la hiciera trabajar más y no me hizo caso. Tenia que pagar. Y no la vuelvas a llamar así, ahora es una señora.

-Como quieras. Pero estas perdiendo la cabeza y arriesgando demasiado.

Un hijo del matadero

B. pensó una vez más en su viejo, lo recordó sin su dedo meñique y anular de la mano izquierda perdidos en una faena en que se encontraba completamente borracho, en su panza hinchada por la cirrosis, en los cintazos, en las palizas a su madre y sus hermanos, en las peleas a trompadas con el viejo, en su muerte absurda tragándose el vomito en una banquina, en su duro rostro moreno y desdentado que se volvía terrible durante las borracheras más violentas. Rememoraba como cuando el era pequeño el padre y sus amigos se emborrachaban hasta el anochecer entre el asado y algún picado en los baldíos del barrio. Lo recordaba en sus “hazañas” de matón al grito de Viva Perón y Brito Lima junto a sus compañeros. Los mismos que se cogían a la madre, mientras el viejo dormía la mona.
-Viejo cabrón. Se dijo entre dientes.

No lloro su muerte. Cuando sucedió estaba preso en Sierra Chica, donde había aprendido a sobrevivir entre los pesados, gracias al hábil uso de la faca por sus pasos en los mataderos. Ni bien entro, un preso pesado, que se jactaba de ser un duro de la villa, que repetía desafiante "soy un macho de la Carlos Gardel", intento robarle las zapatillas pensando que B, que parecía un tipo tranquilo y que pasaba desapercibido, iba a resignarse. El preso era alto, fibroso y bueno para los golpes. Tenía su nariz y su rostro moldeado a piñas y cadenazos, además de varias heridas en el cuerpo. El preso lo encaro a B. tomandolo fuertemente por el cuello.

-Dame tus zapatillas, gil. No se te ocurra hacer bardo que te reviento. En un movimiento imperceptible B. atravesó la cara de su asaltante desde la parte inferior de la mandíbula, hasta el ojo derecho. El preso se soltó ante la sensación del filo. No tuvo tiempo de ver el estilete. Grito y cayo al suelo donde se retorcía desesperado en el piso. B, con calma, se acerco ante la vista de todos y le susurro al odio:

-Nunca me vuelvas a tocar. Desde ahora vas a ser el tuerto puto de la Carlos Gardel. La próxima te corto el cuello.

Cuando le llego la noticia de la muerte del viejo le vino en boca de un guardia cárcel, un jujeño fornido de mal humor y cara de estar siempre tomado, lo que se confirmaba por su persistente baranda a alcohol barato. Le había tomado simpatía a B., su forma campechana y tranquila. El jujeño fornido con cara de mal humor y de estar siempre tomado le comunico la muerte del viejo. B. pregunto como fue y el guardia cárcel respondió lo poco que sabia. Le informo además que iba a poder salir al entierro con custodia. B. se quedo duro con la mirada clavada en el piso, la que fue subiendo lentamente hasta mirar por unos segundos al hombre de uniforme. Por un instante reconoció en el jujeño fornido de mal humor y cara de estar siempre tomado a su viejo, lo cual le desagrado mucho, generando en él una sensación de rechazo que le hizo acercar su mano a la cintura, acariciando en su espalda la empuñadura de su faca. Duro solo un instante, un flash donde los ojos de B. encontraron la imagen perdida hace ya tiempo del padre, hasta que dio un respingo y freno su impulso. Enseguida, aunque turbado, atino a decirle gracias al guardia cárcel, quien le palmeo la espalda a B. mientras el le contestaba con una leve sonrisa.
B. no lloró aquella muerte y ni ninguna otra en su vida. Estaba acostumbrado a ella. Ni le atraía, ni lo asustaba, estaba allí como parte de su vida, como los animales muertos en la faena colgados del gancho y las victimas de su faca. La muerte era para él producto de su oficio.

B. y su compañero abandonaron esa tarde el rancho de María Elena. El día era gris y fresco, una tenue llovizna molestaba el andar y embarraba el calzado. Los ranchos parecían asombrosamente silenciosos. Antes de partir tomaron un último pase y separaron sus rumbos. La tarde era gris y oscura como la noche anterior.







Crimen y castigo

El compañero llego esa tarde gris y lluviosa a su casa en los bordes de Rafael Castillo. Su rostro, su cuerpo, su andar, todos sus sentidos seguían conmocionados. Sentía el peso del crimen en cada uno de sus movimientos, se percibía en la mira de todos, como delatando lo ocurrido en cada uno de sus actos. La conciencia del acto golpeaba su ánimo. Sentía culpa, profunda y horrenda, una culpa que carcomía todos sus sentidos sin permitirle calmarse. Una culpa cristiana y pecaminosa que lo corroía moralmente. Lo extrañaba el hecho de sentirse así, como un principiante. Pero la crueldad excesiva del acto homicida lo estaba carcomiendo. La paranoia de la cocaína hacia el resto del trabajo. El sentimiento que lo embargaba se había apoderado de todo su pensamiento y había derrocado todo prurito y explicación.
Vivía en una casa de material, con un galpón en el fondo hecho con chapas y ladrillos donde el compañero tenía sus herramientas y un catre con colchón, que era como su refugio intimo. Allí se acobachaba en tiempos de su matrimonio cuando no soportaba los gritos de la mujer y se cansaba de molerla a golpes para callarla. Allí se dirigió una vez que llego para sentirse lejos de todo. Antes saco de la heladera un cartón de vino y limpio un vaso de vidrio al que lleno con hielo. En el galpón, el compañero busco un espejo, rompió la piedra y la peino sobre el mismo. Con un cutter y una tarjeta dura armo la raya y dio otro pase. Limpio el espejo, se miro y tomo un sorbo de vino. Volvió a mirarse en el trozo de espejo y no se reconoció. Miro sus manos, sintió la dureza de sus nervios y de sus músculos, recordó en un flash el cráneo partido del hombre muerto en el aeródromo y su propio vomito sobre él. No lo podía creer. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Cómo se había transformado aquello en una inexplicable carnicería? De repente comprendió que se habían ido al carajo y que iba a traer consecuencias. Pensó que su propio vomito lo incriminaba en el crimen. No sabía muy bien por que pero tenía la intuición de que era una evidencia para la policía. Por más que B. le dijera que no había drama, que estaban protegidos, él no confiaba en los ratis. Se asusto y el corazón comenzó a latirle aceleradamente. Con el pulso temblequeando tomo un trago de vino y preparo otra raya, para tranquilizarse. En ese instante se sintió solo y asfixiado nuevamente por el peso de la culpa, mientras el temor lo ganaba lentamente. La muerte y la imagen del cráneo ensangrentado lo perseguían, lo miraban desde todos lados, en los rincones, en los conos de sombra que atravesaban el depósito, en el catre donde su cuerpo no se animaba a conseguir descanso. Cada pase lo adentraba más en un círculo que lo conducía a una especie de locura donde un cadáver destrozado se aparecía como testigo ante las invocaciones místicas de la imposibilidad del perdón, el castigo divino y la cercanía de la propia muerte. Se sentía inmensamente solo y agobiado.

-Dios mío, no lo puedo creer, nos van a matar. Se repetía una y otra vez, cada vez que el bajón se hacia perceptible.

El bonaerense

El comisario llego a su departamento enorme y solitario en el barrio de Floresta, sobre la avenida Rivadavia. Era un piso alto y espacioso con grandes ventanales hacia la avenida. Cuidado en los detalles, colores tenues en las paredes y austero en muebles. El policía había llegado allí luego de la separación con su última pareja. No servia para la vida matrimonial, aunque corriera el riesgo de poner en evidencia su doble vida. Le gustaba el lugar y le gustaba la soledad que respiraba en ese ambiente. Se sentaba en un sillón frente al balcón, ponía música de fondo y bebía tranquilo una botella de vino. Demasiados detalles para un hombre de la bonaerense. Siempre había sido un bicho raro en esa banda. Aunque muchas veces resultaba algo bizarro ya que después de todo era un hombre de la bonaerense, enriquecido hasta el hartazgo a costa de corrupción, protección, tráfico y robos como el que más. Respetado por sus hombres que se sentían protegidos e impunes con su jefe, quien siempre había tenido en claro que había que tener los pies y los oídos puestos en el lugar de los hechos, que había que evitar el odio y la adulación, que había que saber dominar por el temor y repartir lo suficiente para mantener a los suyos satisfechos, necesitados y obedientes. El comisario había aprendido aquello más por la práctica que por alguna lectura apresurada de El Príncipe de Maquiavelo.
Esa noche se acariciaba el bigote y pensaba en la situación que se le presentaba, en el precio a pagar por la muerte del hombre en el aeródromo. Evaluaba los costos. Pensaba en el sentido de la lealtad y en la traición. En la afinidad y en los negocios. Aquella muerte le había removido los recuerdos y sentía que la decisión tomada no sólo le resultaba riesgosa sino también algo penosa. Conocía al hombre. Solían beber juntos en un bar que el hombre regenteaba por Ramos Mejía o jugar poker. El muerto era algo mayor que él y era un conocedor de la psicología de los hombres con poder, lo que le permitía brindarles un servicio adecuado para satisfacer sus deseos. El comisario lo protegía.
El hombre de la bonaerense se sintió melancólico. Le sorprendió ese sentimiento. Sintió cierta percepción de cercanía al recordar la complicidad que le brindaba aquel hombre cuando le presentaba a sus taxis, muchachitos cabrios y de buena verga, amantes de una noche, que el hombre muerto reclutaba en las calles para que brindaran placer a sus amigos y a algunos selectos y adinerados clientes.
En cierto sentido la muerte del hombre era la única salida para mantener todo en sintonía con el diputado. El finado conocía al dedillo todos sus vicios. Sabia que su joven amante era quien se cogia a la hembra del diputado y esa información podía llevarlo a una situación poco favorable. Tenia que optar. Le gustaba su macho y no pensaba entregarlo para satisfacer los celos del político

Crimen y castigo II.

En un intento desesperado por salvarse, por expiar de su recuerdo, de su sangre, de su ropa, de todas y cada una de las partes de su cuerpo, abandono el rancho del fondo después de un largo pase sobre el espejo donde rebalsaba la merca y se reflejaba el rostro abrumado del amigo de B. Cuando salió al patio para cruzar a la casa sintió todo el peso de la cocaína, el alcohol y la desesperación que se había adueñado de ese instante de su vida. El atardecer ofrecía un cielo limpio luego de la continua lluvia, con un sol rojo en el lejano horizonte más allá del barro y los ranchos, mientras un puñado de estrellas y una tímida luna se asomaban como noche. Respiro profundo y percibió miradas inquisidoras, inexistentes, que atravesaban sus pensamientos e imágenes de sangre y locura, que escuchaban las palabras mudas con que él se explicaba los acontecimientos una y otra vez en busca de un sentido y una respuesta. Un repentino ataque de angustia y paranoia lo acribillo provocándole un sudor frió y oloroso. Hedía a alcohol, miedo y cocaína. El ahogo de la culpa y el terror transformaron en una odisea el cruzar el patio.


El hombre entro en la casa y cerro la puerta. Se deshizo de sus ropas y conecto en el pequeño baño el calentador eléctrico de la ducha. Tomo un baño caliente mientras se frotaba el cuerpo con jabón, con obsesión para limpiar de él los olores y los rastros de la muerte. En el instante del baño reino la calma y pensó en quemar la ropa para ocultar cualquier evidencia. Cuando termino el baño se contemplo desnudo en la pieza frente a un espejo buscando algún rastro de lo sucedido, como si alguna marca en el cuerpo lo hiciera identificable. Se vistió con un pantalón de buzo, una remera y un pulóver viejo. La ropa del crimen la coloco dentro de una bolsa tipo consorcio para quemarla más tarde. Tomo de la heladera más vino, dio un sorbo largo de la cajita y marcho nuevamente, casi corriendo, al refugio del galpón, donde se abalanzo sobre el espejo para preparar otro pase.
Curiosamente al lado del espejo con la merca había una pila de libros que había robado a un vendedor callejero. Le llamo la atención uno viejo, de tapa dura cuyo lomo rezaba Fedor Dostoievsky. Lo abrió, lo ojeo, lo dejo así abierto al costado. El amigo no aguanto más la culpa. Hizo un último pase cargado y potente. Su nariz sintió el esfuerzo y comenzó a sangrar. Contemplo frente al espejo su propia sangre y se quebró. Con el revolver 38 que había llevado al apriete, se lo puso en la boca, rezo un padrenuestro y un Ave María, lloro implorando perdón y se voló la tapa de los sesos. La sangre salpico las paredes de chapa y el catre, donde el cuerpo inerte se desplomo, como si al fin hubiera hallado el descanso.

Un encargo en el tugurio

El tugurio estaba iluminado con luces rojas que molestaban la visión pero que daban al lugar un cierto clima de intimidad. Dos prostitutas, una rubia y una negra, se acodaban en la barra esperando que alguien las llamara. Quien atendía el mostrador era un calvo grandote, cara de boxeador. Llevaba encima una gran resaca que se notaba en cada uno de sus torpes y cansinos movimientos. En las mesas del fondo algunos pocos clientes conversaban animadamente con las otras chicas que rondaban el lugar. Cuando B. ingreso sintió como todas las miradas se dirigían hacia él. Paranoia de cocaína se dijo a si mismo. Allí había quedado encontrarse con quien era su contacto. Lo citaron para hablarle de un trabajo. Aun no sabia de que se trataba pero el siempre había respondido con lealtad a los llamados del diputado, viejo compañero de su padre, quien lo recordaba como un buen peronista, hombre de Brito Lima y el CdO. B. era su soldado. Como aquella vez que junto a unos muchachos del Mercado Central reventaron a golpes a unos señores paquetes de la Sociedad Rural que pretendían silbar al turco Menem. O cuando quemaban las casillas de unos obreros que jodian a sus patrones en los mataderos. O simplemente cuando cuidaban algún lote de merca que salía de la villa.
B. pidió una cerveza bien fría al calvo con resaca de la barra que se la sirvió con mala gana. Una morena de la barra se le acerca para saludarlo cuando entra el contacto, un gordo morocho con pinta de poli.
Mientras tanto sobre una tarima que oficiaba de escenario se desarrolla el show. Una mujer flaca de unos veintitantos años, de nariz prominente, pelo corto, pechos pequeños y enorme culo se contornea vestida de colegiala frente a un moreno fornido. Ella se desnuda dejando ver unas pequeñas tetas duras y los pezones parados y ennegrecidos. Baila un poco meneando su culo enfundado en una mínima tanga. El fornido moreno no es muy atractivo pero tiene buen físico, la acompaña en los movimientos y la posee. Los boxers dejan entrever una enorme verga que se ha endurecido. Ella pone cara de sorprendida y besa la pija a través del boxer.

- Como estas? El jefe tiene un encargo para vos. Hay buena plata.

- Quien es? Pregunta B. mientras bebe un trago de cerveza.

-Un proxeneta. Hay que limpiarlo sin dejar rastro. Llévate otro, mira que va armado.

Ella se coloca boca arriba sobre una camilla, abierta, con su concha mojada recibiendo plenamente una enorme y dura verga, que la penetra. Se mueve, se retuerce, se estremece, se parte en dos para recibirla entera en su interior. La siente y grita ante cada embestida del furtivo amante (actúa o goza se preguntan B y el poli gordo). Se pone de espaldas y luego lo monta como poseída. Acaba meandose sobre el pene del moreno fornido. El acompañante con la enorme pija tensa, la saca del coño y obliga a chuparla. La lengua húmeda la recibe. La leche del compañero le chorrea la boca y las mejillas. Ella, hermosa en el relax del final de acto. Algunos aullidos y aplausos parten del escaso público.

- No te preocupes dalo por hecho. Para cuando. Dice B.

El poli gordo se marcho y B. se quedo bebiendo la cerveza. Decidió gastar unos pesos en aquella pequeña estrella del escenario.

La vida por Perón

El diputado llego a su casa en San Justo entrada la noche. Su mujer ya estaba acostada lo mismo que sus hijos.
El hombre se quedo en la cocina donde se sirvió un Chivas con hielo mientras calentaba en un microondas algo de comida que le habían preparado. Contemplo su comida, la que apenas probó y bebió su trago mientras fumaba un pequeño puro Romeo y Julieta.
Recordaba los tiempos en que tenia que hacer los trabajos que el ahora encargaba. Sentía la ironía de ser hoy alguien tan fuerte como para mandar a matar cuando 25 años atrás era un simple mandadero que con astucia y agallas había sabido abrirse paso en la vida. Su mente retrocedió a los primeros días del otoño del año 1975. Un día caluroso (recordaba aquel calor como algo distinguible y particular de aquella historia, su sudor corriéndole por el cuerpo y la constante queja por aquel clima en otoño) Alberto en persona lo convoca a él y le encarga una tarea particular. –Mira negro, hay que sacar del medio a unos montos que están jodiendo en los mataderos. Júntate gente y reventalos. Que nadie sepa nunca más donde encontrarlos y si los encuentran que nadie se anime a terminar así. Que comprendan bien lo que significa enfrentar la ira de los buenos. Me entendiste?.
El ahora diputado recordó que allí conoció a su ahora victima. Un monto que se había dado vuelta y condujo a sus compañeros a una ratonera. Arreglo una reunión en su sitio seguro, una casilla de chapa y material por La Tablada. A medida que iban llegando los iban desarmando y golpeando con caños para terminar acuchillandolos. A los sobrevivientes y a los cadáveres los despellejaron como a los animales en el matadero. Sobre una de las paredes de la casa de chapa y material firmaron su acto con aerosol: Zurdos de mierda, tengan cuidado con la ira de los buenos, ¡Viva Perón!.
Aquel recuerdo sorprendió al diputado que gozaba relajado de su Chivas y su nueva vida. Con su carrera política en marcha, ya lejos del CdO. El diputado recordó en aquel acto que uno de los matones era el padre de B., su ahijado, a quien siempre había tenido en estima. Lamento que tuviera que liquidarlo también, pero en política siempre hay que optar. Son precios que hay que pagar, pensó, mientras saboreaba su Chivas.

Deseo viril

El hombre de ley termino su vino y tomo el teléfono celular. Sintió que estaba caliente y tenia ganas de sexo. Al rato sonó y bajo a abrirle a un joven moreno marcado y grandote, con cara de niño. El comisario se calentó más apenas lo vio. Ya en el ascensor manoseo la pija del moreno y la sintió dura y grande. El comisario se relamió y se sintió tranquilo.
Le gustaba aquel macho y lo sabia confiable. Era alto y musculoso, físico de gimnasio y buena alimentación. Un morochito de clases medias ávido de ascenso social y categoría que pretendía conquistarla a puro vergazo con quien sea. Vestía una campera de jean ajustada al cuerpo y la enormidad y dureza de su miembro le sobresalía de los pantalones de tela. Era una noche fresca y el comisario se alegro por ello. Le gustaba imaginar la pija bajo el pantalón del muchacho.

-Espera, dijo él. Espera a que lleguemos.

El ascensor marco el 8vo piso y detuvo su marcha. Abrieron la puerta del departamento y el lugar volvió a sorprender al taxi. Grande, espacioso, luminoso.
El comisario beso al muchacho en la entrada y comenzó a manotearle el sexo duro bajo los pantalones. El muchacho sintió el placer de aquel roce.
Se saco los pantalones y debajo de los boxers se dejaba ver la enorme erección. El comisario comenzó a chupetearla con los calzoncillos puestos del muchacho mientras se bajaba sus propios pantalones para masturbarse. Su pija también estaba dura y su culo hacia agua, mientras el miembro del taxi se agrandaba. Ambos gozaban.
Quedaron desnudos y frente a frente masturbándose. Pija sobre pija. Dureza y dureza. No tardo mucho para que el culo del comisario se ofreciera al joven semental que lo hacia suyo.

-Te gusta más mi culo o te gusto más el de la negra? Pregunto el comisario al joven amante. –La quiero toda sabes.

Un degüello de soles muestra la tarde

B. se había guardado un tiempo en su rancho, una casilla en medio de la nada por Catan. Esa tarde vio llegar al Regata pero los ocupantes le resultaban cara conocida. Reconoció en el coche a dos polis, gente del diputado, así que no se sobresalto. Estaba sentado en el frente de la casilla, en una reposera, tomando vino tinto en tetra break, escuchando una radio que pasaba en ese momento El Arriero de don Atahualpa. Se sentía alegre y ligeramente borracho así que saludo a sus visitantes. Había un gran sol y en el frente estaba agradable. Invito a los hombres a entrar, les ofreció un vino y pregunto el motivo de la visita.

-Venimos por lo del aeródromo, hay quilombo.

B. se sobresalto y dio un respingo poniéndose de pie y llevando instintivamente su mano a la faca.
-No te calentes, dijo el policía morocho y gordo, mientras su compañero un hombre pálido de rasgos aindiados, disparaba una 32 alcanzando a B. con dos tiros, uno en el pecho y otro en la pierna. Cayo desplomado al lado de la reposera y el vino de la caja se derramaba confundiéndose en un mismo charco con la sangre de B. que manaba profusamente. El gordo se acerco y lo remato con un disparo en el pecho.
En otro lado el comisario y el diputado, frente a las cámaras de TV, celebran una conferencia sobre los desafíos de la democracia y la seguridad ciudadana.
La morena amante del diputado y el joven taxi los miran por Canal 26, desnudos en la cama, en la habitación de un albergue transitorio.
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Foto del autor facundo aguirre
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Descripción

el poder no necesita razones para matar.

Palabras Clave: poder sexo cocaina crimen

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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Pablo Andrs

me gustó mucho el primer cuento, muy macabro! excelente descripción del ambiente
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December 26, 2008
 

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