Germamia Nocturna. II
Publicado en Jul 11, 2022
Por la senda de cerámica, caminando lento mi cuerpo iba. Inundado del humo del incienso, las caras felices ni divisadas alcanzaba. Todos reciben, con sus manos abalanzadas, la fila compuesta por mis futuros colegas. Cantaban el ave maría, en coro, nuestra llegada. La luz del alba nos rebasaba, a tal punto, que los vitrales parecían lámparas. A la punta, el maestro, y a la cola, el destino. Por lo que por años preparamos, una fiesta como ninguna otra; una consagración, una carta, una foto y un anónimo perdón. Entre las caras infinitas buscaba, sin esperar resultados, una familiar. El camino lento preparaba, aumentaba su pendiente en escalares dobles, retrasando mi llegada. Un viento por mis ojos los secaba, unas lágrimas que humedecían eran la excusa necesaria para que lo enrojecido, cuando llegara, demostrara.
Si tan solo las hubiera entregado, no estaría solo el día de hoy, nunca tuve el suficiente pudor para al correo llevarlas. Mi mente al presente recordaba, las noches que a cada ser querido dedicaba. Las tardes que a estudiar el santo libro sacrificaba y los caminos que con sabios y sabias concretaba. Al final de tal camino mi maestro me esperaba, y el humo del incienso poco a poco se esparcía dando libre vista a todo público que de la función aguardaba con alegría y esperanza. ¿Acaso yo les pedí venir? ¿Acaso merezco sus aplausos, rezos y alabanzas? No les había pedido nada, en realidad, no me creería capaz. Sus manos sobre mi pusieron como antes del final de Jean-Baptiste Grenouille. Cálidas y frías, repartiendo sus purezas e impurezas cual siervo al holocausto israelita se temía. Estaba impuro, tosco, sucio y engrasado, y en contraste al mismo tiempo feliz, blanco y con la adrenalina rebasada. Me arrodillé ante el pueblo que aunque pequeño me miraba blancos, negros, mestizos, indígenas; niños, niñas, adultos, adolescentes; solteros y casados; obreros, empresarios, cuidadores, granjeros y profesores. Todas las vistas sobre el que por la fila seguía. Lo untaban de aceites, lo rociaban con agua, a la mejilla le pegaban, lo persignaban y la bendición le daban. Y el siguiente, cual novillo al matadero, cual recibo al pagar, cual anciano recibe su pensión, recibía el mismo trato. ¿Acaso yo estaba preparado? Si olvidar no es que sea uno de mis vicios, y los recuerdos eran lo que me mantenía vivo y esperanzado. Al fondo, una cara conocida, mis padres y hermanas, a los únicos que les hice llegar alguna que otra carta porque no podía perder la decencia de poderles contestar sus mensajes y llamadas. En primera fila, veían a cada uno de mis compañeros, amigos y futuros colegas, recibir la responsabilidad de sus vidas y nuestro pueblo, que luego sentados y consagrados el pan comían. El turno mío seguía, y arrodillado me puse. Sobre mí pusieron mano, y de aceites me llenaron. Mi vista de nuevo se nubló por el ruido del incienso, y las figuras cobraban vida. Las figuras de mi mente, que al plano real se convertían. Llegaba la figura blanca, rostro pulcro, virgen, y suave, con sus manos me tocaba, me bendecía y me miraba, de su mano me tomaba y me elevaba, del suelo mis pies se separaban, de mis zapatos los cordones se desataban y caían; desnudo me sentía, mi cabello se teñía de blanco puro como su piel la cual veía. Puso su pulgar, previamente con sangre de un cordero degollado, en mi frente, y con cánticos los ángeles cantaban. Del cielo llovía trigo, y con el aceite de mi cuerpo lo consagraba, lo juntaba y embalsamaba. Mis brazos alzaba, ofreciendo la ofrenda que en el momento justo debía entregar; mi cuerpo se llenó de brillo, y la infinidad del mundo en mis ojos presenciaba. Todo el universo, todo lo hecho y creado, lo desarrollado y lo no explorado. Me sentía diminuto, y la tierra me acompañaba. El dolor de una palmada en mi mejilla era lo que me despertaba, al mundo físico volvía después de una experiencia magnífica. Me levantaba, el pan me alcanzaban y a sentarme iba. Junto con mis compañeros, uno en uno en esa fila yo veía, y luego de un rato con el resto venían. El sermón no faltaba esa mañana de domingo, donde se nos recalcaba la tarea que se nos era entregada. Cuidar del pueblo al que íbamos, cuidar a la gente, cuidar a nuestros amigos, a nuestra nueva familia. Enseñarles el bien de ellos, el bien por ellos y para ellos. El don de amar que estudiábamos, el don de compartir, de enseñar y de preservar. Yo sabía justamente a donde tenía que llegar, un pueblo alejado de la capital, rural y lleno de costumbres. Un citadino, profundamente conectado con lo digital, tenía que convertirse de lleno con la cultura de su nuevo pueblo. Cuando terminó la celebración, el rito, la fiesta, mis parientes se acercaron, orgullosos y felices. Felicitaciones.- al unísono. Podía ver sus caras, con los ojos envueltos en lágrimas, era más la felicidad que la tristeza porque debía alejarme de ellos, después de décadas a su lado y palabras compartidas. Y que de esta no sea la última vez que de mi felices se ponen, a la vuelta les traeré recuerdos y memorias, historias y regalos.- trataba de poner en alto mis más sinceras palabras para aliviarles, y que fuera más rápida la forma en la que acostumbrarnos al nuevo panorama de esta vida que se tomaba. Y llegado el fin, a la fila retomaba, y al encierro regresaba. Siete días eran los que con pan y agua debía vivir, por respeto a la nueva vida y para acostumbrarme al ayuno que por el resto de esta debía respetar. De mis colegas se despedían, de viajes y familias nos íbamos a llenar. Muchos regalos recibían: cartas, comida, un juguete, una foto, un libro, una mirada, un abrazo, una vida. Del edificio poco a poco nos alejábamos, a pie debíamos llegar. Las ropas nos soltábamos, apretadas nos quedaban. Al igual que con el principal camino al inicio del día, este real, a caminar empezábamos. Dos minutos, conversaciones salían de nosotros, algunos extrañados, otros contentos y los demás callados. De la sombra de una gran casa nos cubríamos y allí nos encerrábamos. Dieciséis literas con cobija y almohada era lo que el claustro nos ofrecía. Cada uno tomaba su ropa, y en los cajones la guardaba. Estos cajones estaban debajo de la primera cama de cada litera, entonces por dos era compartida. Los zancudos, alborotados por la luz, salían y picaban. Es lo que nos espera.- decía mi colega, el nuevo nombrado presbítero Juan Lucas.- en estos días donde está lloviendo tanto, por lo general salen muchos de estos moscos. Va a tocar traer pomada, porque de la picada no salimos. Lamentablemente, tenía razón, pues el invierno llegaba. Y era este tanto, que después de 60 años de nuevo caer nieve en el páramo de Sumapaz se veía. Era la época donde más las enfermedades azotaban, que no era sorpresa que de una mala nueva, por sorpresa, me llamaran o escribieran. ¡Apaguen ya la luz!- decía más de uno, puesto que madrugar todos debíamos. Antes de llegar el alba, íbamos directo a la capilla, ofrecíamos el nuevo día y rendíamos nuestras súplicas a familiares y amigos, practicando para que prontamente fuera todo un pueblo. A estas alturas, todos ya teníamos muy claro a qué pueblo nos dirigíamos, algunos en la ciudad se quedaban, otros para lejanos pueblos iban, cerca de las selvas, cerca de los bosques, cerca de las granjas. Otros seguirían colaborando aquí, en la llegada de nuevos aprendices como cada año. Entonces, acostumbrado ya, yo cuidaba mis cartas, las cuales nunca mandaba y dejaba acumular. Cada que podía, una nueva escribía. Dirigidas, por lo general, a las vidas que tuve y no volveré a tener. Sin menester de querer mandarlas, sabía que antes de querer compartirlas, prefería perderlas, y que de nadie enterarse pudiera. Para guardarlas, tenía un pequeño cofre sin llave, pero con un pequeño truco en la cerradura que solo yo conocía. Este método de seguridad era el más infalible que encontré y vaya suerte que de un golpe resultó. Siendo así, cansado estaba, prefería dejar para el final de la jornada, esta semana, escribir una nueva carta y dejar pendiente la compra de otro cofre con otro daño, que me pueda asegurar que nadie a mí me hará daño leyendo las cartas que con tanto empeño guardo.
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aljana pausinni
Te diré que pertenezco al segmento de los no creyentes; sin embargo, respeto y admiro a quienes sacrifican partes de su vida en una lucha por evangelizar Y SIN VENTAJAS.
Un abrazo, Diego
Aljana
Diego Poveda
muchas gracias por tu comentario y me gustaria agregar algo adicional: Mi corriente es el materialismo histórico, y todo esto es producto de una investigación con muchas personas en un pequeño pueblo a las afueras de mi país. En realidad, al final, todo esto va a tener un desenlace que tal vez te guste o tengo planeado. Al final, las historias se van escribiendo solas en el camino...
Un abrazo