Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cuando la tía Carmela, una de las hermanas de la abuela Amparo, cumplió cien años, sus sobrinos le organizaron -en la casona que habitaba sola en la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad de México- una fiesta-sorpresa a la que asistieron muchísimas personas. Y, como culmen de tan maravillosa y poco probable celebración, mandaron llamar a un sacerdote cercano a la familia para que dijera una misa en su honor.
Pero éste, medio atarantado, sin saber bien a bien de qué se trataba, se presentó muy triste y compungido, y con los adminículos necesarios para administrarle la extremaunción.