LA PLAYA
Sabía el lugar, el día, y la hora en que yo iba a morir. Lo sabía porque lo había determinado de esa manera, muchos años atrás, en aquel paraje lejano, donde el mar y el cielo se conjuran para producir un milagro. Lo sabían también los restos de ese lobo marino del que sólo quedaban sus huesos dibujando sobre la arena un bosquejo de su efímero pasado.
Pensaba yo, en aquellos años, y lo pienso igual ahora, que esa era la mejor forma de partir, en armonía con la madre naturaleza y devorado por ella misma para sentir que uno en definitiva es parte de un todo. Lo había decidido un día como hoy, cuarenta años atrás, cuando los sucesos me marcaron para toda la vida.
Volví al mismo lugar a cumplir mi promesa. No diré aquí el porqué de mi dramática decisión, excede los motivos de este relato.
Solamente yo conocía que esa playa era una puerta de entrada a una suerte de paraíso, donde el tiempo debe estar detenido y donde pasado y futuro se confundían en un haz de luz. Lo intuía ese lobo marino que agonizaba en paz, burlándose de la muerte, formando parte de un paisaje pleno de belleza y luz. Ahora era parte del entorno, esa arena caliente que luego se irá derritiendo y formará una nube de minerales y que luego volverán encarnados en el cuerpo de otro lobo de mar, en un ciclo de vida eterna Lo sabía esa cría que nadaba con su madre a pocos metros de la orilla.
El tiempo me había demostrado que yo estaba en lo cierto, que a la muerte hay que ganarle de antemano y no dejar que se lo lleven a uno porque sí, a su antojo y capricho, y menos aún, convaleciente en una fría y dura camilla de hospital.
El marco era el ideal, el día estaba espléndido como aquel de antaño. Desayuné en el hotel, antiguo y casi abandonado, sabiendo que era la última vez que lo haría. Yo era casi el único huésped, estábamos en los límites de la temporada baja; el balneario, desolado, se preparaba para recibir a los futuros turistas. El bar, de frente al mar, saludaba a la aurora en soledad.
Junto a las medialunas reposaban las medidas justas de las pastillas que luego me tomaría junto a la orilla del mar para ingresar a ese otro mundo que una vez visualicé junto al océano. Las aparté cuidadosamente, como si fuesen joyas que estuviesen a punto de ser vendidas al primer postor.
Antes de bajar a la costa pasé por mi habitación a recoger algunas cosas para mi breve estadía en la playa. Debía contar con una identificación para facilitarle las cosas a la prefectura, así cuando encuentren mi cadáver en la arena sepan a quién pertenece. Debía, además, disimular que estaba muerto porque lo que yo necesitaba para llegar a ese otro mundo era permanecer bastantes horas expuesto al sol; de esta manera me iría transformando en parte del paisaje y reencarnaría en otra forma de vida. Para ello llevé mis lentes de sol, mi sombrero de paja, un bolso de mano y una botella de agua.
La playa estaba justa en frente del hotel, cruzando un camino de pedregullo fino y cortante donde apenas se esbozaba una rambla. Las pocas nubes que todavía navegaban en el cielo se fusionaban y desaparecían, sin rumbo, como vaticinando el futuro que me esperaba; pero yo no tenía miedo, estaba seguro de lo que hacía, había estudiado todo al detalle, hasta la justa dosis del veneno que debía ingresar a mi torrente sanguíneo y perforar mis entrañas.
Busqué el mismo lugar de cuarenta años atrás; lo situé en el medio, donde se mezcla la arena dura y la fina y a pocos metros del cadáver del lobo marino. Me senté y miré hacia el horizonte. Estaba algo movido, una leve brisa tejía precarias figuras con la espuma en el rompiente de las olas. Un grupo de gaviotas revoloteaban alrededor mío como esperando el futuro banquete. Observé los restos del lobo; estaban próximos a ingresar en el túnel hacia ese otro mundo. Estaba solo, enredando mis pensamientos en el fondo de la tibia arenisca.
Comencé a sentir lo mismo que la otra vez: un estado de cuasi meditación. El sol me daba de lleno en todo mi cuerpo, produciéndome una cierta relajación; el ruido soñoliento del mar invitaba a descansar; observé una vez más la singular belleza de la marina. De esta forma quería partir, fundido en un todo y entregado a la naturaleza.
Tomé mi bolso y saqué el frasco con las pastillas; según mis cálculos tenía que tomar las tres juntas. Las aprisioné en mis manos, como si fuesen tickets de viajero. Antes de tragármelas recordé brevemente lo que había sido mi vida. Con cierto orgullo me las metí en la boca y me recosté en la arena a esperar mi salvación.
2
Sentí de pronto que alguien me tocaba. Estaba algo oscuro, la silueta de una mujer se recortaba en el cielo rojo del ocaso, derramando sobre su sombra, la nostalgia de su esplendor. Su cabello trenzaba en el aire al compás de la última brisa. Traté de incorporarme, pero el peso de mi cuerpo inerte me lo impedía. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Quién era yo?
-Señor ¿se encuentra bien?… es casi de noche, dijo una dulce voz….
Intenté nuevamente incorporarme, esta vez con cierto éxito, pero algo mareado. No sabía dónde me encontraba, la mujer me dio agua para beber y lavarme la cara de arena. Mis recuerdos se perdían, sumergidos en un mar revuelto de incertidumbres. No reconocía ni el lugar ni a la mujer.
-Discúlpeme, se iba a deshidratar, por eso lo desperté. Lo estuve observando durante horas. A la mañana Ud. era blanco, ahora está casi negro-, puntualizó casi con una sonrisa. Se quedó profundamente dormido y no sintió ni siquiera las radiaciones solares. Debería haberlo despertado antes pero no me animé….
No supe qué responderle, no estaba seguro de lo que acontecía en torno a mí. ¿Que' hacia yo en ese lugar, cómo había llegado? La confusión se apoderaba de los residuos de cordura que resistían los embates de la realidad; me senté y le pedí más agua para sofocar mi sed. Al lado mío estaba el bolso con mis pertenencias; mi memoria de a poco comenzaba a registrar los acontecimientos. Miré hacia el mar, creí reconocer esa playa, esas rocas y esas olas sobre mis pies.
De pronto y como por arte de magia recordé los motivos por los cuales yo estaba en esa playa. Mi piel roja y seca me confirmó que no estaba precisamente en ningún paraíso. Deduje que mis cálculos habían sido errados. Todo me salía mal, ni siquiera podía suicidarme tranquilo, pensé. (¿Habría confundido la palabra cianuro por cloruro?). Busqué mi bolso para cerciorarme de que me había tomado las tres pastillas, pero nada encontré; concluí que me las había tomado, pero no habían sido suficientes. Luego alcé mi mirada en busca de la mujer quien misteriosamente seguía a mi lado observando mi extraña conducta. Tenía ahora el pelo recogido, llevaba una playera del color del sol, se preparaba para salir. Le agradecí que me haya despertado y le pregunté si era de por acá,
- No señor, estoy de vacaciones en el chalet de mis padres, pero ellos no están.
Cuando dijo esto, la miré con más atención y descubrí que podía ser mi hija, pero que ciertamente no lo era. Me ayudó a incorporarme tomándome de los brazos; mis piernas estaban algo flojas por los efectos de la fuerte medicación. El sol, debilitado por el ocaso, coloreaba las nubes, con los últimos rayos que sucumbían en el mar, desafiando a la retadora noche. Por momentos un pájaro intentaba pescar algo lanzándose en picada como un kamikaze.
Cuando llegamos a la calle de pedregullo me preguntó a dónde estaba alojado, pero no supe qué contestar; no tenía una casa y en el hotel ya no me esperaban, nadie me esperaba de este lado del mundo. Al percatarse la chica de mi indecisión, mis silencios y mis gestos dubitativos, me invitó a quedarme en su chalet a lo que inmediatamente le respondí que sí.
-Tengo dos cuartos, si quiere puede quedarse conmigo, ya es muy tarde y va a comenzar a hacer frío; como ya le dije, mis padres no están. No es ninguna molestia para mí, lo único que hago yo, es estudiar y bajar un rato a la paya.
-Bueno, le dije, si quiere yo le puedo cocinar algo….
Se sonrió, ahora con una sonrisa de mujer, desalojando a la niña que llevaba instalada en la cara. Ya estaba oscuro, el aroma del bosque se insinuaba con la brisa que venía del mar, invitando a las luciérnagas a bailar en una orgía de luces intermitentes. Había muy pocas casas, apenas iluminadas y desperdigadas como al azar. Me percaté, antes de llegar al chalet, que yo no tenía ropa ni ninguna cosa que me permitiera continuar con mi vida, la que dejé esa mañana en la playa junto al lobo marino.
La cabaña era modesta pero encantadora. Los muebles, rústicos, rodeaban como en semicírculo a una estufa a leña que estaba apagada. El orden imperaba en la habitación, como si nadie viviese allí. La cocina estaba en la planta baja incorporada al living y los dormitorios en la de arriba comunicados por una escalera de madera. Antes de que ella pronunciara palabra alguna, le hice una pregunta.
-No me dijo su nombre.
- Gabriela.
-Encantado, yo soy Alberto-. Nos dimos la mano llena de arena y sal.
- ¿Quiere darse un baño?
-Bueno… si… pero yo no traje……
- No se preocupe- me dijo junto a la escalera, puede usar las ropas de mi padre; es curioso ¿sabe? Se parece mucho a Ud. Le van a ir bien sus cosas. Si me espera se las bajo.
Me senté frene a la estufa y suspiré por primera vez. Estaba cansado, las pastillas no cumplieron su cometido, pero habían surtido un efecto somnoliento y relajante a la vez, como si hubiese tomado mucho alcohol. Reconocí mi bermuda y mi camisa, las que había elegido para mi entierro. Estaban sucias, lucían como sobrevivientes de una catástrofe.
¿Y ahora qué? me preguntaba yo; mi plan había fallado, la fecha indicada se estaba yendo al pasado, ya me había desprendido de todo lo material y en cierta manera ya me había despedido de este mundo; pero cuando veo a Gabriela bajar de las escaleras siento que los proyectos a veces entran por los sentidos.
-Tome… con esto se va a arreglar por unos días. Yo voy a cocinar alguna cosa, ¿le gustan las pastas?
- Sí, claro, le dije...
Luego, me fui al baño de arriba con las ropas de su padre bajo mi brazo. Me sentía raro usurpando esa cabaña, esos atavíos y esa cama, sin siquiera saber por qué ella lo estaba haciendo, porque´ confiaba tanto en mí, y por qué me había rescatado de la playa. No pude reconocerme en el espejo, mi cara estaba chamuscada por el sol y mi cuerpo casi carbonizado.
En el dormitorio descubrí el parecido de su padre con fotos mías de juventud. Las había de todas las épocas; intuí que Gabriela era hija única, una foto sobre la cómoda del padre lo delataba. Se la veía feliz, tendría cinco o seis años, y el padre unos treinta. Estaban en esta misma playa, lo reconocí por el montículo de rocas que se ven en las mareas bajas. El ropero estaba como el día en que su padre se fue, la ropa ordenada, el perfume a limpio, las ausencias inundando los resquicios. Me bañé y me puse lo mejor de las indumentarias de su padre y me apronté para salir. El espejo me miró y se sorprendió, pero no supe si yo era la imagen que se reflejaba o era la del espejo que multiplicaba la mía.
Cuando bajo por las escaleras y ella me ve, se larga a llorar desde la cocina. Sin perder tiempo la abracé para consolarla. Ni bien las lagrimas dejaron de brotar, otras se evaporaban de la olla inundando el ambiente con viejos aromas de hogar. Le sequé las lágrimas con un pañuelo que estaba en la mesa. Al rato dejo de sollozar, las mejillas virando al rosado, sus brazos en mis hombros, la frágil hondura de sus ojos.
-Disculpe- dijo, mientras revolvía la salsa… es que…cuando lo vi me hizo acordar a mi padre.
-Ho… dije yo- no fue mi intención. ¿Dónde está su padre?
-Murió hace muchos años.
-Cuanto lo siento.
-No quiero, ahora, hablar de eso. Preparemos la mesa ¿me ayuda?
Lo hice en silencio siguiendo sus órdenes al pie de la letra. La comida olía exquisito, unas velas aromáticas acompañaban a mi torpeza al momento de poner la mesa; dos copas de cristal esperaban, inmóviles, convertirse en una buena excusa; si esto es la vida después de la muerte, ya era hora de convertirme al catolicismo, pensé. Al fin se sentó, yo serví el vino y brindamos quién sabe por qué extraña causa. Quizás por el misterioso encuentro en la playa o simplemente por ese momento único e irrepetible junto a las velas.
Primero empezamos por el vino y luego por la comida. Las velas, ondulaban y se reflejaban en las copas, quienes parecían acercarse y alejarse seducidas por las sombras. Desde la ventana, un rumor de mar se colaba entre los árboles comentando sus viejas hazañas. Olía a bosque húmedo. La primera en romper el silencio fue ella.
-Una pregunta, me gustaría hacerle, si no es molestia….
-Hágala.
- ¿Por qué no lleva nada consigo…me refiero a un bolso, una valija, ropa… cosas por el estilo?
-Es una larga historia.
- Cuéntemela, tenemos tiempo- dijo sonriendo.
Lo hice lo más breve que pude revelando los más mínimos detalles de mi existencia, mis años en la oficina de planeamiento, la tragedia, mi decisión de volver a la playa, la visión que tuve junto al lobo marino; respondió a esto con un gesto de asombro en su cara confundida entre las sombras de la vela.
- No te preocupes que no estamos muertos, le dije, riéndome.
- Ahora entiendo porqué dormía tan plácidamente. Lo desperté de un largo sueño, quizá el último para Ud. Un sueño que según u lo iba a inundar de paz. Ahora me siento culpable de devolverlo a la vida, dijo riendo…
- No es tu culpa, mi plan falló…hace mucho tiempo que mi plan falló.
Luego le pregunté por su madre, a quien había visto en una foto en la habitación de arriba y me había parecido muy hermosa.
-No quiso venir, le trae malos recuerdos. Ellos siempre venían a esta cabaña, era su refugio y ahora que no está papá….
-Claro, lógico, le dije.
- ¿Ud. no tiene familia?
- No…se quedaron en esta playa hace muchos años…
- ¿Cómo fue eso?
-Es así como lo escuchó, dije
- Comprendo. Si no quiere hablar de eso no tengo porqué obligarlo.
Con el postre llegaron las primeras miradas cómplices, los primeros encuentros, esas décimas de segundos donde los ojos parecen que hicieran contacto entre sí, como órbitas de planetas alineados, en una sintonía fina de frecuencias únicas e irrepetibles, preparando nuestros cuerpos para lo inevitable. El vino iba lentamente ocupando su lugar en la sangre, desplazando a las células de la inhibición.
-Los platos los dejamos para mañana, dijo Gabriela, sensual, desde su silla de mimbre.
- Bueno, le dije…
Subimos la escalera y nos despedimos con un beso en el último escalón. Yo me fui al cuarto de sus padres y ella al suyo. Nos separaba una toilette que daba justo a los pies de la escalera. El silencio era apenas recortado por los quejidos del bosque y algún auto que se dirigía a la costanera en busca de diversión. Traté de dormir, pero su imagen recorría mi mente desde el momento en que la vi en la playa hasta que me despedí en la escalera. Pensé en golpear a la puerta de su habitación, pero no fue necesario, lo hizo ella como leyendo mis pensamientos. Amanecimos juntos, confundiendo nuestros aromas, que ahora ya no eran ni de sal ni de arena.
3
Desayunamos en una especie de porche de estilo inglés, que daba hacia el mar. El bosque se ponía en funcionamiento con las primeras luces del alba, como si le hubiesen dado cuerda. Los pájaros, se acercaban, tímidos, a rescatar los restos de la mañana. Cada tanto pasaba alguien y saludaba desde la calle con el brazo en alto, anunciando que todavía seguía con vida.
Gabriela estaba algo nerviosa, como si hubiese cometido un delito y estuviera en pleno arrepentimiento. Se sentía avergonzada por los sucesos de la noche anterior. Estaba hermosa, se había recogido el pelo, tenía un sombrero de paja y llevaba puesto un vestido del color de las uvas.
-No hay de qué preocuparse, le dije. Yo no soy tu padre y tú no eres una menor de edad.
-Claro, dijo ella, sonriendo, mientras serbia el café. Es que fue todo tan rápido y lo hicimos en la cama de papá…
-Decírmelo a mí, que creí que estaba muerto….
Confundidos en un abrazo interminable, luego de desayunar, bajamos a la playa. Había poca gente, las gaviotas disertaban sobre las bondades del mar, los lobos competían por sus hembras marcando el territorio de un posible encuentro. Caminamos junto a la orilla, hundiendo nuestros recuerdos en la bravura del mar. A Gabriela le gustaba atrapar a las olas con los pies como si fuerce una niña; yo seguía ensimismado en los acontecimientos del día anterior construyendo un presente que sostenga mi existencia.
Cuando llegamos a un montículo de rocas decidimos tomar un descanso. El sol se empezaba a sentir. Nos dimos un baño, el primero de mi nueva vida. Desde los médanos, descendía una leve tormenta de arena que se adhería a mis ojos como si tuvieran un pegamento. Luego nos sentamos debajo de un árbol solitario a observar a los barcos pesqueros que volvían de su faena quebrantando la línea del horizonte. Estuvimos un rato hasta que el calor lo permitió.
Al volver pasamos por mi playa, todavía estaban los restos del lobo, su olor se sentía desde todos los ángulos. La marea estaba alta, las rocas, sumergidas, desenvolvían su timidez debajo del mar.
Almorzamos en un bar frente al mar, en busca de sombra y algo de frescor. Todavía era temprano, las mesas estaban casi vacías, el único mozo se repartía como podía entra todas ellas. Supe en ese momento de que yo no estaba preparado para llevar esta vida; ni siquiera podía pagar la cuenta del bar. A ella no le importó, parecía decidida a continuar con esto. Hacía planes sobre el futuro, construyendo, quizás, castillos en el aire o, mejor dicho, en el agua. ¿Qué le podía ofrecer yo, si era un fantasma, mejor dicho…? ¿un muerto en vida? Cuando le decía esto, se sonreía sugiriendo que un muerto no hubiese podido dormir con ella esa primera noche. Antes del postre me surgió una idea interesante que quizás podría ayudarme a sobrepasar el momento ¿Por qué no pasamos por el hotel y recogemos mis cosas, mi ropa, mis documentos, pensé? Deben de seguir allí, esperando que pase por ellos. Gabriela estuvo de acuerdo.
Luego de pagar caminamos por la rambla hasta llegar al hotel donde yo había sido alojado. Entré sólo, Gabriela se quedó en la puerta murmurando recuerdos en el viento. Esperé un segundo hasta que apareció un joven al que reconocí de inmediato, era el mismo que me había dado la habitación durante mi corta estadía. Le inventé los motivos de mi visita, no comprendí por qué no me reconoció. Tenía puesto su uniforme de rutina, algo gastado y roto. Hizo un breve llamado a un teléfono interno del hotel. Me miró como extrañado, desconfiando de mi versión. Cuando colgó me dijo que no había registros de mi estadía en el hotel y que lo disculpara con cara de suspicacia hacia mi persona. Le pregunté si había otro hotel como este en el pueblo. Me respondió en negativo
Salí desconcertado, pero decidido a no contarle el episodio a Gabriela, no quería confundirla más de lo que ella estaba; seguro que iba a pensar que yo estaba loco y yo no pretendía matar a la ilusión que se había construido junto a mí. Para salir del paso le comenté que mis cosas estaban guardadas bajo llave y que las llaves las tenía el dueño y que se había ido a la capital, etc. etc. Gabriela aceptó la explicación, me tomó de la mano y bordeando el mar, como una sirena campante, me llevó a su casa. Durmió un rato la siesta; yo no pude, las últimas palabras del conserje del hotel se arremolinaban sobre mi cabeza desplazando los últimos vestigios de cordura.
4
La noche bajó algo tímida sobre el bosque, sesgando a la luz sobre el horizonte lejano. El mar, calmo y como dormido, era apenas una remembranza. Gabriela, sentada frente a la estufa, parecía atraer con su seducción a todo lo que la rodeaba y yo no era la excepción. Me acerqué junto a ella, preparamos la estufa, juntamos troncos en el bosque, decidimos cocinar con el producto de nuestra combustión.
Estaba alegre, se había puesto sus mejores ropas; sus ojos grises, a tono con la luz de la luna, ahuyentaban ansiosos, las melancólicas tinieblas de mis invocaciones. Subió a su cuarto y me mostró las fotos donde estaba con su padre y su madre, en diferentes etapas de su vida. A mí me gustaban las que transcurrían en verano, las que tenían que ver con este pueblo y este mar.
- Quiero saber algo más de tu pasado-, me dijo, antes de servir la cena. ¿Dónde la conociste?
-Aquí mismo, en este balneario. Pero de eso hace casi cuarenta años….
- ¿Y por qué volviste aquí?
-Ya no lo sé exactamente, quizás era una promesa que tenía que cumplir. Ya sabes, ella se murió justo aquí. En esta playa….
-. Entiendo….
Cenamos en silencio, con nuestros pensamientos entrelazados, atrapados en el misterio de la noche. Afuera, el bosque sudaba una leve pero fría escarcha. Adentro, el calor recorría nuestros cuerpos como si se propagara una rápida enfermedad. Salimos al porche seducidos por la luna, sus cráteres desparramaban su sonrisa plateada por entre las copas de los árboles.
A la mañana siguiente no encontré a Gabriela en la cabaña, pero me había dejado una nota en la mesada de la cocina y algún dinero por si acaso. Se había ido muy temprano a la playa con sus libros. Aproveché e la ocasión para ir al centro del pueblo, necesitaba clarificar mi mente, espantar los fantasmas enclavados en mi sombra; los acontecimientos del hotel me habían dejado perplejo e inmovilizado. Tenía que saber la verdad de todo lo que estaba pasando.
Todavía no hacía calor, vi a Gabriela en la playa, pero seguí mi camino hacia el centro del pueblo. Busqué un teléfono, la tarea no parecía fácil, apenas habría quince o veinte cuadras en esta villa; me dirigí hacia una especie de almacén improvisado que daba sobre una amplia avenida de tierra, la única del poblado. Era como un rancho, el techo era de chapa, el mostrador de troncos al igual que las paredes, la puerta estaba tan floja que pensé que la arrancaba con la mano. Me presenté y pedí por un teléfono sin darme cuenta de que lo tenía enfrente de mis ojos, sobre el mostrador. Sin perder tiempo tomé las monedas que me había dado Gabriela y llamé a mi oficina, la que había dejado atrás, en mi otra vida. Pregunté por mí. Por algún lado tenía que empezar a reconstruir mi presente.
-Hola señorita, ¿podría darme con Alberto Rosales?
-Mire señor, él ya no trabaja más... falleció, según tengo entendido, hace muchos años….
-Pero señorita…. ¡eso es imposible!, dije, alzando un poco la voz
-Disculpe señor… ¿qué me dijo?
-Nada, nada, muchas gracias… y dígame… ¿se sabe de qué murió?
-Ah…eso no sabría decirle, señor….
-Gracias señorita, muchas gracias.
Colgué el tubo y miré como por reflejo a la señora que atendía el almacén. Estaba ajena a los acontecimientos, llevaba colgada una sonrisa que alguna vez alguien le dibujó y se olvidó borrarle de sus labios. Yo la observaba, pero no la miraba, mi frente parecía tener escrita la frase “falleció hace muchos años”, titulando la película que se rodaba en mi mente. Podrán decir lo que les plazca, pero yo estaba aquí y ahora, y siendo víctima de una broma de muy mal gusto. Pero ¿Quien había armado esta confabulación?
Por si faltaba más, de atrás del mostrador salió una gallina perseguida por un gato negro que se me cruzó, maldiciéndome; un niño, sucio y en pañales, parecía divertirse con la escena desde el mosquitero de la puerta. La mujer lo llamó y el nene entró y se puso a jugar con el gato. Luego de que ella se disculpara por la escena, salí para comprar algunas cosas que me pidió Gabriela y me fui por la avenida principal, ultrajando con mis pasos, los pensamientos cristalizados en el aire.
Caminé por la rambla unas cuadras y cuando ya estaba cerca de la playa, vi que Gabriela salía del agua. Le hice un gesto de que viniera conmigo y así lo hizo. Cuando se acercó a mí, la abracé, como si abrazara a una idea, a una fantasía, a una invención de mi mente. Hablaba del libro que estaba leyendo, pero yo no la escuchaba, seguía pensando en la señora de la oficina, el gallo, el gato negro y el nene en pañales atravesando el mosquitero.
Ese día lo pase entero encerrado en la habitación repasando uno a uno los raros acontecimientos de los últimos días. Gabriela estudiaba en el living hasta que golpeó la puerta donde yo estaba descansando. Se la notaba angustiada y era por mí. Evité en todo momento comentar lo que sucedió en el almacén. Quizás lo mejor era preguntarse lo menos posible y vivir el momento que estábamos pasando juntos y no cuestionarnos por el significado de las cosas. ¿Alguien sabe más que nosotros de los porqués de las cosas? ¿Qué sentido tenía saber la verdad, si lo más importante era nuestra felicidad? El misterio que rodeaba nuestro amor era tan irreal como cualquier otro. La consolé diciendo que estaba cansado y le prometí que al otro día iríamos juntos a la playa. Estas últimas palabras activaron su mecanismo de seducción, pero antes, preparó, como lo hacía todas las noches, una exquisita cena a la luz de las velas. Cerramos esta vez las ventanas, una tormenta de verano nos saludaba por primera vez; el viento, arrollador, desmenuzaba las palabras, despojándolas de sentido.
A la mañana siguiente los restos de la tormenta habían hecho estragos en la playa. El agua, hambrienta de arena, había avanzado casi hasta la rambla, devorando las últimas huellas del amanecer. La escenografía era la misma de aquel día fatídico; algunos recuerdos afloraban, aunque no lo quisiera y eso Gabriela lo sabía, era inevitable que surgieran las preguntas, de que el misterio se develara frente a ella.
- ¿Me vas a contar algún día qué pasó en esta playa?
-Fue hace mucho…cometí un error… siempre me sentí culpable de lo que le aconteció...
- ¿A quién?
-A ella…tampoco debí dejarla sola…. esos minutos fatídicos…recuerdo que el día estaba hermoso, pero al rato se fue poniendo feo…y yo no hice a tiempo…
Las imágenes se sucedían una a otras, el barco yéndose, las enormes olas, el viento huracanado, y yo nadando, impotente frente a la tormenta, la desazón por la desaparición, el lobo marino presagiando lo peor y yo tendido en la playa sin encontrar una explicación.
Gabriela se puso a llorar, sus lágrimas se anunciaban solas, su cara sólo se limitaba a observar que ellas brotaban como si quisieran lavar las culpas encerradas dentro de su mirada. Unas morían en sus ojos, pero otras lograban llegar al final de su recorrido, desapareciendo entre sus labios, orgullosas de haber cumplido su misión, de haber sido, al menos, una lágrima.
El mar se debatía entre su serena sabiduría y los caprichos de un viento amenazador. Las olas de a poco se nos iban acercando, llorando su espuma sobre el límite de nuestras angustias. Preferí darme un baño, Gabriela se quedó dibujando pensamientos sobre la arena mojada. Cuando el clima ya no lo soportó más, nos retiramos a la cabaña, montando guardia sobre los guijarros esparcidos en el suelo.
5
A la mañana siguiente, Gabriela estaba un tanto rara, ensimismada, tratando en vano de leer sus libros esparcidos por la mesa del porche inglés; yo amanecí con la idea de salir del pueblo, de visitar la capital del departamento, sentía cierto ahogo, necesitaba clarificar algunas cosas y recabar información sobre el lugar. Después de desayunar, me dirigí al centro. Un perro me acompaño como si me conociera de toda la vida hasta la avenida principal donde estaban los negocios, casi siempre cerrados. Había una suerte de farmacia abandonada con carteles del siglo pasado, y con una mujer sentada en la puerta esperando que alguna vez alguien entre a comprarle algo y una panadería que hacía muchos años ya no vendía más pan. El almacén estaba abierto, y como de costumbre, el nene en la puerta jugando con el gato negro. La mujer me reconoció al instante. Estaba la familia completa, como un calco del día anterior. Averigüé, que la Capital quedaba a sólo 10 km, pero que ya no había como llegar; los ómnibus “dejaron de salir hacía un largo tiempo”, me dijo el marido de la mujer.
-Tiene que agarrar por la rambla hasta la rotonda, - dijo el hombre-, pero yo no le aconsejo que vaya, hace mucho que nadie va para esos lados- dijo, detrás del mostrador, misterioso y desconfiando de mi.
- ¿Ud. es nuevo acá verdad? -.
-Si- le contesté.
-Sin embargo, yo le veo cara conocida.
-Estuve aquí hace cuarenta años…
¿Tanto? Yo lo tengo como de antes…
-No lo sé, quizás me parezco a alguien que Ud. conoce….
-No lo sé, pero lo veo confundido, ya se va a ir acostumbrando, todavía tiene mucho que aprender, haga su propia experiencia, dijo, sonriéndole a su mujer.
- ¿A qué se refiere?, le pregunté
El hombre no me contestó y se retiró detrás del mostrador a ayudar a sus hijos con los cajones de bebidas. Su mujer trataba de decirme con su mirada todo lo que su esposo callaba. Me estaban ocultando algo, se sentía en el aire sofocado del almacén, en la complicidad de las miradas, en la quietud de la tarde. Compré algunos víveres para el viaje y le agradecí sus consejos a la mujer; el gato negro dormitaba sobre una silla de mimbre; el gallo no estaba, quizás ya lo habrían almorzado.
Entré a la farmacia, necesitaba algunos medicamentos por si acaso pasaba algo en el viaje a la capital. La mujer se sorprendió al verme entrar y se acomodó un poco las ropas; parecía más una curandera que una farmacéutica, llevaba unas trenzas largas, prolijamente entrelazadas y un vestido parecido a una toga. Tejía una prenda no muy grande, quién sabe para quién. El olor de la farmacia era insoportable, las vitrinas estaban casi vacías, salvo algún frasco con etiquetas indescifrables. Le pedí por aspirina, pero ni siquiera sabía lo que era. Me llevé unas gasas y un poco de alcohol, por las dudas. Cuando me retiré, me dijo Ud. está con la chica de la cabaña, ¿no es así?
-Si. ¿Ud. cómo lo sabe?
-Acá se sabe todo, cuídese... se lo digo yo por experiencia. Además…. si Uds. quieren sobrevivir, ya saben lo que tienen que hacer….
-No entiendo a qué se refiere.
Ni bien terminé de decir estas palabras, la vieja se puso a tejer como si yo ya no estuviese en esa escena. Intenté hablarle, pero no me escuchó. Salí de la farmacia hacia la avenida principal, pensando que quizás la vieja tejía para nadie, que lo hacía sin pensar, que lo hacía por un mandato ancestral.
Cuando llegó a la cabaña, Gabriela todavía seguía en el cobertizo; al verme, salió a mi encuentro. Le conté la aventura con la farmacéutica y el resto de las gentes del pueblo y no pude evitar hacerle cierto interrogatorio ya que en definitiva ella también era parte de este mundo.
- ¿Cuánto hace que tu vienes a esta cabaña? - le pregunté.
´-No lo sé, yo siento que siempre estuve acá….
-Pero tú me has contado de tu padre, de tu madre, de tus estudios…
-Te conté lo que ya sabes… que mi padre murió, que mi madre vive lejos y que yo estoy aquí estudiando… eso es lo único que sé…repetía una y mil veces, como un autómata. Cuando yo le hacía una pregunta que salía de su libreto, Gabriela quedaba inmovilizada, sin entender lo que le decía. Cambiaba de tema y volvía a su mundo, a su cabaña, a sus libros, y a esa realidad, construida, quizás, con la fragilidad de una ilusión.
- ¿Cómo murió tu padre?
- De eso no quiero hablar-.
-Tengo que saberlo…es importante….
-En otro momento te contaré algo más…pero no es mucho más lo que yo sé.
Al ver que Gabriela se ponía sería, decidí terminar con el interrogatorio, ya eran demasiadas cosas por las que estaba pasando, desde que me rescató de la playa. Ultimé los aprontes para el viaje, llené un bolso con algunos alimentos y me armé un botiquín con las pocas cosas que compré en la farmacia. El agua no podía faltar ya que ese día iba a hacer calor. Almorzamos algo y salimos para la Capital en dirección al viento, como dos adolescentes.
Seguí el planito que me habían dado en el almacén, primero por la rambla hasta la rotonda y de ahí a la derecha hasta encontrar la ruta; según la mujer del almacén la ruta es” fácil de ver porque está asfaltada”. Esto era cierto, pero en que ‘año habría sido asfaltada, me preguntaba yo.
La rambla se iba desdibujando a medida que avanzábamos sobre el sol, y se iba alejando de la playa, sesgando su horizonte. En un momento dado nos encontramos andando sobre un pasto impreciso, en donde antes hubo un camino. Lo que la mujer nos dijo que era una rotonda, era ahora apenas un cuño sobre el terreno. Rodeamos el boceto de línea curva y seguimos por la derecha hasta encontrar algo que parecía haber sido una ruta: del asfalto sólo quedaban algunos restos ya casi imperceptibles que reflejaban la luz del mediodía, licuados por el calor y quebrados por el peso de los años.
Nuestros pies batallaban contra las piedras y los juncos que emergían de entre el asfalto, victoriosos. Así anduvimos un buen rato en silencio y sabiendo que era una empresa imposible Al poco tiempo dimos sobre un puente que confirmó la peor de mis sospechas. El arroyo no era muy ancho pero el puente estaba cortado en su mitad como con un serrucho, y daba hacia la nada, hacia el vacío total. Gabriela siguió caminando hasta el vértice del puente, el cual aparentaba ser un gigantesco trampolín.
Me miró sonriente, parecía divertirse con la escena. Estaba hermosa, su pelo lacio ondulaba con el viento del sur, su esbelta silueta era como un sueño dentro de una pavorosa pesadilla. Sin embargo, lo más aterrador fue comprobar que del otro lado del arroyo no había nada, ni siquiera algo de vegetación, era como si hubiese una gran pared del color del cielo. Supe que habíamos caído en una trampa y que estábamos atrapados en un laberinto y que la salida quizás estaba dentro de nosotros y no fuera de nosotros. A Gabriela parecía no importarle nada, porque era parte de su libreto, ese que le habían impuesto en su cabeza, el mismo que según mis elucubraciones, lo tenían todos en este extraño paraje.
Bromeamos sobre el asunto, y acampamos a un costado del puente a saciar nuestra sed. El calor, surgido como de entre las piedras fue de la partida. El arroyo estaba tentador, pero desistí de la idea del baño: no quería caer en una nueva trampa; era casi seguro que eso no era agua, o lo que sería peor aún, un espejismo. Cuando el calor y el cansancio lo permitieron, almorzamos como dos chiquillos en un día de primavera. Luego nos volvimos, inventando una ruta sobre los juncos. Al llegar a la rotonda, el sonido del mar nos guio una vez más. La playa y el viento era lo único cierto de esta historia.
6
Los días que sucedieron a nuestro viaje eran como un calco uno de otro. Gabriela se iba a la mañana a la playa con sus libros y yo la pasaba a buscar al mediodía. Almorzábamos en el restorán del hotel, nos atendía el mismo mozo, disertábamos sobre los mismos temas y luego paseábamos a la tarde sobre el montículo de rocas esperando el atardecer. Gabriela en esos instantes quedaba muda, observando el horizonte, como esperando que ocurriese alguna cosa que yo desconocía, o, mejor dicho, alguna cosa que hasta ella misma desconocía. ¿Estaría esperando inconscientemente su propio rescate?
A la noche generalmente cenábamos en la cabaña a la luz de las velas recordando quizás, y con cierta nostalgia, aquel primer y mágico encuentro, aquel que empezó en la playa, aquel que se fue desdibujando con el tiempo, al igual que las calles y las casas de este pueblo. Yo descubrí que el mundo que nos rodeaba cambiaba según nuestro estado de ánimo. Cuando Gabriela se sentía bien, los caminos se nos abrían a nuestro paso, y este pequeño pueblo se convertía de pronto en una ciudad alegre y llena de vida.
A veces nos deteníamos a conversar con alguna persona que deambulaba por el lugar, pero luego descubríamos que siempre eran las mismas y que la gente repetía un único libreto: que no sabían cómo habían llegado, pero tampoco se lo cuestionaban, sólo se limitaban a vivir, o, mejor dicho, a sobrevivir en este mundo singular.
Comprobamos en otros fallidos intentos por huir del lugar, que no había salida alguna, y que todos los caminos terminaban en la nada. Lo más curioso que nos aconteció fue una mañana cuando nos dirigíamos en sentido del hotel, contrario al del arroyo: al rato termínanos en la cabaña como si hubiésemos dibujado un círculo sobre el pueblo confirmando aquella teoría de que el Universo era curvo; aquello de que, si uno sigue un camino en línea recta, al final termina pasando por el mismo lugar de donde partió. Sin embargo, esta teoría no parecía que se cumpliese siempre. Había caminos que sencillamente no terminaban en ningún lado, como si este pueblo estuviese a mitad de construido.
Nuestras vidas también se iban transformando en una rutina, a Gabriela eso parecía no importarle, pero yo conservaba la curiosidad y quería saber más y me la pasaba recorriendo los límites del pueblo, como si tratara de escapar de una cárcel. Fue a la vuelta de uno de esos confines cuando descubrí que ella había desaparecido. La escudriñé por todos lados a los que ella iba. Pregunté en vano en el pueblo si la habían visto, pero nadie supo decirme nada. En la cabaña no había rastros de ninguna carta de despedida ni cosa por el estilo, simplemente había desaparecido.
Los días sin ella me resultaban insoportables y su búsqueda me dejaba exhausto, a tal punto que una mañana decidí no buscarla más. Me tiré a dormir en la playa y me dejé consumir por el sol y el mar. Busqué el mismo lugar de cuarenta años atrás; lo situé en el medio, donde se mezclan la arena dura y la fina y a pocos metros del cadáver del lobo marino. Sabía que ese era el camino que me llevaría a ella. Comencé a sentir lo mismo que la otra vez: un estado de cuasi meditación. El sol me daba de lleno en todo mi cuerpo, produciéndome una cierta relajación; el ruido soñoliento del mar invitaba a descansar; observé una vez más la singular belleza de la marina. De esta forma quería partir, fundido en un todo y entregado a la naturaleza.