Globos
Publicado en Mar 10, 2024
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Antes del mediodía, decenas de racimos de globos verdes, blancos y rojos ascendieron lentamente desde el foso del Estadio Azteca y, al cabo de unos minutos, se perdieron de vista entre el esmog y unas cuantas nubes que sobrevolaban el sur de la ciudad. Uno de aquellos racimos de globos, sin embargo, quedó enganchado en la bocina del sonido local que se alzaba a unos treinta y cinco metros de altura sobre el círculo central de la cancha. Después, en punto de las doce horas, el primer partido del II Mundial Femenil de Futbol -México contra Argentina- dio inicio. Sentados en una de las gradas superiores del Estadio Azteca, mi padre y yo, en compañía de otros ochenta mil espectadores, comenzamos a ser testigos de la manera más bien torpe en que las mexicanas y las argentinas se disputaban el balón. De tanto en tanto, aburrido por lo que sucedía en la cancha, yo volteaba a ver los globos atrapados en la bocina del sonido local y me preguntaba cómo podrían ser liberados. Finalmente, las mexicanas ganaron tres goles a uno a las argentinas, y mi padre, medio ebrio por las cervezas que se había tomado, me llevó a casa. Mi padre y yo también vimos los triunfos de México contra Inglaterra (cuatro a cero) e Italia (dos a uno), y su dolorosa derrota contra Dinamarca (uno a tres) en la final, y, en todos esos partidos, los globos enganchados en la bocina del sonido local no dejaron de atraer mi atención y despertar en mí el deseo de que alguien los ayudara a soltarse para que prosiguieran su vuelo interrumpido. El resto del año, mi padre y yo seguimos yendo, de tarde en tarde, al Estadio Azteca, y mientras él pedía su primera cerveza al vendedor de siempre, un hombre maduro, de cabello muy corto, con unos lentes de fondo de botella y un delantal verde, yo clavaba los ojos en aquellos globos e imaginaba que con el auxilio de una escalera de bomberos subía hasta donde se hallaban atascados y los liberaba. Casi sin darnos cuenta, mi padre y yo empezamos a alejarnos uno del otro. En aquella época, él era un hombre cada vez más encerrado en sí mismo, más taciturno, más desesperado; y yo estaba abandonando la niñez para entrar paulatinamente en un periodo incomprensible, confuso y lastimoso: la adolescencia. Por supuesto, las tardes en el Estadio Azteca cesaron, así como las idas a una taquería de la colonia Álamos y los paseos en coche. Años después, cuando mi padre ya había emigrado a otra ciudad para tratar de salir a flote y yo ya llevaba en mi contabilidad personal dos ingresos en una clínica psiquiátrica, unos amigos me invitaron al Estadio Azteca. Accedí de buena gana. No sabía qué equipos se enfrentarían, ni tenía interés en averiguarlo. Lo que yo quería era distraerme, olvidarme de mí mismo y de la realidad implacable que me cercaba día a día por todos lados. Compramos los boletos más baratos y subimos por las anchas rampas del Estadio Azteca a las gradas donde mi padre y yo solíamos sentarnos. Y tomamos asiento. Unos metros más allá vi al tipo que le vendía cervezas a mi padre: le estaba entregando a un cliente un vaso de unicel rebosante de espuma. Lo identifiqué de inmediato. A pesar del paso del tiempo, no había cambiado nada: el mismo corte de cabello, los mismos lentes, el mismo delantal. Entonces me acordé de los globos atrapados en la bocina del sonido local y giré la cabeza: ahí estaban, pero, a diferencia de la última vez que los había visto aún siendo niño, lucían desinflados, por lo que apenas podía distinguirlos. Los miré durante un rato, pensando que eran la metáfora perfecta de mi vida y, también, de la de mi padre: dos vidas atrapadas en su vacuidad, abatidas, agónicas. Entretanto, uno de los equipos saltó a la cancha... Cuando la mayoría del público -incluidos mis amigos- comenzó a ovacionarlo, sin decir nada, sin despedirme de nadie, me levanté de mi asiento y me largué de aquel lugar.
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