Sabina Esther.
Publicado en Apr 30, 2024
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Más que una historia, quiero hacer un sentido tributo a una mujer que ha ocupado  un privilegiado lugar en mi corazón; aún, cuando en términos generales, nunca tuvimos algún vínculo pasional, pero sí fuimos muy buenos amigos y coincidentes en la mayoría de los tintes de la vida; es decir, de hecho, lo más cerca que he estado de su corazón es  haberla conocido en su intimidad y lo suficiente  para poder hacer una descripción personal suya justa y responsable y tener la amplia facultad para decirle abiertamente que, desde lo fraternal, la amo con todas las fuerzas de mi ser.
Imagino que ella tiene la misma impresión de mí.
Y esto es, precisamente en estas páginas blancas, lo que me impulsa a contar con verdadero entusiasmo, los  muchos  detalles maravillosos de la vida de esta Sabina Esther Adler, una deliciosa producción humana extremadamente femenina, muy inteligente, multifacética, apasionada, entretenida, impredecible, sorprendente, locuaz, culta, lúdica, excitante, loca (en un sentido cariñoso), mordaz y sarcástica (cuando las circunstancias lo han hecho necesario), bruja (también cuando ha sido necesario por haberla provocado), toda una notable poetiza y brillante escritora avalada por sus obras. Finalmente, quiero añadir, usando sus propios términos metafóricos registrados en una de sus obras, que fue concebida intencionalmente en un frasco pequeño y exclusivo, como los de los perfumes caros y los que contienen los venenos.
Lo cierto es que vino a nacer en tierras chilenas después de haber sido gestada de modo absolutamente consciente por sus padres judíos tras la angustiosa huida de ellos desde  la alemana Europa, quienes habían sido perseguidos por las hordas de la policía nazi del régimen de Hitler, y posteriormente asilados por el estado de Chile en una gestión humanitaria internacional.
Como la mayoría de esos inmigrantes llegados a nuestro país en aquella época (1938- 1941), este joven matrimonio compuesto por Kurt y Esther, arribó a la pujante ciudad de Valdivia, donde ilusionados se establecieron definitivamente y con el soñado propósito de elaborar su nueva libertad con una orgullosa herramienta de prosperidad, a través de un consciente y esforzado trabajo de oficio, una consecuente y elevada moral, una integrada y sana convivencia con la sociedad de la que ahora formarían parte y el hermoso sueño de construir una familia, principios básicos que a muchos les significó pavimentar un ostensible ascenso económico, social y jerárquico que, a los Adler en lo particular, debido a su bizarría,  no les podía fallar, ética que Sabina Esther, su hija chilena, supo recoger perfectamente para utilizarla moralmente a lo largo de su vida.
Cuando yo conocí a Sabina, ella era una sonriente muchachita de carita angelical, rubia y de ojos muy azules, bastante delgada y de no muy alta estatura, inquieta, muy despierta y sorprendente en sus alocuciones, cuidando en mantener siempre una deliberada humildad de niña aprendiz, lo que la hacía más inteligente aún. Tendría, en esos días, entre 11 y 12 años, en tanto yo, pieza importante en su basal y futuro tablero de ajedrez, era un joven con mi mayoría de edad recién cumplida ( en ese período la ley decía que ello se manifestaba a los 21 años) y, transitoriamente, me desempeñaba como asistente a todo evento de la docencia del establecimiento en la que Sabina desarrollaba su educación, incluyendo yo, el cargo de conductor oficial de la clase de educación física ( en esos tiempos los roles docentes en muchas áreas distaban mucho de ser estrictamente profesionales y exigibles).
Aún conservo con claridad en mi memoria demasiados fragmentos de lo inquisidora y tenaz que ella era, incluso en temas complejos de los que, ni siquiera la mayoría de los adultos, se atrevía a indagar.
--¿Qué habrá más allá del universo? –preguntó una vez con notable curiosidad; y ante la ausencia de una respuesta concreta, agregó:-- No me resigno a escuchar que me digan NADA, porque nada ya es un ALGO y eso ocupa lugar…
Pero en ocasiones llegaba mucho más lejos con sus inquietudes y había que tener un muy buen criterio para encarrilar sus dudas.
Un día, en medio de la clase de religión, en la que yo suplía al padre Sebastián (el cura profesor del ramo), Sabina, intempestivamente lanzó una de sus acostumbradas extemporaneidades:
--Yo sé que es mentira que a los bebés los trae una cigüeña desde París, amigos –exclamó levantándose de su asiento para dirigirse a todos sus compañeros--; pero lo que no me explico es por qué los papás nos mienten, cuando la verdad es que son ellos quienes nos hacen en la noche cuando están en la cama.
Imaginen mi cara. Quedé estupefacto con su improcedente dicho, sobre todo al advertir el específico conocimiento suyo de la forma de gestar a los bebés. ¿Cómo era posible que ella, a esa edad, supiera de aquello? ¿Lo sabía con exactitud, lo deducía, o qué sabía en realidad de ello?
Intenté ser lo más natural posible y adopté una pose casual –sentado a medias en el borde de la mesa de su pupitre con los brazos cruzados por encima de mi pecho y mirándola fijamente a sus ojos para preguntarle con actitud dominante:
--¿Cómo sabes que no es cierto que los bebés provengan de Paris?
Y me tumbó una vez más al responder con impresionante soltura y alzando sus hombros:
--Fácil. Mamá me lo dijo y me explicó que cuando los padres deciden tener un niño, en la noche el papá le hace cariñitos a la mamá y le pone dentro de su barriguita una semilla especial que solo los papás guardan en sus cuerpos, que la mamá hace crecer ahí dentro de ella por nueve meses, hasta el día de nacer el bebé.
Maravillosa y didáctica presentación de una niña de 11 años, notándose la ponderada fórmula educativa de su madre. Entonces me sentí desafiado por conocer hasta dónde esa educación suya administrada por sus progenitores, era adecuada.
--¿Te aclaró, tu mamá, como es que nacen las criaturas ese día?
--Sí. La madre debe ir a un hospital para que un médico llamado matrona lo saque de la barriga, le bañe de sus suciedades y le examine su salud… A esta operación se le llama parto. Yo, cuando sea mayor quiero ser médico—se apresuró en agregar con bastante entusiasmo y una gran sonrisa.
Desde el primer día que la conocí, inmediatamente me atrajeron su inquietud, su desenfado y sus innumerables habilidades innatas, porque aparte del aventajado enfoque de las circunstancias intelectuales que en cada intervención nos mostraba, poseía ventajas físicas destacables; como por ejemplo, su impresionante velocidad en las carreras de competición y su notable resistencia corporal en la disciplina fondista; nadie le hacía competencia, ni las muchachas mayores, ni los hombrecitos de su similar rango. Al respecto me gustaba conversar con ella y escucharla con su bien pronunciada y encantadora voz suavecita soñando con un futuro que constantemente traía a colación. Lo cierto es que poseía un nutrido número de proyectos para su devenir, llegando algunos a contravenirse con otros en una probable compatibilidad, si los hubiera llegado a materializar. Sin embargo, lo llamativo de cada uno de sus proyectos era que tenía basales argumentos justificados para cada cual.
--Quiero ser famosa y batir el record mundial de velocidad. Voy a ir a los juegos olímpicos de Roma de 1960 y ganaré, a lo menos, dos medallas de oro para Chile, para pagar al pueblo chileno lo que mis papás y yo hemos recibido en este precioso suelo.
¿Quién podría poner en duda semejante anhelo luego de verla llegar a las metas con esa increíble facilidad y después de conocer ese noble espíritu de una infanta que discretamente se alza por encima de una mesa?
Muchas veces a los sueños de la gente les vemos como cosa natural, de los cuales su concreción o no se limita a una sencilla cuestión de expectativas; sin embargo, en muchos de ellos se resguardan los profundos valores que coinciden con la vida misma.
Ya pasado un tiempo, cuando Sabina era una adolescente, un mal día, de aquellos cuando el destino se despierta con antojadas intenciones de traicionar al que, al azar, se cruce por su camino, ella realizaba una prueba definitiva que la ubicaría en el umbral de las clasificaciones para ingresar a los juegos olímpicos a desarrollarse en la ciudad de  Roma.
Vibraba entusiasmada por la proximidad de su sueño, luego de haber superado una infinidad de exigentes obstáculos y justo en el momento de cruzar la meta con el triunfo de esa última prueba, se desplomó de modo absurdo, como si fuere un muñeco de paños sin vida y quedar desparramada patéticamente en la pista de recortán por varios segundos. Alertado de reconocer la ocurrencia de un grave accidente en su salud, corrí a socorrerla y procedí a intentar practicarle las pocas nociones de salvataje que para entonces yo conocía de primeros auxilios, mientras gritaba como un loco por ayuda. El padre rector de nuestra institución ofreció su vehículo y tras subirla en el asiento trasero con una aparatosa dificultad, raudamente surcamos las tranquilas calles de Valdivia para alcanzar los servicios de urgencia del hospital      Afortunadamente en el trayecto logró reanimarse y volver a un relativo estado de consciencia, pero, posteriormente, cuando el equipo médico la estabilizó, nos reunimos  sus padres y todos quienes estábamos ahí presentes, para hablar con ellos, quienes apoyados con un diagnóstico definitivo nos advirtieron que su corazón no estaba capacitado para las exigencias deportivas que realizaba. Una más y tendríamos que trasladarla a la funeraria y no a la urgencia, porque sería tarde.
Se podrán imaginar lo que nos afectó a todo el entorno de personas que la conocíamos, además de sus padres, pero fue la misma Sabina quien se atrevió a tomar al toro por los cuernos y pararse en el centro del ruedo para desafiar al destino con la indestructible perseverancia que la caracterizaba.  
Un par de días posteriores me pidió, a través del teléfono,  la visitara en su todavía lecho de enferma y me comentó muy resuelta:
--Está bien. Me olvidaré de Roma. Eso ya no tiene remedio. Y ya sé cómo podré  reemplazar la pasión frustrada. ¿Sabes cómo?
--No. Pero creo que tú sí ya la tienes, por la malicia con la que se dibuja en tus labios esa sonrisa.  
--Comenzando de inmediato un camino nuevo—aseguró con amplio convencimiento.
En el instante había esperado que me daría a conocer los detalles de sus planes, sin embargo, muy típico en ella, prefirió vagar con su secreto y dejarme solo con la superficial y resignada reflexión de ver que era una muchacha valiente que no requería de consejo, ni aprobación para instalar sus caminos.
A los pocos días llamó nuevamente al teléfono y, acreditando un estricto tono protocolar  de solemnidad, me dijo:
--Juan: Hasta este momento solo lo sabe mi madre y tú serás el otro en saberlo. Ven a verme, pues te contaré lo que he decidido.
Francamente quedé sorprendido una vez más al reflexionar sobre sus misteriosas estratagemas para comunicar sus resoluciones, pero me conformaba concluyendo en una supuesta y banal razón que todo era producto de su inmadurez, que solo era una jovencita determinante intentando zanjar un problema con una filosofía elaborada por su ansiosa personalidad. Pero, en ese momento yo todavía no advertía que todo aquello correspondía a uno más de sus  revolucionarios hechos ya concretados,  por lo que no consideré  buscar un apoyo seguro  para protegerme de un probable desmayo… Así de desconcertantes eran sus decisiones.
Es así que, lo que les narraré a continuación y que ella me trasmitió, para mí fue un chiste sin pie ni cabeza que emergía de una mente obsesionada con las artes de la tauromaquia, queriendo decir con ello, que le fascinaba torear al destino y escuchar vibrantes ¡Ole!   
Había resuelto enrolarse en un convento para ser una religiosa y esto ya no era un mero arrebato rebelde y caprichoso, pues comprobé luego, que junto a su madre, la adorable señora Esther, a quién yo también conocía, ya habían hecho los respectivos trámites que establecía la ley; sentar la plenitud de discernimiento de la joven, lo que inicialmente se realizaba presencialmente en el ministerio de justicia; además, también se debía llenar una solicitud de ingreso en el convento al que deseaba ella pertenecer. Y todo ya estaba hecho.
Antes de saberla investida con sus hábitos religiosos, conversamos ella y yo para conocer la rara razón de su decisión que, según mi punto de vista, era un discordante juicio de su parte, tomando en cuenta sus raíces  sionista, a lo que ella, con bastante seguridad, me respondió con tono aclaratorio:
-- Me apasiona el desafío de cubrirme vestida con un hábito y refugiarme en él de las tentaciones humanas, porque pienso que amparada en un ambiente libre de distracciones podré descubrir muchas ideas mías que ayudarían a solucionar los  problemas que tiene la gente. Además, así tendré una ideal oportunidad para conversar directamente con Dios, relativas a muchas injusticias que se cometen bajo su mirada.
--Definitivamente te has vuelto loca. ¿Por qué mejor lo intentaste a través de acceder a un cargo social o un liderazgo político? En estos tiempos se están abriendo muchos espacios con fértil terreno para ello y tú tienes una buena lengua con capacidad para eso.
--¡Qué tonto y bocón eres, Juan..! Los líderes y los políticos son personas con tejado de cristal, hipócritas santurrones que, como todo el mundo, tienen sus humanas tentaciones y se distraen con facilidad ante una cara bonita… Y, acaso, con peores intenciones… –murmuró  bajando la inflexión de la voz, como evitando que los demás escucháran este último comentario.
Habían juicios, sobre ciertos temas, en los que Sabina Esther no transaba, en ocasiones llegando a la inconsecuencia, porque su opinión acerca de la política habitualmente se cerraba de manera absoluta y definitivamente en torno a una condena, y esa era la razón por la que usualmente estaba buscando  las fórmulas para mejorar los entendimientos humanos., característica que la identificaba mucho.
Los días pasaron con rapidez y una vez ya internada ella en el convento, con el hondo y gran pesar mío latiendo en mi alma, me resigné a distanciarme de su amistad y tener escasa información suya, salvo algunas migajas insignificantes de su buen estado, datos obtenidos en esporádicas ocasiones cuando que me cruzaba en la calle con uno de sus padres, quienes livianamente respondían a mis ansiosas preguntas. Su renuencia me hacía pensar que, en lo personal,  ellos no eran completamente felices con la nueva forma de vida adoptada por su hija. No obstante, era esperable que  primara en ellos, al igual como predominaba en mí, el enorme respeto por su libre albedrío, confiando en que ella si disfrutaba de su opción. Lamentablemente el pasar del tiempo nos mostraría lo equivocados que estábamos todos.
En tal modo fueron transcurriendo dos largos años en los que, por mi lado, yo mecía en mis espacios un desabrido columpio de ininterrumpidos vaivenes de buenos y malos momentos, conspirando con el aburrimiento; hasta el pasmoso día que, estando tranquilamente recostado en mi cama, en modo holgazán, descubriendo las manchas del encielado de mi dormitorio, porque por todo el mundo era sabido que yo era un tipo tranquilo que gustaba descansar, y sentí sonar la campanilla del teléfono y  luego una voz avisar:  
--¡Juan..! ¡Sabina Esther al habla..!
Con un salto me incorporé y quedé sentado en el borde de la cama. ¿Sabina?—me pregunté con  el corazón dándome vuelcos. ¿Ella? ¡No puede ser! ¿Habrá tenido un accidente..? ¿Qué demonios sucederá? ¿Por qué me llamará..? Ha pasado tanto tiempo…
Corrí hasta el aparato, tropezando con todo en mi camino y lo tomé con desesperación:
-- ¡Aló! ¿Sabina? ¡Qué sorpresa!
--Hola, mi querido Juan. Cuán grato es oírte. ¿Cómo estás..? Perdón por interrumpirte, pero he necesitado hablar contigo y me urge verte.  
--No me asustes. ¿Te ha sucedido algo malo..?
--No, no. Tranquilo. Estoy bien… Pero me queman en la boca mis últimas nuevas y, creo, que debes sentarte para que escuches los últimos acontecimientos –sentí al otro lado de la línea una risita complementando su insinuación verbal y, luego una sorprendente voz diciendo con acentuado alborozo: -- ¡Soy libre nuevamente! Ya no estoy en el convento. Anteayer renuncié a los hábitos y escapé de ese infierno que ya no toleraba. Necesito hablar contigo, amigo querido. Quiero verte y hablar sobre mis nuevos proyectos. Juntémonos en el mirador de los remos en un rato más; 15 minutos ¿Te parece?
En realidad se le oía muy ansiosa y eso me inquietó e imaginar infinidad de conjeturas, además de haber quedado medio aturdido con su cuento y, antes de tener la fuerza para responderle en consciencia y cuerdamente, quedé por segundos mudo y en negro, solo cuestionándome si era posible que la existencia de Sabina no fuera tan vertiginosa.
En pocos minutos estaba yo apoyado en el barandal del mirador, esperándola, cuando la vi aproximarse envuelta en una extraña indumentaria que, a pesar del grueso manto de nubes grises y haber un ambiente difuso y nada de radiante, escondía buena parte de su rostro  tras unas oscuras gafas y además se ocultaba dentro del alzado y amplio cuello de su chaquetón, evidenciando una transparente intención de no querer que alguien la identificara, lo que me desconcertó.   
Al encontrarnos frente a frente, me hallé en una situación difícil de dirimir, pues en un extremo me embargaba el emocionante sentimiento de tenerla próxima después de tanto tiempo transcurrido y eso me instaba a abrazarle efusivamente y entregarle cada gramo de mi cariño, pero por otra parte, me descolocaba esa ridiculez misteriosa de esconderse, entonces la recibí con un juego de palabras que apuntaba en ambos caminos, mientras la estreché ardientemente y le besé repetidas veces en ambas mejillas:
--Qué dicha me produce verte, mi linda gacelita; veo que estás tan dulce como siempre, pero no debieras temer a los cazadores furtivos de los que te vienes ocultando. Debes confiar en este eterno y fiel perro que siempre te ha protegido.
--¡Mi querido amigo! – respondió con idéntica alegría. --También me encanta encontrarte nuevamente; te extrañaba bastante y no podía retardar más la espera para verte…  Imagino que te llama la atención el disimulo que llevo encima y es debido a la gente que me conoce. En este pueblo muchos supieron de mi reclusión en la orden, pero aun no saben que renuncié y que aun sigo siendo una hermana y temo que se acerquen a preguntarme qué hago fuera del convento, pero ¡por favor! ahora no tengo ni el ánimo, ni el tiempo,  para contestar las preguntas que, seguramente, querrán hacerme.
--Pero, según yo te conozco, nunca te ha importado lo que la gente diga o piense – le aseguré burlón y con tono de superioridad moral..
--Me importa la gente, Juan, pero cuando les puedo enfrentar con la verdad… Me conoces y sabes que nunca he sido una mentirosa y el problema en ello es que ahora no tengo definido qué es mentira y qué es verdad: Lo que pienso, o lo que siento, dualidad que no son lo mismo
--¡Ajá! ¿Y se puede saber –a lo menos-- qué es verdad, para ti, o qué es mentira? y que tanto te empeñas en esconder?
Se acercó bastante a mí y jugueteó con los botones de mi abrigo, mientras buscaba mis ojos con cara de mosquita muerta, dejando de manifiesto una actitud persuasiva: La manipulación era una de las estrategias que le gustaba practicar, puesto que con ella conseguía varios de sus objetivos.
Sin embargo, para mala fortuna suya, yo ya conocía la mayoría de sus tretas.
--¡Para, para, para..! –le interrumpí atrapando sus manos con las mías --Comienzas a alertar mis circuitos… ¿Qué podrida treta traes en esa mente diabólica?
--No son tretas, mi engreído compañero, pero como eres mi amigo tendrás el privilegio de conocer mis reales intimidades.
Trazó deliberadamente una pausa y luego estiró el dedo índice de su mano derecha para comenzar a golpearme el pecho con él, como  si le correspondiera el derecho de cargarme las culpas. Caprichosamente dejó escapar un suspiro y explicó:
-- Allí dentro del convento me sucedieron varios hechos que para nada son compatibles con las pautas de una religiosa…  Comenzando, y entiendo si te costare creerlo, sufrí el desagradable acoso lésbico por parte de la madre superiora…  y en varias oportunidades.
--¿Qué..?
--Sin embargo es un hecho que prefiero no darle tanta importancia porque lo detuve sin salir yo dañada directamente; no obstante, hechos así fueron los que debilitaron definitivamente esa tambaleante fe que yo tenía de los postulados religiosos y contribuyó a quebrar severamente mi fe en Dios y del poder que siempre oí decir que Él tenía sobre todas las acciones del universo y, con el correr de los días y bajo esas turbulentas condiciones, operó en mi conciecia una suerte de libertad que derrumbó varios cercos voluntarios e íntimos que la decencia había instalado orgullosamente en mis actitudes, despercudiéndolos y desatándoles… ¿Me has ido siguiendo el cuento?          
--Clara, claro. Estoy sorprendido, pero he ido dibujando claramente cada detalle hasta  justificar y apoyar tu decisión. Pero déjame saber, ahora, ¿qué harás en definitiva con tu vida?
--Quiero volver a ser una mujer.
Entre algo de risa y un poco de sarcasmo, acusé un sacudón mental que se reflejó finalmente en una mofa:
--¡Sabina, por favor! ¡Nunca dejaste de ser mujer por haberte vestido con una túnica, un velo, una cofia y un escapulario! No te inventes traumas ficticios, ni pretendas ver a través de los muros– le hice ver .
--No seas tonto, Juana la psicóloga. Sabes a lo que me estoy refiriendo.
--Trato de imaginarlo, pero no me ayudas; y aparte de provocarme dudas, me provocas risa.
--Lerdo, estúpido y, además, mojigato—comentó riendo y remató con suficiencia: --¡Quiero tener sexo, imbécil..! Quiero dejar de ser una virgen y quiero saber lo que es enamorarme… Me gustaría casarme, formar una familia, tener hijos… Ser una mujer normal con vicios y placeres como la mayoría.
--¡Vaya espectacular despertar el tuyo, querida..! De buscar el anonimato amparada detrás de una velo, como alguna vez anunciaste, estás pasando con rapidez a desnudarte para un mejor postor – le comenté insistiendo en agredir para descartarme de una supuesta propuesta.
-- No te pases de listo conmigo, Juanito y tenme algo de respeto. No estoy hablando de convertirme en una vulgar puta.
–Está bien. Discúlpame. En ocasiones abuso de nuestra amistad… Entonces, ¿Cuáles serían tus planes al respecto? Porque si estoy en tu mira, déjame aclarar que nunca he considerado digno ser el consorte de un capricho; menos el de una mujer con la que he tenido siempre plena consciencia de estar en desventaja.
--¡Juan, Juan..! No sigas, porque…  ¿Quieres que juguemos a ser honestos? Podría ser mi turno para descalificarte. Es cierto; no voy a negar que en muchas ocasiones, incluidas las que experimenté allá adentro del convento, pensé viéndote como una opción reproductiva, pero al final triunfo el convencimiento de reconocer que el mejor sentimiento que puedes ofrecer es el de la amistad; nada más y  dejar al macho circunscrito al último lugar de una lista.  
Estos son el tipo de argumentos que me llevan a evitar los enfrentamientos con ella, porque lo que de modo permanente resulta es que su intelecto siempre me anota una goleada en contra.
De aquella reunión, un par de cosas me quedaron suficientemente claras: Punto uno, que la amistad de ambos era mayor de lo que yo mismo creía. Por supuesto porque, a pesar de sus estocadas sarcásticas,  estas resbalan en el escudo de nuestra lealtad.  Punto dos, que sus propósitos siempre continuarán siendo tajantes una vez que se los haya auto destinados; y, punto tres, que los detalles de la puesta en marcha de sus planes, solo ella tenía libre acceso para conocerlos.
Así fue como, tras su fallida incursión religiosa, hizo pasar el tiempo por sus espaldas soslayadamente y hacer avanzar sus pasos con displicencia hacia su  nuevo futuro.
A sencillo pretexto de ocupar su tiempo en algo realmente útil –lo que en estricto rigor era para ella una verdad necesaria--, se matriculó en la Universidad Austral de Chile para cursar definitivamente una carrera, eligiendo –nada menos—, la medicina, por justificadas y lógicas razones: Una, porque desde hacía mucho había sido uno de sus grandes sueños; dos, porque su puntaje acreditado le abría ampliamente las puertas; tres, porque era una actividad relacionaba directamente con la desafiante empresa de proteger a la humanidad, porque poseía un gen propio --heredado de sus padres -- que hacían atractiva esta tendencia; cuatro, por razón de intereses estéticos, ya que se impartía en el hermoso campus ubicado en la fluvial isla, Isla Teja. Con todo ello se dedicó a vivir una existencia plena como la de cualquier joven de su misma edad; dosificó sus tiempos de manera responsable, delimitando días y horarios para cada actividad, de forma que ninguna se inmiscuyera con otra, pudiendo así aprovecharles satisfactoriamente.
Al parecer había hallado, por fin, la senda ideal que la conduciría hacia su tan soñado horizonte.   
Aquellos tiempos habían sido para ambos un dinámico período que nos había integrado en un intenso desarrollo de vida social, puesto que, a la par de las actividades de Sabina, yo también hacía algo con mi vida y también había ingresado a la universidad, me había titulado como profesor de educación física, había sociabilizado con otras gentes, me había involucrado sentimentalmente con algunas chicas, en algunos momentos me desordené severamente, en el obvio afán de disfrutar a concho la juventud, pero luego maduré adecuadamente  y lo bastante y para obtener un magister en mi carrera y, cuando cumplí mis treinta y cinco años de edad, me casé con Loreto, mi eterna novia silenciosa que desde muy jóvenes habitó en mis privadas sombras.
El día de mi boda el festejo fue espectacular, con muchos invitados y con bastante jolgorio; pero quien, en ese recordado evento, en verdad “se robó la película” (*), fue Sabina. Un personaje como ella es imposible que no resaltara en una ocasión como esa, en particular si se trataba del importante día de su mejor amigo. 
Entre sus sorpresivas manifestaciones protagonizó un emotivo discurso que me hizo brotar unas discretas lágrimas, a causa del dramatismo empleado en el tenor de su prédica, especialmente en ese acápite en el que acentuó los leales sacrificios que siempre dispuse para ella y particularmente los sinceros cuidados que le brindé el día cuando había sufrido su dramático accidente cardiovascular.
Otra de sus importantes manifestaciones fue que interpretó en el escenario el viejo bolero “Contigo Aprendí”, cuya letra alude al aprendizaje recibido por el amor de la pareja, y lo hizo con una alucinante y encantadora  voz que nos sorprendió a todos. Uno de los comentarios que reflejó la calidad de su puesta en escena, fue: ¿Por qué no te abocas a cantar profesionalmente? Ella sonrió con desdén y respondió: Porque esta es la, única canción que me sale bien.
Por supuesto no se puede ignorar de entre todas las acciones de esa noche,  que bailó incansablemente con todo el mundo y que tras el fragor de su agitación, se embriagó algo más de la cuenta saciando su sed bebiendo unos vinos de buena factura elaborados por unos compañeros suyos de la universidad que nos lo habían traído como regalo de bodas. No obstante, por fortuna, pudo conservar su acostumbrado comportamiento simpático de una dama y se perfiló siendo, sin lugar a dudas, el alma de la fiesta.
Pero, como ella no escatima jamás a ser quien coloca la guinda sobre el pastel, esperó el momento propicio en que nos aprestábamos a abandonar el festejo e iniciar el escape hacia nuestra “Luna de miel”, para realizar su acto final con su incluida pirotecnia:  Enfrentó a Loreto, quien por supuesto era también su amiga y le dijo escuetamente al oído,  con una socarrona sonrisa:
--Esto me lo tendrás que perdonar, pero no me privaré de darme este fantástico lujo…  
En un rápido giro se volvió hacia mí, me agarró firmemente con ambas manos por detrás de la nuca y, con una tibieza impresionante, me besó largamente en la boca, introduciendo su húmeda e inquieta lengua en mis aturdidos labios y estampar en ellos una confusa sensación con apariencia de deleite.
Todos conocíamos la potencia de su temperamento y la manifiesta osadía de los actos de Sabina, y en esta oportunidad creo que nadie puso en duda, ni la sorprendida Loreto, ni tampoco yo, que aquel audaz-atrevido-arriesgado gesto de ella, correspondió solamente a una especial y franca muestra de amistad, sin adornados recovecos y muy propio de la inmutable y valiente mujer que era Sabina Esther, la admirable gacela de las pistas.
Cuando se compone una historia como esta y se necesita contextualizar la evolución detallada del personaje central, con el objeto de evidenciar la consecuente e importante metamorfosis suya, es complejo hacer pasar los capítulos obviando algunos matices simplemente con frases como “pasaron los días”, “al tiempo de ello…”, porque uno, como autor, al revisar la composición advierte la presencia de un veloz vacío en la continuidad del relato; empero, tampoco es digno de la historia llenarla con infinitos detalles intrascendentes, por lo que, en síntesis, es pertinente señalar en este punto del cuento, que al cabo de los días de la fiesta referida y sus notables hechos, la vida de Sabina continuó con su ritmo de avanzada personal  y hubo acontecimientos nuevos tales como el haber incursionado en una tentadora actividad que le eran propia: asumió una dirigencia estudiantil universitaria que normalmente están estos vinculadas a un dogma político y Sabina, siendo ideológicamente independiente, porque detestaba la política vigente, se vio involucrada con personajes mañosos de ideas manipuladoras y fluida labia convincente. Uno de estos era un marxista con simpáticas características personales, atlético, buenmozo y seductor, poseedor de un dominio verbal capaz de perforar muros de acero. Lenin Vergara, era su nombre y mi virginal gacela cayó en su trampa viril. Un día ella me lo presentó y en su entorno detecté un penetrante olor  de azufre, pero, desgraciadamente, cuando quise intervenir para oponerme a tan riesgosa y desagradable relación, ya era demasiado tarde, puesto que mi amiga había conocido finalmente los placeres de la cama y, además, estaba entusiasmadamente  embarazada de el sátrapa Lenin.
Había tenido yo, toda la intención de espetar en su cara un indignado “Te lo advertí”, pero preferí callar al captar esos inocentes colores optimistas reflejados en su rostro, cual niña buena esperando a Santa Claus; convencida que el compromiso de responsabilizarse de la paternidad de los gemelos que esperaba era un acto digno de la  bondad de él… Así de absurda es la gente cuando cree estar enamorada.                             
De todos modos, en este sentido yo reconozco la tremenda virtud de Sabina: El haber nacido robustecida con buenas armas para luchar en esta combativa existencia e intentar –al menos --edificar un castillo sobre un terreno arenoso.   
De algún modo lo consiguió, pero a medias; porque no contrajeron matrimonio, pero decidieron reunirse en un nido y hacer una vida marital que, a la postre sobrevivió algunos años, construyendo un pequeño imperio con ciertas comodidades materiales, sin mucho lujo,  con algo de historia social, escaso amor sensual y en los que ella terminó convirtiéndose en una admirable madre de cuatro diablillos muy rubios y todos con ojos intensamente azules, iguales a ella, por fortuna.
En una conversación íntima entre ella y yo, de las pocas que por esos  tiempos sosteníamos reuniéndonos de vez en cuando en El Mirador de los Remos, caminando ida y vuelta por las orillas del apacible Calle Calle , me hizo conocer una hipótesis suya sobre el amor de parejas, lo que a su vez me hizo comprender mejor su actitud practicada durante el leve tiempo de desarrollo de esa superficial unión.
--El amor, mi querido amigo –decía--, es una llamativa sumatoria de coincidencias de dos personas que se relacionan, no necesariamente de todas las que ambos mantienen en modo personal, porque siempre alguna de ellas, irremediablemente, es diferente; no obstante, con una adecuada voluntad, es posible tolerar. ¿O, acaso, crees que una relación debe acabar porque sus pies huelen mal, en virtud que todo lo demás es perfecto?  Voluntad, amigo. Eso es prevalencia de la voluntad. Tener el convencimiento del “Yo poseo esa capacidad y estoy dispuesta a domesticar a la bestia maloliente y enseñarle civilidades”. Me la jugué por ello, y aun creo me quedan balas en la cámara para seguir disparando, porque me reconozco algunas otras virtudes que bien valen el sacrificio. En la cama, por ejemplo, me enseña muchos trucos que me mantienen vigorosamente despierta toda la noche. Y ese es un factor muy importante. Yo ya aprendí a valorarle. ¿Qué me dices, tú? ¿Le das a Loreto lo que se merece? ¿O te consideras también un sátrapa?
Al darme esta perorata sonreía de manera maternalista y acariciaba con juguetones pellizcos mi mentón.
Su jugueteo no me fue indiferente y, molesto,  saqué su mano de mi con un movimiento rebelde, al tiempo que le expresé:
--Qué bueno que orilles por ese tema, porque durante mucho tiempo me has tenido sumergido en una incógnita. ¿Recuerdas el día de mi boda cuando me besaste tan extrañamente?
No contestó ni una sola palabra. Se limitó a mirarme sonrientemente de un modo ladino por debajo de unas cejas estratégicas arqueadas, esperando pacientemente la pregunta que yo debía hacerle:
--¿Qué diantres te impulsó, ese día, para cometer tamaña osadía?
Transcurrieron segundos que perfectamente pudieron haberse contado uno a uno con paciencia tibetana y en los que no me cupo ni una sola duda que ella estaba elaborando una respuesta muy suya.
--Según tu gusto, ¿cómo debería ser mi respuesta? ¿Qué quieres oir?
--Honesta, por supuesto. Quiero conocer la verdad. Deberías acostumbrarte a usar la verdad desde los comienzos. ¿Porqué siempre ralentizas todo?
--Porque es necesario mirar antes por dónde vas pisando.
Se apoyó en la fría barra metálica del barandal con ambas manos y hundió su mirada en la quieta marcha del agua del rio, como si, con su actitud, iba en rescate de sus preciados recuerdos. 
--Para mí ese instante fue intensamente necesario – dijo interrumpiendo el plácido silencio-- porque durante demasiado tiempo había tenido yo, alojada en mi mente, la indefinida y vaga idea de qué estaba realmente conformada nuestra amistad; o dicho de otra forma, qué es verdaderamente la amistad, si no un hipócrita disfraz del amor.
--¡Para, para, para! Detente allí un momento. ¿Cómo es eso de un disfraz? ¿Me estás dici3ndo que alguna vez confundiste nuestra amistad con amor?
Giró su mirada hacia mí para enfrentarme con incomodidad-
--¿Por qué no? ¿Cometía un delito, acaso?
--Evidente que no es un delito, pero no somos tan ingenios como para confundirnos. Yo vi todo el tiempo claramente los límites y siempre confié en que tú también lo hacías.
--Sin embargo yo tenía dudas y, confieso, que en algunos instantes de ansiedad mentalmente te metí en mi cama.
--No digas tonteras…
--No te preocupes—me dijo sonriente y alisando calmadamente con su mano un supuesto doblez en mi camisa: --Eso ya es un tema absolutamente zanjado. Muchas cosas que se manifestaron después de la algidez de mis vacilaciones me hicieron comprender que ser tu amiga tiene muchas más ventajas que haber sido tu amante, y no es porque ponga en dudas tus capacidades amatorias, sino, porque tienes otras virtudes que superan tu virilidad sexual… Para mí, al menos.
--¡Por Dios! No sé si recoger estas flores como una adulación o un menoscabo.
--Eso depende de cuál es tu sitio en la vida, porque, no obstante, yo he aprendido que existen amores que no tienen paredes delgadas y son capaces de resistir cualquier tormenta. 


Así ha sido, a grandes rasgos, la historia de esta chicuela que tuvo tantos horizontes diversos y terminó enamorada de su independencia. 
 
Hoy estamos en el umbral de nuestra madurez y ambos hemos cosechado lo que con esfuerzo nos ha costado sembrar, viendo cómo todos esos frutos han alcanzado la luz de modo satisfactorio y con amplias perspectivas para trascender con éxito. Ella, por su lugar, entregando sus servicios profesionales en un ambiente muy popular, atendida y regaloneada por sus cuatro hijos, reconocida por una exitosa publicación de sus memorias y favorecida aún por sus dones naturales de hermosura física, mientras yo, dichoso, la admiro profundamente.  
 
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Foto del autor juan carlos reyes cruz
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Descripción

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Palabras Clave: monja-judía-bella-locura

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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