La princesa del reino de los hechizos
Publicado en Aug 01, 2024
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-Pero usted, José, ya aprobó este espacio -me recalcó extrañado un docente del profesorado, sin comprender por qué yo había ido a cursar aquel primer día de clases.
-Es que para recibirme sólo me queda rendir materias, y ya que no puedo hacer otra cosa este año, me surgió el deseo de retornar algunas de aquellas que pudieran refrescarme conocimientos útiles para preparar los exámenes.
          La respuesta no era muy convincente: y es que ni los profesores ni yo conocíamos a algún estudiante que hubiese hecho ese sacrificio voluntariamente, visto como una molestia innecesaria; aunque de todos modos accedieron ecuánimes y sin ninguna condición.
          Esa noche, cuando salí del deteriorado, oscuro y descolorido edificio, rodeado de un cerco enrejado y del duro y frío cemento urbano, la conocí. Ella me miraba con su tímida y encantadora sonrisa y unos ojos tan alegres como atrapantemente atractivos, rodeada por la indiferencia atroz de la ciudad. Era tarde para ignorarla, aún si lo hubiera querido. Erecta sobre sus zapatillas deportivas, sus curiosos pantalones acampanados y su holgado pulóver de lana, adornado con alocados y rubios cabellos ondulantes que se deslizaban de él como arroyos de oro desde la cima de un cerro; parecía un anzuelo colocado específicamente para un incauto como yo.
          No quería… No podía permitirme el castigo de verla azarosamente, por lo que al día siguiente escogí materias donde ella asistiera y abandoné las otras.
          La jovencita era pura dulzura, especialmente cuando hablaba: era un sonido melodiosamente envolvente que viajaba en el aire y se colaba por mis oídos directo al corazón. Y ni siquiera tuve que atreverme a hablarle, porque ella lo hizo, y pude conocer su nombre: María. Supe que tenía que viajar veinte kilómetros en colectivo para asistir al instituto y que gustaba en sobremanera de la lectura y la escritura, respecto a lo cual me pidió leer y reseñar algunos de sus cuentos.
          En sus historias medievales derrochaba su puño la misma candidez que su voz, sus ojos y sonrisa. Y, como si de su mano las palabras se expandieran a la mía, nació un poema que, temeroso pero ciegamente ansioso por mostrárselo para declararle mi sentir, le entregué:
Princesa del más lejano castillo
Caí sobre ti como si fueras algodón
Baila junto a tu vestido mi ilusión
y en aquel reino el gran idilio
 
Por tu voz despierta mi febril delirio
y aquellos segundos de estupor
¿Cómo y cuándo haré mi confesión
hacia ti de todo este cariño?
          Respondió, luego, que no tenía otras intenciones que sobrepasaran las de formar una amistad. Y así, inverosímilmente nuestros senderos no hicieron más que aproximarse desde entonces. Escoltados siempre por una comadre suya, que de edad era la mayor de los tres, nos comenzamos a reunir para realizar asuntos relacionados a los estudios.
No tengo noción de qué sucedió, pero poco a poco aquello que rodeaba su ilustre presencia se transformaba, incluyendo, quizás, mi propio ser.
-José, desconocemos esta zona y precisamos de vuestra cortés ayuda para encontrar un aposento donde refugiarnos luego de la diaria instrucción, mientras esperamos el horario determinado para abordar el tren -me declaraba la señora, que siempre dictaminaba por la infanta también, una vez dentro del aula donde cursábamos.
-No os preocupéis, de muy buen gusto conseguiré un lugar apropiado para tan ilustres y principales cortesanas.
          Entonces, transitábamos las lujosas galerías iluminadas de aquel palacio hacia la salida, para luego cruzar el extenso jardín y continuando la caminata por las acogedoras calles del pueblo llegábamos a mi morada, a la cual numerosas veces acudieron para llevar a cabo una tarde de estudio en la que yo participaba, más allá de atenderlas con bebidas calientes y comida con mi humilde y más sincera determinación.
          Y hasta llegó el día en que fui invitado formalmente a sus dominios para el propósito habitual:
A sus lejanas tierras fui acudido,
una flecha desde su torre me atravesó
Dos aves en cortejo de tierno candor
y enamorado del todo perdido
 
De la reina el incesante vigilio,
por todo el jardín nos acompañó
En un descuido mi mano ella tomó,
dentro del laberinto, en un pasillo
 
Este corazón es tuyo y mío
porque dibujaste ingenua el amor
Conmigo bailaste en el gran salón,
impregnándome por siempre de tu brillo
          Quizás bajo la falda de tan sofisticado vestido, o en algún recoveco entre su corona y su cabello, alguna pócima o ungüento guardaba que provocó en mí hechizo tal, que tornando cada vez a su ausencia no hago sino otra cosa más que pensar en ella. De noche me acuesto regocijante de su amor y al alba despierto habiendo soñado con sus melifluos ojos, en los que se distienden rendidas mis penurias.
          Y continúa nuestro venturoso ritual, donde en mi mesa principal las cortesanas, atendidas por la servidumbre disfrutan de mi acompañamiento, que del suyo yo ya me hallo premiado. Mi amada, reiteradamente, voltea su faz hacia la mía para intercambiar pudibundas miradas. O, caminando hacia la edificación académica, mueve vanamente sus brazos delante de su cuerpo como no sabiendo qué hacer con ellos, ante mi vista encantada y la presencia de su majestad. El rosedal es incolora penumbra a la par del rozagante colorido que irradia mi querida. La mansión universitaria, desbordante de ornamentos, es en mi visión una mácula borrosa y opaca enfrentada con la principesa, que en su interior derrocha ademanes y embelesamientos de majestuoso donaire. Al escuchar el tintineante sonido de sus brillantes zapatos, escondidos bajo aquella falda que besa el suelo, los presentes se apartan y, asombrados, efectúan su reverencia. Y cuando los carruajes acuden por ellas, y debo ver que se embarca en tan largo viaje, mis ojos la persiguen hasta que desaparece.
-¿Vuestras mercedes os precisaréis de mi humilde asistencia mañana?
-Por supuesto, venid a por nosotras en el horario acordado, duque José -respondía la reina.
-Que tengáis una plácida travesía, señorita María, ha sido grande ventura haberla conocido y gozado de su tiempo, que mucho vale y cuantiosamente estimo al igual que su invaluable amiganza. Quería revelarle, antes de partir, mi inconmensurable afecto hacia su persona y lo afortunado que he sido de su solaz apego, que…
-Tarde se ha hecho, noble caballero -importunó la monarca- Lo veremos al mediodía ya que establecido está así, no se olvide de ello, y agradecidas nos encontramos de su cordialidad. Buenas noches.
          Mi adorada me obsequió una alegre mueca cómplice mientras el cochero cerraba la puerta, sin embargo, nuestras miradas se mantenían vivas a través del vidrio.
          Impotente, la veo partir día a día, mientras la fachada de la construcción institucional vuelve a su decadente opacidad y el jardín regresa a ser una inerte valla de barrotes.
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Foto del autor Jaime Torrez
Textos Publicados: 21
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Descripción

Cuento

Palabras Clave: Reino castillo princesa reina

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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