Ojos entreabiertos
Publicado en Oct 22, 2024
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Por Roberto Gutiérrez Alcala
 
Es probable que Roberto haya subido al camión de pasajeros de la ruta 57 unas cuantas cuadras antes, sobre la avenida Centenario. En todo caso, lo hizo por la puerta de atrás, porque entre semana y a esa hora (ocho y media de la noche, más o menos) los camiones de dicha ruta van repletos.
Justo donde comienza la Unidad Lomas de Plateros, el camión avanzó por el carril izquierdo de Centenario y dio vuelta a la izquierda en Mejía Delgado y, después, a la derecha en la avenida 5 de mayo.
Muchos pasajeros llevaban puesto un cubreboca porque, desde hacía varias semanas, la sexta ola de Covid-19 golpeaba la ciudad de México y el resto del país. Por lo demás, los que iban colgados tanto de la puerta de adelante como de la de atrás (uno de ellos era Roberto) estaban concentrados en un solo objetivo: mantenerse bien plantados en el minúsculo espacio que habían logrado conquistar a fuerza de pequeños embates y empujones.
Es posible que, en la parada que está junto a la Bodega de Aurrerá, el camión se haya detenido un instante para que alguien bajara por la puerta de adelante. Luego retomó su camino, giró levemente a la izquierda, frenó, pasó el tope que se ubica a un lado del edificio de departamentos marcado con el número 1 de Loma Escondida y aceleró.
Unos veinte metros más adelante, cuando el camión transitaba frente a la entrada de la colonia Residencial Lomas de Tarango, Roberto soltó, por alguna razón no aclarada, el tubo del que estaba fuertemente agarrado y cayó a la avenida, donde quedó tendido junto a la tapa de una coladera.
 
Yo me encontraba en mi estudio, escribiendo una nota para el periódico, cuando escuché un leve murmullo proveniente de la avenida. Me asomé a la ventana y vi un camión de pasajeros detenido junto al camellón y, unos metros atrás de él, a la izquierda, un grupo de personas que formaban un círculo alrededor de algo o alguien. Dejé mi estudio y salí a la calle para averiguar qué había sucedido.
El cuerpo de un hombre moreno, de unos veintisiete o veintiocho años, complexión mediana, cabello negro, boca grande, labios gruesos, con un bigote incipiente, vestido con unos pants color azul rey y una sudadera gris, yacía bocarriba sobre el pavimento de la avenida. Tenía los ojos entreabiertos, como si estuviera a punto de dormirse. A su lado, una mujer en cuclillas le sostenía la cabeza con una mano. Una voz preguntó si alguien ya le había hablado a una ambulancia. Otra voz contestó que sí. Entretanto, una mujer rubia se valía de su celular para tomarle fotos a la matrícula del camión.
La circulación en la avenida se tornó caótica porque, en lugar de dos carriles, los vehículos ahora debían utilizar uno solo para esquivar al grupo de personas que rodeaban al joven; además, avanzaban con extrema lentitud, pero no precisamente por precaución, sino por la curiosidad morbosa que mostraban sus ocupantes.      
Me dirigí hacia el camión y pude comprobar que dentro de él aún permanecían sentados cinco o seis pasajeros a la espera de que pronto reanudara su marcha. Y más allá, por el hueco de la puerta delantera, observé a un hombre maduro que, parado frente al volante, hablaba por su celular mientras sacaba unos papeles de un compartimento situado en la parte superior de la cabina. Era el chofer.
 
Regresé a la casa por una chamarra y me encontré a mi hija V. en las escaleras. Me preguntó qué ocurría allá afuera y la puse al tanto de todo. Entré en mi cuarto, me abrigué y, en compañía de V., salí otra vez a la calle. La ambulancia todavía no llegaba.
V. y yo nos acercamos a donde estaba el joven. Seguía con los ojos entreabiertos, en un estado semiinconsciente. Sin duda se había golpeado la cabeza al caer del camión, aunque no se veía ningún rastro de sangre por ninguna parte. Pregunté si ya se sabía quién era o cómo se llamaba, a lo cual la mujer acuclillada junto a él respondió que no, porque no llevaba consigo ninguna identificación. Entonces V. me dijo que le tomara una foto con mi celular y la subiera a Twitter.
-Con suerte, alguien lo reconoce -añadió.
 Así lo hice.
 
Una muchacha de unos veinticinco años se aproximó al corro y dijo que era paramédica y que, si se lo permitíamos, ella podía auxiliar al herido. Dos o tres de los presentes dijimos que sí, por supuesto. Se hincó y le revisó primeramente el vientre, los brazos y las piernas. Cuando hubo terminado, le palpó la cabeza con cuidado.
-¿Alguien podría conseguir una venda? -preguntó.
-¡Yo! -contestó V., y corrió en dirección a la casa.
Al rato, V. regresó y le entregó a la muchacha una venda de unos diez centímetros de ancho y, también, una cobijita. Con la primera, la muchacha le envolvió la cabeza al joven y con la segunda lo tapó.
 
Una camioneta de la Guardia Nacional se detuvo detrás del camión y de ella descendieron sus ocupantes, todos armados con sendos fusiles. Al constatar que sólo se trataba de un accidente, regresaron a la camioneta y se fueron.
V. me pidió que le enviara la foto del joven, para que ella, a su vez, la subiera a una página de Facebook en la que se reportan accidentes y desapariciones ocurridas en la alcaldía Álvaro Obregón. Se la envié y, acto seguido, marqué al 911 para solicitar, de nuevo, una ambulancia, pues el joven ya llevaba más de cuarenta minutos tirado sobre el pavimento, en un estado que podía complicarse si no era atendido urgentemente en un hospital. Una señorita tomó mi llamada, escuchó lo que le dije y, luego de una pausa, me informó que no tardaría en llegar la ayuda a la dirección que previamente le había dado. Entretanto, el joven comenzó a vomitar.
“Mala señal”, pensé.
 
No transcurrieron ni diez minutos, cuando V. me dijo que alguien acababa de contestar en la página de Facebook, asegurando que era hermano del joven, y que había dejado el número de su celular para que lo contactáramos.
-Háblale, por favor -me pidió-. Tengo que ir al baño.
-Sí.
Justo entonces llegó la ambulancia. Un paramédico se abrió paso entre la multitud y se hincó ante el joven para revisarlo, mientras los camilleros preparaban la camilla para subirlo en ella y meterlo en la ambulancia.
Tomé mi celular y marqué el número que V. me había pasado. Una voz varonil me respondió de inmediato.
-¿Eres hermano de la persona que se accidentó?
-Sí.
-¿Cómo se llama él?
-Roberto -respondió, y agregó-: ¿A dónde se lo llevaron?
-Aún está aquí, acaba de llegar la ambulancia. Voy a preguntar. Espera un momento.
Me aproximé lo más que pude hasta el paramédico, le dije que estaba hablando con un familiar del accidentado y que quería saber a dónde lo trasladarían. Entonces, sin voltear a verme, el hombre respondió:
-Al Hospital General Xoco.
-¿Oíste?
-Sí.
-Suerte -dije, y colgué.
Los camilleros metieron a Roberto en la ambulancia, esperaron a que el paramédico se acomodara a su lado, y cerraron la puerta trasera del vehículo. Al cabo de uno o dos minutos, luego de que el chofer terminó de apuntar quién sabe qué cosa en una libreta, la ambulancia partió con la sirena encendida.
Casi al mismo tiempo, una patrulla de la policía que pasaba por ahí se estacionó adelante del camión de pasajeros y de ella descendieron dos oficiales. La mujer rubia que le había tomado fotos a la matrícula del camión con su celular se acercó a ellos y les dijo algo.
-Vámonos -le dije a V., y caminamos hacia la casa.
Esa noche me dio insomnio. Una sola imagen ocupaba mi mente: la de Roberto tirado sobre el pavimento de la avenida, con los ojos entreabiertos, como si estuviera a punto de entrar en un sueño pesado y profundo...
 
Al día siguiente, temprano, le envié un mensaje por WhatsApp al hermano de Roberto:
“Buen día. Soy la persona que te contactó ayer. ¿Cómo está tu hermano?”
Tardó unos cuarenta y cinco minutos en responderme:
“Hola, buenos días. Ya está con nosotros. Sólo que hasta ahora no ha reaccionado.”
“¿Está consciente?”
“Sí, pero como ido.”
“¿Lo está respaldando el seguro del camión? Si es así, llévenlo a un hospital particular para que lo atiendan.”
“Sí. Si en un rato no habla, yo creo que sí voy a hacer eso.”
“No te esperes. Llévalo ya para que le hagan estudios. También pueden ir al Instituto Nacional de Neurología, en la avenida Insurgentes Sur, más allá de Villa Olímpica.”
“Sí, muchas gracias.”
Dos días después, al mediodía, me reenvió un mensaje de voz en el que una mujer informaba que acababa de visitar a Roberto y que el médico le había dicho que, si bien no mostraba mejoría, ya le habían quitado el medicamento para que su corazón siguiera funcionando con normalidad y que lo mantendrían sedado para ayudarle a su cerebro a desinflamarse.
“Espero que tu hermano evolucione bien. Gracias por el informe. Saludos” -respondí.
Al otro día, en la tarde, me reenvió otro mensaje de voz en el que la misma mujer señalaba que, luego de revisar la tomografía, el médico había observado que el daño era mayor y que había que esperar unos días para ver cómo evolucionaba.
“¿En qué hospital se encuentra?” -pregunté.
“En el ISSSTE Canarios.”
“Gracias por el informe. Estaré al pendiente. Saludos.”
“Gracias a ti.”
Al día siguiente, al mediodía, me reenvió un mensaje más de la misma mujer en el que indicaba que el médico le había dicho que los signos vitales de Roberto estaban disminuyendo y que en el transcurso del día habría una noticia nada agradable, por lo que sugería que sus familiares fueran a despedirse de él.
“¡No puede ser! Lo lamento mucho” -escribí.
“Sí, gracias.”
“¿Recobró la consciencia en algún momento? ¿Pudieron hablar con él?”
“No.”
“Te mando un abrazo.”
“Muchas gracias.”
Tres días después le escribí:
“¿Qué ha sucedido con tu hermano?”
“Falleció antier.”
“Lo siento mucho. Mi más sentido pésame para ti y tu familia.”
“Sí, muchas gracias” -respondió, y ya nunca más nos volvimos a mensajear.
 
¿Quién era Roberto, el joven que vi tendido sobre el pavimento de la avenida 5 de mayo, después de que cayó de un camión de pasajeros en movimiento?, ¿de dónde venía?, ¿a dónde se trasladaba?, quizá, de haber salido media hora antes de su casa, del trabajo, de la escuela, del gimnasio, de donde hubiera estado, no le habría tocado un camión tan lleno..., apenas me puedo mover, y luego este cabrón que no avanza, si tan siquiera me diera chance de agarrar el tubo, pero no, está bien plantado, lo voy a tener que empujar un poco, a ver si no se encabrona..., uno, dos, ¡tres!..., ¿no que no?..., ahora, a pagar..., por aquí traía las monedas..., ya las encontré..., porque una cosa es que el camión venga hasta la madre y otra que te subas por la puerta de atrás y no pagues..., señorita, ¿puede pasar mi pasaje?, gracias..., ¡vamonos!... Carlitos siempre anda diciendo que si se tiene que subir por atrás, él no paga, allá él, yo sí pago, total..., Carlitos es medio gandalla, ¡vaya que si lo es!, cuando viaja en camión y va sentado, nunca le da el asiento a nadie, sea anciana, anciano, mujer embarazada..., ¡qué ojete!, la verdad, es bastante mamón y pesadito..., si no fuera hermano de Mireya, ya lo habría mandado al carajo, pero es hermano de Mireya..., mañana, cuando la vea, le voy a regalar los aretes y la pulsera que le compré el otro día en el Centro y de seguro me va a preguntar que por qué se los regalo, si no es su cumpleaños, ni su Santo, ni Navidad ni nada por el estilo..., ¡ah, cabrones, no empujen!..., entonces podré decirle que se los regalo porque me gusta mucho, y en una de ésas hasta le robo un beso en la boca..., no sé cómo vaya a reaccionar, pero ya no quiero alargar más las cosas..., creo que sí me voy a tirar a matar, como se dice, y a ver que sale..., ¡tranquilo, güey, ya no cabes!, ¿qué no ves que vamos colgados?, ¿por dónde pretendes meterte?, espera el otro camión..., pienso que sí le gusto, pero es muy tímida y no se abre tan fácilmente..., además, casi juraría que ya presiente que me le voy a lanzar, y si no quisiera nada conmigo, de plano no hubiera aceptado mi invitación a salir mañana..., en fin..., Mireya, Mireyita, mañana probaré tu linda boca, o no..., ya dirá el destino..., el destino que a veces nos sonríe y a veces nos defrauda...
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