El Pacto
Publicado en Oct 22, 2009
Lo que sucedió aquella tarde, marcó mi vida. A partir de ahí, no busco explicaciones para ciertas cosas que suceden, ignoro a qué atribuirlas y no intento darles un significado mágico ó milagroso, simplemente, las acepto y me satisface haberlas experimentado. Llevo en mi dedo anular, la prueba irrefutable de lo que viví. Pasó mucho tiempo, pero todavía, cuando debo enfrentarme a una situación difícil o dolorosa, aprieto entre mis manos este delicado anillo, entonces, me invade una sensación de paz y sosiego... . Mi primera maestra, fue mi madre. Eran los años dorados en que merecía toda su dedicación. Como hija única, consentida y mimada, igual que lo fue ella, la veía como una hada maravillosa que vivía pendiente de mis necesidades y también de mis caprichos. De mi parte, correspondía a la altura de las circunstancias y me esmeraba para alcanzar cada una de las metas que me fijaba. Cuando fui mayor, recién tuve conciencia de mi egoísmo, que en esa época ya se insinuaba y creció a medida que fueron desarrollándose los acontecimientos. Todo lo que se me antojaba, lo conseguía. Estaba muy conforme con ese estilo de vida y ni por casualidad me ocurría pensar que pudiera cambiar. Pero como todo lo bueno tiene fin, tuve que asumirlo y resignarme a las vueltas de la vida. Cumplí siete años. Desde ese momento empezaron a cambiar muchas cosas y algunas me alarmaban porque tenían que ver con la figura de mamá, menuda y delicada. Cada vez que su breve cintura se ensanchaba, llegaba un nuevo hermanito. Nació Aníbal, el primero. Se ganó ese nombre porque papá admiraba al Aníbal cartaginés, personaje valiente y decidido que había tenido en jaque a los romanos durante mucho tiempo, su campaña con elefantes y guerreros, a través de los Pirineos y de los Alpes, fue una gesta valerosa aunque terminó con la destrucción de Cartago y su suicidio en Bitinia. Yo, veía a nuestro Aníbal, tan diminuto e indefenso, en su cuna y me parecía que el nombre le quedaba demasiado grande. Siguieron dos niños más, con muy breve intervalo, el mínimo requerido en estos casos. La familia, se volvió numerosa de repente. Mi vida, cambió como la de todos los que habitábamos aquélla hermosa vivienda perfumada de jazmines. A toda hora se escuchaba llantos de niños. Las personas que ayudaban en casa, corrían de aquí para allá, el médico, pasaba más tiempo con nosotros que con sus propios hijos, él mismo lo decía. Mamá había cambiado, estaba muy delgada y consumida, no se la oía reír ni cantar. Para que mi educación no se resintiera, papá, contrató una profesora que todos los días a las ocho en punto de la mañana, se hacía cargo de mi educación.. A las doce, servían el almuerzo, que compartíamos juntas, después si mamá lo autorizaba, salíamos a caminar, o me llevaba hasta el parque para jugar en las hamacas. A las cinco de la tarde, el maestro de piano, llegaba con los brazos cargados de partituras. Era un hombrecito calvo, muy nervioso y siempre apurado, tenía alumnos repartidos por toda la ciudad. Me enseñaba solfeo, ejecución, composición, la correcta posición del cuerpo, de las manos, de los dedos y me torturaba con las escalas. Una tarde, concluida mi clase de piano, fui a descansar a la galería, mamá daba el pecho a Joaquín de dos meses, su última adquisición, acerqué mi rostro al suyo para besarla y sentí húmeda la mejilla. Sorprendida y alarmada, porque nunca la había visto llorar, pregunté cuál era el motivo. Con la voz quebrada, contestó que debía hacer un largo viaje. - ¡Qué bueno! exclamé, voy a preparar mis cosas. Entrecortada por los sollozos, su respuesta me detuvo en seco. – No es necesario, viajaré sola. Había notado, con infantil desazón, que a medida que nacían mis hermanos, mis demandas y mis gustos ya no eran satisfechos como cuando era hija única. Mis padres casi no reparaban en mí, y en ocasiones, ni siquiera tenía, como en años anteriores mis vestidos impecables, colgados del perchero. Tampoco me preparaban mis comidas preferidas y para colmo de males, mamá tenía intención de irse sola a vaya a saber dónde. Fue la gota que colmó el vaso. Llené una valija con ropa, algunos libros y juguetes, mi muñeca preferida y un frasco de colonia inglesa, regalo de mi madrina. Mandé a Panchita, la muchacha encargada de la limpieza, a buscar un coche y salí a la galería con mi valija. En el zaguán, me topé con papá que llegaba muy nervioso. Me preguntó a dónde iba. -Aquí ya no se puede vivir, contesté, hay demasiados niños llorones y ya que mamá se va sola, yo también. Esto último lo dije en actitud desafiante. Me arrebató la valija de las manos y la estrelló contra la pared. El impacto, hizo que se abriera y desparramara todo por el piso. El frasco de colonia cayó al suelo estrepitosamente junto a mi ropa, vidrios rotos y el fragante contenido estúpidamente desperdiciado. ¡Tanto que la dosificaba para hacerla durar y ahora se escurría entre las baldosas! En ese momento, odié a mi padre por su violenta actitud, después, todo sucedió tan rápido, la enfermedad de mamá, su muerte y la nueva vida con los abuelos, que tras enterrar a su hija única, se hicieron cargo de sus cuatro nietos, una calamidad que no les dio respiro ni tiempo, para elaborar su duelo. La triste mañana que velaban sus restos, fui a buscar leche tibia para Joaquín, mi hermanito menor, oí a Herminia, la cocinera, decir, refiriéndose a mi padre, que no soportaría dormir sólo ni una semana, su comentario se truncó bruscamente a mi llegada. . Confieso que me hubiera gustado saber más, consideraba a mi padre un hombre fuerte, seguro y sin temores y lo que había oído, echaba por tierra esa consideración, de todos modos, no me atreví a preguntar, esa mujer, al decir de mamá, cocinaba como los dioses, razón por la que permanecía en casa, pero su lengua era de temer. Contra mi deseo, no pregunté nada, pero quedé muy intrigada. Meses después, encontré explicación a sus dichos. Mi padre, de nuevo dispuesto a contraer nupcias, para evitarse las complicaciones que seguramente le acarrearían tres niños pequeños y una hija algo mayor, se desentendió de sus cuatro vástagos y los cedió a los abuelos. Recién advertí la catástrofe en que nos sumía la muerte de mamá, cuando debimos abandonar nuestra hermosa residencia, en la ciudad de Jujuy. Dentro de sus amplias y luminosas habitaciones y en sus jardines donde el persistente aroma de las flores y el trino de los pájaros embargaba los sentidos, había transcurrido mi vida desde que tenía memoria. Los abuelos, que vivían a pocas cuadras de nosotros, decidieron trasladarse a su finca de Uquía, cercana a Humahuaca. Allí había mucho espacio y todo lo necesario para que sus nietos pudieran vivir bien. La realidad, era que abuela, dolida por la actitud de papá, temía que nos cruzáramos con su nueva mujer, en una pequeña ciudad era muy posible, lo consideraba una afrenta y su orgullo, no lo podía tolerar. En esos días, cumplí diez años. La muerte de mamá, me hizo madurar de golpe, junto a mis hermanitos, contenidos y cuidados, viajamos a Uquía A papá, lo perdoné, antes que padre era hombre, como dijo la cocinera, no lo podía evitar. Sin embargo, debo reconocer, que costeó los mejores colegios para nosotros, sus hijos y constantemente se preocupó por nuestras vidas, aún cuando lo veíamos muy poco. Próximo el año lectivo, tuve que convencer a mis abuelos y también a papá, de la urgencia de ingresar a un buen colegio donde continuar los estudios, irregulares, mientras duró la enfermedad de mamá. Elegí el Colegio del Huerto en la ciudad de Jujuy, donde mamá había cursado los suyos. Siempre tuvo fama de albergar a las niñas y jóvenes de las familias tradicionales de la ciudad. Era una buena razón, más que suficiente para que aprobaran mi petición. Sería en calidad de interna, le aclaré a mi padre para evitar que se opusiera. Ansiosa, con el equipaje listo, me despedí de abuelos y hermanos y viajé en tren, acompañada por la hermana de mi abuela que tenía la misión de llevarme hasta el mismo colegio. La Abadesa, una mujer alta y de severo aspecto, me recibió con un discurso que remató con su frase predilecta: “Las puertas de esta casa son tan estrechas para entrar, como anchas para salir” Después de darme instrucciones, órdenes y consejos me acompañó hasta el dormitorio que iba a compartir con otras niñas más ó menos, de mi edad. Así comencé una nueva y provechosa etapa. Mi carácter sociable, hizo posible una rápida integración. Generosamente, mis compañeras, me pusieron al tanto de la rutina. Recuperé el tiempo perdido y me afané en asimilar las enseñanzas impartidas. Teníamos muchas horas dedicadas a meditar y orar. Mi naturaleza activa e inquieta no era compatible con tan pasiva actitud. Esa obligación excluyente, me aburría tanto que ideé una manera de evadirme, sin evidenciarlo. Ponía cara de devota y dejaba vagar mi imaginación, repasaba mentalmente las lecciones, inventaba y adaptaba cuentos para relatárselos más tarde a mis compañeras. Así, en apariencias, cumplía las condiciones exigidas en ese sagrado recinto. La educación y la instrucción que se impartía, eran de excelente nivel y lógica consecuencia del esmero y dedicación puesto por maestras y profesoras. Al terminar el año lectivo, volví a la casa de mis abuelos a pasar las fiestas en familia. El reencuentro con mis hermanos fue emocionante y también algo fastidioso. Me trataban respetuosamente por la diferencia de edad y por lo que significaba, para ellos, estudiar y vivir lejos de casa. Rivalizaron por mostrarme todo lo que aprendieron durante mi ausencia. Al principio, la ansiedad, los puso insoportables. Conté hasta diez, y recordé lo que mamá hacía en estos casos, atendí al que menos se puso en evidencia. Les di a entender, que no era cuestión de gritar sino de mostrar educación y compostura. En la extensa propiedad, por donde corrían cristalinos arroyos que bajaban de la montaña, tenía mi abuelo su molino al que acudían los agricultores de la región a llevar el grano para la muela. Mi tarea, en tiempo de vacaciones, como nieta mayor y responsable, consistía en cobrarles, de acuerdo a la cantidad de cereal que traían a moler. También, clasificar la fruta, duraznos, ciruelas, manzana y uvas que se daban en abundancia. La mejor, era para la mesa, la madura para hacer dulces y mermeladas y una cantidad se separaba para consumir seca. Concluida mi tarea, después de rendirle cuenta al abuelo, de lo recaudado, me perdía en la cocina, ahí aprendí de Encarnación, la cocinera salteña, que siempre acompañó a mis abuelos, a cortar el durazno como se pela una naranja, hasta el hueso y preparar muñecas, que dejábamos secar, no era muy difícil en un clima tan desprovisto de humedad, también charqui, finas tajadas de carne de llama que cortaba y salaba para que resistieran hasta el momento de su consumo. Ya, en ese tiempo, curaba los cuartos traseros de ese camélido que, estacionado convenientemente, sabía como el jamón de cerdo. A la hora de la siesta, me gustaba verla preparar el pan. Lo hacía una vez por semana para toda la familia. En una gran batea, disponía la masa, previamente leudada, con sus hábiles manos la golpeaba y estiraba hasta que quedaba lisa y suave, entonces, cortaba un trozo y con ella, me dejaba preparar muñequitos para mis hermanos. Los colocábamos en chapas engrasadas, separados porque nuevamente tenían que leudar, como el resto del pan antes de cocinarlos. No había mucha leña para el horno porque los árboles de la zona, son escasos, el cardón, es un gran cactus con el que se fabrican muebles y se revisten paredes, pero no tiene gran valor calórico. El abuelo, con un peón, iba en busca de la leña que le dejaba en la estación, la gente del ferrocarril. El marido de Encar, como la llamábamos para abreviar, Paulo, era arriero, lo veíamos al regreso de sus prolongadas andanzas, ella, que conocía sus gustos, lo esperaba con un pastel muy sabroso, que nos invitaba a paladear, una especialidad, de masa dulce, cubierta de merengue y con un relleno semejante al de las empanadas, de carne de llama ó de gallina. Aguardábamos impacientes el momento en que lo sacaba del horno crujiente y apetitoso, y lo desmoldaba sobre una de las antiguas fuentes de plata de mi abuela. Era todo un ritual, mientras el pastel se enfriaba, el relato de alguna de sus historias, nos hacía más soportable la espera. Paulo, después de guardar el ganado y asearse, se arrimaba a la cocina. Con el sombrero en la mano, en el quicio de la puerta, saludaba primero a los patrones, mis abuelos, quienes lo invitaban a pasar, a su mujer y después a los niños que alborotábamos a su alrededor. No tenían hijos, siempre traía alfeñiques, tabletas de miel u otro sencillo presente. El aroma, delicado y apetitoso, de la comida invadía todo, como anticipo del placer que enseguida, íbamos a compartir. Recuerdo aquélla vez que el deseado pastel, como nosotros, esperó en vano. Paulo, no llegó, ni los regalos ni su humilde presencia asomándose a la puerta de la amplia cocina. Días interminables pasaron hasta que otro arriero, trajo la infausta noticia: Paulo se había desbarrancado en un difícil paso de la cordillera. Sus restos no pudieron ser recuperados. Encarnación buscó unos pantalones y camisas que le pertenecieron en vida y les dio sepultura junto al pastel que tanto le gustaba y ninguno de nosotros se atrevió a comer. Volví al colegio ansiosa y feliz por reencontrar a mis amigas De todas ellas, Delfina, la más querida, despertó, apenas la conocí, mi admiración por su delicada, etérea belleza, no parecía de este mundo, la dulzura y el buen carácter eran el sello de su personalidad. Noté su extrema delgadez, apenas comía, repartía entre nosotras, eternamente hambrientas, sus alimentos y también las golosinas que recibía de su casa. En el grupo que formábamos, además de centrar la atención por su natural sencillez, un halo, intangible y misterioso la rodeaba, algo que en ese momento yo no tuve la capacidad de analizar, pero sí de intuir. Un par de años menor que ella, buscaba insistente su compañía para encontrar un refugio en la dulzura de su trato y de sus palabras cuando la nostalgia embargaba mi alma. A veces, creyéndose a salvo de miradas indiscretas, la observé traslucir un estado de paz y felicidad que no eran terrenales. Como ante la presencia de algo misterioso e inasible, no me atreví a perturbar. No he vuelto a ver esa expresión, en persona alguna, al cabo de mi larga vida. Una noche, en mitad de un sueño profundo, desperté y la vi de rodillas, con el rostro en éxtasis, iluminado por un rayo de luna, ya no pude dormir, esa visión conmovió mi alma. Al día siguiente, en un momento de recreo, propuse en tono de broma, pero movida por un extraño, desconocido impulso, hacer un pacto. La que muriera primero, debía, de algún modo, manifestarse y contar lo que sucedía en el más allá. Un silencio profundo, mezcla de temor a lo desconocido y de trasgresión a las rígidas normas del colegio, siguió a mi propuesta, el sonido de la campana, nos volvió a la realidad. Luego de formar filas, entramos al aula, ellas cabizbajas y pensativas, yo firme en mi decisión. Esa noche, después de las oraciones, tomadas de la mano derecha, con la izquierda sobre el corazón, juramos cumplir lo pactado. Terminó el año y comenzó otro. En el acto inicial del ciclo lectivo, nos enteramos de algo irreparable, la muerte de Delfina. Mis compañeras, que conocían la entrañable amistad que le profesaba, se sorprendieron al verme tan serena. En ese momento, me pareció algo natural, era un ángel de paso y no éramos dignas de tenerla entre nosotras. Ya al conocerla tuve la certeza de lo inasible. Rogamos por su alma y todas lo hicimos con profunda y sincera devoción, convencidas de que alguien con sus calidades, debía estar bien en el lugar que Dios le hubiera asignado. Nos preparábamos para terminar el año lectivo. Prefería estudiar sola, así me podía concentrar mejor, evitaba distracciones y me abocaba a los temas que más me interesaban. Una tarde de examen, lo terminé antes que mis compañeras. Después de entregarlo para su corrección, salí del aula. Mis pasos me condujeron a la capilla, solitaria a esa hora. Una desconocida atracción me llevó frente a un altar secundario. Allí vi a Delfina, tal como esa noche en que súbitamente desperté. Su rostro bellísimo, iluminado por un rayo de luz que se filtraba por el vitral. Con expresión de serena felicidad, giró la cabeza lentamente hacia mí y sonrió con su dulzura habitual. Delfina cumplía lo pactado. Me encontraron horas más tarde, absorta, apretado entre mis manos, sin recordar cómo llegó, el delicado anillo con sus iniciales. La madre superiora, se alarmó al ver mi extrema palidez, según lo que me dijeron. Verdaderamente, me sentía muy bien, más aún cuando para volverme a la realidad, me notificaron del resultado sobresaliente de mi examen lo que consolidó mi ego y me gratificó por la dedicación y esfuerzo puesto en el estudio. Fui sometida a un examen médico y después al meticuloso interrogatorio de la abadesa en presencia de mi padre y el cura párroco. Me limité a decir lo que relaté, sin mencionar el anillo. El buen doctor, aconsejó que un mes de vida familiar, en compañía de los míos, sería el cable a tierra para alejarme de tan extrañas divagaciones. Mi cable a tierra era mi recuerdo y el anillo de Delfina. Preparé mi equipaje, como tantas veces, avalada por mis profesoras que atribuían mi estado a un exceso de estudio. Nada más alejado de la realidad, pero en fin, anticipaba mi regreso para encontrarme con mis hermanitos y abuelos a los que extrañaba muchísimo. Aproveché esos días de descanso para visitar a la madre de Delfina en compañía de mi abuela. Viajamos a su casa de Yala, un lugar encantador a unos cincuenta Kms. de la ciudad de Jujuy. Nos recibió emocionada y conmovida. Habían llegado a sus oídos, algunos rumores que deseaba confirmar. Me retuvo entre sus brazos, que me recordaron a los de mamá. Ante su insistencia, volví a relatar lo que ya sabía, pero quería escuchar de mis labios. A ella, le conté todo. Cuando abrió el estuche con el anillo, que llevé para dejárselo muy a mi pesar, lo acercó a sus ojos para ver hasta el mínimo detalle. Desapareció el color de sus mejillas. Estupefacta, perturbada aunque convencida de su legitimidad, sacó fuerzas de su dolor. Con los ojos húmedos contó que al aproximarse el fin, Delfina, pidió ser enterrada con su anillo. Ella misma, se encargó de dar cumplimiento a su última voluntad. Los que asombrados, escuchábamos, nos sumimos en un prolongado silencio. En tácito acuerdo, al no encontrar una explicación racional, aceptaron el hecho. Al despedirnos, ya más tranquila, su generosidad, me permitió conservarlo. Desde ese día, lo considero mi talismán, la evidencia de un Pacto Sellado. Jamás me separé de él. Lo considero mi bien más preciado. He dejado instrucciones para llevarlo conmigo el día de mi muerte. Deseo que mi voluntad sea respetada
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gabriel falconi
coincido con miguel
me has sorprendido
me atrapo desded el comienzo que bien escrito que vida que has tenido riquisima en emociones lugares vivencias sensaciones
lo plasmaste muy bien
me lo llevo a favoritos
miguel cabeza
Un abrazo