NOVELA INCONCLUSA
Publicado en Oct 27, 2009
LA RESURRECCION DE PERALTA
CAPITULO 1 Para llegar hasta su oficina había que subir dos pisos por una escalera de mármol, y seguir las indicaciones de los carteles. La última flecha del recorrido apuntaba hacia su despacho y significaba el final de un laberinto de corredores y pasadizos, de lúgubres caminos tortuosos. Al fondo estaba la ventana, opaca, casi siempre cerrada, último eslabón de una larga cadena de expedientes, última morada de los certificados. Cuando el trabajo era intenso, desaparecía detrás de las montañas de cartón, y surgía de a ratos, haciéndose camino entre la maleza de papel. Los expedientes más antiguos estaban en la base de los pilotes; endurecidos por el tiempo y la indiferencia, parecían tomar la forma y la consistencia de la madera de la cual provenían. Los ordenaba y los guardaba alfabéticamente en los cajones y siempre sabía donde encontrarlos. Si había que removerlos por algún asunto en especial, se defendían expulsando todo el polvo y la tierra que se fue depositando en sus superficies. . Su escritorio quedaba a un lado de la ventana que comunicaba con el corredor. Las paredes, corrompidas por la humedad, tenían curiosas manchas con forma de países; algunos reconocibles, dependiendo de la imaginación de quién las observe. Con el tiempo, esos países se transformaron en verdaderos continentes y las paredes en un gigantesco mapamundi. Sobre el pupitre reposaban los distintos sellos, desnudos y secos, esperando que le milagro de la tinta los pintase de negro. Estaban prolijamente ordenados, según tamaño y forma, como el estante de una biblioteca de barrio. Le gustaba usar los más antiguos; blandos y generosos, marcaban al papel como románticos besos de cartas de amor. La puntualidad fue siempre para él una obsesión. Todos los días, muy temprano, cuando las enormes puertas de la oficina soportaban, dormidas y calladas, el embate de su separación, aguardaba, ansioso, el momento de entrar y encontrarse con sus cosas. Siempre era el primero en llegar al edificio, colocar su ficha en la recepción y subir la escalera de mármol. Cuando su vista reposaba sobre las agujas del reloj del corredor, éstas marcaban siempre la misma hora; no alcanzaba a saber si era por su excesiva puntualidad o el reloj estaba parado. Cuando le ofrecieron, muchos años atrás, comenzar a trabajar en la oficina, todavía vivía en un pueblo muy cercano a la capital departamental y tenía que viajar todos los días en un fantasmagórico ómnibus gris, lento y ruidoso, que cada tanto se rompía y el chofer tenía que bajar a reparar alguna cosa en el motor. Como era incierto si el ómnibus iba a pasar, y si pasaba, también era incierto que llegara a destino, decidió mudarse a la capital del departamento, a una pensión que quedaba a la vuelta de la oficina y así poder llegar siempre a horario. Un día ese ómnibus se rompió, y la ruta, de duelo, quedó sumida en un manto de silencio. Supo, también, años después, que alguien vio al ómnibus a un costado de la ruta convertido en una casa. Dicen que el chofer vive dentro de él, remediándolo sólo por inercia, sabiendo que ya no andará más. Los certificados, prolijamente ordenados, eran su orgullo. Sabía de qué había muerto la mayoría de los habitantes de esta ciudad, pero no sabía de qué habían vivido. Conocía lo que ellos nunca sabrán, y eso le hacía sentir importante. No todos los certificados eran iguales para él. Cuando el certificado de defunción que llegaba a la oficina tenía la misma fecha que el de nacimiento, consideraba que su sello era estampado en el vacío y que nada había detrás de ese certificado; nada que justificase que grabara ese último acto en la vida de una persona. En esos momentos le invadía una gran tristeza. También se daba tiempo para el juego y lo que parecía terrible y desolador, se transformaba en una mera rutina. Las defunciones pasaban a ser simples papeles con nombres y apellidos anónimos, cuyas causas examinaba como pasatiempo. Una vez le llegó el certificado de defunción de un sujeto que había sobrevivido a un terrible accidente de aviación, pero a los pocos meses no sobrevivió a la picadura de una hormiga. En otra oportunidad, tuvo en sus manos el certificado de defunción de una mujer que había muerto descuartizada, pero en la ficha figuraba como "muerte dudosa". El invierno era la estación que más certificados traía a la oficina, arrastrados por el frío y la depresión. La primavera, con su ostentación y esperanza, revertía esa tendencia. Incluso, hubo años, en que parecía que ya nadie se moría en el pueblo. En esa época, se imaginaba a "la muerte" huyendo con su guadaña, de noche por el pueblo, aterrada y perseguida por un exceso de optimismo y felicidad. Una mañana alguien golpeó su ventana una vez más. Pudo observar una sombra, una silueta de hombre, moverse detrás del vidrio esmerilado. Cuando abrió la ventana, la sombra ya se había escabullido por el corredor, como si de repente se hubiese evaporado. Un papel yacía en la mesa. Era un certificado de defunción, como cualquier otro de los que caía en su despacho. Lo dejó a un lado y siguió con su tarea. Al rato, cuando tomó nuevamente el certificado y le estampó el sello, un escalofrío recorrió sus venas como una leve corriente eléctrica. El certificado llevaba su nombre encabezando el papel. Creyó que se trataría de algún sujeto que se llamaba igual que él, pero los demás datos también coincidían con los suyos. Se sentó a estudiarlo en detalle como si fuese una factura mal cobrada. Los pormenores de su vida figuraban en ese papel, tan exactos, que parecían escritos por él mismo. Hasta supo que había fallecido de "muerte natural" en su pueblo natal de Santa Elena. Una broma más, de las tantas que llegaban a estas oficinas. Tomó la hoja y salió por el corredor, en sentido contrario al de las flechas, en busca de un culpable, de un conspirador. No encontró a nadie, ni en las oficinas, ni en los pasillos. Decidió llamar a la pensión, para asegurarse que la broma no se hubiese extendido; esperó la hora de su descanso para hacerlo. Bajó los dos pisos rápidamente, como por un tobogán. Salió del edificio y se dirigió hacia el primer teléfono público que encontró. Le atendió una voz femenina, identificable. Preguntó por él. -¿Está el señor Peralta?-, indagó, impostando su voz para que no lo reconocieran. -El señor no está, ni creo que vuelva. -Quería saber si le había pasado algo, porque hoy no vino a trabajar..... -Falleció. -Pero... no puede ser. ¿Cómo fue señorita? -Ah, eso no lo sé, señor. Le agradeció y colgó abruptamente el tubo. Las vibraciones hicieron temblar a la cabina de teléfonos, como si hubiese pasado un imperceptible terremoto de baja escala. La broma se habría extendido por la pequeña ciudad como un virus, consideró, y ya no la podía controlar. Se sentó en un banco de la plaza, a meditar sobre la seriedad que puede resultar una simple y estúpida broma de mal gusto. Miraba a la gente pasar y pensaba si ellos también formarían parte de esta burla. Cuando alguien pasaba cerca, tenía la esperanza que le dijera: "no se preocupe, era una broma". Pero nada de esto ocurría; se pellizcó uno de sus brazos para saber si estaba soñando. El dolor lo convenció de que la pesadilla era en tiempo real. Un transeúnte lo miraba extrañado mientras se pellizcaba el brazo. Unas palomas se le acercaban ilusionadas y luego se alejaban al ver que sus manos estaban vacías, como él. Envidió por unos instantes no ser una simple paloma; ella no tenía en qué pensar, ella no sabía de bromas, ni de vida, ni de muerte. Un niño se escapó de la mano de su madre y corrió detrás de las palomas, ingenuamente, sin que las pudiese alcanzar. Luego el niño se fue con su inocencia a otra parte y sobrevino un silencio que sólo se cortó cuando unos pasos fuertes y decididos se acercaban hacia su banco. Peralta miraba hacia el piso, con las manos sobre su cabeza en actitud de pensador; sólo pudo ver unos zapatos que parecían caminar solos. Reflexionó que, quizás, esos zapatos eran de alguien que se había muerto caminando por la plaza y los dejó abandonados, porque ya no los iba a necesitar. Pensamientos e imágenes partían de un sector de su cerebro hacia otro, descontroladas, como escenas aisladas de una película rebobinada. Trataba de unirlas, de darles un sentido. Cuando una imagen emergía de su inconsciente, otra se superponía contradiciendo a la anterior. No aguantó la tentación de llamar al edificio y preguntar por él. Se levantó del banco y cruzó nuevamente hacia la cabina de teléfonos. Necesitaba la confirmación de que la broma se había diseminado por todo la ciudad. Si era así, estaba perdido (o muerto) - Quisiera hablar con el archivo de defunciones, le dijo a la operadora. -Están de duelo, señor. -¿Quién se murió señorita?, le preguntó, aunque sabía la respuesta. - Jacinto Peralta -¡Pero, por favor... si Peralta soy yo!-, le dijo. -¿Cómo señor? - Mire... si es tan amable, ¿me puede pasar con jefatura? - No están, señor, fueron al cementerio, al entierro del señor Peralta. Si quiere le puedo dar la dirección - No gracias-. Colgó el tubo suavemente para no crear otro terremoto; con el suyo ya le alcanzaba, pensó. Era el horario de descanso y seguramente habrían aprovechado esta pausa para ir a su ficticio sepelio. El cementerio quedaba cerca, podía ir de a pie. Para llegar antes y presenciar su propio entierro, (no se lo quería perder), tomó un atajo que conocía de joven, cuando visitaba a sus parientes fallecidos, cuando todavía vivía en el pueblo aledaño a la ciudad. Atravesó terrenos baldíos, llenos de basura y matas desparejas, como cortadas por un hacha vieja y desafilada. Lo siguieron varios perros, pero se quedaron en el camino, frustrados en su intento de hacerse de un nuevo amigo. La gente había desaparecido de la calle; estarían durmiendo la siesta o estarían enterrados como yo, especuló. Los vio de lejos, agrupados alrededor de una broma en forma de tumba, en silencio, inmóviles, mirando hacia el piso, hacia su propia sombra. La mayoría de traje oscuro y corbata al tono. Reconoció algunos rostros; otros los intuyó. Persistió lo más lejos posible. Si lo veían, y si realmente creían que él estaba en esa tumba, alguno, quizás, débil de corazón, del susto al verlo, se quedaba en el cementerio para hacerle compañía, pensó. El cura platicaba con una Biblia en la mano y con un incienso en la otra; parecía que estaba fumando caros habanos importados. Los demás le respondían de vez en cuando con un amén. ¿Qué cosas estarían diciendo de mí?, caviló aunque se las imaginaba. Los observó detrás de un grueso árbol de roble, viejo y petrificado, como un fósil. La tentación de ir a su homenaje y agradecerles las palabras le asaltó por unos momentos, pero desistió de inmediato. No quería hacerles pasar un mal momento; ellos no eran los culpables; eran también víctimas de la broma. Cuando por fin el cura terminó su sermón, y dieron por concluida la ceremonia, resolvieron moverse peligrosamente en dirección hacia Peralta. Para que no lo descubrieran, circundó el árbol lentamente en el sentido contrario a la multitud y así permaneció detrás del tronco, eclipsado por la sombra del fósil. En la puerta se saludaron, algunos se abrazaron y luego se desparramaron para todos lados, como una bandada de pájaros al escuchar un tiro de rifle. Peralta se quedó petrificado junto al fósil y mirando hacia su tumba. CAPITULO 2 El aroma de la hierba fresca le llenaba los pulmones, dilatándolos como un globo; se sintió liviano, temió que en cualquier momento empezaría a flotar. Respiró profundamente, como si fuese la primera vez que el aire entraba por sus bronquios. Los pájaros daban su habitual concierto gratis del mediodía. Si buscaba tranquilidad, éste era el lugar y el momento apropiado, pensó. Esperó a que se fuesen todos, inmóvil, junto al roble. Luego caminó hacia su tumba por una prolija callecita ondulada, rodeada de flores, como si fuera un residencial barrio jardín de las afueras de la ciudad. Los nichos tenían números y como la callecita tenía nombre, los muertos deberían tener tarjetas con su dirección. Peralta no tenía la suya, pero sabía como llegar. Se paró en seco cuando vió su nombre esculpido sobre el mármol. ¡Qué extraña y rara sensación! Una exuberante y colorida corona de rosas estaban apoyadas a uno de los costados, adornando la fría y dura losa. Llevaba el epígrafe de la oficina. Observó, por la lápida, que había muerto el día anterior. Si hubo velatorio, se preguntaba: ¿a quién velaron ayer a la noche? ¿Nadie se dio cuenta de la terrible confusión que le había costado la vida? ¿Porqué me mataron? ¿Cómo retornaba ahora de la muerte?, pensaba Peralta No se puede volver del ridículo y menos de una muerte ridícula. Se sentó a un lado de su lápida a pensar; era consciente que no cualquiera podía llevar a cabo este acto. ¿Quién estaba enterrado debajo de mí, alguien que llevaba puesto su nombre y se había llevado mi vida con él?, se preguntaba. Esta era una ciudad pequeña; estaba seguro de que no había otra persona con sus iniciales. Quizás la tumba estuviese vacía, o peor aún: posiblemente quisieron matar a alguien más importante que Peralta y lo usaron para disimular semejante asesinato. Pero la realidad era otra, los hechos hablaban por sí solos. Su nombre figuraba en la lápida y Peralta, oficial y burocráticamente, estaba enterrado debajo de sus pies. La broma esta vez era de tal magnitud que hasta él mismo creía en ella. Examinó las tumbas que estaban pegadas a la suya y reconoció algunos nombres. Sus vecinos de lápida eran viejos clientes de la oficina. Sus nombres estaban archivados en un lugar de los cajones, en algún estante de los anaqueles de metal. Hasta sabía exactamente en que parte de la oficina estaba su expediente. Podría recordar, incluso, la causa de su muerte, pero sin embargo, no sabía de qué había muerto él. Tendría que averiguarlo. Le esperaba una larga y tediosa tarea por delante. Salió del cementerio por la prolija callecita ondulada del barrio jardín. Los pájaros seguían cantando, pero ahora parecía que estaban preparándose como para un concurso. En la puerta, una señora le ofreció un ramo de flores de todas las formas y colores imaginables. Le agradeció gentilmente, pero él no sabía si llevarlo consigo o dejarlo en su tumba (era la misma cosa). Miró en todas las direcciones, como por el telescopio de un submarino, escondido detrás de uno de los muros del cementerio y custodiado por una silenciosa manifestación de muertos. Eligió el camino menos poblado, el de campo abierto, para que nadie lo viese. Antes, compró algunos víveres que utilizaría para su subsistencia en un almacén a pocos cuadras del lugar. No tenía mucho dinero y sus cosas quedaron en la pensión a merced de que un fantasma como él pasase a recogerlas. La ciudad le estaba prohibida; a su casa ya no podía volver. Sólo se tenía a él y a una tumba con su nombre. Sabía de un posible escondite, más allá de los ranchos y de las quintas: un campo abandonado por una familia acaudalada, los Elizondo, habitué de su oficina. Si mal no recordaba, ya no quedaban sobrevivientes en esa familia y Peralta había sentido el rumor de que el campo estaba vacío y que se iba a rematar muy pronto. Caminó en esa dirección. Los pastizales, embriagados de luz, danzaban con el viento, ondulantes, como algas marinas de un arrecife de coral. Algunos animales se anunciaban a su llegada, sorprendidos. Un grupo de vacas estáticas, masticaba pasto y fabricaba abono natural sin inmutarse por su presencia. La arboleda, generosa, lo llenó de sombra y refugio para su recorrido. Un rancho a medio terminar, techo de chapa, paredes de bloques, sin ventanas, iba a ser su escondrijo. Antiguo depósito de un caso de estancia, abandonado como el campo que lo albergaba. Una puerta de hierro estaba cerrada con un grueso candado oxidado. Sin ventanas, la única solución era entrar por el techo. Subió, escalando por las fisuras de los bloques hasta la cubierta. Los bloques estaban flojos, su pisada quedaba estampada formando una escalera con sus huellas. Sacó una de las chapas y un vapor nauseabundo se levantó como si hubiese abierto la puerta de una sauna ruso. El encierro y la humedad se encontraron, de pronto, amenazados por el aire fresco de la hierba, que comenzaba a penetrar el recinto, como si fueran dos corrientes de agua a punto de mezclarse. Vislumbró algunas herramientas que le servirían para abrir el candado. Saltó guiado por un haz de luz. Tomó una vieja hoz para cortar pasto, (buscó instintivamente el martillo pero no lo encontró), salió por el techado y abrió el candado. Junto con él saltó un pedazo de la puerta. No pudo entrar debido al olor a humedad que venía de la sauna. Dejó la puerta abierta y se senté a un costado de la casucha. Miró a sus alrededores: estaba en el medio de la nada, como Adán, pero sin Eva. Cuando por fin el olor a humedad se disolvió un poco, pudo entrar a su guarida. Clasificó y ordenó las cosas que le servirían para sobrevivir, al menos, por un tiempo. Encontró restos de un colchón que usaría para dormir, una silla de mimbre con tres patas flojas, latas de pintura secas y duras como piedras, una manguera rota y partes de lo que fue un espejo. Limpió lo que pudo con un rastrillo y luego salió a tomar aire. La casa de los Elizondo estaba cerca, se podía divisar detrás de un monte de eucaliptos. Recorrió los límites del campo; se detuve sobre una lomada a pensar en su estrategia de defensa. Era pronto para tomar decisiones (no estaba acostumbrado a tomar ninguna); le esperaba un largo camino, nada menos que la demostración de que estaba vivo, de que todo formaba parte de un complot perfectamente orquestado para hacerlo desaparecer. Pero en algo les falló el plan, porque estaba aquí, contemplando, arriba de esta lomada, los últimos rayos de luz que se negaban como él a morir. Bajó de la lomada al atardecer y se fui al bosque. La noche lo sorprendió cortando leña de un monte de pinos. Cuando llegó a la casucha, sacó lo que le estorbaba y armó un improvisado dormitorio. Se fue a dormir, estaba exhausto, por no decir muerto. Los pájaros anunciaban las primeras luces del alba. Una plataforma de escarcha flotaba sobre el forraje, como una densa neblina plateada. Las gotitas colgaban de los juncos semejando perlas de un collar. Acomodó "su cama" y las demás cosas de la guarida y se preparó un fuego para calentar el agua. A los lejos se insinuaba un horizonte lleno de luz, recortado por una gigantesca línea de tierra. Para ser su primer día de muerto, no estaba nada mal, pensó. Aprovechó la mañana para visitar el casco de la estancia de los Elizondo y conseguir agua; quizás habría allí algo de ropa y abrigo que sirviera para sus propósitos y subsistencia. El casco de la estancia quedaba a más de una legua. La transitó cuando el sol ya se hacía sentir sobre su piel y una brisa comenzaba a circular entre los árboles, haciéndoles rozar unos contra otros, volviéndolos cómplices de sus caricias. La mata estaba muy alta, sus piernas desaparecían como si caminara por un pantano. De lejos, parecía un espantapájaros móvil, sin sombrero y con los brazos hacia abajo. La casona estaba vacía y abandonada, con el cartel de remate como creía; entró por una ventana rota de uno de los costados. Un vidrio voló por el aire y cayó peligrosamente muy cerca de uno de sus pies. Saltó y cayó sobre una gran sala. Lo primero que vio fue la cabeza de una vaca con ojos de vidrio sobresaliendo de la pared. (¿Volví al campo, pensó?). Retratos de varias generaciones de los Elizondo colgaban mirando hacia el centro del living, hacia una mesa larga y de madera rústica; del techo, una pesada araña de bronce estaba casi pronta para romper la mesa en ocho pedacitos; era más un mausoleo de los Elizondo que una casa de campo. El cuadro más grande, en el centro de la pieza, era el de una mujer, sentada de costado sobre el alto respaldo de una silla antigua; parecía dominar y controlar a las demás pinturas con su mirada seria y penetrante. Sus ojos no lograban deshacerse de su mirada, que lo perseguía por toda la habitación, como el seguidor de un teatro. Sintió compasión por los retratos más pequeños que la rodeaban, asustados, como en una vieja foto familiar en blanco y negro; si esto era de muertos, ¡cómo sería esta mujer en vida! Todos estos rostros estaban archivados y apilados en su escritorio, unos encima de los otros; cada tantos años un certificado con su noble apellido se aparecía por su despacho. Transitó las diferentes habitaciones, encontró algún abrigo y ropa de campo, botas y pantalones que usaría en la guarida. Tomó utensilios de cocina, un bidón de agua, un viejo farol a mantilla, algo de alcohol y retorné a su escondrijo. Ese día lo dedicó entero al acondicionamiento de su escondite y a juntar leña. Sui vida, ahora, llevaba aparejada una nueva rutina, pensó. A la mañana, acomodaba su casa, recorría el campo y pasaba a saludar a la señora del cuadro, (cada vez le parecía más seria), y a indagar la casona en busca de alguna cosa que le fuese útil a sus propósitos y sobre todo, a juntar el agua bendita para sus desayunos. A la tarde, solía sentarse a ver el atardecer en la lomada y a pensar en el futuro. Era consciente que mucho tiempo no podría llevar en esta nueva vida. No disponía de los suficientes víveres, ni poseía dinero alguno. Echaba de menos su trabajo y la seguridad que le proporcionaba. Recordaba, con nostalgia, la oficina, los certificados y sus queridos sellos. Cuando la noche se le venía encima, la resistía haciendo arder unos troncos de pino, custodiado por los grillos y el revoloteo de los insectos del lugar. La primera vez que vio a un ser humano en su nueva vida, fue una tarde que estaba caminando por el living de los cuadros de Elizondo en procura de algún objeto valioso para vender y hacerse de algún dinero para llegar a Santa Elena. Sintió el ruido de un automóvil que se acercaba por el camino de entrada a la casona. El sonido le resultó extraño, ¿cuánto hacía que no escuchaba a un automóvil? Se bajaron dos personas y abrieron la puerta con llave. Se escondió detrás de un largo sillón en cuanto entraron a la casa. Eran dos sujetos, uno le mostraba la casa al otro, quien parecía muy interesado en comprarla. Entrevió por la conversación, de que no estaban lejos de cerrar un acuerdo; lo que no sabían, era que el precio debería ser levemente menor, ya que faltaban algunos objetos valiosos que se había robado, y que este señor, el vendedor, no se dio por enterado. Dedujo, después de estas palabras, que sus días estaban contados en este campo. Partió, después de los señores, por los fondos de la casa; cruzó camuflado entre los matorrales, con su bolsa de objetos valiosos. Decidió que tenía que marcharse al día siguiente. Ya estaba pronto para ir a Santa Elena e iniciar el juicio de su defensa. Tomó los objetos de valor, su certificado de defunción y la ropa que usaría en su camino de regreso a casa y los apiló en un rincón. Encontró de casualidad las partes del espejo roto; las unió y se reflejó en él. La imagen se parecía más a un cuadro de los Elizondo, que al recuerdo de lo que había sido. Solamente reconoció a sus ojos marrones. Su cara, esparcida por los pedacitos del espejo, como un columpio, y teñida por el sol, había desaparecido entre la espesa barba y el pelo largo. ¿Cuánto tiempo había estado en este lugar? Ya no lo recordaba. CAPÍTULO TRES A la mañana siguiente, recibió la visita de los pájaros, que en busca de los restos de su último desayuno, daban vueltas alrededor de la casucha, con pequeños saltos y picoteando todo lo que encontraban en su camino. Se despidió de ellos a su manera: con comida. Tomó la bolsa de objetos valiosos, su certificado de defunción y algunas ropas de los Elizondo. Cerró la puerta de hierro, pero sin candado por si tenía que retornar. Salió hacia el campo en dirección a la ciudad. El cielo, tapado de nubes, se vestía de gris. Se cruzó con los mismos animales de su viaje de ida, pero ahora acompañados de un baqueano que los empujaba con un palo y les gritaba para que se movieran. El hombre lo saludó como si lo conociera de toda la vida y hasta le preguntó por el nombre de una mujer. Le contestó para seguirle la corriente, pero era evidente que se confundió con alguno de la zona. Claro que su aspecto ya no era el mismo, estaba vestido con las ropas de los Elizondo y poseía una espesa barba y un pelo largo, despeinado y duro como si le hubiesen tirado huevo. Le sonrió y siguió el camino al pueblo. Paró a descansar debajo de un generoso álamo. Algunas casas sobresalían a lo lejos, irrumpiendo la monotonía de los verdes matorrales. Hacia allí se tendría que dirigir aunque ya no recordaba cual era el camino. Por momentos, una luz de oro bañaba el campo y al rato desaparecía detrás de una nube pomposa. Lo primero que haría es vender los objetos para procurarse algún dinero. Marchó hasta que encontró una casa con un portón hecho de alambres torcidos y troncos de árbol. Pasando el portón, había una pequeña, pero tupida huerta, que era pisoteada y acribillada por un par de gallinas. Un perro se apareció de repente y le empezó a ladrar y a saltar detrás del portón sin ánimo de amigarse. El perro hacía de timbre, porque enseguida se presentó un gaucho de verdad, con bombacha, poncho y rebenque. Era bajo, y robusto, la piel curtida y agrietada por el sol, los ojos claros como de gato. Un pañuelo le engalanaba el cuello. - No tengo nada pá darle-, fue lo primero que le dijo. -No quiero nada-, le dije, voy para Santa Elena, pero no sé el camino. Me perdí. -¡Hay que perderse pá ir a Santa Elena!-, exclamó, como burlándose. El Hombre lo miró desconfiado; espantaba a las gallinas y le tiraba una piedra al perro para que se fuera detrás de ella, mientras le decía, "calláte che". -¿Es de por acá? - De Santa Elena -, le contesté. -No parece, le dijo, observándolo de arriba a bajo; pero si quiere lo puedo llevar de a caballo, tengo que ir pá aquellos lados -, dijo, señalando el camino a su pueblo. - Si me acompaña le muestro el petiso -. Entró a la casa, agarró unas riendas y un bozal. Peralta lo siguió detrás como si fuese su mascota preferida. El cielo comenzaba a abrirse. Hacía algo de calor, pero más aún, debajo del poncho, pensó. El caballo estaba atado a un árbol; flaco, se lo veía cansado y hambriento; balaba cuando le puso las riendas y el bozal. -Montura tengo una sola, si quiere puede sentarse en el lomo... total... va tan lento este animal que no lo va a sentir. -¿Tá muy apurado?, me preguntó. -No, para nada-, le dijo. Tengo cosas para vender y por eso tengo que ir a la ciudad. -¿Y qué tiene pá vender, si se puede saber? -Esto-, le dijo. Le mostró su bolsa de objetos valiosos. Se subió primero el gaucho. Peralta lo hizo después de él con la ayuda de sus manos duras y agrietadas. El perro se le puso a ladrar al caballo, pero éste ni se inmutó(sería sordo o ciego, pensó). Después que el gaucho le dio unas patadas sobre el lomo y le gritó, el potrillo comenzó a andar. El perro los siguió unos metros, pero después se volvió hacia la casa ladrando bajito, apagándose poco a poco, derrotado por las circunstancias. Iban lento, muy lento, como de a pié. -¿Así que se perdió? -Sí. -De dónde viene, si se puede saber -, me preguntó. -De la estancia de los Elizondo. - No me diga-, le contestó, frunciendo el ceño y dándose vuelta para mirarlo a los ojos y cerciorarse de lo que escuchaban sus oídos. Yo también anduve por ahí, años atrás. Ahora ya no vive más nadie en ese lugar. -Me estaba escondiendo. -¿Mató a alguien? -No, es al revés, me mataron a mí -. El gaucho se dio vuelta frunciendo el ceño nuevamente y me clavó los ojos literalmente, incrédulo de lo que escuchaban sus oídos. Pensó que Jacinto estaba loco y con razón. El petizo iba lento, cansado de arrastrar pesos ajenos; sus patas apenas le respondían. Parecía que se estaba quedando sin batería. - Yo no lo veo muerto-, decía el gaucho, dándose vuelta una vez más. -Es que Ud. no conoce mi historia. Es un poco larga de contar. -Tiempo tenemos; a la velocidad que va este caballo su historia me la habrá contado varias veces, reía el gaucho. Le narró minuciosamente los acontecimientos de su vida hasta el momento en que se encontró con él en la puerta de su casa, cuando su perro se puso a ladrar. El hombre escuchó atentamente y luego quedó callado, pensativo. El ruido de las patas del caballo sobre el piso era tan regular que parecía un reloj suizo. El camino era de tierra; de vez en cuando el caballo se topaba con una piedra grande y se sentía un cimbronazo. Detrás de ellos se formaba una estela de humo como la cola de un cometa. El calor aumentaba en proporción a la velocidad del petiso. Cuanto más lento iba el animal, el calor se incrementaba. -¿Le parece extraña mi historia, verdad?- , le inquirió. - Si le contara la mía........ -¿La de Ud.?... pero,... si se lo ve lo más bien. -Es al revés de la suya. -¿Cómo es eso?-, le preguntó, impaciente. -Ud. dice que está muerto y sin embargo no lo parece y yo le digo que estoy vivo y mire esto. Se levantó el poncho y la camisa y le mostró la espalda. Tenía agujeros por todos lados, como un colador, y cicatrices que la recorrían de punta a punta, (algunas todavía sin cerrar), como cruces de autopistas vistas desde arriba. -Pero, ¿qué le pasó, hombre? -Me han querido matar varias veces y no lo han podido. -¿Quién? -La policía, quien va a ser. -Ah-, dijo Jacinto. ¿Y porqué lo quieren matar? -Me la tienen jurada porque yo me bajé a varios de ellos. -¿Se bajó? -Si, hombre, que los maté. - Ah -, dijo Peralta, un poco preocupado por la situación incómoda en la que se encontraba. Estaba en el medio del campo, en total soledad y desarmado, arriba de un caballo junto a un desconocido asesino. -¡Pero si es muy fácil encontrarlo a UD.! Basta con ir a su casa, como hice yo. -¿Qué casa, la que acabo de robar? - Ah. ¿No era su casa? -No, y a sus dueños los acabo de matar. -Ah, entiendo. Una última pregunta le quiero hacer. -Si dígame. -¿Santa Elena queda en aquella dirección?- , le preguntó, señalando el camino que seguía el viejo y cansado caballo, ya sin pilas. - Si señor, después de cruzar el río va derecho. -Gracias-, le dijo. Saltó por el aire y salió disparando en la dirección correcta. Sintió que el gaucho asesino algo le gritaba pero no le hizo caso y corrió lo más rápido que pudo. Esperó un disparo que nunca le llegó. Cuando el peligro estaba muy lejos y ya no lo veía, siguió caminando serenamente. Miró hacia atrás y sólo se veía la majestuosidad del campo, abierto y ondulado. Al rato, vislumbró el río. Era bastante ancho y la corriente era fuerte. Lo circundó hasta que encontró un puente de madera, roto. Le faltaban algunos tablones; una baranda de cuerda lo sostenía como de la nada. Lo atravesó velozmente. Cuando pisó la otra orilla, el puente se desmoronó y el río se lo llevó corriente abajo como un camalote. Continuó su camino según el mapa del gaucho asesino. Al poco tiempo, ya se empezaban a ver las casas, unas junto a las otras, presagio de que se acercaba a Santa Elena. CAPÍTULO CUATRO Sin solución de continuidad, cuando quiso acordar, ya estaba caminando sobre el pavimento. El sol del mediodía atravesaba el adoquinado, derritiéndolo como sebo. Sus botas se pegaban sobre el piso, los pasos se hacían pesados, como si transitara sobre barro. Las casas eran todas iguales, con un jardín en la entrada y una reja plateada. La escena se repetía por varias cuadras, como un laberinto. Pero nada le era familiar. ¿Habría cambiando tanto mi pueblo, o era yo el que había perdido la memoria? ¿Sería éste el poblado que dejé tiempo atrás o el gaucho me engañó y me mandó a otra parte? cavilaba Peralta. Tuvo la intuición de que algo andaba mal. Buscó su bolsa de objetos de los Elizondo y no la encontró. Sintió el engaño una vez más. El hombre lo distrajo con su inverosímil historia para robarle la bolsa. ¿Cuánto habría de verdad en su historia delictiva? Continuó caminando por el laberinto de calles y casas idénticas, pero no podía salir. Daba vueltas y vueltas y terminaba siempre en el mismo lugar, atrapado entre rejas como una gigantesca cárcel. Las calles eran circulares, como diseñadas para que nadie pudiese salir. ¿Había caído nuevamente en una trampa? Se sentó sobre el cordón de la vereda. Era inútil seguir dando vueltas. Lo mejor, pensó, es esperar a que aparezca alguien y lo ayude a salir. Dormitó sobre la vereda, con el certificado en su mano y las ropas que se había llevado de los Elizondo en la otra. De pronto, un ruido de automóvil lo despierta de su breve siesta. Era el mismo auto que vio en el campo cuando deambulaba por el living de los Elizondo. Se acercaba hacia él a gran velocidad. Se paró, dio un paso y se puso detrás de un muro y debajo de una reja puntiaguda en forma de lanza. El auto pasó cerca de la casa. Pudo verles las caras. Eran los sujetos que estaban en el campo de los Elizondo. ¿Qué estarían haciendo por este lugar? ¿Lo estaban persiguiendo, quizás, por los objetos que robó en la estancia? Un nuevo problema había surgido. Ahora lo consideraban un ladrón. Observó el lugar por donde el auto desapareció. Lo siguió con el resto de fuerzas que aún le quedaban. El automóvil se disipó en el horizonte, pero logró salir del laberinto de casas. Estaba ahora sobre una ruta, pero ésta no parecía conducir hacia ningún lado. Un puente estiraba la ruta que agonizaba sobre el río. Caminó por el puente, pero en un momento dado se corta en medio del río y se transforma en una suerte de trampolín gigante. La planchada estaba sin terminar, al igual que la ruta y el barrio de las casas. ¿Por dónde había salido el automóvil? Tenía que haber otra salida. Volvió por el camino y regresó al barrio de las casas de rejas plateadas. Golpeó puertas y tocó timbres, pero fue inútil. Estaban abandonadas al igual que el puente y la ruta. Se sentó en uno de sus jardines. Había llegado a una ciudad sin terminar, a un proyecto sin concluir. ¿Me estarían poniendo a prueba? ¿Quiénes y porqué?, pensó Jacinto Peralta. Sus asuntos iban de peor en peor, ya que ahora ni siquiera poseía dinero ni víveres. Recordaba sus días felices en el campo de los Elizondo con cierta nostalgia. Y si iba más atrás en el tiempo, se le aparecía la imagen de su oficina: la imagen de la felicidad, el tiempo en que era alguien, o así lo creía Peralta, al menos. El tiempo en el que existía, en el que sentía ser parte de algo; tan insignificante como poner sellos y archivar certificados. Un chillido resuena en el jardín. Venía de una ventana que estaba justo detrás de él. Se acercó, pero nadie se veía; una cortina la cubría en su totalidad. -¿Lo vieron... lo vieron?-, sintió que alguien le decía. -¿Quiénes?, preguntó hacia la nada. - Los del auto. - No, afirmó categóricamente. - Pase, entonces. Abrió tímidamente una puerta de metal. Una joven la cerró velozmente, cuando su cuerpo la traspasó por completo. - Venga, sígame ¿nadie lo vio, verdad? - No. La rastreó hasta una habitación contigua, vacía, de piso de hormigón sin terminar y paredes sin pintar. Otra puerta daba a un patio con un árbol en el centro. La mujer se sentó en el duro piso, al lado del árbol. Su rostro le era familiar. Conservaba algunos rasgos de alguien a quien había conocido tiempo atrás en Santa Elena, pero no estaba del todo seguro. Habían pasado muchos años. Los recuerdos habitaban en su rostro como viejos actores de una comedia infinita. - Al principio pensé que era uno de ellos, pero cuando vi que lo seguían decidí ayudarlo, le dijo la mujer. ¿A qué vino? -A investigar un crimen. - Hay tantos crímenes por estos lados... - El de Jacinto Peralta. - ¿Peralta?...¿Peralta?... volvió a repetir. - ¿Lo conocía? - Peralta... Peralta, repetía, como una máquina descompuesta. - ¿Sabe algo de él? ¿Está muerto?, preguntó Jacinto. - Unos dicen que se fue. Otros, de que está muerto. -¿Ud. qué cree? - No lo sé, yo... me tengo que ir. Tengo miedo de que me vean con Ud. -¿Quiénes? - No puedo hablar. Le supliqué que no me dejara sólo en esta casa sin terminar y en medio de un laberinto circular. La tomé del brazo antes que traspasara el umbral de la puerta. - Si quiere lo veo mañana en el faro, a la tarde. Yo siempre estoy ahí para ver el atardecer. - ¿Dónde queda eso, qué faro? le preguntó. Pero fue inútil. Ya había desaparecido por la calle circular. Era casi de noche. Improvisó un colchón con las ropas de los Elizondo y se tiró a dormir sobre el piso sin terminar. CAPITULO 5 Lo despertó un brusco ruido sobre la ventana. Por un momento pensó que estaba en la estancia de los Elizondo, pero esa impresión se fue desvaneciendo al comprobar que se hallaba en la casa de rejas de la noche anterior. Recordó a la mujer y su repentina fuga y recordó también que se tenía que encontrar esa noche con ella. Caminó hacia la cocina. La ventana estaba semiabierta. Supuso que el ruido provenía de ese lugar. Sobre la mesa había una bandeja con alimentos. Era su desayuno; alguien desde la ventana lo había depositado sobre la mesa. Lo consumió, pensando que quizá, era su única comida del día. Luego salió a hacer una inspección del lugar, pero se topé con un grave problema. ¿Cómo encontraría la casa al volver de la exploración, si eran todas exactamente iguales? Lo solucionó colgando un trapo de los Elizondo sobre la reja. Partió hacia cualquier dirección. Se entretuvo contando las casas hasta que dio de nuevo con la suya, con el trapo que colgaba de la reja. Había dado una vuelta en redondo. Cruzó a la acera de enfrente e hizo lo mismo, hasta que se perdió. Si seguía colgando trapos se quedaría sin ropa, pensó, y no sabría en cuál de los trapos estaba su verdadera casa. Ya no le importó volver a la habitación donde había dormido; lo importante ahora, era encontrar el faro Al rato fue a dar a una zona donde las calles circulares se iban transformando en largas avenidas que no conducían hacia ningún lado. Algunas terminaban en la nada y otras sobre cimientos de edificios a medio construir. En una de estas avenidas descubrió imprevistamente, la salida. Guiado por carteles ilegibles se fue alejando de las casas y de los edificios en ruinas; el río, majestuoso, poco a poco, se iba apoderando de Peralta. El idioma de las olas se confundía con el del viento como en un diálogo de sordos. Un ejército de juncos, impávido, escoltaba la orilla. En la arena, sus huellas marcaban el límite del agua; los cangrejos, el de su sombra. Caminó, asesorado por los cantos rodados. La silueta de un hombre que estaba pescando, le puso fin a su recorrido. De pantalón remangado y chancletas de goma, el agua le acariciaba la pierna; quieto como una piedra, parecía esculpido sobre la roca. -¿Hace mucho que está acá don?, le preguntó - Treinta. -¿Minutos? - Años. ¿Y pescó algo? - Poco. Ya no queda nada. Algún bagre pa´l gato... aunque, ¿sabe una cosa? Acá... en la mesa todos hacen miau. Y Ud. Forastero ¿de dónde viene? - De allá, le dijo señalando el laberinto - Entonces viene del barrio obrero -¿Obrero? - El nombre...porque obreros no tuvo nunca. ¿A donde va? -Al faro. - Siga derecho por la playa y lo va a encontrar. Mire que está en ruinas; hace años que no funciona. Y, se puede saber, y si no es molestia ¿pá que va? - A un encuentro. - Ah, si es así, esta bien. Dígame don ¿cuándo llego? - No lo sé exactamente. Ayer... hoy...no lo sé. - Veo que está en problemas. Al principio es difícil adaptarse ¿vio?; pero después se va a acostumbrar. Si se pierde, ya sabe donde encontrarme. En la playa de día y en lo de "Arellano" a la noche. En el boliche nos encontramos todos. Pregunte por Ramiro y me va a encontrar. A medida que se alejaba, la playa se iba acortando hasta morir en un montículo de piedra, y el faro, apenas un punto, se engrandecía a cada paso. Subió por una rampa que se formaba entre las rocas; cuando llegó a la cima pudo ver el faro. Majestuoso, dominaba la escena. Apagado como el pueblo, resplandecía con el sol del atardecer. Caminó hasta la base; una ligera intuición lo guió, por una fina escalera de caracol, hasta la punta. Sobre la baranda estaba ella, sus ojos clavados en el río, su cabellera flameante. - El Sol estaba en ese punto la última vez que lo vi, dijo, inmutable. - ¿A quién? - A Peralta. -¿Porqué... qué le pasó a Peralta?, dijo Jacinto. - Dicen que murió, pero yo no lo creo. ¿Ud. piensa que yo seguiría viniendo aquí si fuese así? Peralta no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Descubrió que había alguien que no creía en la broma, alguien en quien confiar. -¿Qué sabe Ud. entonces de lo que le pasó a Peralta? - No mucho. Nadie sabe nada en este pueblo, solamente rumores, habladurías. Quizás Ud. sepa más que yo. ¿Cuándo llegó a Santa Elena? - Supongo que lo hice en el día de ayer, pero ya no lo sé. - Acá los días son todos iguales, nunca va a saber en cual está. Yo siempre vengo a este lugar, porque tengo la esperanza de que Peralta vuelva. Cuando pasa un barco pienso que es él, pero cuando sigue su curso, pierdo las esperanzas y retorno a mi casa. Y así todos los días, mientras pueda, mientras él me deje. - ¿Quién? ¿Quién es él? Un manto de sombra se posó sobre el rostro de la mujer. El sol se daba su merecido baño de agua cuando de pronto la mujer desapareció por la escalera de caracol. Fueron inútiles los intentos de Peralta para seguirla. Trastabilló en la escalera de caracol y rodó algunos escalones abajo. Cuando salió, ella ya se había ido. Estaba oscuro y el lugar estaba lleno de rocas. Las sorteó como pudo. Cuando por fin bajó la noche ya no habían más piedras en su camino, pero se dio cuenta de que estaba nuevamente perdido. Recordó las palabras del pescador. Lo tenía que buscar pero no sabía hacia donde quedaba el boliche de Arellano. . CAPITULO 6 Lo que al principio le parecían luciérnagas se fueron rápidamente transformando en luces quietas. Desparramadas por doquier, insinuaban que se acercaba a Santa Elena. Se guió por el sonido de una guitarra que sonaba a milonga en alguna esquina. Allí debe estar el boliche de Arellano, pensó. Cuando los acordes de la guitarra se transparentaban en la oscuridad, Peralta supo que estaba en la puerta del boliche. Adentro, apenas algunas mesas se repetían sobre las ventanas. Los baqueanos rodeaban al de la guitarra quien paró de tocar cunado vio que entraba Peralta. Lo miraron como si entrara un intruso pero con el respeto que le otorgaban las ropas robadas de los Elizondo. Se acodó en el mostrador y pidió una caña. Recordó haber estado alguna vez en ese lugar, como una remembranza de la infancia. -¿De dónde viene, cómo entró? , preguntó, quien parecía ser el dueño del local. -De la ciudad. Vine por el puente. -¿Cuál? Están todos cortados. - El de madera. - Mire UD, yo creía que estábamos totalmente aislados, que ese puente ya no existía. -Ahora sí están aislados, porque después que yo crucé el río, el puente se cayó al agua. -¿UD trabaja para ellos, verdad?, dijo sonriendo. -¿Para quién? No entiendo su pregunta. El hombre no le contestó y siguió con su trabajo. La gente no le sacaba los ojos de encima. Luego del primer sorbo de su caña, Peralta giró su cabeza en busca de Ramiro. Estaba en una de las mesas de la ventana, pensando, quizás, en el bagre que nunca pescó. Se sentó en la mesa de Ramiro. Estaba casi borracho pero lo reconoció y le preguntó si había encontrado el faro. - Lo encontré, pero no me sirvió de mucho. Estoy más confundido que nunca. Me están tomando por un idiota. Se burlan, no saben con quién se meten. - ¡Pero hombre!..¿Qué le anda pasando? -¡Eso es lo quiero saber, qué pasa que nadie habla! Todos me miran, algunos me persiguen, pero cuando preguntó qué sucede, se refugian en el silencio. - Sabe qué, me hace acordar cuando yo era joven. No haga tantas preguntas. Disfrute lo que le tocó vivir. Míreme a mí. El silencio me hace feliz. Pero de pronto ese silencio se cortó con la entrada al bar de un sujeto bien vestido. Venía acompañado de otros dos. La gente les hizo lugar en una mesa. La sensación era como si hubiese entrado un dios a algo así. Pidieron dos cañas y algo para picar. Los parroquianos dejaron de tomar para observarlos. ¿Quién es?- preguntó Peralta - Elizondo quien va a ser.... El dueño. -¿El dueño de qué? -De l bar y de todo lo que rodea. No hay nada en este pueblo que no sea de los Elizondo La panadería, la farmacia, la estación de servicio... todo. - Comprendo CONTINUARÁ....O NO.....
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Esteban Valenzuela Harrington
La historia es buena, aunque de pronto el ritmo me pareció un poco lento, sobretodo porque los otros personajes que le pueden dar más dinámica, son de corta duración, siendo que podrían ser muy interesantes. Creo que de pronto mucha descripción confunde, entiendo que es novela, pero debes mantener cierta tensión del relato, que el lector sea tirado por una especie de cuerda imaginaria que no pueda dejar de seguir leyendo, lo cual no es fácil. Si tienes muy buen manejo del léxico, pero yo te aconsejo preocuparte más del ritmo, y el suspenso que no se diluya.
Un gusto en haberte leído, y perdona que me haya demorado en contestar pero tu novela era algo larga. Y me costó darme un tiempo para leerla.
Un abrazo,
Esteban
gabriel falconi
lo que pasa es que soy yo es el que no sabe si esta loco o muerto o las dos cosas.....
gracias por pasar
Ricardo Fernndez
gabriel falconi
te leiste todo esto??
gracias por tus consejos y reflexiones
en principio habia sido un cuento pero luego lo pase a novela que espero continuar algun dia
mil gracias por pasar y tomarte tu tiempo.
norma aristeguy
Me gusta porque generalmente la novela tiene personajes, que no siempre son necesarios en el texto, están para llenar espacios, como decía el poeta ciego, pero aquí no hay esa sobrecarga, aquí cada uno de ellos está directamente relacionado.
A medida que he ido avanzando, (concuerdo en eso con Doris), comencé a recordar a Pedro Páramo, y voy intuyendo que ya están todos muertos.
La trama está buenísima para continuarla, sobre todo por eso, porque es interesante y no hay ningún personaje que deje de tener importancia propia.
Buenísimo el encuentro con su pareja en el faro. Sugiere al principio, y lo dice por sí sola la novela, con la actitud de ella.
Me gustó muchísimo. La temática me apasiona, y se puede continuar o no. Aunque sería una pena desaprovechar la oportunidad que te brinda y que le brinda al lector de seguir ese camino que se va estrechando cada vez más, y que deja un sabor, precisamente, a algo inconcluso.
Me gustó mucho.
Abrazos.
gabriel falconi
,uy bueno tus consejos
va a ser una novela ..
el personaje esata muerto aligual que todos y viene a investigar quien lo mmato
lo que sigue ahiora es eso una especio de investigacion policial
en ese pueblo fantasma vive un tipo que es como el dueño de todo
la trama se dirige ahora hacia ese personaje que es como una nespecie de dictador
la seguire entonces pero no sabes lo dificil que es
con los cuentos me llevo bien con la novela no
graciasssssssssssssssss por leerlo
beso
doris melo