La ceremonia
Publicado en Nov 01, 2009
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Al principio era como una luz enceguecedora. Casi algo que molestaba y maravillaba a la vez. Algo como la liberación. Después, y a medida que se iba acostumbrando, venían esos colores y sonidos esperados por él, conocidos,y eran grandes campanadas metálicas. Don. Din.No. Más fuerte: Don.Don. No todavía, mucho más fuerte: ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!
Entonces, sólo entonces, Mauricio caía al fondo de un blando colchón de plumas, y las plumas lo emplumaban como si fuera una gallina, o un pavo real, o una abeja con pesados colores de plumas que se iban adhiriendo suavemente a su cuerpo blanco, casi transparente, tan transparente que Mauricio podía ver, como si estuviera dentro de un espejo maravilloso, su corazón, la vesícula, sus riñones.
Y todo se emplumaba de colores diferentes; el cuerpo entero, por dentro y por fuera. Su delgada cara y sus hombros, sus testículos y sus pies, sus pulmones y su cerebro.
Aquí no paraba la cosa. Sabía que ahora venía quizas uno de los momentos más felices, cuando las plumas empezaban a caer (sólo las de afuera); pero no era dulce, era más bien fiero, doloroso. Porque las plumas no se desgajaban suavemente, sino que caían tironeadas por Ángela; pero no era Ángela, sino algo que se parecía a Ángela, a su bronca, a su odio, a su dolor, o a su amor.
Entonces era el primer tirón, un suave desgarramiento: tal vez de la frente, tal vez del brazo, y salían algunas plumas con el girón arrancado.
Mauricio empezaba a gritar despacito, caso complacido, y entrecerraba los ojos; los entrecerraba o los cerraba, como en éxtasis, y decía palabras incomprensibles, pero sentia miedo de sentirse descarnado. Y casi era la felicidad. Porque después la operación era más fuerte. Ángela desgarraba, partía, clavaba sus uñas; Ángela-demonio utilizaba sus manos, clavaba sus uñas y sus dientes. Y las plumas volvían a caer. Pero también los girones de piel, escupidos por los hermosos dientes de la dulce Ángela. Las campanadas metálicas se hacían de seda, y los colores giraban de un violeta espeso a un rojo perfecto. Ángela-demonio presidía la ceremonia como única oficiante, sobre Mauricio acostado en el suelo, boca arriba, boca abajo.
Y ahora, con toda la furia, terminaba de arrancar la piel de los testículos, y sólo quedaba piel en las palmas de las manos.
Aquí Mauricio gritaba enloquecido pues veía libre sus músculos, sus tendones, y con las palmas quería acariciar a Ángela que se negaba, que permanecía impávida, de pie,oficiando y oficiando interminablemente, cubierta por ese charco rojo que a Mauricio le taladraba los ojos.
Después venía la ceremonia más codiciada por Mauricio: Ángela-demonio, Ángela-mutante,se acercaba despacio como una nube francamente rosada por el encierro del sol, y comenzaba la devoración.
Un músculo del antebrazo, una vena del cuello, y Mauricio gemía, y entre dolor y placer, casi decía: "Ángela, Ángela", o "me muero, me marchito, dejame, por favor".
Pero sabía que Ángela era implacable. Y le gustaba que así fuera. Los gritos de Mauricio se hacían insostenibles.Por lo tanto ya se sabía que Ángela lo besaría interminablemente, hasta comerle la lengua, hasta arrastrarle el paladar, y Maricio se iba a quedar sin paladar y tal vez sin labios.
 
Ahora venía, junto con todo el terror, ese música de Smétana que le parecía campos floridos, quietud, mansedumbre.
Ángela feérica y distante, demonio fugaz y persistente, capaz de derribarlo todo con una mirada; Ángela apenas fría, con sus uñas rojas y su pelo tan azul.
Y era maravilloso, casi insolente para Ángela acercarse para ver la dulce cara que tenía Mauricio en ese instante. Casi sin cara, apenas ojos verdes,apenas cejas, apenas pestañas, apenas orejas atentas a los timbales y a las cuerdas dialogando entre sí. Pero tan complacido, tan quejoso, tan niño, que a Ángela (esta vez sólo Ángela) le daban ganas de sostenerlo entre sus brazos  y cantarle la misma melodía que se escuchaba retumbar en las paredes.
 
Y luego las paredes caían, pero suavemente, sin estrépito, y Mauricio ya sabía. Ése era el otro y definitivo momento: cuando toda la habitación se abría a la ciudad. Las cuatro paredes borradas por el viento.
Ése era el mometo en que Ángela vestida de azul, subía hasta las esferas más azules, y lo poseía casi quietamente, toda Ángela, pero pelo y piel, ella sí piel.Era el mometo tangencial y breve en que Ángela lo poseía, lo anonadaba, o quizas fuera el demonio que lo poseyera; no rojo, no negro, sino circustancial y todopoderoso. O tal vez fueran ambos.
 
Mauricio nuca recordaba con precisión esos momentos. Pero los esperaba al final de la ceremonia.Sabía que eran suyos y únicos. Sabía que podían tardar o irrumpir súbitamente, como por ejemplo en los momentos en que todavía podía besar con su lengua caliente a Ángela o al demonio, o aún después, mucho después, cuando frente al espejo fuera carnadura fresca, rítmico cimbrear de músculos y venas.
Y Mauricio también sabía que el momento llegaba cuando la melodia de Smétana se tornaba hambrienta y las paredes del cuarto desaparecían.
 
Después, todo se iba diluyendo. El color azul era celeste, luego blanco, luego sólo la luz de la bombita eléctrica. Las paredes se recomponían y volvían a sostener los cuadros de Gerónimo Bosch.
 
Mauricio se levanta lentamente, se mira al espejo, tal vez sonría; se viste con la misma lentitud. Sabe que dentro de pocos minutos Ángela (¿Ángela?) tocará el timbre y el la besará apasionadamente.
                    Guillermo Capece    (1976)
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Descripción

Palabras Clave: cuerpo musculo erotismo

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Derechos de Autor: Direc. Nac. del Drecho de Autor (G-C.)


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