Hoy me desperté y el mundo
me pareció pequeño, frío, advenedizo.
Tomé mi café extraviadamente:
Estaba emancipado de las cosas.
Todo estaba en sus cubiletes
y en sus marcos de madera de acacia.
Me sentí grande entre los elementos chicos:
Me movía con pasos de coloso
como envuelto en hojas disueltas
traídas de algún lugar sin fin y sin espacio.
Pero me alcanzó de repente una bulla
que manaba de la galaxia de mi cuarto
y la gélida soledad de las paredes
absortas en su eterna sordera.
Oí el tintineo de la página en blanco
y a los lápices llamarme por mi nombre.
Entonces supe que era descendiente de la tinta
y que mis tentáculos eran solo dedos
halados por líneas farragosas.
Me lamían comillas y acentos
y el escritorio reclamaba mi prestancia.
Fue entonces que disipé los humos
y descendí hasta la esfera celeste
a prestarle mi mano al mundo de las letras
que empezaba a quebrarse y desprenderse.