El Testigo
Publicado en Mar 30, 2009
El testigo
El testigo nació testigo y durante toda una vida testificó la vida de los otros con un rigor de enciclopedia. Su observación de las causas y los efectos en las vidas de los demás le impartieron un etéreo aire de juez, nunca de parte, y lo instalaron en el mausoleo de los veedores eternos. Su vida era una permanente acopiación de experiencias ajenas. Sus relatos siempre eran las historias de otros, sus evaluaciones no existían a la hora de pontificar errores porque sencillamente no los contemplaba como parte del relato. No sentenciaba jamás, tan sólo describía y ordenaba escenas y situaciones como una máquina de prolijar y sostener secuencias de vida cuya comprensión no las consideraba propias. El testigo identificaba su vida como una labor tediosa y prolífica por las vivencias ajenas, nunca consideró la posibilidad de pertenecer al mundo de los vivientes, de los que hacían esas cosas que él relataba como fotocopias de la realidad, él era... el testigo. Su sentido de la existencia era la contemplación y el desciframiento de los hechos ajenos, no había en él consideración alguna sobre su propia pertenencia al escenario general. Los amores eran de los otros, los odios y las pasiones eran observadas con ánimo de postergación para su relato ulterior, nunca como una punzada o una herida, sino como una película que otros actuaban. El testigo pasaba su vida testificando sobre el mundo y armaba estrategias sinópticas que incluían la cultura general como árbitro de su descripción en apariencia precisa. Recurría frecuentemente a Freud para analizar conductas y situaciones, y comparaba con Napoleón las épicas acciones de los demás, con la fría y ligera responsabilidad de quien sólo se vincula al mundo con su máquina de escribir. Jamás opinaba en primera persona. Nunca transmitía la sensación desde el observador sino desde la mirada cósmica que lo protegía de la vida como una balsa en el mar. El testigo era eso, tan sólo un testigo sin manos, sin tacto para palpar la arena que dibujaba con palabras con la precisión de un matemático. Pero tenía ojos como nadie tiene, oídos y percepciones que dejarían huérfano de maestro a Oliverio Girondo. El testigo caminaba y escribía con la celeridad de una brisa posada en el ramaje para el descanso, antes de inundar de viento las dunas. Él tan sólo dibujaba un bosquejo siempre libre sobre acentos y frases oficiosas. Nunca amaba a nadie, jamás derramaba una lágrima ni exponía una mueca de tristeza o de hastío, él estaba allí en el preciso momento en que ocurrían las cosas, debajo justo de los rayos y la lluvia torrencial que nunca lo mojaba. Hasta que un día, allá por la hora de la siesta, en un camino que nadie transitaba, al costado de un ombú viejo y caído, en el preciso momento en que un tero engañaba su madriguera, se enamoró, él se enamoró, y ella, ella era muy bella. Entonces el testigo enmudeció, ya no más palabras para describir hechos ajenos. Ahora necesitaba todo el oxígeno del planeta y su costumbre de mirar se tornó contemplación interior de ojos cerrados y atención centrada en sí mismo. “Quién es este?” se pregunta ahora el testigo descubriéndose como un alguien solapado pero todavía vivo. Su sentido de la pertenencia comenzaba a vincularse más al criterio de lo propio que a la posesión legal sobre las cosas. Tenía un amor, un verdadero amor, uno que por ser cierto podía romperse, caerse, astillarse, contenerse y liberarse como a un pájaro o un pez. Un amor tangible y viviente, uno con respiración y transpiración, de esos que se huelen y se sienten calientitos y perezosos. El tipo estaba algo confundido con este asunto de vivir desde él mismo y se quiso bajar algunas veces, quería escribir todo esto que sentía pero le resultaba imposible relatar sus animosidades y virtudes, no podía hablar de él, tan sólo de los demás, de todas esas personas que eran los otros. Entonces despertó sobresaltado y venció la resistencia a quererse y gritó fuerte su propio nombre que lo nombraba. Ella así fue el mar y todos los desiertos, la rosa roja que ahora sentía en sus propias manos, el olor que lo mareaba y esa mirada ahora dirigida a sus ojos. Estaba feliz el testigo y quiso escribir sobre esto pero sus reflejos le engañaban y tan sólo podía adentrarse en el vientre mentiroso de las descripciones crípticas, tan sólo podía ahondar en las frases remanidas y solemnes, hasta que pudo, al fin pudo, llorar una lágrima muerta de desdicha, un grito demasiado contenido para ser estéril y yerto, una pasión aletargada en el remanso sereno de unos ojos que no sabían llorar pero que querían hacerlo. El testigo bajó sus manos del teclado mesiánico de lamentos y pudo al fin lamentarse desde él mismo. Su monocorde llanto le sorprendió como una imprevista catarata en el camino regular y obsceno de la observancia hacia afuera. Su pasión, la propia, le cegó con un espanto que encubría viejos miedos que nunca se atrevió a mirar de frente. El testigo prolífico en palabras exultantes enmudeció al mirarse y contemplar tanto desierto de lo propio. Finalmente reconoció a su amada, no era una mujer ideal, por momentos era bella y por momentos trágica pero era el objeto de su amor y quiso darle un nombre, le llamó sin eufemismos con el nombre que todo lo nombra, la palabra suprema de la que ahora no se ocultaba, le llamó “realidad”. Nov/97
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